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DEL 29 AL 30 DE DICIEMBRE

Al día siguiente, lunes, George amaneció con el tobillo luxado. Había dado un salto desacertado para evitar al león de porcelana y había caído con todo su peso sobre los leños que estaban junto a la chimenea. Tenía un tajo encima del ojo derecho, que ya no sangraba porque Kathy le había aplicado un parche. ¡Lo que perturbaba a Kathy era la marca muy clara de unos dientes en el tobillo!

George fue cojeando hasta su camioneta Ford 1974 y tuvo ciertas dificultades para encender el motor enfriado. Con temperaturas bajo cero, George ya sabía que podía enfrentar problemas de carburación. Pero finalmente logró poner en marcha el motor y atravesó la isla en dirección a Syosset. La primera tarea que se había impuesto era cubrir el cheque extendido en favor del Astoria Manor. Esto significaba retirar fondos de la cuenta de William E. Parry, Inc., la compañía inmobiliaria en la que trabajaba.

En mitad del camino a Syosset, en la carretera Sunrise, George percibió un ruido sordo en la parte de atrás del vehículo. Se paró a un lado de la ruta y examinó la cola de la camioneta. Uno de los paragolpes se había aflojado y había caído. George quedó asombrado. Un percance como éste sólo podía ocurrir, en el peor de los casos, cuando los paragolpes están viejos y gastados, pero este vehículo sólo tenía 30.000 kilómetros. Se sentó de nuevo al volante y decidió reemplazar la pieza en cuanto llegara a Amityville.

Después de que George se fuera esa mañana, la madre de Kathy telefoneó para decir a su hija que había recibido una tarjeta de Jimmy y Carey desde las Bermudas.

—¿Por qué no me traes los chicos a casa?

El auto de Jimmy seguía en la senda de entrada a la casa, pero Kathy no tenía ganas de salir. Dijo que tenía mucha ropa que lavar y que George y ella le harían una visita probablemente para Año Nuevo. Por el momento no tenían proyectos e iba a tratar el asunto con George en cuando éste volviera.

Kathy colgó y echó una mirada en derredor, un poco desorientada y sin saber qué había que hacer en ese momento. La sensación opresiva del día anterior no la había abandonado. Tenía miedo de quedarse sola en la cocina o bajar hasta el lavador del sótano. Después del incidente con el león de porcelana, Kathy se sentía inquieta antes de entrar a la sala. Finalmente dio un rodeo y subió al piso alto para estar cerca de los niños. Con ellos, pensó, no se iba a sentir tan sola y tan asustada.

Kathy echó una mirada a Missy en su dormitorio y a Danny y Chris antes de ir a su cuarto y echarse en la cama. Ya había estado dormitando desde hacía unos quince minutos cuando oyó unos ruidos que provenían del cuarto de costura del otro lado del pasillo. Se oían ruidos como los que hace una persona cuando abre y cierra una ventana.

Kathy se levantó de la cama y se acercó a la puerta del cuarto de costura. Seguía cerrada. Se dio cuenta que Missy continuaba en su dormitorio y oyó los ruidos de los varones en el cuarto de arriba.

Se puso a escuchar. Detrás de la puerta cerrada, continuaban los ruidos. Kathy miró fijamente la puerta, pero no se atrevió a abrirla. Se dio vuelta, se dirigió a su dormitorio y se metió de nuevo en cama, echándose la frazada por encima de la cabeza.

En Syosset, George se encontró con una visita que lo estaba esperando. El hombre se presentó como inspector del servicio de impuestos internos y explicó que había venido a revisar los libros de la compañía y las constancias de los últimos pagos de impuestos. George llamó a su contador. El agente habló con él y fijó una nueva cita para el 7 de enero.

Cuando el inspector se fue, George siguió con su lista de quehaceres: debía retirar quinientos dólares de la cuenta de William H. Parry, Inc. y depositarlos en su cuenta personal; debía revisar los planos ya levantados de varios terrenos; debía decidir en qué forma habría de encarar los distintos casos que se habían presentado en la agencia desde que él faltaba: y finalmente debía realizar ciertas investigaciones en torno de la familia De Feo y reunir antecedentes del número 112 de Ocean Avenue.

Cuando los hombres de la inmobiliaria la preguntaron por qué había estado tanto tiempo sin venir, George se limitó a decir que había estado enfermo y que eso era todo. Sabía que tal cosa no era enteramente cierta, pero ¿qué otra explicación podía tener cierto sentido? A eso de la una, George había cumplido ya con sus obligaciones en Syosset. Tenía intenciones de detenerse una vez más antes de regresar a Amityville.

El diario más importante de Long Island, en lo referente al número de páginas, de avisos, y a la circulación, es el «Newsday». George dedujo que el lugar más apropiado para descubrir datos de la familia De Feo tenía que ser el archivo de las oficinas de «Newsday». Éste era el punto de arranque más lógico.

Se lo hizo pasar a la oficina de microfilme y un empleado buscó en los ficheros las fechas del asesinato de los De Feo y del juicio de Ronnie. George sólo recordaba vagamente los detalles de la forma en que Ronnie había asesinado a toda su familia, pero recordaba que el juicio había tenido lugar en Riverhead, Long Island, en uno de los meses del otoño de 1975.

George puso el microfilme del periódico el visor y lo desarrolló hasta llegar al 14 de noviembre de 1974. Una de las primeras cosas que notó fue una fotografía de Ronnie De Feo, tomada en el momento de su arresto, la mañana siguiente al día en que se encontraron los cuerpos baleados en el número 112 de Ocean Avenue. ¡La cara barbada de veinticuatro años que lo miraba desde la fotografía parecía su propia cara! Se disponía a seguir leyendo cuando le pasó por la cabeza que ésta era la cara que había visto fugazmente sobre la pared del depósito del sótano.

Los primeros artículos contaban la forma en que Ronnie había concurrido a un bar cercano a su casa y había pedido auxilio, diciendo que alguien había matado a sus padres y a sus hermanos. Ronald De Feo volvió a su casa con dos amigos y allí se encontró con Ronald padre, de cuarenta y tres años; Louise, de cuarenta y dos; Allison, de trece; Dawn, de dieciocho; Mark, de once, y John, de nueve. Todos estaban en sus camas, baleados por la espalda.

El relato contaba que, en el momento de la detención de De Feo la mañana siguiente, la policía de Amityville declaró que los móviles del crimen habían sido una póliza de seguro de vida por 200.000 dólares y una caja fuerte llena de dinero que los señores De Feo tenían oculta en un armario del dormitorio.

Este último punto explicaba que, cuando se reunió el personal y los elementos requeridos, el juicio hubiera caído bajo la competencia de la Suprema Corte del Estado en Riverhead.

George insertó otro microfilm con una información día a día del juicio de tres semanas, de septiembre a noviembre. La información incluía acusaciones a la policía por procedimientos brutales en la obtención de la confesión de Ronnie De Feo, y continuaba con las imágenes del abogado William Weber, quien hacía subir al estrado de los testigos a médicos psiquiatras que respaldaban su alegato de la supuesta insana de Ronnie. Sin embargo, el jurado llegó a la conclusión de que el joven estaba en sus cabales y era culpable de asesinato. Después de imponer una sentencia de seis cadenas perpetuas consecutivas, el juez de la Suprema Corte estatal, Thomas Salk, calificó la matanza como un «crimen atroz, abominable y horrendo».

George salió de las oficinas del «Newsday» pensando en el informe del juez de turno, quien había fijado las tres y cuarto de la mañana como la hora de la muerte de los De Feo. ¡Éste era el momento exacto en que George se había despertado por las noches desde que ellos se habían mudado a la casa! Tenía que contarle esto a Kathy.

George también pensó que tal vez los De Feo habían utilizado el cuarto rojo del sótano como un escondite secreto para guardar su dinero. Mientras manejaba de vuelta a Amityville, George estaba tan absorto en sus pensamientos que no notó —ni si quiera oyó— que la llanta de la rueda izquierda bailoteaba. En el momento en que se había detenido por una luz roja en la ruta 110, otro auto se le había puesto al lado. El conductor había abierto la ventanilla de la derecha, había sonado la bocina y le había gritado que una de las ruedas estaba floja.

George bajó del auto y examinó la rueda. Todos los pernos estaban flojos. George pudo comprobar que los podía mover fácilmente con los dedos. Como tenía las ventanillas cerradas sólo había oído vagamente el bamboleo y, enfrascado en sus pensamientos, no se le había ocurrido bajar a ver.

¿Qué diablos estaba ocurriendo? En primer lugar se había desprendido el paragolpes. Ahora ocurría esto. ¿Alguien habría estado jugando con la camioneta? Tanto él como Kathy podían muy bien romperse la crisma si la rueda se desprendía mientras el auto marchaba a cierta velocidad.

George se sintió aun más enfadado y contrariado al echar una mirada a la manija del gato que estaba en la parte de atrás del vehículo. ¡Había desaparecido! Se vio obligado a ajustar los pernos con la mano, hasta el momento de llegar a una estación de servicio. Pero entonces iba a ser demasiada tarde para realizar nuevas indagaciones en torno de los antecedentes del 112 Ocean Avenue.

Ese martes, el padre Mancuso ya no pudo pasar por alto las manchas rojas que cubrían las palmas de sus manos, ni el intenso dolor que sentía al tocarlas. Aunque el médico le había dado unas inyecciones antibióticas, no había podido vencer al segundo ataque de gripe. La temperatura seguía siendo alta y los dolores en el cuerpo parecían intensificados y aumentados cien veces más.

El día anterior, lunes, el padre Mancuso había supuesto que la rubicundez de las palmas de sus manos era nada más que una nueva manifestación de la enfermedad. Cuando el peculiar color y la extrema sensibilidad permanecieron sin decrecer y se le volvió doloroso levantar cualquier objeto con las manos, el padre Mancuso empezó a inquietarse seriamente.

Al día siguiente la Sociedad de Historiadores de Amityville brindó a George unas, interesantes informaciones, en especial las referentes a la locación de su casa. Al parecer, los indios Shinnecocks habían utilizado terrenos sabre el río Amityville para reunir en ellos a los enfermos, los locos y los moribundos. Estos desdichados eran acorralados hasta que morían de inanición. Sin embargo, el informe observaba que los Shinnecocks no habían usado esta zona para enterrar a sus muertos, pues creían que estaba invadida por malos espíritus.

Nadie sabía exactamente por cuantos siglos habían actuado de este modo los Shinnecocks; pero hacia fines del siglo XVII los colonos blancos desalojaron a los americanos originarios de la región, haciéndolos retroceder de esa parte de la isla. Hasta la época actual los indios Shinnecocks siguen siendo propietarios de terrenos y de tiendas en el extremo oriental de la isla.

Uno de los colonos más notables entre los que llegaron al pueblo recién llamado Amityville en esos días fue John Catchum o Ketcham, quien se había visto forzado a irse de Salem, Massachussetts, por sus prácticas de brujerías. John estableció su residencia a unos ciento cincuenta metros del sitio que ocupaba actualmente George y continuó practicando sus ritos diabólicos, según se dijo. El informe sostenía, asimismo, que John estaba enterrado en los alrededores del extremo noreste de la propiedad.

De acuerdo con el catastro local —consultado por George— la casa del número 112 de Ocean Avenue había sido edificada en 1928 por un señor Monagham. Había sido propiedad de varias familias hasta el año 1965, cuando los De Feo se la compraron a los Riley. Sin embargo, pese a todo lo que había leído en los últimos dos días, George no había adelantado absolutamente nada en la solución del problema, que consistía en descubrir el uso del misterioso cuarto rojo o la persona que lo había hecho. No había ninguna constancia de mejoras realizadas en la casa que mencionara el añadido de un cuarto en el sótano.

Era la penúltima noche del año. Los Lutz se habían acostado temprano. George había pasado por el cuarto de costura, buscando a Kathy, tal como lo había hecho la noche antes, al volver de las oficinas del «Newsday». Esas dos noches las ventanas habían estado cerradas y con traba.

Un poco antes, la pareja había hablado de los descubrimientos que había hecho George sobre la historia de la propiedad y la casa.

—George —había preguntado nerviosamente Kathy— ¿crees que la casa está embrujada?

—No es posible —había contestado George—. No creo en fantasmas. Por otra parte, todo lo que ha ocurrido aquí debe tener una explicación lógica y científica.

—No estoy tan segura. ¿Qué me dices del león?

—¿Qué dices tú… de eso? —preguntó George. Antes de hablar, Kathy echó una mirada a la cocina, donde estaban sentados:

—Bueno… ¿qué te parece lo que sentí en esas dos ocasiones? Te lo dije: sentí que me estaban tocando.

George se puso de pie, desperezándose.

—Vamos, vamos, querida, estás imaginando cosas. Tendió una mano hacia la mano de ella.

—Eso mismo me ha ocurrido a veces. He tenido la certidumbre de que mi padre me ponía la mano en el hombro cuando estaba en la oficina. —Hizo levantar a Kathy de su silla—. He tenido la certeza de que estaba a mi lado. A muchos les ha pasado. Pero es… es… Creo que le llaman clarividencia o algo parecido.

Cada uno tenía los brazos puestos sobre la cintura del otro cuando George apagó las luces de la cocina. Pasaron por el cuarto de estar en su camino a las escaleras. Kathy se detuvo. Podía distinguir al león agazapado en la oscuridad del cuarto.

—George: creo que tendríamos que seguir con nuestras meditaciones. Empecemos de nuevo mañana. ¿Te parece bien?

—¿Crees que de ese modo vamos a encontrar una explicación lógica a todo lo que ha ocurrido? —preguntó George, sosteniéndola con su brazo mientras subían.

El padre Frank Mancuso no logró encontrar una explicación lógica o científica hasta el momento en que se disponía a meterse en cama. Acababa de rezar en el altar personal de su cuarto, esforzándose por hallar una respuesta que explicara la sangre que manaba de sus manos.