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28 DE DICIEMBRE

El domingo, el padre Frank Mancuso volvió a la casa párroquial después de oficiar misa en la iglesia del Sagrado Corazón. Sólo mediaban unos metros entre uno y otro edificio, pero el sacerdote pudo comprobar su reciente debilidad al avanzar en el frío aire matinal.

En el cuarto de recepción de la rectoría había una visita esperándolo: el sargento Al Gionfriddo, de la policía local. Los dos hombres se dieron la mano y el padre Mancuso hizo pasar a Gionfriddo a sus habitaciones del primer piso.

—Me alegro de que me haya usted llamado —dijo el sacerdote—, y le agradezco su visita.

—No hay de qué, padre. Es mi día libre.

El corpulento detective echó una mirada a la habitación del sacerdote. La sala estaba llena de libros que no cabían en los estantes e invadían mesas y sillas. Retiró una pila de un sillón y se sentó.

El padre Mancuso hubiera querido convidar con algo, pero no tenía bebidas alcohólicas que ofrecer, de tal modo que preparó un poco de té. Mientras se calentaba el agua, fue derecho al grano: el motivo por el cual había solicitado la visita de Gionfriddo.

—Como usted sabe —empezó a decir— estoy preocupado por los Lutz. Por eso le pedí, a Charlie Guarino que se pusiera en contacto con alguien en Amityville capaz de verificar si todo está en orden.

El sacerdote se dirigió a la kitchenette en busca de tazas y platillos.

—Charlie me recordó que esta familia está viviendo en la casa en donde asesinaron a esa pobre familia De Feo. Algunos amigos me han hablado de ese caso, pero no sé realmente cómo ocurrió.

—Yo estuve en ese caso, padre —interrumpió el detective.

—Así me dijo Charlie cuando me visitó la otra noche.

El padre Mancuso trajo el té y se sentó frente a Gionfriddo.

—De todos modos, tuve mucha dificultad en conciliar el sueño anoche. No sé por qué, pero no podía dejar de pensar en los De Feo.

Miró a Gionfriddo, haciendo un esfuerzo por leer la expresión de su cara. Era una tarea difícil, aunque el padre Mancuso contaba con años de experiencia, indagando las personas en busca de hechos reales o imaginarios: de sus pacientes o de los solicitantes que se presentaban a él en los tribunales. El padre no sabía si debía revelar lo que le había ocurrido el primer día que fue a la casa de Ocean Avenue o el incidente de su conversación telefónica con George.

Gionfriddo adivinó rápidamente los pensamientos del sacerdote y resolvió el problema.

—Usted cree que algo raro está pasando en esa casa, ¿verdad, padre?

—No sé. Era lo que quería preguntarle.

El detective puso en el platillo su taza de té.

—¿Qué está usted buscando? ¿Una casa embrujada? ¿Quiere usted que le diga que hay fantasmas en ese lugar?

El sacerdote meneó la cabeza.

—No, pero me haría usted un favor si me cuenta qué ocurrió la noche de la matanza. Tengo entendido que el muchacho dijo haber oído voces.

Gionfriddo miró los ojos penetrantes del sacerdote y se dio cuenta que estaba turbado. Entonces se aclaró la garganta y adoptó su voz oficial.

—Bueno… Fundamentalmente están los hechos. Ronald De Feo hizo tomar un soporífero a su familia durante la comida del 13 de noviembre de 1974 y luego, cuando estaban durmiendo, los baleó con una escopeta de alto poder. Durante el juicio el criminal afirmó que una voz le había dicho que debía proceder de este modo.

El padre Mancuso guardó silencio, esperando oír detalles, pero Gionfriddo había terminado con su informe.

—¿Fue así? —preguntó el sacerdote.

Gionfriddo hizo una señal de afirmación.

—Como acabó de decirle, estos son los hechos básicos.

—Supongo que todo el vecindario se despertó, ¿no? —preguntó el padre Mancuso.

—No. Nadie oyó los tiros. Nos enteramos del hecho más tarde, cuando Ronnie fue a The Witches Brew y se lo contó al dueño del bar. The Witches Brew es un bar cerca de Ocean Avenue. El muchacho se emborrachó y habló.

El padre Mancuso quedó atónito.

—¿Quiere usted decirme que este hombre mató a seis personas con una escopeta de alto poder y que nadie oyó el estruendo?

Gionfriddo cree que fue justamente en este instante que empezó a sentir náuseas en casa del sacerdote. Y sintió que tenía que irse.

—Así es. Los vecinos que habitan las casas junto a la casa de los De Feo afirman que esa noche no oyeron nada.

Gionfriddo se puso de pie.

—¿No le parece muy raro?

—Si. Yo también lo he pensado —dijo el detective, poniéndose el abrigo—. Pero debe usted tener presente, padre, que esto ocurre en invierno. Muchas personas duermen con sus ventanas herméticamente cerradas. A las tres y cuarto de la mañana estas personas son inaccesibles al mundo que las rodea.

El sargento Al Gionfriddo sabía que el sacerdote quería hacerle más preguntas, pero a él eso no le importaba. Tenía que irse de aquel lugar. No bien salió de la rectoría, tuvo que vomitar.

En el momento de llegar a Amityville, Gionfriddo sintió que su malestar estaba pasando. En un principio pensó pasar por la casa de Ocean Avenue, pero cambió de idea. En vez de hacer eso, enderezó hacia su casa por Amityville Road. A la derecha de su auto estaba The Witches Brew.

The Witches Brew era un bar en donde se reunían muchos jóvenes de la ciudad, especialmente durante la temporada, cuando Amityville está llena de veraneantes que alquilan casas. Pero ahora, en la tarde de un domingo de diciembre, Amityville Road, la calle que tiene las principales tiendas de la ciudad, estaba vacía. Los aficionados al rugby seguían un partido por las pantallas de televisión y las personas serias estaban en sus casas, pegadas a sus aparatos.

Gionfriddo manejaba su coche y no notó la silueta de una persona que entraba en The Witches Brew. El detective se había pasado ya en unos quince metros antes de girar con su auto policial y frenar. Miró hacia atrás, pero el hombre se había ido. ¡La forma del cuerpo, la barba, el paso jactancioso eran los de Ronnie De Feo!

Gionfriddo siguió con la mirada fija en la entrada del night club. «¡Ah, me estoy poniendo nervioso!», murmuró, «¿qué querrá este cura?» El detective volvió a poner el coche en movimiento y se apartó del cordón de la vereda, raspando las llantas.

En The Witches Brew, George Lutz había pedido su primera cerveza y se preguntaba por qué razón el barman lo había mirado tanto en el momento de sentarse al mostrador. El hombre que estaba abriendo una botella de cerveza y echando el contenido, se interrumpió de golpe y estuvo a punto de decir algo a George, pero luego siguió llenando el vaso.

George miró a su alrededor. The Witches Brew era uno de los tantos bares que George había visto en sus viajes como oficial de la marina y cuando realizaba trabajos de supervisión en las ciudades chicas y las aldeas de Long Island: lóbregamente iluminado, la inevitable juke box de colores chillones, el olor a cerveza rancia y el humo. No había nada más que otro parroquiano en el otro extremo del largo mostrador de caoba, absorbido por la pantalla de televisión, puesta encima del espejo del bar. En ese instante el locutor estaba describiendo la primera parte de un partido de rugby.

George olfateó, bebió un trago de cerveza y se miró en el espejo que estaba detrás del mostrador. Había tenido que salir de la casa, estar a solas consigo mismo. No podía encontrar explicación para lo que estaba ocurriendo a su familia. Las piezas del rompecabezas que más adelante hubo de juntar estaban, por el momento, inconexas.

George no podía entender qué les ocurría a los niños desde que se habían mudado a la nueva casa. A su modo de ver, se estaban portando con rudeza y descortesía. Antes no había sido así: en Deer Park no había sido así.

También pensó en Missy, que estaba muy rara. ¿Realmente habría visto él un cerdo en la ventana de la niña la otra noche? ¿Y a dónde había ido a parar el dinero de Jimmy? ¿Cómo era posible que se hubiera evaporado ante los ojos de todos?

George terminó su cerveza e hizo una seña para que le trajeran otra. Su mirada volvió a la imagen del espejo y recordó que esa misma semana él había estado sentado como un muñeco al lado de la chimenea parándose después y corriendo a ver el galpón de los botes. ¿Por qué? Y ahora estaba esta historia del cuarto rojo en el sótano. ¿Qué demonios significaba todo esto? Bueno, mañana él iba a empezar a indagar los antecedentes de la casa. El primer paso habría de ser una visita a la oficina de catastro de Amityville para averiguar qué mejoras se habían hecho en la propiedad del 112 Ocean Avenue.

«Si», se dijo a sí mismo, «y tengo que pasar por el Banco a cubrir ese cheque. No sea que me lo devuelvan». George bebió el resto de su segundo vaso de cerveza. En un primer momento no advirtió la presencia del barman frente a él. Luego se dio cuenta que el hombre estaba esperando. Y tapó el vaso con la mano, para indicar que no quería otra cerveza.

—Si me permite una pregunta, señor… —dijo el barman—. ¿Usted está de paso?

—No —contestó George— vivo aquí, en Amityville. Nos acabamos de mudar.

El barman hizo un movimiento afirmativo.

—Bueno… Usted es el perfecto sosia de un muchacho que anduvo por estos pagos. Por un instante creí que usted era él.

Metió el dinero de George en la caja registradora.

—Ahora se ha ido. No volverá por un rato. —Puso el cambio sobre el mostrador y añadió—: Tal vez nunca.

George recogió el dinero y se encogió de hombros. La gente siempre lo estaba confundiendo con otro. Tal vez fuera culpa de la barba, aunque ahora hay tantos hombres con barba.

Bueno… Hasta cualquier momento.

Enderezó hacia la puerta de entrada.

El barman cabeceó afirmativamente.

—Sí, espero que nos veamos de nuevo.

George había llegado a la puerta.

—¡Eh! —gritó el barman— dígame una cosa: ¿adónde se ha mudado?

George se detuvo, se dio vuelta y señaló vagamente hacia el oeste.

—¡Oh, a un par de cuadras de aquí! A la avenida Ocean.

El barman sintió que el vaso de cerveza de George se le deslizaba entre los dedos. Y cuando oyó las últimas palabras de George, «112 Ocean Avenue», el vaso cayó y se hizo añicos contra el suelo.

Kathy estaba esperando que George volviera. Se había sentado en la sala, junto al árbol de Navidad, pues no había querido ubicarse en su rincón favorito de la cocina por temor a encontrarse con aquella presencia invisible que apestaba a perfume barato. Los niños habían ido a su dormitorio y veían un programa de televisión. La mayor parte de la tarde habían estado tranquilos, siguiendo atentamente una película vieja. Las risas alegres que llegaban a los oídos de Kathy la convencieron de que era una película de Abbot y Costello.

Kathy hizo un esfuerzo de concentración mental, pensando en el posible lugar del dinero de Jimmy. Ella y George habían escudriñado cada palmo de la cocina, del comedor, de la sala, los dormitorios y los placards, en busca del sobre. ¡Éste no podía haberse evaporado! Nadie capaz de robarlo había estado presente en la casa en el momento. ¿En dónde diablos se había metido?

Kathy pensó en la presencia que había sentido en la cocina y se estremeció. Trató de pensar en los otros cuartos de la casa: ¿el cuarto de vestir?, ¿el cuarto rojo del sótano? Empezó a levantarse de su silla y se interrumpió. Tenía miedo de bajar sola al lugar. De todos modos, pensó mientras volvía a sentarse, ella y su marido no habían visto nada más que las paredes rojas cuando estaban en el sótano.

Miró el reloj. Eran casi las cuatro. ¿Por dónde andaría George? Faltaba de la casa desde hacía una hora. Luego, con el rabillo del ojo derecho, captó un movimiento.

Uno de los primeros regalos de Navidad que Kathy le había hecho a George había sido un gran león de cerámica, de un metro veinte de altura, agazapado y dispuesto a lanzarse sobre una víctima invisible, pintado con colores naturalistas. A George le había parecido muy lindo y lo había puesto en la sala, sobre una mesa grande que estaba junto a la chimenea.

Cuando Kathy se dio vuelta y miró al león, tuvo la sensación de que ¡estaba varios centímetros más cerca de ella!

Después de haberse ido el sargento Gionfriddo de las habitaciones del padre Mancuso esa tarde, el sacerdote se sintió enojado consigo mismo. No le gustaba la forma en que estaba manejando el caso de la familia Lutz, y resolvió poner fin a la obsesión que le provocaba. En las horas siguientes se puso a analizar las situaciones posibles que podían surgir la semana próxima en el tribunal y los casos que se habían ido acumulando.

El padre Mancuso, dándose cuenta que debía tomar decisiones importantes, capaces de afectar vidas ajenas, trató de librar su mente de ciertas abstracciones, como la explicación poco satisfactoria que había dado Gionfriddo del asesinato de la familia De Feo y las dudas que le había suscitado la seguridad de esa casa. A medida que trabajaba, se volvía más consciente de que recobraba sus fuerzas. La debilidad que había sentido en el frío aire invernal ya no estaba en él. Eran las seis y recordó que no había comido ni bebido nada después de la taza de té compartida con Gionfriddo.

El padre Mancuso puso sobre la mesa una gaveta con fichas, enderezó el cuerpo y se dirigió a la cocina. En la sala sonó el teléfono. Era su número particular. Levantó el tubo y dijo:

—¿Hola?

No hubo respuesta: tan sólo un ruido de crepitación en el auricular.

El sacerdote sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Con el teléfono en la mano, empezó a sudar y recordó su última conversación con George Lutz.

George estaba oyendo las descargas de su teléfono, que había sonado mientras él estaba en la cocina con Kathy y los chicos.

Por último, como nadie respondía a sus repetidos «holas», George colgó ruidosamente el receptor en la horquilla.

—¿Qué te parece? ¡Algún imbécil que se divierte con esta clase de bromas!

Kathy miró a su marido. Los dos estaban comiendo y George había aparecido hacía unos instantes, contando a su mujer que había hecho un largo paseo por la ciudad y que estaba convencido de que ellos vivían en la mejor calle de Amityville.

Kathy pensó que George tenía mucho mejor aspecto después de haber andado fuera de la casa. Le pareció tonto de su parte el deseo de mencionar al león, y olvidó el incidente justamente en el momento en que George perdía la compostura.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Nadie en el teléfono: eso es todo. Nada más que los zumbidos.

Y se dispuso a sentarse a la mesa.

—¿Sabes? Ha sido lo mismo que la última vez en que intenté hablar con el padre Mancuso. Me pregunto si no estará tratando de llamarme.

George volvió al teléfono y marcó el número particular del sacerdote.

Esperó unas diez llamadas. No hubo respuesta. Echó una mirada al reloj eléctrico que estaba sobre la pileta de la cocina. Eran exactamente las siete. Tuvo un leve escalofrío.

—¿No te parece que se está poniendo un poco frío, Kathy?

El padre Mancuso acababa de tomarse la temperatura. Treinta y nueve y unas décimas. «¡Oh, no!», gimió, «¡de nuevo!». Y se tomó el pulso, apretando un dedo contra la muñeca. El sacerdote estaba contando cuando el minutero del reloj marcaba exactamente el número doce. Notó que eran las siete.

¡Por un minuto, su corazón tuvo ciento veinte latidos! Normalmente el pulso del padre Mancuso era de ochenta latidos por minuto. Se dio cuenta que estaba por enfermarse otra vez.

George dejó la cocina y pasó a la sala.

—Es mejor poner mas leños en el fuego —dijo.

Kathy siguió con la mirada a George, que salió pesadamente de la cocina. Volvió a tener la antigua sensación de depresión. Luego oyó un ruido repentino en la sala. ¡Era George!

—¿Quién diablos puso a ese maldito león en medio del cuarto? ¡Casi me he roto la cabeza!