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DEL 2 AL 3 DE ENERO

George y Kathy, desilusionados por no haber podido lograr que viniera el padre Mancuso, se pusieron a hablar de otras maneras de obtener auxilio. Los dos estaban de acuerdo en que ahora, después de haberse mudado, habría sido incorrecto solicitar del cura párroco local la bendición de la casa. Además, este sacerdote había sido el confesor de los De Feo, y George recordaba haber leído en los artículos periodísticos que éste era un hombre de cierta edad que se había burlado de la posible existencia, en la casa, de «voces» que habrían indicado a Ronnie lo que debía hacer. Este hombre no creía en los fenómenos ocultos.

Al llegar a cierto punto George mencionó la posibilidad de vandalismo. Tal vez había alguien que intentaba asustarlos para que se fueran de la casa y utilizaba medios drásticos para acelerar esa partida. Kathy tenía sus opiniones particulares. Cuando dijo que algo la había tocado, ¿George había creído que esto no era nada más que imaginaciones de su mujer? No, no lo creía. ¿Podía explicar él la horrenda figura diseñada con hollín en la pared de ladrillos de la chimenea? No, no podía. ¿No habían visto ellos unas pisadas de patas de cerdo en la nieve? Sí, las habían visto. ¿Estaba de acuerdo él en que había una poderosa fuerza en la casa, capaz de hacer daño a la familia? Estaba de acuerdo. ¿Qué iban a hacer? Esa noche, en el momento de meterse en cama, George dijo a su mujer que había decidido ir por la mañana al departamento de policía de Amityville y hacer una denuncia.

En la noche del 2 de enero, George volvió a sentir el urgente deseo de examinar el embarcadero y encontró a Harry profundamente dormido en su casilla. A la mañana siguiente fue con el perro al consultorio de animales de Deer Park, que solía utilizar, y allí se hizo al animal un examen minucioso. Treinta y cinco dólares debió pagar para cerciorarse de que Harry estaba sano y no había recibido ninguna droga o veneno. El veterinario sugirió que la languidez del animal podía tener, como causa posible, un cambio en el régimen de alimentación.

La mañana del 2 de enero, el padre Mancuso volvió a bendecir la casa de los Lutz. La ceremonia no se efectúo en Amityville, sino en la Iglesia del Sagrado Corazón de North Merrick. El sacerdote ofició una misa votiva en la iglesia; una misa que no corresponde a las efemérides del día y que se celebra con una intención especial, a pedido del solicitante.

El padre Mancuso se había quitado los guantes. Se arrodilló ante el altar y abrió su libro de misa, en el cual leyó: «Soy el Salvador de todos los hombres, dice el Señor. Sean cuales fueren sus tribulaciones, Yo responderé a sus clamores y siempre seré el Señor de ellos».

El sacerdote se santiguó y leyó en voz alta el capítulo inicial de la misa: «Padre Nuestro, fuerza nuestra en la adversidad, salud nuestra en la flaqueza, consuelo nuestro en el pesar, apiádate de Tu grey».

El padre Mancuso levantó la mirada hacia la figura clavada en la cruz. «Así como nos has dado el castigo que merecemos, da también nueva vida y esperanza a nos, que confiamos en Tu misericordia. Te lo pedimos ahora y siempre. Amén».

Cerró el misal, pero mantuvo los ojos fijos en la imagen de Jesús.

«Señor: sé compasivo con los Lutz en sus penurias y, por la muerte de Tu hijo, padecida por todos nosotros, aparta de ellos Tu cólera y el castigo que merecen por sus pecados. Te pedimos esto en nombre de Cristo, Nuestro Señor. Amén».

Después de la misa votiva el padre Mancuso volvió a su casa y se encontró ¡con un atroz hedor a excrementos humanos que impregnaba todas las habitaciones de su domicilio!

Tuvo una arcada, pero logró abrir todas las ventanas. El aire helado entró en la casa y trajo un momentáneo alivio, pero el hedor se sobreponía incluso al viento frío. El padre Mancuso corrió hasta el cuarto de baño para ver si el inodoro estaba atascado. No, todo estaba en orden… ¡Mientras uno no intentara respirar!

El sacerdote estaba enterado de que había una letrina debajo del terreno frontal de la rectoría y pozos ciegos detrás del área de estacionamiento. Después de asegurarse la colaboración del plomero del lugar, pudo comprobar que no había ningún animal atrapado en los pozos y que la cámara séptica funcionaba normalmente. Al parecer, tampoco había pérdidas en las cañerías.

Por último, el atroz olor empezó a difundirse por toda la rectoría. Otros sacerdotes, a quienes el mal olor hizo salir de sus habitaciones, se reunieron en el patio principal de la escuela. El párroco estaba extremadamente perturbado por el incidente y sugirió a todo el mundo que quemara incienso para ahuyentar el aire fétido. Hasta este momento tal padre Mancuso no había pensado que sus cuartos eran la causa del hedor. Pero después de encender encienso en su casa y volver a la escuela con los otros, el sacerdote se dio cuenta de que sus cuartos habían sido los primeros en ser atacados, evidentemente mientras había estado celebrando la misa especial para los Lutz. Esto le llevó a establecer un nexo aterrador: una voz desencarnada en la casa de Ocean Avenue le había gritado: «¡Fuera!» Esa voz, fuera de quien fuere, había atravesado claramente el ámbito de la rectoría y le había trasmitido el mismo mensaje.

También había otro nexo que el padre Mancuso intentaba establecer. De este último punto se había vuelto consciente desde el instante en que se había parado ante las ventanas y había contemplado sus habitaciones en la casa parroquial, recordando una de las lecciones de la clase de demonología: ¡el olor a excrementos humanos está siempre asociado a la aparición del diablo!

Esa tarde el sargento detective Pat Cammaroto, del Departamento de Policía de Amityville, fue a la casa de Ocean Avenue con George, vio el portón desgonzado del garaje y las huellas de patas animales visibles aún en la nieve endurecida. Luego entró en la casa y fue presentado a Kathy y a los chicos. Kathy repitió su relato de los roces fantasmales e hizo pasar al sargento al cuarto de estar para mostrarle la imagen marcada con hollín en la pared de la chimenea.

Incluso después de haber mostrado a Cammaroto el cuarto rojo del entresuelo, George y Kathy adivinaron la incredulidad del agente de policía. Éste había escuchado la versión que daba George del nefasto uso del escondrijo, había cabeceado cuando George se había referido a Ronnie De Feo como constructor del cuarto secreto, y finalmente había preguntado a los Lutz si tenían algunos hechos concretos para basar en ellos sus temores.

—No puedo trabajar basándome en lo que ustedes creen haber visto u oído. Me parece que lo que hace falta aquí es un sacerdote. A mi modo de ver, este trabajo es más de su incumbencia que de la mía.

El sargento Pat Cammaroto salió de la casa de los Lutz y se metió en su auto. Sabía que no había ayudado en nada a la joven pareja. Pero lo cierto es que no podía hacer nada por ellos, salvo tal vez mandar una inspección policial de cuando en cuando. No hubiera tenido sentido asustarlos más, se dijo en el momento de arrancar. ¿Por qué empeorar las cosas mencionando que había experimentado unas vibraciones fuertes, muy extrañas, «una sensación indefinible» en el instante de entrar al número 112 de Ocean Avenue?

El sol ya se había puesto y el hedor en la casa parroquial del Sagrado Corazón no había disminuido apreciablemente. El denso humo del incienso quemado se había abierto camino hasta los ojos y los pulmones de todos. Los sacerdotes que seguían en el edificio no sabían ya a ciencia cierta si tenían náuseas por el humo o por el mal olor original.

El padre Mancuso había dejado las ventanas abiertas con la esperanza de que el aire frío barriera eventualmente la fetidez instalada en sus cuartos. Pero la medida fue contraproducente: el viento, al entrar por las ventanas, había cerrado la salida al humo y al hedor. Y el sacerdote podía haber dicho a los otros que estaba enterado de todo lo ocurrido y que conocía el motivo, pero mantuvo el secreto, rogando a Dios que lo librara de esta última humillación lo más pronto posible.

Inmediatamente después de irse Cammaroto, George notó que el compresor que estaba en el embarcadero se había detenido. No había ninguna razón para que la máquina se parara, salvo que los circuitos estuvieran sobrecargados, quemando así un fusible. Esto significaba que tenía que bajar al sótano de la casa y examinar la caja de los fusibles. George sabía que la caja estaba en la zona de los placards de depósito y bajó con una nueva caja de fusibles.

En el sótano descubrió sin demora el fusible quemado y lo cambió. Oyó el ruido del compresor que comenzaba a funcionar de nuevo, muy ruidosamente, al encenderse. Pero esperó un poco para ver si se producía otra sobrecarga. Al cabo de unos instantes quedó satisfecho y enderezó hacia las escaleras.

Habría subido la mitad de los escalones cuando fue consciente de un olor, un olor que no era el de la gasolina.

Había bajado con su linterna, pero las lámparas del sótano estaban encendidas. Desde su lugar en la escalera, George estaba en condiciones de ver casi todo el sótano. Husmeó el aire y percibió que el mal olor provenía de un rincón en el noreste, junto a las placards de madera prensada que formaban el tabique del cuarto rojo secreto.

George volvió a bajar las escaleras y prudentemente se acercó a los placards de depósito. Al detenerse frente a los estantes que tapaban el cuartito, el hedor aumentó. Apretándose las narices George empujó el panel y con el haz de luz de la linterna recorrió las paredes pintadas de rojo.

El hedor a excrementos humanos era muy intenso en el espacio reducido. Formaba una niebla espesa. Asqueado, su estómago tuvo unas convulsiones. Sólo logró poner el panel en su sitio, tapando el vaho antes de vomitar y emporcar sus ropas y el piso.

El padre Mancuso y el párroco de la parroquia del Sagrado Corazón eran amigos desde hacía varios años, cuando el sacerdote había sido nombrado para esa parroquia. Al crecer la reputación y el renombre del padre Mancuso frente a su diócesis, la amistad de los dos hombres había madurado y se había vuelto íntima. Entre ellos se llevaban veinte años, ya que el padre Mancuso tenía cuarenta y dos pero el hiato generacional no se hacía sentir.

Todo esto cambió la noche del 3 de enero. Deprimido por el envolvente y nauseabundo olor que había invadido la rectoría, el pastor se las tomó con el padre Mancuso y la amistad de los dos hombres quedó irrevocablemente destruida.

La cosa empezó en la oficina del párroco, adónde había ido el padre Mancuso para recoger unas informaciones que habían sido dactilografiadas para él. El padre Mancuso se disponía a volver a sus habitaciones en el momento en que entró el párroco, acompañado de otros tres sacerdotes. Los cuatro acababan de almorzar y no habían podido librarse —se podía comprobar— del olor que impregnaba sus ropas. El párroco lanzó una mirada iracunda al padre Mancuso; de pie detrás del escritorio, desde el otro extremo del cuarto.

—No entiendo por qué motivo el obispo le encomienda a usted todos los casos que se presentan —dijo con voz alta y descomedida— ¡yo soy mejor juez que usted! ¡Tengo más experiencia!

El padre Mancuso quedó estupefacto. No podía creer lo que acababa de oír. «¿Cómo es posible que este hombre me tenga envidia?», pensó.

—Si, es muy cierto —contestó afablemente el padre Mancuso—, pero hasta este momento usted no se ha quejado de mi trabajo.

El párroco hizo un gesto con la mano, como dando a entender que no quería oír nada más. Los otros tenían caras asombradas. El párroco nunca había hablado de este modo, especialmente a su amigo intimo. Pero las palabras siguientes del párroco los dejaron aún más confundidos.

—¡Vean, vean ustedes el gran médico de almas! —la cara del párroco estaba enrojecida de furor. ¡Juez! ¡Médico! ¿Cómo es posible que sepa usted tanto?

¿Qué mosca le estaba picando a este hombre? El padre Mancuso miró a los otros sacerdotes, que evitaron su mirada, incómodos de tener que asistir a la escena. Entonces habló.

—Creo que esta historia del mal olor lo ha puesto a usted muy nervioso, amigo. Sería mejor que habláramos en otro momento y en otra ocasión.

Y se levantó para irse del cuarto.

—¡Oh no, Excelencia! —gritó el párroco, adelantándose velozmente para cortar la salida al padre Mancuso—. ¡Terminemos de una vez con eso! ¡Los muchachos aquí presentes podrán ver hasta qué punto es usted un fraude!

—¡Basta, párroco!

El más joven de los tres sacerdotes decidió interponerse entre los adversarios.

—El padre Mancuso tiene razón. Todos estamos perturbados por este olor asqueroso. ¡Lo mejor que podríamos hacer es dedicar todas nuestras energías a librarnos de esta peste, en vez de aumentarla!

Este repentino ataque, que provenía de una fuente inesperada, desinfló al párroco, que retrocedió pero continuó mirando con odio al padre Mancuso. El padre Mancuso está convencido ahora de que tenía en sus ojos una expresión que provenía de algo o de alguien dentro del cuerpo del pastor. Algo había tomado posesión momentánea del prelado y continuaba vomitando ponzoña contra el padre Mancuso, como ya lo había hecho al envilecer la casa parroquial con el olor a excrementos.

George había logrado limpiarse por fin después de su desastrosa excursión al sótano. Él y Kathy estaban sentados en la cocina, tomando café. Eran las once pasadas de la noche y ambos estaban cansados por la tensión nerviosa que habían creado los incidentes, cada vez más numerosos. Tan sólo la cocina parecía segura y ninguno de los dos tenía ganas de meterse en cama.

—Oye —dijo George—, aquí está haciendo frío. Vamos a la sala, que es más caliente, al menos.

Se levantó de la silla, pero Kathy siguió sentada.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Kathy—. Las cosas están empeorando. Estoy realmente asustada cuando pienso que puede pasarle algo a los chicos.

Kathy miró a su marido.

—Sólo Dios sabe qué habrá de pasar ahora.

—Oye —contestó él— limítate a mantener a los niños fuera del sótano hasta que ponga allí un ventilador. Después voy a emparedar la puerta de ese cuarto, así no nos molesta más.

Tomó a Kathy del brazo e hizo que se levantara.

—También quiero hablar con Eric, en mi oficina. Me dice que su novia ha tenido experiencias muy interesantes al realizar investigaciones de casas embrujadas…

—¿Casas embrujadas? —interrumpió Kathy—. ¿Crees que esta casa está embrujada? ¿Por quién o qué?

Siguió hasta la sala a su marido, pero se detuvo en el umbral.

—Se me ocurre algo, George. ¿No crees que nuestra Meditación Trascendental puede tener algo que ver con todo esto?

George meneó la cabeza.

—No. Absolutamente nada. Lo que sé es que debemos tratar de conseguir auxilio de algún lado. Podría ser que…

Al entrar en la sala el grito que lanzó Kathy ahogó el resto de las palabras de George. Miró hacia el rincón que ella señalaba con la mano. El león de porcelana que George había llevado al cuarto de costura estaba ahora en la mesa contigua a la silla de Kathy, ¡y tenía las fauces abiertas, amenazando a George y a Kathy!