2 DE ENERO
Cuando George salió de su casa por la mañana, las huellas de las patas hendidas seguían siendo visibles en la nieve endurecida. Las pisadas del animal pasaban junto al terreno de Harry y terminaban en la entrada del garaje. George quedó sin habla cuando vio que la puerta del garaje estaba casi arrancada de su marco de metal.
George en persona había cerrado y trancado el pesado portón. Para arrancarlo de sus soportes no sólo había que armar una tremenda batahola, sino que se debía contar con una fuerza muy superior a la de cualquier ser humano.
George se quedó de pie, en la nieve, contemplando las huellas y el portón desencajado. Con la mente volvió a la mañana en que había encontrado arrancada la puerta de entrada y a la noche en que había visto al cerdo parado detrás de Missy, junto a la ventana. Y George recuerda haber dicho en voz alta:
«¿Qué diablos está pasando aquí?», en el momento en que debió escurrirse para contornear la puerta desencajada y entrar al garaje.
George encendió las luces y miró. En el garaje estaban guardadas, con su motocicleta, las bicicletas de los niños y una podadora eléctrica de césped que los De Feo habían dejado, otra vieja podadora que él había traído de Deer Park, muebles de jardín, herramientas varias, latas de pintura y de petróleo. El suelo de hormigón estaba cubierto de una delgada capa de nieve que había entrado por la puerta entreabierta. Era evidente que el portón había estado fuera de sus goznes desde hacía varias horas.
—¿Hay alguien aquí? —preguntó George en voz muy alta. Pero sólo contestó el bramido del viento afuera.
Cuando George subió a su auto y enderezó hacia su agencia, estaba más rabioso que asustado. En caso de haber tenido algún miedo a lo desconocido, éste se había desvanecido ante la idea de lo que iba a costarle la reparación de la puerta dañada. No sabía si el seguro de la compañía habría de pagar por un gasto como éste, y por cierto no le hacía falta el desembolso de doscientos o trecientos dólares más en gastos extras.
George no recuerda ahora cómo logró maniobrar con su camioneta Ford por las peligrosas rutas de Syosset, recubiertas de nieve y de hielo. La frustración que sentía por su incapacidad de entender la mala suerte que lo perseguía no le dejaba atender debidamente a su seguridad. En la oficina se ocupó diligentemente de los problemas inmediatos y en las horas sucesivas logró apartar la mente de lo que estaba ocurriendo en el número 112 de Ocean Avenue.
Antes de salir de casa, George había hablado a Kathy de la puerta del garaje y de las huellas en la nieve. Kathy había intentado telefonear a su madre, pero ésta no había contestado. Kathy recordó que Joan siempre hacía sus compras los viernes por la mañana para evitar las multitudes de los sábados en el supermercado. Subió hasta su dormitorio con la intención de cambiar las sábanas en los cuartos y pasar la aspiradora por las alfombras. La mente de Kathy aceleraba su ritmo al pasar revista a la enérgica limpieza que iba a hacer en su casa por primera vez. Si no encontraba una plena ocupación hasta el instante de la vuelta de George, se iba a venir abajo: lo sabía.
Kathy acababa de poner nuevas fundas en las almohadas y las estaba golpeando cuando sintió que alguien la abrazaba desde atrás. Tuvo un escalofrío e instintivamente gritó:
—¡Danny!
Los brazos que rodeaban su cintura hicieron más presión. Era un abrazo más fuerte que el conocido contacto femenino que había sentido en la cocina. Kathy percibió que era un hombre esta vez, un hombre que había aumentado su presión a medida que ella se debatía.
—¡Déjeme, por favor! —imploró.
La presión, de repente, aflojó y las manos soltaron la cintura. Ahora sintió las manos que subían hasta sus hombros. Lentamente hicieron girar su cuerpo para que enfrentara la presencia invisible.
Aterrada, Kathy fue consciente no obstante del asqueante olor de aquel perfume barato. Luego otro par de manos la asió por las muñecas. Kathy dice ahora que sintió que se entablaba una lucha por la posesión de su cuerpo, que de algún modo estaba atrapada entre dos fuerzas poderosas. Escapar era imposible y tuvo la sensación de que iba a morirse. La presión que sentía en el cuerpo se volvió abrumadora y Kathy se desvaneció.
Cuando volvió en sí estaba tendida en la cama, con la mitad del cuerpo fuera y tocando casi el suelo con la cabeza. Danny había corrido hasta el cuarto al oír el llamado de ella. Kathy se dio cuenta de que las presencias habían desaparecido. Su desmayo no podía haber durado más de unos segundos.
—Llama a papá a la oficina, Danny. ¡De prisa!
Danny volvió a los pocos minutos.
—El hombre que atendió el teléfono me dijo que papá acaba de irse de Syosset. Que cree que viene a casa.
George no volvió a su casa hasta las primeras horas de la tarde. Cuando llegó a Amityville tomó por Merrick Road, en dirección a su calle, y se bajó frente a The Witches Brew para tomar una cerveza.
El bar estaba bien calentado y vacío. La juke box y la pantalla de televisión estaban apagadas y los únicos ruidos que se oían eran los producidos por el mozo del bar al lavar unos vasos. Al entrar George, el hombre levantó la mirada e inmediatamente reconoció al parroquiano del otro día.
—¡Hola; amigo! ¡Me alegro de verlo por aquí! George contestó el saludo con un movimiento de la cabeza y se paró frente al mostrador.
—Una Miller —pidió.
George observó al mozo cuando éste le llenaba el vaso. Era un joven regordete, de cerca de treinta años, con un prominente estómago que indicaba su afición a probar la cerveza que vendía. George bebió un gran sorbo, vaciando casi el vaso alto antes de ponerlo de vuelta sobre la madera oscura del mostrador.
—Dígame una cosa —dijo George, eructando— ¿usted conocía a los De Feo?
El joven había reanudado la limpieza de los vasos. Hizo un signo afirmativo.
—Si, los he conocido. ¿Por qué?
—Estoy viviendo en la casa que era de ellos y…
—Ya lo sé —dijo el mozo interrumpiendo. George, sorprendido, levantó las cejas.
—La primera vez que vino usted aquí, me dijo que acababa de mudarse al número 112 de Ocean Avenue. Es la casa de los De Feo.
George terminó su cerveza.
—¿Solían venir aquí?
El mozo puso en el mostrador un vaso limpio y se secó las manos en una toalla.
—Únicamente Ronnie. A veces traía a su hermana Dawn. Linda chiquita.
Levantó el vaso vacío de George y dijo:
—¿Sabe una cosa, señor? Usted se parece muchísimo a Ronnie. La barba… Todo. Pero creo que usted tiene unos años más.
—¿Hablaba alguna vez de la casa?
El hombre del bar puso una nueva cerveza delante de George.
—¿De la casa?
—Bueno… sí… ¿No le dijo alguna vez, por ejemplo, que allí ocurrían cosas raras?
George bebió un sorbo.
—¿Usted cree que hay algo raro en ese lugar? ¿Por culpa de la matanza… no?
—No, no.
George levantó una mano.
—Sólo le he preguntado si Ronnie De Feo dijo alguna vez algo antes de esa noche.
El mozo echó una mirada en derredor para cerciorarse de que nadie lo estaba oyendo.
—Ronnie nunca dijo nada por ese estilo a mi… personalmente.
E inclinó la cabeza hacia George.
—Pero le puedo decir una cosa. Yo estuve allí una vez. Habían dado una gran reunión y el padre de Ronnie alquiló mis servicios por el día.
George había terminado la mitad de su segunda cerveza.
—¿Qué impresión le hizo la casa?
El mozo abrió sus gordos brazos en un gesto amplio.
—Magnífica. Una casi realmente magnífica. Sin embargo, no pude verla mucho: todo el tiempo estuve en el sótano. Por cierto que esa noche corrió mucha cerveza, mucho whisky. Era el aniversario del matrimonio De Feo.
Volvió a echar una mirada en torno.
—¿Sabía usted que allí abajo tenían un cuarto secreto?
George fingió ignorancia.
—¡No! ¿Dónde?
—¿Ajá? —dijo el mozo—. Eche una mirada detrás de esos placards y va a encontrar alguna cosita que lo va a inquietar.
George se inclinó sobre el mostrador.
—¿Qué?
—Un cuarto. Un cuartito. Lo descubrí esa noche que pasé en el entresuelo. Usted sabe donde está el placard de madera laminada… junto a las escaleras. Yo lo estaba usando para enfriar allí la cerveza. ¿Se da cuenta? Y de repente golpeo un soporte en un rincón del placard y… ¡ZAS!, toda la pared retrocede. ¿Me sigue usted? Un tabique secreto, como esos que se veían en las películas viejas.
—¿Y el cuarto? —preguntó George.
El mozo hizo un signo afirmativo.
—Sí… Bueno. Cuando golpeé el tabique de madera, se abrió y pude ver detrás un espacio oscuro. La lamparita no funcionaba, de modo que encendí un fósforo. Y me encontré con ese siniestro cuartito, enteramente pintado de rojo.
—Usted me está tomando el pelo —dijo George. El hombre se llevó la mano derecha al corazón.
—¡Se lo juro por Dios! ¡Es la pura verdad! ¡Vaya vea usted mismo!
George terminó su segunda cerveza.
—Voy a tener que echar un vistazo al lugar. Puso un dólar sobre el mostrador.
—Esto va por las cervezas. Y esto es para usted.
—Bueno, gracias, gracias.
El mozo miró a George.
—¿Quiere que le cuente algo muy raro en relación a ese cuartito? He estado teniendo pesadillas con él.
—¿Pesadillas? ¿Qué clase de pesadillas?
—Bueno… a veces soñaba que unas personas…que no conozco… están allí matando perros y cerdos y usando la sangre de estos animales para no sé qué ceremonias raras…
—¿Perros y cerdos?
—Si.
Y el mozo hizo un gesto de desagrado con la mano.
—Supongo que el lugar, la pintura roja… todo el resto… me impresionó.
Cuando George estuvo de vuelta en su casa, tanto él como Kathy tenían historias que contarse. Kathy describió el aterrador incidente del dormitorio y él contó lo que el mozo de The Witches Brew había dicho sobre el cuarto rojo del sótano. Los Lutz llegaron finalmente a la conclusión de que algo ocurría que estaba más allá del control de ellos.
—Por favor llama al padre Mancuso —dijo Kathy con aire suplicante—. Dile que vuelva a visitarnos.
El superior del padre había quedado preocupado por la salud de éste y había pasado a verlo. El padre Mancuso dijo al obispo que esa mañana se sentía mucho mejor. Los dos hombres habían decidido verse esa mañana para considerar las tareas pendientes en la diócesis. La mayor parte de la lista se redactó rápidamente y pasó a la cartera del obispo. El secretario habría de pasarla a máquina. El padre Mancuso acompañó a su superior hasta la entrada del edificio y regresó a sus habitaciones. El teléfono estaba sonando.
El sacerdote tenía puestos aún unos guantes blancos de cirujano que había encontrado en una gaveta. Al obispo le dijo que estaba enguantado para proteger sus manos del frío pero la causa real era que no quería mostrar la carne enrojecida por las ampollas. El teléfono del sacerdote sonó cinco veces, antes de que pudiera atender.
—¿Hola? Habla el padre Mancuso.
La voz del otro lado sonó fuerte y clara.
—¡Padre! ¡Habla George!
El sacerdote no pudo creer lo que oía. Era como si George le estuviera hablando a su lado. Quedó tan sorprendido que sólo atinó a decir:
—¿George?
—George Lutz. ¡El marido de Kathy!
—¡Ah… sí! ¿Cómo le va?
George alejó el receptor de su oreja y miró a Kathy, que estaba a su lado, en la cocina.
—¿A éste qué le pasa? —dijo en voz baja—. Habla como si no me conociera…
El padre Mancuso sabía perfectamente quién era George, pero estaba asombrado de oír la voz de su amigo como si estuviera al lado, no hablando desde un teléfono.
—Perdón, George. No quise ser descortés. Pero no estaba preparado para una llamada de esta clase después de todos los esfuerzos que hice para dar con usted.
—Hum… —contestó George—. Si… ya entiendo.
El padre Mancuso esperó que George siguiera hablando, pero no hubo nada más que silencio.
—¿George? ¿Está usted ahí?
—Si, padre —dijo George—. Yo estoy aquí y Kathy está a mi lado —y miró a su mujer—. Querría que nos visitara usted de nuevo y bendijera la casa.
El padre Mancuso recordó lo que había ocurrido en ocasión de bendecir por primera vez la casa de los Lutz. Se miró las manos enfundadas en sus guantes blancos.
—Padre: ¿podría usted venir en seguida?
El sacerdote vaciló. No quería volver a aquella casa, pero no se lo podía decir a George en estas palabras.
—Bueno, George… —contestó por fin—… no sé si puedo en este momento. He tenido un nuevo ataque de gripe… y el médico me ha prohibido salir con este frío…
—Bueno… —interrumpió George—. ¿Cuándo puede usted venir?
El padre Mancuso se puso a buscar una excusa.
—¿Por qué quiere usted que bendiga de nuevo la casa? No es soplar y hacer botellas… ¿sabe…? George estaba desesperado.
—Padre: estamos en deuda con usted. Le debemos una comida. Venga a vernos y Kathy le va a preparar el bife más sabroso que usted haya comido en su vida. Y puede quedarse a pasar la noche aquí…
—Oh, no, George… Eso no puedo hacerlo.
—Si, padre. Haremos que chupe tanto que no va a poder negarse…
El padre Mancuso no pudo creer a sus oídos. ¡Esas cosas no se dicen a un sacerdote!
—Dígame, joven. Usted…
—Padre: estamos en un gran apuro. Necesitamos que nos ayude.
La ira del sacerdote se evaporó.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—En esta casa están ocurriendo cosas que no entendemos. Hemos visto machos…
La línea telefónica empezó a crepitar en los dos extremos.
—¿Qué está usted diciendo, George? No lo oigo…
Los dos hombres no pudieron seguir hablando. Ya no pudo oírse absolutamente nada por teléfono, salvo un zumbido fuerte e incesante. Los dos se dieron cuenta que no había nada que hacer y colgaron.
George se volvió hacia Kathy y echó una mirada a la habitación.
—Ya está aquí de nuevo. Ha liquidado el teléfono.
En el momento en que el padre Mancuso colgaba el auricular, las manos le empezaron a arder de nuevo. «Que Dios me perdone», dijo en voz alta, «pero George tendrá que encontrar socorro en otro lugar. ¡Por nada del mundo pondré de nuevo los pies en esa casa!»