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Condado de Mayo, 2013

El frío calaba los huesos, recrudecido por el azote del viento, helador por la torrencial lluvia que manaba de un amoratado y preñado cielo.

Esa fue la bienvenida de Iona Sheehan a Irlanda.

Le encantaba.

¿Cómo iba a ser de otro modo?, se preguntó mientras se abrazaba el pecho y contemplaba la agreste y empapada vista desde su ventana. Se alojaba en el castillo. Esa noche dormiría en un castillo. Un auténtico castillo irlandés en el corazón del oeste.

Algunos de sus antepasados habían trabajado allí, y probablemente habían dormido allí. Todo lo que sabía confirmaba que su familia, por parte de su madre, en cualquier caso, procedía de esa preciosa parte del mundo, de esa mágica parte de ese mágico país.

Lo había arriesgado casi todo para ir allí, para encontrar sus raíces, para conectar con ellas, o eso esperaba. Y, sobre todo, para comprenderlas por fin.

Había quemado sus puentes, dejando que ardieran tras de sí con la esperanza de construir otros nuevos y más resistentes. Unos puentes que condujeran a algún lugar adonde deseara ir.

Había dejado a su madre un tanto molesta. Pero, claro, su madre nunca se enfadaba de verdad, ni tampoco sentía pena, alegría o pasión. ¿Hasta qué punto le había resultado difícil cargar con una hija que se dejaba llevar por las emociones como un semental salvaje? Su padre se había limitado a darle una palmadita en la cabeza de manera ausente, algo típico en él, y a desearle suerte con la misma despreocupación con que podría deseársela a un mero conocido.

Sospechaba que para él no había sido más que eso. Sus abuelos paternos consideraban el viaje una gran aventura y le habían dado un muy bien acogido regalo en forma de cheque.

Estaba agradecida, aun sabiendo que eran de la escuela de «ojos que no ven, corazón que no siente» y que con toda probabilidad no pensarían más en ella.

Pero su abuela materna, su adorada Nana, le había hecho un regalo con innumerables preguntas.

Estaba ahí, en ese encantador rincón de Mayo, rodeado de agua, protegido por la sombra de viejos árboles, para encontrar las respuestas.

Debería esperar hasta el día siguiente, instalarse y echarse una siesta, ya que apenas había dormido en el avión desde Baltimore. Al menos debería deshacer las maletas. Iba a quedarse una semana en el castillo de Ashford, un gasto descabellado en la escala práctica, pero deseaba esa conexión con toda su alma, permitirse ese lujo único en la vida.

Abrió las maletas y comenzó a sacar la ropa.

Era una mujer que en otro tiempo había deseado superar su metro sesenta y un centímetros de estatura, y tener más curvas en vez del delgado cuerpo de chico adolescente que el destino le había concedido. Luego dejó de desear y lo compensó utilizando colores vivos en su guardarropa y llevando tacones de vértigo siempre que podía.

La ilusión, diría Nana, era tan buena como la realidad.

En otro tiempo había deseado poder ser hermosa, igual que su madre, pero se las apañaba con lo que tenía; era mona. La única vez que había visto a su madre a punto de horrorizarse de verdad había sido justo la semana anterior, cuando se había cortado su larga melena rubia al estilo pixie.

Lejos de haberse acostumbrado aún, se pasó los dedos por el pelo. Le sentaba bien, ¿no era así? ¿Acaso no resaltaba un poquito sus pómulos?

Daba igual si se arrepentía de aquel arrebato; se había arrepentido de otros. Probar cosas nuevas, asumir nuevos riesgos; esos eran sus actuales objetivos. Nada de sentarse a esperar, el lema de sus padres desde que alcanzaba a recordar. Había que vivir el momento.

Y con eso en mente, se dijo: «Al cuerno con deshacer las maletas, al cuerno con esperar hasta mañana». ¿Y si moría mientras dormía?

Sacó unas botas, un pañuelo y el impermeable nuevo, de color rosa chicle, que había comprado para ir a Irlanda. Se colocó un gorro a rayas blancas y rosas, y se colgó su enorme bolso a modo de bandolera.

No pienses, solo actúa, se ordenó, y abandonó su caliente y bonita habitación.

Se equivocó de dirección al doblar la esquina casi al instante, pero eso le dio la ocasión de deambular por los pasillos. Había pedido una habitación en la parte más antigua al hacer la reserva, y le gustaba imaginarse a criados apresurándose con esterillas de juncos nuevas o mujeres sentadas con sus husos. O guerreros ataviados con cotas de malla ensangrentadas que regresaban del campo de batalla.

Disponía de días para explorar el castillo, las tierras, el cercano pueblo de Gong y tenía intención de aprovecharlos.

Pero su principal objetivo seguía siendo buscar y establecer contacto con la Bruja Oscura.

Cuando salió al cortante viento y la torrencial lluvia, se dijo que era un día perfecto para las brujas.

Llevaba en el bolso el pequeño mapa que Nana le había dibujado, aunque se lo había aprendido de memoria. Se alejó de los imponentes muros de piedra del castillo y tomó el camino que se adentraba en el bosque. Pasó por jardines, dormidos en invierno, tramos de empapado verde. Aunque tarde, se acordó del paraguas guardado en su bolso, de modo que lo sacó y continuó su camino en la bucólica penumbra de los bosques bajo la lluvia.

No había imaginado los árboles tan altos, con sus anchos troncos y sus nudosas ramas. Un bosque de cuento, pensó emocionada mientras el agua caía sobre sus botas.

En medio del tamborileo oyó el viento aullar y gemir, luego el estruendo de lo que debía de ser el río.

El camino se bifurcó, pero tenía el mapa en la cabeza.

Creyó oír gritar a algo en lo alto, y durante un momento imaginó que veía un batir de alas. Entonces, a pesar del tamborileo de la lluvia, del rugido del riachuelo, de los aullidos y gemidos, todo pareció silenciarse de repente. A medida que el camino se estrechaba, tornándose más abrupto, su corazón resonaba en sus oídos, demasiado rápido, demasiado alto.

A la derecha había un árbol caído, cuya base, al descubierto, era más alta que un hombre y tan ancha que no podría abarcarla con los brazos. Enredaderas más gruesas que su muñeca se entrelazaban formando una pared. Se vio atraída hacia ellas, sorprendida por el impulso de tirar de ellas, de abrirse paso para ver qué había más allá. La idea de perderse cruzó por su mente pero se esfumó en seguida.

Solo quería ver.

Dio un paso, luego otro. Olió a humo y a caballos, y ambos la atrajeron hacia aquella enmarañada pared. Justo cuando extendió el brazo, algo salió de golpe. El enorme borrón negro hizo que retrocediera con torpeza. ¡Un oso!, pensó por instinto.

Puesto que el paraguas había salido disparado de su mano, miró a su alrededor de manera frenética en busca de un arma —un palo, una piedra—, y entonces vio el perro más grande que jamás había existido sobre cuatro patas, mirándola.

No era un oso, aunque era igual de letal si no se trataba de la alegre mascota de alguien.

—Hola… perrito.

El animal continuó observándola con unos ojos que eran más dorados que castaños. Se acercó para olfatearla, lo que esperaba no fuera el preludio de un buen mordisco. Luego emitió dos estentóreos ladridos antes de alejarse a grandes zancadas.

—Vale. —Se dobló por la cintura hasta que recuperó el aliento—. Muy bien.

Era evidente que la exploración tendría que esperar a un día despejado y soleado, o al menos hasta un día más luminoso y seco. Recogió su paraguas empapado y manchado de barro, y siguió adelante.

Debería haber esperado, se dijo. Ahora estaba mojada, nerviosa y, se percató, más cansada por el viaje de lo que había previsto. Debería estar echando una cabezadita en su cálida cama del hotel, acurrucada mientras escuchaba caer la lluvia, en vez de caminando de forma fatigosa bajo el aguacero.

Y en ese instante —¡perfecto!— se levantó la niebla, desplazándose sobre la tierra como las olas en la costa. La niebla se tornó más densa, como aquellas enredaderas, y la lluvia sonaba como un murmullo de voces.

O había voces murmurando, pensó. En un idioma que no debería entender, pero que sí entendía. Apretó el paso, tan ansiosa por salir del bosque como lo había estado por entrar en él.

El frío se volvió tan brutal que vio su aliento convertido en vaho. Las voces sonaban ya en su cabeza: «Vuelve. Vuelve».

La obstinación, tanto como la ansiedad, la impulsó hasta que casi recorrió el resbaladizo sendero a la carrera.

Y al igual que el perro, entró en el claro en tromba.

La lluvia era solo lluvia; el viento, solo viento. El camino se abría en una carretera, con algunas casas, de cuyas chimeneas salía humo. Y más allá, la belleza de las colinas envueltas en la bruma.

Demasiada imaginación, pocas horas de sueño, se dijo.

Vio jardines vallados, cuyas brillantes flores dormían a la espera de la primavera, coches aparcados en el arcén o en cortos caminos de entrada.

Ya no estaba lejos, según el mapa de Nana, de modo que caminó por la carretera, contando las casas.

La que buscaba se encontraba más alejada de la carretera que las demás, apartada como si necesitara espacio para respirar. La bonita casa de campo con el tejado de paja, la fachada azul oscuro y la puerta de un rojo vivo, desprendían ese mismo halo de cuento…, aunque había un Mini plateado aparcado en el pequeño camino de entrada. La casa acababa en forma de ele, con una ventana mirador. Aun siendo invierno había tiestos de vistosas margaritas en la escalera de entrada, con sus exóticas flores alzadas para absorber la lluvia.

Un letrero de envejecida madera colgaba sobre la ventana mirador. En letras grabadas podía leerse:

LA BRUJA OSCURA

—La he encontrado.

Iona se quedó parada bajo la lluvia durante un momento y cerró los ojos. Cada decisión que había tomado en las últimas seis semanas —tal vez todas las que había tomado en su vida— la había llevado a eso.

No sabía si dirigirse a la ele —el taller, le había dicho Nana— o a la entrada de la casa, pero al aproximarse vio luz en la ventana. Y cuando estuvo aún más cerca observó que las estanterías contenían frascos repletos de color —vivos o suaves— y que había manojos de hierbas colgados. Almireces y manos de mortero, cuencos y… ¿calderos?

De un caldero en el fogón de la cocina salía humo, y había una mujer en el mostrador que molía algo.

Lo primero que Iona pensó fue lo injusto que era que algunas mujeres pudieran tener ese aspecto sin el más mínimo esfuerzo. Tenía el negro cabello recogido en una maraña muy sexy y un cierto rubor provocado por el vapor y el trabajo. La delicada estructura ósea hablaba de una belleza que perduraba a lo largo de toda la vida, y la bien definida boca se curvaba ligeramente en una sonrisa satisfecha.

¿Era fruto de los genes o de la magia?, se preguntó. Pero, claro, para algunos, una cosa era igual a la otra.

Se armó de valor, dejó el paraguas a un lado y asió el pomo de la puerta.

Apenas lo había tocado cuando la mujer levantó la vista y la dirigió hacia fuera. La sonrisa se ensanchó en una educada bienvenida, de modo que Iona abrió la puerta y entró.

Y la sonrisa se esfumó. Unos ojos grises como el humo se clavaron con tal intensidad en su cara que Iona se paró en seco, justo en el umbral.

—¿Se puede?

—Ya está dentro.

—Yo… supongo que sí. Debería haber llamado. Lo siento, yo… Dios mío, qué bien huele aquí. A Romero, albahaca, lavanda y… todo. Lo siento —repitió—. ¿Eres Branna O’Dwyer?

—Sí, soy yo. —Mientras respondía, cogió una toalla de debajo de la encimera y se acercó a Iona—. Está usted empapada.

—Oh, lo siento. Te estoy mojando el suelo. He venido paseando desde el castillo. Desde el hotel. Me alojo en el castillo de Ashford.

—Tiene suerte, es un lugar magnífico.

—Es como un sueño, al menos lo que he visto hasta ahora. Acabo de llegar. Quiero decir que he llegado hace un par de horas, y quería venir a verte enseguida. He venido para conocerte.

—¿Por qué?

—Oh, lo siento, yo…

—Parece que siente muchas cosas en muy poco tiempo.

—Ah. —Iona retorció la toalla en sus manos—. Sí, eso parece. Soy Iona. Iona Sheehan. Somos primas…, es decir, mi abuela Mary Kate O’Connor es prima de tu abuela Ailish, hum…, Ailish Flannery. Así que eso nos convierte en…, no sé bien si es en primas cuartas o terceras.

—Una prima es una prima. Vale, quítate esas botas llenas de barro y vamos a tomarnos un té.

—Gracias. Sé que debería haber escrito o llamado por teléfono…, pero tenía miedo de que me dijeras que no viniese.

—¿De veras? —murmuró Branna mientras ponía la tetera al fuego.

—Lo que sucede es que, una vez que me decidí a venir, tenía que hacerlo. —Dejó las botas embarradas junto a la puerta y colgó el chubasquero en el colgador—. Toda mi vida he deseado visitar Irlanda…, por todo eso de las raíces…, pero siempre se trataba de hacerlo en un futuro. Y entonces… Bueno, había llegado el momento. Era ya.

—Ve a sentarte a esa mesa de ahí, al fondo, junto al fuego. Es un frío día de invierno.

—¡A mí me lo vas a decir! Te juro que cuanto más me adentraba en el bosque, más frío tenía, y entonces… ¡Ay, Dios, es el oso! —Se detuvo cuando el enorme perro, tumbado ante la pequeña chimenea, levantó la cabeza y le dedicó la misma y firme mirada que en el bosque—. Me refiero al perro. Cuando ha aparecido en el bosque como una exhalación, durante un minuto he creído que era un oso. Pero es un perro muy grande. Es tuyo.

—Es mío, sí, y yo soy suya. Este es Kathel, y no te hará daño. ¿Te dan miedo los perros, prima?

—No, pero este es enorme. ¿Qué es?

—Te refieres a la raza. El padre es un lebrel irlandés y la madre un cruce de gran danés con lebrel irlandés y lebrel escocés.

—Parece feroz y serio a la vez. ¿Puedo acariciarlo?

—Esto depende de ti y de él —repuso Branna, llevando el té y las galletas a la mesa.

No dijo nada más mientras Iona se ponía en cuclillas, acercaba el dorso de la mano para que el perro la oliera y luego le acariciaba la cabeza con suavidad.

—Hola, Kathel. Antes no me dio tiempo a presentarme. Me diste un susto de muerte. —Acto seguido se enderezó y le brindó una sonrisa a Branna—. Me alegra muchísimo conocerte y estar aquí. Todo ha sido una locura, y aún me da vueltas la cabeza. Casi no puedo creer que esté aquí.

—Pues siéntate y tómate el té.

—Apenas sabía nada de ti —comenzó Iona cuando se sentó, calentándose las manos con la taza—. Quiero decir que Nana me había hablado de los primos. De ti y de tu hermano.

—Connor.

—Sí, Connor, y de los otros que viven en Galway o en Clare. Quiso traerme hace años, pero no pudo ser. Mis padres…, bueno, sobre todo mi madre…, no querían, y mi padre y ella se separaron, y entonces, en fin, acabé yendo de un lado para otro. Después ambos volvieron a casarse, y lo raro fue que mi madre insistió en la anulación. Dicen que eso no te convierte en una hija bastarda, pero la sensación desde luego es esa.

Branna casi ni enarcó las cejas.

—Imagino que sí.

—Luego vino la universidad y el trabajo, y durante un tiempo estuve saliendo con alguien. Un día lo miré y pensé: ¿Por qué? Quiero decir que entre nosotros casi todo se reducía a la costumbre y la conveniencia, y la gente necesita más, ¿verdad?

—Diría que sí.

—Yo quiero más, en algún momento. El principal problema es que nunca sentí que encajara. Donde estaba, algo siempre parecía fuera de lugar, no del todo bien. Luego empecé a tener sueños… o a recordarlos, y fui a ver a Nana. Todo lo que me contó debería de haberme parecido descabellado. No debería haber tenido sentido, pero lo tenía. Tenía mucho sentido. Hablo como un papagayo. Estoy muy nerviosa. —Cogió una galleta y se la metió en la boca—. Están muy buenas. Lo…

—No vuelvas a decir que lo sientes. Empieza a ser patético. Háblame de tus sueños.

—Él quiere matarme.

—¿Quién?

—No lo sé. O no lo sabía. Nana dice que se llama…, que se llamaba…, Cabhan y que era un hechicero. Malvado. Hace siglos, nuestra antepasada, la primera bruja oscura, lo destruyó, aunque una parte de él sobrevivió. Él aún quiere matarme. Matarnos. Sé que parece una locura.

Branna tomó un sorbo de té con calma.

—¿Te asusta todo esto?

—No. Y tú pareces muy tranquila. Ojalá yo pudiera estar tan tranquila. Y eres preciosa. Siempre he querido ser hermosa. Y más alta. Tú eres más alta. Otra vez soy un papagayo. No puedo evitarlo.

Branna se levantó, abrió un armario y sacó una botella de whisky.

—Es un buen día para añadirle un poquito de whisky al té. Así que oíste esa historia sobre Cabhan y Sorcha, la primera bruja oscura, y decidiste venir a Irlanda a conocerme.

—Básicamente. Dejé mi trabajo y vendí mis cosas.

—Tú… —Por primera vez Branna pareció sorprendida de verdad—. ¿Vendiste tus cosas?

—Incluyendo veintiocho pares de zapatos de diseño… comprados en rebajas, pero aun así… Eso me escoció un poco, pero quería empezar de cero. Y necesitaba el dinero para venir aquí. Para quedarme aquí. Tengo un visado de trabajo. Buscaré empleo y un sitio para vivir. —Cogió otra galleta, esperando que detuviera el torrente de palabras, pero estas continuaron manando de su boca—. Sé que es una locura gastar tanto para quedarme en Ashford, pero quería hacerlo. En realidad, allí no tengo nada salvo a Nana. Y ella vendrá si se lo pido. Siento que aquí podría encajar. Como si aquí las cosas pudieran guardar un equilibrio. Estoy harta de no saber por qué no encajo.

—¿En qué trabajabas?

—Era monitora de equitación. Guía, mozo de cuadra. En otro tiempo tenía la esperanza de ser jockey, pero los quiero demasiado, y carecía de la pasión necesaria para correr y entrenar.

Branna se limitó a asentir, observándola.

—A los caballos, claro.

—Sí, se me dan bien.

—No me cabe la menor duda. Conozco a uno de los propietarios del establo de aquí; el hotel los utiliza para sus huéspedes. Organizan paseos guiados, dan clases de equitación y esas cosas. Creo que Boyle podría encontrarte un hueco.

—¿Estás de coña? Ni se me pasó por la cabeza conseguir trabajo en un establo enseguida. Supuse que sería camarera, dependienta… Sería increíble poder trabajar allí. —Algunos dirían que era demasiado bueno para ser verdad, pero Iona nunca había creído en eso. Lo bueno debería de ser verdad—. Oye, limpiaré las casillas, atenderé a los caballos. Cualquier cosa que necesite o quiera.

—Hablaré con él.

—No tengo palabras para darte las gracias —dijo Iona, asiendo la mano de Branna.

Cuando se tocaron, surgió un destello de calor y de luz. A pesar de que le temblaba la mano, no la apartó ni desvió la mirada.

—¿Qué significa eso?

—Significa que es posible que por fin haya llegado el momento. ¿Te hizo la prima Mary Kate algún regalo?

—Sí. Cuando fui a verla, cuando me lo contó.

Con la otra mano, Iona buscó la cadena bajo su jersey y sacó el amuleto de cobre con el símbolo del caballo.

—Sorcha lo hizo para su hija pequeña, para su hija…

—Teagan —concluyó Iona—. Para protegerla de Cabhan. Para Brannaugh fue el sabueso; tendría que haberme dado cuenta de eso cuando vi al perro. Y para Eamon, el halcón. Me contaba las historias desde que tengo memoria, pero creía que no eran más que cuentos. Mi madre insistía en que lo eran. Y no le gustaba que Nana me las contara. Así dejé de hablarle a mi madre sobre ellas. Mi madre prefiere pasar por la vida de forma plácida.

—Por eso no le legaron el amuleto a ella, sino a ti. No era la elegida. Tú sí. La prima Mary Kate habría venido, pero sabíamos que no era la elegida, sino una guardiana del amuleto, del legado. A ella se lo entregaron otros que lo protegieron y esperaron. Y ahora ha llegado a ti. —Y tú, pensó Branna, has venido a mí—. ¿Te contó lo que eres? —preguntó Branna.

—Decía… —Iona exhaló un profundo suspiro—. Decía que soy la Bruja Oscura. Pero tú…

—Somos tres. El tres es el número mágico. Así que ahora estamos los tres: tú, Connor y yo. Pero cada uno debe aceptar todo el conjunto, a sí mismo y el legado. ¿Tú lo aceptas?

Iona tomó un trago de té con whisky con la esperanza de serenarse.

—Estoy en ello.

—¿Qué sabes hacer? Ella no te lo habría pasado a menos que estuviera segura. Enséñame lo que puedes hacer.

—¿Qué? —Iona se secó las manos en los vaqueros, pues de pronto le sudaban—. ¿Cómo en una audición?

—Yo he practicado toda mi vida; tú no. Pero tienes su sangre. —Branna ladeó la cabeza, con una expresión escéptica en su hermoso rostro—. ¿Todavía no tienes ninguna habilidad?

—Tengo algunas habilidades. Lo que pasa es que nunca…, salvo con Nana. —Irritada, inquieta, Iona acercó la vela sobre la mesa—. Ahora estoy nerviosa —farfulló—. Me siento como si estuviera haciendo una prueba para conseguir un papel en la obra del colegio. Fracasé estrepitosamente.

—Despeja tu mente. Deja que venga a ti.

Iona tomó aire de manera pausada y regular y enfocó su atención y energía en el pabilo de la vela. Sintió que el calor surgía dentro de ella y la luz se filtraba. Y entonces sopló con suavidad.

La llama titiló, osciló y acto seguido se tornó azul.

—Es muy guay —susurró Iona—. Nunca me acostumbraré. Simplemente es… magia.

—Es poder. Hay que trabajarlo, dominarlo y respetarlo. Y honrarlo.

—Te pareces a Nana. Me lo enseñó cuando era pequeña y creía. Luego pensé que no eran más que trucos de magia porque mis padres así lo decían. Y creo…, sé… que mi madre me dijo que, si no paraba, no dejaría que Nana me viera.

—Tu madre es de mente cerrada. Es como muchos otros. No deberías estar enfadada con ella.

—Me apartó de esto. De lo que soy.

—Ahora lo sabes. ¿Sabes hacer más cosas?

—Algunas más. Puedo hacer levitar cosas, no cosas grandes, y lo consigo la mitad de las veces. Los caballos. Comprendo lo que sienten. Siempre lo he hecho. Probé a crear una ilusión, pero fue un fracaso total. Los ojos se me pusieron morados, incluso lo blanco, y los dientes me brillaban como si fueran neones. Tuve que llamar al trabajo diciendo que estaba enferma dos días seguidos antes de que se pasara el efecto.

Divertida, Branna volvió a llenar las tazas de té y whisky.

—¿Y tú que puedes hacer? —exigió Iona—. Yo te he enseñado lo mío. Enséñame tú lo tuyo.

—Me parece justo.

Branna agitó una mano y una bola de fuego blanco apareció en su palma.

—¡Madre del amor hermoso! Es… —Extendió la mano con recelo y acercó las yemas de los dedos lo suficiente como para sentir el calor—. Quiero hacer eso.

—Entonces tendrás que practicar y así aprenderás.

—¿Me enseñarás tú?

—Yo te guiaré. Tú ya lo llevas dentro, pero necesitas el camino, los símbolos, el… arte. Voy a darte algunos libros para que te los leas y estudies. Disfruta de tu semana en el castillo y piensa en lo que quieres, Iona Sheehan. Piénsalo bien, pues una vez que empiece, no podrás volver atrás.

—No quiero volver atrás.

—No me refiero a Estados Unidos ni a tu vida allí. Me refiero al camino que recorreremos. —Agitó la mano de nuevo y, con ella ya vacía, cogió su taza de té—. Cabhan, lo que queda de él, puede ser peor de lo que fue. Y lo que queda quiere lo que tú tienes, lo que nosotros tenemos. Y quiere nuestra sangre. Arriesgarás tu poder y tu vida, así que piénsalo bien, porque no es ningún juego.

—Nana decía que mi decisión tenía que ser una elección. Me decía que él, que Cabhan, querría lo que yo tengo, lo que yo soy, y que haría lo que fuera para conseguirlo. Lloró cuando le dije que iba a venir, pero también se sintió orgullosa. En cuanto llegué aquí supe que había tomado la decisión correcta. No quiero dar la espalda a lo que soy. Solo quiero comprenderlo.

—Quedarte sigue siendo una elección. Y si decides quedarte, te quedarás aquí, conmigo y con Connor.

—¿Aquí?

—Es mejor que estemos juntos. Hay espacio de sobra.

Nada la había preparado para eso. En su vida no había nada que igualara tan asombroso regalo.

—¿Dejarías que viviera aquí, contigo?

—A fin de cuentas somos primas. Tómate tu semana. Connor y yo nos hemos comprometido, hemos jurado que si la tercera venía, la aceptaríamos. Pero no tienes toda la vida, así que piénsalo bien y estate segura. La decisión debes tomarla tú.

Fuera la que fuese, pensó Branna, lo cambiaría todo.