DEL 4 AL 5 DE ENERO
George levantó el león de la mesa de la sala y lo tiró a un tacho de basura que estaba fuera de la casa. Le tomó cierto tiempo tranquilizar a Kathy, pues no podía explicar de ningún modo por qué razón la pieza de porcelana había logrado bajar desde el cuarto de costura. Ella insistió en que algo en la casa lo había hecho y que no quería seguir ni un minuto más en el número 112 de Ocean Avenue.
George reconoció a Kathy que también él se había inquietado por la nueva y repentina aparición del león. Pero no estaba de acuerdo en huir sin intentar antes dar la batalla.
—¿Qué batalla puedes dar contra lo que no puedes ver? —preguntó Kathy—. Esta… esta cosa puede hacernos lo que se le ocurra.
—No, querida —dijo George—. No me podrás convencer de que una buena parte de todo esto no es nuestra inspiración. ¡Sencillamente no creo en duendes! ¡De ningún modo, en ninguna forma, en ningún momento!
Finalmente logró convencer a Kathy de ir a la cama con la promesa de que, si no podía obtener ayuda al día siguiente, dejarían la casa por cierto tiempo.
Ambos estaban completamente agotados. Kathy se quedó dormida de pura fatiga. George durmió a ratos, despertándose a cada instante para escuchar algún ruido raro en la casa. ¡Ahora dice que no tiene idea de cuánto tiempo estuvo allí acostado antes de oír una música militar en el piso de abajo!
Su cabeza empezó a marcar el ritmo del tamborileo antes de darse cuenta que estaba oyendo música. Echó una mirada a Kathy para ver si se había despertado y la oyó respirar lentamente. Estaba profundamente dormida.
George salió corriendo del cuarto y en el pasillo pudo oír que el retumbar de las pisadas se hacía más fuerte. «Debe haber por lo menos cincuenta músicos en la planta baja», pensó. Pero en el instante en que llegó al último escalón y encendió la luz del vestíbulo, los ruidos desaparecieron.
George quedó anonadado junto a la escalera, sus ojos y su cabeza giraban locamente en busca de algún indicio de movimiento. Allí no había absolutamente nadie. Al parecer, había entrado a un lugar con eco. Después de la cacofonía de sonidos, el repentino silencio suscitaba escalofríos.
Luego George oyó el rumor de un respirar afanoso y pensó que alguien estaba detrás de él. Giró sobre sus talones. No había nadie, y se dio cuenta que estaba escuchando el aliento de Kathy, que dormía en el piso de arriba.
El temor de que Kathy estuviera sola en el dormitorio movilizó a George. Subió corriendo los escalones de a dos y entró a su cuarto, encendiendo la luz. Allí suspendida en el aire, a un medio metro por encima de la cama, estaba Kathy, alejándose lentamente de él ¡en dirección a las ventanas!
—¡Kathy! —gritó George y saltó sobre la cama para agarrar a su mujer. El cuerpo de ésta estaba duro como madera, pero el movimiento cesó. George sintió una resistencia a su presión y luego un súbito aflojamiento. Él y Kathy cayeron entonces al suelo, pesadamente fuera de la cama. La caída despertó a Kathy.
Al ver en donde estaba, Kathy quedó desconcertada un instante.
—¿En dónde estoy? —gritó—. ¿Qué ha ocurrido? George quiso ayudarla a ponerse de pie. Apenas se sostenía sobre sus piernas.
—No es nada —dijo él para tranquilizarla—. Estabas soñando y te caíste de la cama. Nada más.
Kathy estaba demasiado anonadada para hacer más preguntas a George. Dijo «¡Oh!», volvió a meterse en la cama y a sumergirse en un profundo sueño. George apagó la luz del cuarto, pero no se echó de nuevo junto a su mujer. Se sentó en una silla cerca de las ventanas y no perdió de vista a Kathy mientras contemplaba el cielo del amanecer.
El padre Mancuso también contemplaba el amanecer del nuevo día en la casa de su madre en Queens, adónde había ido poco después de su altercado con el párroco. No había tenido miedo de nuevas explosiones de su amigo, pero le resultó imposible dormir en sus habitaciones impregnadas de olor a excrementos e incienso. Asimismo, creía ahora realmente que era el destinatario de una agresión demoníaca y pensaba que el olor habría de desvanecerse si se alejaba por cierto tiempo de la rectoría.
En un principio el padre Mancuso no las tenía todas consigo por haber ido a casa de su madre, ya que no quería comprometerla en sus problemas. Pero había empezado a sentir síntomas de nueva fiebre y llegó a la conclusión de que, si había de caer enfermo una vez más, lo mejor era ponerse en manos de ella.
No había dormido mucho y se despertó unos minutos antes del alba. Sintió picazón en las palmas de las manos y se quitó los guantes blancos para mirarlas. Pensó que había tenido mucha suerte en un punto: el párroco no se las había visto. El hombre, sin duda, habría aprovechado el hecho para denunciar a su antiguo amigo.
Los cielos estaban surcados de largos cúmulos de nubes blancas. El padre notó que estaban muy bajas y que avanzaban velozmente. Como la ola de frío se mantenía aún en las marcas más bajas esto podía anunciar más nieve. El padre Mancuso se apartó de la ventana y miró el reloj de la mesa de noche. Eran nada más que las siete de la mañana.
«Me gustaría llamar a George Lutz, pensó, para averiguar si la misa suscitó una reacción similar en su casa. Aunque no… a las siete no se puede telefonear». El padre Mancuso decidió esperar un rato y volvió a meterse en cama. Uno se sentía bien y cómodo bajo las frazadas. Soñolientamente oyó los movimientos de su madre en la cocina y de repente, sintió que tenía diez años y que estaba esperando que viniera a despertarlo para ir a la escuela. Las recientes penurias, dolores y humillaciones se desvanecieron de su mente y su cuerpo. El padre Mancuso se echó a dormir serenamente en la vieja cama de la casa de su madre.
A eso de las diez de la mañana Kathy seguía durmiendo profundamente. George había empezado a preocuparse por el estado de su mujer después de la aterradora experiencia de la noche pasada. Y no pudo esperar más. Llamó sin más al padre Mancuso.
Danny y Chris habían dicho a su padre que la radio de Amityville había anunciado que las escuelas iban a permanecer cerradas por un problema de combustible. Los muchachos parecían más bien contrariados por esto, ya que éste iba a ser el primer día en la nueva escuela, después de las vacaciones de Navidad, e implicaba una oportunidad de hacer nuevos amigos.
George pensó que era muy afortunado por no tener que llevar los niños a la escuela, situada en el otro extremo de la ciudad. No le gustaba la idea de dejar solas a Kathy y Missy en la casa. Preparó el desayuno a los niños y los envió al dormitorio a que jugaran. Después volvió junto a la cama de Kathy.
Kathy estaba pálida, tensa, unas profundas arrugas se marcaban en torno de la boca. No quiso despertarla y volvió a la cocina. Cuando vio que eran las once de la mañana, George decidió llamar al sacerdote.
Marcó el número de teléfono del padre Mancuso, pero no hubo respuesta. George llamó luego a la rectoría y allí se le dijo que el padre Mancuso estaba en casa de su madre. No: el número de esta señora no se lo podían dar, pero podían tomar cualquier recado.
George pasó el resto de la mañana en la cocina, esperando la llamada. Pensó que había sido un tonto al declarar que «no creía en duendes». Kathy tenía razón: «¿cómo diablos es posible luchar contra algo que es capaz de levantarnos de la cama como una pajita de escoba?» George Lutz, ex conscripto de la Marina, reconoció que estaba asustado.
Kathy estaba bajando las escaleras en el instante en que sonó el teléfono. El llamado provenía de la oficina de George: querían saber a qué hora se le podía esperar. El agente de réditos iba a pasar de nuevo por allí y ellos no sabían la forma en que George deseaba encarar la situación. George se contrajo. Finalmente dijo a su tenedor de libros que llamara al contador y postergara la cita hasta la semana siguiente. En cuanto a volver al trabajo… dijo que Kathy no se sentía bien y que estaban esperando la visita del médico.
Kathy se sentó junto a George a la mesa de la cocina y miró a su marido con un aire extraño. Repitió la palabra «médico». George meneó la cabeza y terminó la conversación diciendo al empleado de su oficina que iba a pasar más tarde por allá.
—¡Caramba! —dijo a Kathy—. ¡Se están cansando de mí! Voy a tener que ir mañana de todos modos.
Kathy bostezó, se encogió de hombros en un esfuerzo por aliviar la rigidez de su cuerpo.
—¡Vaya! —dijo—. ¡Mira la hora que es! ¿Por qué me dejaste dormir tanto tiempo? ¿Los chicos ya almorzaron? ¿Ya están en la escuela?
George empezó a contar con los dedos.
—Número uno —contestó—: hace semanas que no has dormido tan bien como anoche, y por eso te dejé dormir. —Levantó dos dedos—. Sí: han desayunado. —Tres dedos—: Hoy no hay clases. Les dije que subieran a jugar con Missy.
«Muy bien, pensó para sí. Kathy no recuerda nada de lo que ha ocurrido la noche anterior. Y yo no se lo voy a decir».
—He tratado de nuevo dar con el padre Mancuso —siguió diciendo George—. Me dicen que está en casa de su madre. Me va a llamar en cuanto reciba mi recado.
La madre del padre Mancuso no interrumpió el necesario descanso de su hijo hasta casi las tres de la tarde. El sacerdote se dio cuenta de que su fiebre había disminuido, porque ya no sentía el leve mareo de antes. Y quedó doblemente complacido cuando llamó a la rectoría para saber si había algún mensaje. La persona que atendió el teléfono dijo que el incienso había logrado desalojar el horrendo hedor y que todo el mundo estaba de nuevo en sus habitaciones y despachos.
—Padre, también hay un mensaje de George Lutz. Llamó preguntando por usted.
«¡Ah, sí!», recordó. «Había tenido intenciones de llamarlo, pero me olvidé completamente». El padre Mancuso dijo que volvería a la rectoría a la tardecita. Luego llamó a George.
El receptor fue levantado al primer timbrazo.
—¿George? Habla el padre Mancuso.
—Padre: ¡cómo me alegro que haya llamado! Tenemos que hablar inmediatamente con usted. ¿Podría usted venir aquí en seguida? ¡Se lo ruego!
—¡Yo ya he dado dos veces la bendición a su casa! —contestó el padre Mancuso—. He hecho rezar una misa votiva para usted en la iglesia el otro día. Y, a propósito, ¿hubo algún…?
—No se trata de bendecir la casa —dijo George, interrumpiendo—. ¡Ahora se trata de algo mucho mas importante!
En los minutos que siguieron George contó lo que había ocurrido en su casa de Ocean Avenue desde que ellos se habían mudado. Envió a Kathy arriba con el pretexto de que le trajera cigarrillos y contó al sacerdote la escena de levitación que había presenciado.
Durante todo el relato de George, el padre Mancuso había guardado silencio. Él había creído ser el único destinatario de un ataque demoníaco. Ahora comprendió, avergonzado, que había tratado de evitar lo inevitable. «Vamos, hombre, eres un sacerdote», se dijo a sí mismo. «Si no quiero ponerme la sotana y aceptar sus obligaciones… entonces, ¡me valga Dios!, …el párroco tiene razón. ¡Soy un fraude!»
El padre Mancuso aspiró profundamente.
—Está bien, George. Trataré de ir a su casa y…
George no oyó lo que el padre Mancuso siguió diciendo. De repente se oyeron estridentes gemidos por teléfono y un ruido de descargas que casi le rompió los tímpanos.
—¡Padre! ¡No puedo oírle!
Los gemidos continuaron. Esa fue la única respuesta que obtuvo George.
Del otro lado, el padre Mancuso tuvo la sensación de que le habían dado una bofetada. Colgó el receptor, se llevó la mano a la mejilla y se echó a llorar. «¡Tengo miedo de volver allí!» Miró las palmas de sus manos laceradas y se tapó con ellas la cara. «¡Oh, Dios mío, ayúdame! ¡Ayúdame!»
George sabía que era inútil esperar que el padre Mancuso llamara de nuevo. Aun en el caso de que él lo hiciera, no se les iba a permitir conversar sobre la casa. Pero George albergaba una sola esperanza: estaba seguro de que había oído decir al sacerdote que iba a visitarlo, pero no sabía cuándo. Sólo le quedaba sentarse y esperar.
El padre Mancuso volvió a la parroquia después de las ocho de la noche. Ahora eran casi las diez y el sacerdote se sentó y se puso a mirar el teléfono. El olor a excremento se había desvanecido, como se le había informado, pero el acre perfume del incienso seguía suspendido en el aire. Era un aroma tolerable. Lo que no podía tolerar era su incapacidad de ir a casa de los Lutz. Incluso la idea de que los niños estaban en peligro de asaltos demoníacos no lograba vencer su miedo a lo que podía ocurrirle en el número 112 de Ocean Avenue. Por último el padre Mancuso levantó el tubo de su teléfono y llamó a la oficina del capellán en la diócesis de Rockville Center. Solicitó ver al capellán y se le dijo que pasara al día siguiente, por la mañana. Luego se preparó a meterse en cama. Había dormido bastante ese día en casa de su madre, pero estaba de nuevo exhausto. Antes de ponerse el piyama, entró al cuarto de baño para quitarse los guantes blancos. El linimento había contribuido a curar el ardor y quería mojarse las manos una vez más.
Se quitó los guantes y quedó asombrado. Dio vuelta las manos y examinó las palmas. ¡Ya no había feas manchas ni llagas! No había rastros de sangre. ¡Las llagas habían desaparecido!
Kathy no había estado en sus cabales en ningún momento de ese día y esa noche. Ahora estaba sentada junto a la chimenea del cuarto de estar. George había dado de comer a los niños y los había enviado a la cama. Los chicos no se quejaron de que fuera demasiado temprano pues sabían que debían levantarse para ir a la escuela. Como es lógico, el problema de combustible se había resuelto, porque la emisora de Amityville había anunciado que las escuelas iban a estar abiertas el día siguiente.
George había ayudado incluso a Missy a darse su baño. Y había leído a su hija un cuento antes de que la niña le dejara apagar la luz. Las últimas palabras que dijo Missy antes de que él cerrara la puerta fueron:
—Buenas noches, papá. Buenas noches, Jodie.
Cuando George vio que eran casi las once comprendió que el padre Mancuso no iba a venir esa noche. Kathy se había estado casi cayendo de la silla en la última hora: los ojos se le entrecerraban por el calor del fuego. Por último, anunció a George que se iba a acostar.
George miró a su mujer. Ni una sola vez había dicho Kathy que quería irse de la casa. Parecía como si ninguno de los aterradores incidentes hubieran ocurrido y fuera natural en ella el deseo de acostarse. Los dos subieron al dormitorio.
Kathy masculló que tenía demasiado sueño para tomar un baño… que lo haría por la mañana. Y se durmió en cuanto recostó la cabeza en la almohada. George quedó un rato sentado en el borde de la cama, observando la profunda respiración de Kathy. Después salió a echar una ojeada a Harry. El perro se había quedado dormido de nuevo, sin tocar siquiera la comida.
George se iba a inclinar para acariciar al animal cuando oyó la banda militar, que estaba tocando una marcha en su casa. Entró corriendo por la puerta de la cocina. Los tambores y las cornetas atronaban en la sala. George oyó las pisadas de innumerables pies mientras avanzaba por el pasillo.
Las luces seguían encendidas, pero notó que no había nadie en el cuarto. En el mismo instante en que miró hacia la sala, la música se interrumpió. George echó una mirada trastornada en derredor.
—Grandísimos canallas… ¿en dónde están? —gritó.
George tragó grandes bocanadas de aire y comprendió entonces que en la sala pasaba algo raro. Todos los muebles habían cambiado de sitio. La alfombra estaba enrollada, las sillas, el diván y las mesas estaban arrinconados contra las paredes, como si se hubiera querido dejar espacio para una compañía de bailarines… ¡o una banda militar!