1 DE ENERO DE 1976
George y Kathy fueron finalmente a acostarse a la una de la mañana. Habían estado ya durmiendo por un tiempo que, más adelante, calcularon en no más de cinco minutos, cuando los despertó una ráfaga de viento que pasó rugiendo por el dormitorio.
Las frazadas de la cama fueron arrancadas literalmente de los cuerpos de la pareja, dejando a George y a Kathy tiritando. Todas las ventanas del cuarto quedaron abiertas de par en par y la puerta del dormitorio, bamboleada por las corrientes de aire, se abría y cerraba sin parar.
George saltó fuera de la cama y corrió a cerrar las ventanas. Kathy recogió las frazadas del suelo y volvió a tirarlas sobre la cama. Ambos habían quedado sin aliento por obra de aquel despertar sobresaltado y, aunque la puerta del cuarto se había cerrado ruidosamente, todavía podían oír el viento que rugía en el pasillo del piso de arriba.
George abrió bruscamente la puerta y recibió en el rostro otra ráfaga helada. Encendió la luz en el vestíbulo y quedó sorprendido al ver que las puertas del cuarto de costura y del cuarto de vestir estaban enteramente abiertas, y que el vendaval entraba libremente por ellas. Sólo la puerta del dormitorio de Missy seguía cerrada.
George corrió primero hacia el cuarto de vestir, luchando contra el ventarrón que le daba de frente, y logró con un esfuerzo bajar las ventanas. Luego fue al cuarto de vestir y, con los ojos llenos de lágrimas por causa del frío, cerró una ventana. Pero George no pudo mover la ventana abierta que daba sobre el río Amityville. Golpeó furiosamente el marco con los puños y, por último, la ventana cedió, deslizándose hasta abajo. Él siguió allí parado, tratando de recobrar el aliento, temblando dentro de su piyama. El viento ya no silbaba por los corredores de la casa, pero él podía oír el violento rumor del vendaval afuera. El frío era el mismo de siempre. George echó una mirada más en torno antes de pensar en Kathy.
—¡Querida! —dijo, levantando la voz—. ¿Estás ahí?
Kathy, que había seguido los pasos de su marido por el pasillo, también había visto las puertas abiertas y la puerta cerrada del dormitorio de Missy. Con el corazón que le latía violentamente, Kathy corrió hasta el dormitorio de su hija y se precipitó dentro. Encendió las luces.
El cuarto estaba caldeado, casi demasiado. Las ventanas estaban cerradas y tramadas, y la niña dormía profundamente en su cama.
Algo se estaba moviendo en el cuarto. Kathy se dio cuenta de que era la hamaca de Missy que balanceaba lentamente, junto a la ventana. Luego oyó la voz de George:
—¡Querida! ¿Estas ahí?
George entró al dormitorio. El calor lo sobresaltó; tuvo la impresión de estar frente a una chimenea encendida. Inmediatamente tomó cuenta de todo… de la niña que dormía tranquilamente, de su mujer, de pie junto a la cama de Missy, de la incrédula expresión de susto en la cara de Kathy y de la pequeña hamaca que se balanceaba.
Dio un paso hacia la hamaca y ésta, inmediatamente, cesó de balancearse. George se detuvo, quedó absolutamente quieto e hizo una señal a Kathy.
—¡Llévala abajo! ¡Date prisa!
Kathy no pidió explicaciones a George. Levantó a la niña de la cama, con frazadas y todo, y salió apresuradamente del cuarto. George marchó detrás de ellas y cerró la puerta dando un portazo, sin incomodarse en apagar las luces.
Kathy empezó a bajar cautelosamente las escaleras hasta el piso bajo. En el pasillo el frío era intenso. George subió corriendo las escaleras hasta el piso más alto, donde dormían Danny y Chris.
Cuando George bajó del último piso, unos minutos más tarde, vio a Kathy sentada en el cuarto de estar, oscurecido, con Missy en sus brazos, profundamente dormida. Encendió la luz y la araña hizo desaparecer las sombras de los rincones.
Kathy se dio vuelta y miró a George con aire interrogativo.
—Están perfectamente —dijo él—. Los dos duermen. Arriba hace frío, pero los chicos están bien.
Kathy echó aire por la boca y notó que el vapor formaba una nube en el aire frío.
George encendió rápidamente el fuego. Los dedos estaban ateridos y se dio cuenta, de repente, que estaba descalzo y que no se había echado nada encima del piyama. Finalmente logró encender un pequeño fuego con un diario y aventó la llama con las manos, hasta que unos rescoldos se encendieron.
De cuclillas frente a la chimenea, podía oír el viento que aullaba fuera. Luego se volvió y miró a Kathy por encima del hombro.
—¿Qué hora es?
Fue lo único que se le ocurrió decir en esa ocasión, comentó más adelante George Lutz. También recuerda la expresión de la cara de Kathy cuando él hizo esa pregunta. Kathy lo miró un instante y luego contestó:
—Creo que son más o menos…
Pero antes de terminar la frase se echó a llorar y todo su cuerpo empezó a temblar convulsivamente. Acunaba a Missy en sus brazos y sollozaba a la vez.
—¡Oh, George! ¡Estoy loca de terror!
George se paró y avanzó en dirección a su mujer y su hija. Se puso en cuclillas frente a la silla y abrazó a ambas.
—No llores, querida —susurró—, yo estoy aquí. Nadie va a hacer daño ni a ti ni a la nena.
Los tres permanecieron en esa postura por cierto tiempo. Lentamente el fuego se fue animando y el cuarto se fue calentando. George tuvo la impresión de que los vientos empezaban a amainar afuera. Cuando oyó que el quemador de combustible emitía su «clic» en el sótano, supo que eran las seis de la mañana del primer día del año.
A las nueve de la mañana la temperatura en la casa de Ocean Avenue se había elevado hasta veintitrés grados. George realizó una excursión a fin de examinar ventana por ventana, desde la planta baja hasta el último piso. No había evidencias visibles de que alguien hubiera estado jugando con los cierres de los postigos en el piso alto, y George siguió desconcertado: ¿cómo era posible que algo tan estrafalario hubiera ocurrido?
Al pensar nuevamente en aquel episodio, George sostiene que, en aquel momento, él y Kathy no pudieron encontrar ninguna razón para explicar el comportamiento de las ventanas, salvo algún percance natural disparatado: tal vez los vientos huracanados las habían abierto de algún modo. Pero George no sabe por qué esto ocurrió a las ventanas del piso de arriba y no a las otras.
De repente George sintió un intenso deseo de ir a su oficina. Era una día de fiesta; nadie estaba allí, pero tuvo la necesidad de verificar las operaciones comerciales de su agencia.
William H. Parry, Inc., contaba con cuatro equipos de ingenieros y agrimensores en acción. La companía había hecho los proyectos y planos de los complejos de edificios más grandes en la ciudad de Nueva York, de las Glen Oaks Towers en Glen Oaks, Long Island, y también tenía a su cargo el planeamiento de un proyecto de reconstrucción urbana de cuarenta manzanas en Jamaica, Queens. Además, se encargaba de inspecciones menores para otras compañías. La coordinación que requería la labor de cada día era bastante intrincada y en las últimas semanas George había puesto la cosa en manos de uno de sus proyectistas, un empleado experimentado que había trabajado con su padre y su abuelo.
En el último año, después de haber puesto su madre la dirección de la agencia en sus manos, la preocupación principal de George había consistido en cobrar a las compañías de construcción que utilizaban sus servicios. Los salarios y los gastos de la compañía eran mucho mayores que lo que habían sido en los días en que el padre de George estaba vivo. También había que encontrar la manera de pagar por seis autos adquiridos y nuevos equipos para el trabajo in situ. George comprendió que había estado remoloneando, que había bajado la guardia: ya era tiempo de reasumir sus responsabilidades.
A las diez de la mañana el padre Mancuso también estaba despierto. No había podido dormir mucho y se había levantado varias veces en la noche para enjuagarse las manos con el linimento que el médico le había recetado. El sacerdote se había levantado a las siete, aunque se sentía debilitado por la gripe y la posición horizontal le resultaba más llevadera.
El medicamento alivió algo la molestia y la picazón de las palmas de las manos, pero la receta antigripal no tuvo ningún efecto contra la fiebre. Haciendo un esfuerzo por concentrarse en algo que no fuera su misterioso achaque, el padre Mancuso trató de leer algunas revistas médicas y buscó en el índice los artículos de psicoterapia. En las tres horas que llevaba levantado, el sacerdote había encontrado ya más de una docena de artículos nuevos e interesantes sobre ese tema. De repente notó una mancha rojiza en la última revista que había estado leyendo.
El sacerdote puso las palmas de las manos hacia arriba: estaban sucias de sangre. Las llagas supuraban.
Hacia el mediodía, George estaba en Syosset, manejando su máquina de sumar. Acababa de descubrir que el dinero que entraba no se equilibraba con el dinero que salía. Las cuentas en la columna de pagos se estaban volviendo unilaterales y George comprendió que iba a tener que rebajar el número de agentes y de empleados de oficina.
A George no le gustaba nada la idea de quitar a estos hombres su medio de vida, especialmente cuando pensaba que iba a ser muy difícil encontrar nuevos empleos en la declinante industria de la construcción. Pero había que hacerlo, y se estaba preguntando cómo lo iba a hacer y por dónde iba a empezar: De todos modos, no se detuvo demasiado tiempo en el tema, ya que había otros problemas más urgentes. Antes de que terminara la semana bancaria al día siguiente, viernes, iba a tener que transferir fondos de una cuenta de Banco a otro, para cubrir cheques extendidos a los abastecedores.
Sumergido en estos cálculos, George no advirtió el paso del tiempo. Por primera vez, desde el 18 de diciembre, George Lutz no estaba pensando en sí mismo o en la casa de Ocean Avenue.
Pero su mujer estaba pensando muy intensamente en la casa. Kathy no se lo había dicho a George con tantas palabras, pero cada vez estaba más convencida de que los acontecimientos de las últimas semanas habían sido producidos por fuerzas extrañas. Kathy no dudaba de que sus conclusiones eran tontas, y había tenido reparos en contarle a George su encuentro con el león de cerámica.
Pero ahora era consciente de que los fragmentos estaban componiendo un cuadro determinado, aun antes de que lo advirtiera George. Estaba asustada y quería hablar con alguien. Pensó en su madre, pero inmediatamente desechó la idea. Joan Connors era muy religiosa y habría insistido en que había que ponerse en contacto con el viejo sacerdote de su parroquia.
Kathy no estaba del todo preparada para entrar en un mundo de fantasmas y demonios: quería mantener el problema, en un principio, a un nivel más general. En el fondo de su corazón, sin embargo, sabía perfectamente bien adónde habría de llevar el tema.
Fue a la cocina y marcó el número de teléfono de la única persona que podía entender lo que estaba ocurriendo: el padre Mancuso.
Kathy oyó los ruidos de la conexión que se establecía y el primer timbrazo del teléfono. Mientras esperaba el segundo timbrazo, advirtió que la cocina estaba invadida por el olor dulzón que ya conocía. Se le puso la piel de gallina, mientras esperaba sentir en el cuerpo el roce consabido.
El teléfono del padre Mancuso sonó otra vez, pero Kathy ya no lo oyó. Había colgado el auricular y había salido corriendo del cuarto.
En la casa parroquial, el padre Mancuso se había enjuagado las manos con un medicamento que había restañado la pérdida de sangre. El sacerdote tenía una toalla entre las manos cuando oyó la campanilla del teléfono en la sala. Levantó el auricular después del segundo timbrazo.
Cuando dijo: «¿Hola?», se encontró con que la comunicación estaba interrumpida. Miró el teléfono. «Bueno, bueno…, ¿qué habrá ahora?» El padre Mancuso pensó en George Lutz y meneó la cabeza. «¡Oh, no! ¡No me voy a ocupar más de esa historia!» Colgó el receptor y volvió al cuarto de baño.
El sacerdote contempló sus llagas. «Repulsivas», pensó. Luego se miró la cara en el espejo. «¿Cuándo terminará todo esto?», decía su imagen en el espejo. Su enfermedad era, por cierto, visible. Las ojeras eran más oscuras y la palidez del cutis era malsana. El padre Mancuso se tanteó la barba con gestos vivaces: hacía falta recortar, pero la mano no era aún bastante firme para sostener un par de tijeras.
El padre Mancuso asegura que, al contemplar su imagen en el espejo, se puso a pensar repentinamente en la demonología. El sacerdote estaba enterado del alcance del tema y de los varios fenómenos ocultos que abarca. Pero nunca le había gustado, ni siquiera cuando había seguido un curso en sus días estudiantiles en el seminario; nunca había intentado profundizar el punto.
El padre Mancuso conoce otros sacerdotes que han dedicado una atención especial a la demonología, pero nunca ha tenido tratos con un exorcista. Cualquier sacerdote está autorizado a practicar ritos de exorcismo, pero la iglesia católica prefiere que esta ceremonia peligrosa quede limitada a los clérigos que se han especializado en enfrentar casos de obsesión y posesión.
El padre Mancuso había mantenido la mirada fija en el espejo del cuarto de baño, pero no había hallado respuestas a su dilema. Y pensó que ya había llegado el momento de abrirse ante su amigo: el párroco de la parroquia del Sagrado Corazón.
La nieve que había caído esa mañana obstruía las carreteras, volviéndolas peligrosas. A medida que avanzaba el día, iba haciendo más y más frío; los autos empezaban a resbalar y patinar en las charcas congeladas que cubrían los caminos de Long Island. Pero la nieve ya había dejado de caer en el momento en que George volvía a Amityville en auto desde su oficina.
El viaje transcurrió sin percances. La senda de entrada a la casa de Ocean Avenue estaba cubierta de nieve reciente. George se dio cuenta que iba a tener que abrir un camino para la camioneta antes de entrar. «Lo haré mañana», se dijo, y dejó el vehículo estacionado en la calle, que un camión municipal de barrido acababa de despejar.
Notó que Danny y Chris habían estado jugando en la nieve. Los trineos de los niños estaban sobre los escalones que llevaban a la puerta de entrada a la cocina. En el momento de entrar en la casa vio que había un reguero de huellas de nieve derretida que atravesaba la cocina y subía los escalones. «Kathy tiene que estar arriba», pensó. En caso de haber visto la mugre que habían dejado en su casa, tan limpia siempre, habría ardido Troya.
George encontró a su mujer en el dormitorio, acostada en la cama y leyendo a Missy uno de los nueve libros de Navidad. Missy batía palmas alegremente.
—¡Hola! —dijo él.
Kathy y Missy levantaron la mirada.
—¡Papá! —exclamaron las dos al unísono, saltando de la cama y rodeando cariñosamente a George.
Por primera vez en mucho, mucho tiempo, como pareció a Kathy, la familia Lutz pudo celebrar una cena feliz. Danny y Chris, advertidos por George y sin ser vistos por su madre, bajaron a la cocina y borraron todas las huellas de su descomedida irrupción. Luego se sentaron a la mesa con caras encendidas por las horas de juego en el frío aire invernal, y devoraron las hamburguesas y las papas fritas que Kathy había preparado especialmente para ellos.
Missy mantenía sonriente a la familia con su cháchara incesante y su robo de las papas fritas de los muchachos cuando éstos no miraban. Si alguna vez era sorprendida, Missy volvía la carita hacia el acusador y le mostraba todos sus dientes, salvo uno, para desarmarlo.
Kathy se sentía más tranquila con George en la casa. Sus miedos se habían desvanecido momentáneamente y no pensaba ya en aquella última ráfaga de perfume a comienzos de la tarde. «Tal vez me estoy dando cuerda con esta historia», pensó, y abarcó la mesa con la mirada. La cálida atmósfera de familia no anunciaba, por cierto, nuevas visitas de fantasmas.
En cuanto a George, había encerrado sus deprimentes operaciones mercantiles en algún cajón secreto de su mente. Se sentía en su casa de Ocean Avenue. Como un hombre que llega a un cálido nido. Esta era la vida que él deseaba tener en la nueva casa. El mundo de afuera podía ofrecer cosas buenas o malas, pero los Lutz iban a examinarlo todo en su hogar. Él y Kathy compartieron un bife. Luego George encendió un cigarrillo y fue al cuarto de estar con los varones.
George había hecho entrar a Harry en la casa para darle de comer y luego le permitió que jugara con sus dos hijos delante de la chimenea. Los Lutz habían comido temprano, de modo que eran las ocho apenas pasadas cuando Danny y Chris empezaron a cabecear.
Mientras los muchachos subían a su dormitorio, seguidos de Missy y Kathy, George llevó a Harry a su casilla. Sorteando la nieve que se había amontonado entre el umbral de la cocina y la casilla del perro, asió la fuerte cadena metálica y ató a Harry. Éste se metió adentro, dio varias vueltas hasta encontrar la posición adecuada y se echó lanzando un breve suspiro. Mientras George estaba allí, los ojos del perro se cerraron. Ya estaba dormido.
—Bueno, bueno —dijo George—. Me lo temía. El sábado vamos a ver al veterinario.
Después de poner a Missy en la cama, Kathy volvió al cuarto de estar. George realizó su habitual recorrido de la casa, examinando atentamente todas las puertas y ventanas. En el momento de sacar a Harry ya había hecho la inspección del garaje y de las puertas del embarcadero.
—Veamos qué ocurre esta noche —dijo a Kathy al volver—. Esta noche no hay nada de viento. A eso de las diez tanto George como Kathy empezaron a tener sueño. El hermoso fuego ya menguaba, pero sentían el calor en los ojos. Kathy esperó a que George apagara los últimos rescoldos y echara agua sobre las cenizas que quedaban. Luego Kathy apagó la araña y miró en derredor, tanteando en lo oscuro para tocar la mano de su marido. Lanzó un grito.
Kathy había mirado por encima del hombro de George a las ventanas de la sala. ¡Y ante ella, mirándola fijamente, habla un par de ojos rojos que no pestañeaban!
Al oír el grito de su mujer, George giró sobre sus talones. Él también vio los duros ojillos que lo miraban directamente. Se acercó de un salto a la llave de luz y los ojos desaparecieron de la ventana.
—¡Eh! —gritó George, precipitándose por la puerta de entrada al jardín nevado.
Las ventanas de la sala daban al frente de la casa. A George no le llevó más de uno o dos segundos llegar allí. Pero no había nada en las ventanas.
—¡Kathy! —gritó—. ¡Tráeme la linterna!
George hacía esfuerzos por divisar el fondo de la casa, la parte que estaba en dirección al río Amityville.
Kathy salió de la casa con la linterna y la campera de él. Bajo la ventana en donde habían visto los ojos se pusieron a remover la nieve recién caída, intacta. Luego el haz amarillo de la linterna iluminó un reguero de pisadas que rodeaban claramente la casa.
Esas pisadas no eran ni de hombre ni de mujer. Las marcas en la nieve eran las que dejan unas patas hendidas, como las de un cerdo enorme.