31 DE DICIEMBRE
El año 1976 ya estaba a la vuelta de la esquina.
El último día del viejo año amaneció con una fuerte nevisca que, para muchos, fue indicio de un comienzo nítido y claro del nuevo año.
Pero en la casa de los Lutz el estado de ánimo era muy diferente. George no había dormido bien, pese a su actividad de los últimos días, dentro y fuera de la casa. Se había despertado en medio de la noche, había mirado su reloj y le había sorprendido encontrarse con que eran las dos y media en vez de las tres y cuarto, como había supuesto.
George había vuelto a despertarse a las cuatro y media, había visto que la nieve empezaba a caer y había tratado de retomar el sueño arropándose en sus abrigadas cobijas. Sin embargo, después de revolverse cierto tiempo, no logró dar con una postura cómoda. Kathy, en medio de su sueño, era presa de una inquietud que la hacía rodar y chocar a George, empujándolo hacia el borde. Él, enteramente despierto, evocaba visiones de secretas guaridas de dinero que descubría en uno u otro punto de la casa y que resolvían todos sus problemas de finanzas.
George se estaba sintiendo apretado por la presión de las cuentas que aumentaban, por la casa que acababa de comprar y por las actividades de la agencia, donde muy pronto iba a tener que enfrentar un déficit muy serio cuando hubiera que pagar los salarios. Todo el dinero con que contaban Kathy y él había sido comido por los gastos de la escritura, una vieja cuenta de combustible y la compra de lanchas y motocicletas. Ahora acababa de recibir el último golpe: una investigación de sus libros y del pago de réditos por el servicio de rentas internas. No era sorprendente que George soñara con una solución mágica y simple que lo sacara del berenjenal en que se había metido.
Hubiera querido encontrar el dinero de Jimmy. Los mil quinientos dólares habrían sido un salvavidas. George se puso a contemplar los copos de nieve que caían. Había leído un artículo en el diario que se refería a la floreciente situación económica del señor De Feo, quien habría contado con una sustanciosa cuenta bancaria y un excelente empleo, muy bien remunerado, en una agencia de automotores que era propiedad del padre de su mujer.
George había examinado el placard del dormitorio y había descubierto el escondrijo secreto del señor De Feo bajo el marco de la puerta. La policía lo había descubierto por primera vez en el momento del arresto de Ronnie, y el lugar estaba ahora vacío: no era nada más que un agujero en el piso. George hubiera querido saber en qué otro lugar habrían escondido los De Feo parte de sus dineros.
¡El embarcadero! George se incorporó en la cama. Tal vez había habido un sentido oculto en la fuerza que lo arrastraba allí todas las noches. ¿Habría algo? ¿Alguna cosa que lo arrastraba allí? ¿Acaso el muerto, que lo azuzaba para que buscara allí su fortuna? George estaba desesperado y la prueba era que empezaba a acariciar estas ideas demenciales. Pero ¿qué otra explicación podía haber de esa fuerza que lo forzaba a bajar al embarcadero noche tras noche?
A las seis y media George cedió al fin y se levantó de la cama. Ya sabía que no iba a dormir más esa mañana. De modo que salió sigilosamente del cuarto, fue a la cocina y se preparó una taza de café.
Todavía estaba oscuro a esa hora, pero podía ver la nieve que empezaba a acumularse cerca de la puerta de la cocina. Vio una luz en la planta baja de la casa vecina. Tal vez el dueño tenía como él problemas de dinero y no podía dormir, pensó George.
George se dio cuenta que no iba a ir a su oficina ese día. Era el último día del año y, de todos modos, todos se retirarían temprano. Bebió su café y proyectó hacer una excursión al embarcadero y al sótano en busca de indicios. Luego empezó a sentir el frío que reinaba en la casa.
El termómetro descendió bruscamente entre las doce de la noche y las seis de la mañana. Pero en ese instante eran ya casi las siete y la temperatura no aumentaba. George entró en la sala y puso un poco de carbón y papeles en la chimenea. Antes de encender el fuego, notó que la pared de ladrillos estaba ennegrecida por el hollín que se había acumulado a consecuencia de sus continuas e innumerables fogatas.
Un poco después de las ocho, Kathy bajó con Missy. La niña había despertado a su madre profiriendo gritos de placer:
—¡Mamá: mira la nieve! ¿No es preciosa? ¡Hoy quiero salir y jugar en el trineo!
Kathy preparó el desayuno de su hija, pero ella no pudo probar bocado y se limitó a una taza de café y un cigarrillo. Gedrge tampoco tenía ganas de comer y sólo tomó otra taza de café, que él mismo debió ir a buscar a la cocina, ya que Kathy no quería pasar por la sala y le dijo a George que tenía un fuerte dolor de cabeza. Kathy tenía miedo al león de porcelana y albergaba intenciones de librarse de él antes de que terminara el día. Pero el fuerte dolor de cabeza no era inventado.
A eso de las nueve George había logrado encender un crepitante fuego en la chimenea. A las diez seguía nevando. Kathy advirtió a George, gritando desde la cocina, que una emisora local había vaticinado que el río Amityville iba a estar totalmente congelado al fin de la tarde.
George, de mala gana, se levantó de su asiento junto al fuego, se abrigó, se puso las botas y salió en dirección al galpón de los botes. No había tenido bastante plata para retirar su barco del agua y tenerlo guardado durante el invierno. Si el río se congelaba, el hielo iba a romper la quilla, pero él ya estaba preparado para un accidente de esta clase.
La madre de George le había regalado su compresor de pintura y George había hecho agujeros en la manguera de plástico. Echó la manguera al agua, junto al bote, y puso en marcha el compresor. De este modo, las burbujas que se formaban impedían que el agua dentro del embarcadero pudiera congelarse.
Durante toda esa mañana el padre Mancuso se estuvo mirando las manos. Las palmas, que habían empezado a sangrar la noche antes, estaban secas ahora, pero las ampollas enrojecidas, irritadas, no se habían ido.
La fiebre también se mantenía en treinta y nueve y algo. Cuando el párroco pasó a verlo, el padre Mancuso prometió que se iba a quedar en casa el resto del día. El sacerdote no mencionó lo que le estaba ocurriendo con las manos, que mantuvo dentro de su robe de chambre todo el tiempo que el pastor estuvo en sus habitaciones.
El padre Mancuso pensó en estos estigmas, en estas marcas parecidas a las heridas en el cuerpo crucificado de Cristo y que, se decía, se dibujaban sobrenaturalmente en los cuerpos de los santos. Contempló la repulsiva erupción y sintió cólera. El sacerdote estaba preparado a dar a Dios todo lo que Éste solicitara. Pero, si había que sufrir de este modo, pensó finalmente, habría preferido sufrir por la humanidad. Con toda su educación, experiencia, devoción y capacidades como juez y piscoterapeuta, podía haber esperado algo menos trivial que una casa en Amityville. Junto con su ira, que aumentaba, también se intensificaba el ardor en las palmas.
Decidió rezar, solicitando alivio. Y mientras el padre Mancuso pedía alivio, la concentración en sus propias desdichas disminuyó. La dureza de las manos crispadas se aflojó notablemente. Extendió los dedos y se contempló las llagas. El sacerdote suspiró y se arrodilló en su altar privado para dar las gracias a Dios.
Más entrada la tarde, Danny y Chris amenazaron por segunda vez con irse de la casa. La primera vez había ocurrido cuando vivían en la casa de Deer Park. George los había confinado a sus dormitorios durante una semana porque los niños habían estado diciendo unas mentirijillas. Los niños se habían rebelado contra la autoridad del padrastro: los dos se negaron a obedecerlo y amenazaron con escaparse si los obligaba a renunciar a la televisión. Al llegar a este punto, George tomó el toro por las astas y dijo a Danny y a Chris que podían irse si no les gustaba la forma en que él dirigía la casa.
Los dos muchachos tomaron sus palabras al pie de la letra. Empaquetaron todas sus posesiones —juguetes, ropas, discos y revistas— en frazadas enrolladas y bajaron los grandes bultos hacia la puerta de entrada. Cuando ya estaban a mitad de la cuadra, haciendo un desesperado esfuerzo por moverse con los pesados bultos, un vecino los divisó y logró hacerles desistir de su empresa. Por un cierto tiempo los niños habían dejado de lado esta comedia, pero ahora acababa de producirse una nueva explosión.
Kathy, al oír gritos de pelea, subió al dormitorio y se encontró con los dos muchachos sobre una de las camas. Chris estaba montado sobre el pecho de Danny, dispuesto a dar cuenta de su hermano mayor.
En la otra cama estaba sentada Missy, con una amplia sonrisa en su carita y batiendo palmas por la excitación.
Kathy separó a los dos muchachos.
—¿Cómo se atreven? —gritó—. ¿Qué les pasa a los dos? ¿Se han vuelto locos?
Missy intervino con su delicada vocecita:
—Danny no quiso limpiar el cuarto, como tú le dijiste que lo hiciera.
Kathy miró severamente al niño.
—¿Por qué no, jovencito? ¿Se da usted cuenta del estado en que está esta habitación?
El cuarto era un asco. Había juguetes desparramados por el suelo, mezclados con ropa tirada. Los pomos de pintura habían sido dejados sin tapitas y el contenido se había volcado sobre la alfombra y los muebles. Unos cuantos juguetes nuevos, regalos de Navidad, estaban rotos y tirados por los rincones del cuarto. Kathy meneó la cabeza.
—No sé qué hacer con ustedes. Compramos esta hermosa casa para que tengan un cuarto de juego. ¡Y ésta es vuestra recompensa!
Danny se desasió de los brazos de su madre.
—¿Cómo quieres que juguemos en esa porquería de cuarto?
—¡Sí! —exclamó Chris—. ¡No nos gusta este lugar! ¡No hay nadie con quien jugar!
Kathy y los muchachos intercambiaron frases agrias por cinco minutos más, hasta que Danny arrojó el guante y enfrentó a su madre con una amenaza de huir de la casa. Kathy, por su parte, sugirió que este comportamiento merecía un castigo físico.
—¡Y ya saben quién se los va a dar!
A la hora de la comida, la familia Lutz ya estaba apaciguada. Los muchachos parecían tranquilos ahora, aunque Kathy podía sentir una corriente de tensión por lo bajo, cuando estaban todos sentados a la mesa. George le había dicho a Kathy que prefería quedarse en casa el último día del año para no toparse con borrachos en la calle al volver de la casa de su madre. No habían hecho planes para reunirse con amigos y hacía demasiado frío para ir al cine.
Después de la comida, Kathy convenció a George de que había que llevar el león de cerámica al cuarto de costura. Una vez más se pudo ver unas moscas que revoloteaban contra el cristal de la ventana que daba sobre el río Amityville. George, rabioso las aplastó con un matamoscas y se fue del cuarto dando un portazo.
A eso de las diez de la noche, Missy ya estaba dormida en el suelo de la sala. Missy había arrancado de Kathy la promesa de que la iba a despertar a medianoche, a tiempo para soplar su cornetín. Danny y Chris seguían levantados y jugaban cerca del árbol de Navidad, contemplando la pantalla de televisión. George se ocupaba de su fuego. Kathy se sentó frente a él e intentó levantar su ánimo siguiendo el hilo de una antigua película que pasaban por la pantalla de TV.
A medida que avanzaba la noche, las manos del padre Mancuso se hacían sentir más y más. Las ampollas eran ahora más dolorosas que nunca: unas nuevas habían brotado en el dorso de las manos. No podía aguantar la idea de que habría de pasar toda la noche con el dolor y el susto. Cuando su médico vino a verlo, extendió bruscamente las manos con las palmas hacia arriba y dijo:
—¡Mire!
El médico, cortésmente, examinó las ampollas.
—Frank, no soy un dermatólogo —dijo—. Esto puede ser cualquier cosa: desde una alergia hasta un ataque de ansiedad. ¿Alguien lo ha estado molestando a usted más de la cuenta?
El padre Mancuso se apartó tristemente del médico y fijó la mirada en los copos de nieve que caían.
—Creo que sí… Algo…
El sacerdote volvió a enfrentar al médico con la mirada.
—… o alguien.
El médico recetó unas tabletas antibióticas, aseguró al sacerdote que se sentiría aliviado hacia el amanecer y fue a reunirse con unos amigos.
Por la televisión Guy Lombardo saludó al Nuevo Año desde el hotel Waldorf Astoria. Los Lutz contemplaron caer la pelota del Allied Cherjcal Building, en Times Square, pero no acompañaron al animador Ben Grauer cuando éste se puso a contar los últimos diez segundos de 1975.
Danny y Chris ya se habían retirado hacía media hora a su dormitorio, con los ojos enrojecidos por el exceso de TV y el humo de la fogata de George. Kathy ya había acostado a Missy, había bajado las escaleras y había vuelto a sentarse en su silla frente a George.
Eran exactamente las doce y un minuto. Kathy fijó la mirada en la chimenea hipnotizada por las llamas que bailaban. Algo se estaba materializando en esas llamas, un perfil blanco que se recortaba sobre los ladrillos ennegrecidos, algo que se volvía más claro y más nítido cada vez.
Kathy intentó abrir la boca para decir algo a su marido. No pudo hacerlo. Ni siquiera pudo apartar los ojos del demonio con cuernos y un capuchón blanco y puntiagudo en la cabeza. La figura aumentaba de tamaño, avanzaba hacia ella. Y vio que la mitad de la cara le faltaba a esta figura, como si hubiera recibido una ráfaga de ametralladora a quemarropa. Kathy lanzó un grito.
George levantó la mirada.
—¿Qué pasa? —dijo.
Kathy sólo pudo señalar hacia la estufa. George siguió la mirada de ella y también vio una figura blanca que parecía quemada por el hollín y que se destacaba sobre los ladrillos del fondo de la chimenea.