17

La resaca la despertó; el incesante pum, pum, pum en sus sienes imitaba el bang, bang, bang en el centro de su cráneo.

Las había tenido peores, pensó Iona, pero no mucho más.

Contempló la idea de taparse con las mantas hasta la cabeza y tratar de pasar la jornada durmiendo, pero no podía, ni quería, faltar al trabajo. Abrió los ojos con cautela, echando una ojeada a la ventana de la sala de estar.

Se percató de que no estaba en la cama, sino en el sillón, arropada con una manta de tonos morados. Entonces recordó. Se había estirado en el sillón después de bailar hasta quedar sin aliento y unirse a sus amigas en una o dos canciones.

No poseía su calidad vocal, pero se conocía la letra gracias a Nana, y consiguió armonizar con ellas de forma bastante decente.

Además había sido divertido, pensó, y todo un reto cantar una canción mientras la niebla se alzaba fuera.

Había soportado aquel primer y terrible zarpazo de dolor bebiendo, comiendo, hablando y riendo, y después cantando y bailando. Y en esos momentos tenía una reseca para distraerla, lo cual era bueno.

No había llorado —o no lo suficiente como para tenerlo en cuenta—, y eso era aún mejor.

Engulliría uno o dos litros de agua, un bote o dos de aspirinas y se obligaría a comer algo. Luego se metería bajo la ducha durante días. Mucho mejor. Y buscaría solución a lo demás.

En algún momento, entre la primera copa de vino y la última, decidió que iría al establo como de costumbre. No se marcharía humillada y dejaría un trabajo que adoraba porque su jefe, su amante, hubiera destrozado su frágil corazón.

Si él quería que se fuera, tendría que despedirla.

Se levantó y bajó a la cocina arrastrando los pies. Había bebido el agua, se había tomado unas aspirinas y estaba pensando en probar una tostada, cuando Meara entró con los ojos brillantes y la tez resplandeciente, lo cual resultaba irritante.

—Tienes algo de resaca, ¿no? —le preguntó.

Iona la fulminó con la mirada en la medida de lo posible.

—¿Por qué tú no tienes?

—Oh, tengo la cabeza como una roca y el estómago a prueba de bombas —adujo alegremente mientras se servía un café—. Ni siquiera puedo recordar haberme sentido un poco mal después de una noche de juerga.

—Te odio.

—¿Y quién podría culparte? Anoche te dejamos donde caíste, ya que nos pareció lo mejor. Como me había traído una muda de ropa por si acaso nos pasábamos en vela toda la noche, he dormido en tu habitación. Te conviene meter algo de café y comida en tu organismo. Gachas, creo.

Iona hizo una mueca de dolor.

—¿En serio?

—Son buenas y saludables. Yo las prepararé, ya que Branna no se va a levantar aún.

—¿Ella también tienen la cabeza como una roca y el estómago a prueba de bombas?

—Diría que sí, así es. Pero tiene cuidado con la cantidad que bebe. Es de las que siempre se mantienen alerta. Toma. —Meara le sirvió el café—. Pídele que te prepare una poción para la cabeza cuando se levante. Tiene una que es muy famosa.

—Bueno es saberlo. Me encantaría tener la cabeza despejada cuando vaya a trabajar.

—Así que ¿vas a seguir adelante? —Meara le dio un suave puñetazo en el hombro a modo de aprobación—. Bien por ti.

—No pienso privarme del trabajo que adoro ni acurrucarme a llorar en un rincón. Necesito el empleo, así que encontraremos la forma de trabajar juntos, a menos que me despida.

—No lo hará. No es tan severo, Iona.

—No, no lo es. Además, puede que ahora brille el sol, pero siempre cabe la posibilidad de que se levante niebla. Teniendo que enfrentarnos a eso, hemos de dejar lo demás a un lado. Nada de grietas en el círculo, ¿no?

—Tienes agallas.

Esa vez Meara le frotó el hombro.

—Si de verdad vas a preparar gachas de avena, iré arriba a deshacerme de parte de esta resaca en la ducha y me vestiré para ir a trabajar. —Vaciló y luego envolvió Meara en un abrazo—. Branna y tú me habéis ayudado a superar una noche muy difícil.

—Ah, bueno, ¿para qué están las amigas?

Cuando salió de la ducha, el palpitante machaqueo había perdido intensidad, pero un examen crítico de su rostro en el espejo le dijo que necesitaba más ayuda. En vez del habitual toque de maquillaje, se tomó su tiempo y se esmeró. No quería que Boyle pensara que las mejillas pálidas y el rímel corrido se debían a él, aunque de forma indirecta fuera así, ya que se había excedido para mitigar el dolor.

Satisfecha de haber sacado el mejor partido a lo que tenía, se vistió y volvió abajo para enfrentarse a las gachas.

Encontró a Branna, adormilada y en pijama, bebiendo café mientras Meara tarareaba una canción a la vez que untaba una tostada de pan con mantequilla.

—Y ahí está ella, y solo parece medio agotada.

—¿Tan mal?

—No tienes tan mal aspecto —medió Meara con firmeza, y repartió las gachas.

—Claro, podemos hacerlo mejor. —Branna agitó un dedo—. Siéntate aquí, ya que no vas a hacerlo tú misma. —Pasó las manos con suavidad sobre el rostro de Iona—. Solo un toquecito, que tampoco queremos que piense que te has tomado tantas molestias por él.

Aquello la hizo sonreír.

—Me lees la mente.

—Es lo más sensato, así que una pequeña ilusión aporta el toquecito perfecto. Las mujeres, y las brujas, hacemos piña. Meara dice que tienes algo de resaca.

—Estoy mejor.

—Bébete esto —le ordenó, dándole un golpecito con el dedo a un vaso lleno de un líquido verde claro.

—¿Qué es?

—Algo bueno para lo que te aqueja. Hierbas y esas cosas, y un toque de otras. No tiene sentido que vayas tal y como estás, sintiéndote fatal y con la pinta de que te hubieran atropellado. Demuestras agallas al enfrentarte a esto, así que tendrás una recompensa.

—Y gachas de avena. —Meara colocó tres tazones sobre la mesa, volvió a por las tostadas y a continuación se sentó.

—Allá voy. —Considerándolo una medicina, Iona se bebió la poción…, pero descubrió que tenía un sabor fresco, con un ligero toque de menta—. Está bueno.

—Que sea bueno para lo que te aqueja no significa que tenga que estar asqueroso. Come, que también ayudará.

—Las dos estáis cuidando de mí. Quiero que sepáis que si cualquiera de las dos acaba hecha migas por culpa del amor, estaré a su lado.

—Resulta reconfortante. —Meara metió la cuchara en las gachas.

La resaca desapareció poco a poco, como gotas de lluvia que resbalan por el cristal de una ventana, mitigándola de forma suave, líquida y pausada, haciendo que Iona se sintiera fresca y descansada.

—Podrías ganar una fortuna solo con esa poción —le dijo a Branna mientras se ponía la chaqueta—. Es milagrosa.

—Ni por asomo. Ganar una fortuna no lo es todo. Esta noche trabajamos, prima, y el doble de duro después de nuestra noche libre.

—Estaré lista. Sé que no te van mucho los abrazos —agregó mientras estrujaba a Branna—, pero a mí sí. —Salió fuera con Meara—. No creo que a Cabhan le gustara la música.

—Espero que todavía le piten los oídos. Hablaré contigo más tarde —le dijo Meara a Branna, y se encaminó hacia su camión—. Detesto decir esto —prosiguió cuando Iona se sentó a su lado—, pero no seas muy dura con él. Ah, no cabe duda de que se lo merece, el muy zoquete, pero los hombres unos auténticos ineptos.

—No quiero ser dura con él. Solo quiero superarlo.

—Entonces lo harás.

No esperaba que ella fuera a trabajar. Y lo fastidiaba no poder culparla por ello. Antes de que comenzaran a cepillar a los caballos, darles de comer, de beber y administrarles las medicinas matutinas, Boyle se sentó para preparar el horario semanal. Se dio cuenta de que en muy poco tiempo le había asignado a Iona tantas tareas, alumnos y deberes que tendría que hacer malabares para sustituirla.

Un peñazo, y en realidad, si uno lo pensaba de manera racional, no había ningún motivo para que ella llegara al extremo de arrojar a la basura su empleo junto con todo lo demás.

Y si pudiera intercambiar una o dos palabras racionales con Iona, seguro que él lograría salir del pozo.

Era evidente que si las mujeres se parecieran más a los hombres la vida transcurriría sin tantos problemas.

Continuó preocupándose, y terminó el horario, le dio vueltas a la cabeza y cambió las horas y los alumnos. Cuando se apartó para sacar su móvil y comenzó a hacer las llamadas pertinentes, oyó aproximarse el camión de Meara. El suyo ronroneaba como un jaguar en lugar del viejo león con bronquitis del de Mick.

Salió sin prisas, decidido a endosarle a ella las llamadas y a sonsacarle información sobre Iona como quien no quería la cosa, ya que le habían dicho que se había quedado a pasar la noche en casa de Branna.

Así que se quedó desconcertado al ver que Iona se bajaba del lado del pasajero, vestida para trabajar.

—Buenos días —dijo Meara con una especie de feroz animación, y pasó por su lado de camino al interior del establo.

Él empezó con un:

—Ah…

—He venido a trabajar. —Con una voz cortante que jamás le había oído a Iona, esta se detuvo a treinta centímetros para hablar con él—. Y eso es todo. Necesito el trabajo, me gusta el trabajo, se me da bien el trabajo. Si tienes intención de despedirme…

—¿Despedirte? —Sorprendido, y una vez más desconcertado, la miró boquiabierto—. Desde luego que no quiero despedirte. ¿Por qué…?

—Bien. Entonces, eso es todo.

—Bueno, espera un minuto, tenemos que hablar de…

—No tenemos nada de qué hablar —lo interrumpió con aquel mismo tono frío y despectivo—. Sé lo que sientes y piensas, y hasta cierto punto lo entiendo. Tienes derecho a sentir lo que sientes, y yo soy responsable de mis propios sentimientos. Así que solo trabajo, Boyle, y tienes que respetarlo.

Iona le dio la espalda y se fue hacia el establo. Él no podía detenerla, tan solo cogerla en brazos y llevársela a algún lugar privado en el que ella tendría que escucharlo largo y tendido. Pensó en hacer justo eso durante un momento, pero luego la dejó marchar.

Se metió las manos en los bolsillos, de pie en el frío aire de la mañana, y deseó haber comprado las malditas flores.

Lo intentó a su manera. Como era él quien la había jodido, estaba obligado a darle el espacio que ella pedía.

Iona se dedicó a su trabajo, pero no con el brío y sequedad que había esperado. Ah, no, tenía mucho que decirle a Meara, a Mick y a los demás, risas que compartir, preguntas que hacer. Pero no le dirigió una sola palabra a él a menos que no tuviera otra alternativa.

Consiguió mostrarse cordial y distante a un mismo tiempo.

Aquello lo cabreó, y luego, cuando se le pasó en enfado, lo dominó la culpa.

—Lo estás volviendo loco —le dijo Meara mientras observaba cómo Iona ensillaba a Spud para salir en un paseo guiado.

—Solo estoy haciendo mi trabajo y dejando los temas personales a un lado.

—Justo lo que lo está volviendo loco. Siendo un hombre, y sobre todo tratándose de Boyle, él diría que lo lógico en tales situaciones es separar el trabajo de los temas personales, pero que tú hagas precisamente eso es como si le retorcieras las pelotas. No sabe si gritar o abandonar.

Acompañó al grupo fuera —una pareja y dos chicas adolescentes de Estados Unidos aprovechando las vacaciones de primavera—, dejando que charlaran entre ellos. Pero volvió la mirada por encima del hombro una vez, y no pudo evitar una fugaz punzada de satisfacción al pillar a Boyle viéndola marchar.

Cuando se adentraron en el bosque, rozó con los dedos el amuleto que llevaba, y luego se dio un toque en el bolsillo, donde se había guardado un amuleto de protección esa mañana.

No iba a temerle al bosque, se dijo. No iba a temer lo que viniera. Y no iba a tener miedo de vivir su vida sola si era eso lo que el destino le deparaba.

Poniendo su sonrisa de guía, se movió en la silla y volvió la cabeza para mirar a la familia.

—Bueno, ¿lo estáis pasando bien hasta ahora?

Había sido un día ajetreado que pasó con rapidez, y daba gracias por ello. Saber que hacía lo que tenía que hacer no contribuía a que le resultara más fácil. Quería sonreírle a Boyle, y verlo a él devolverle la sonrisa. Quería sentirse con derecho a tocarlo, solo la mano en la suya, la mano en su brazo, y que él se sintiera con derecho a hacer lo mismo.

Quería que todo fuera fluido con él. Aunque no pudieran ser amantes, aunque tuviera que encontrar la forma de apagar la luz del amor que sentía por él, lo quería en su vida.

Lo necesitaba, se corrigió mientras limpiaba el establo grande después de su clase con Sarah. Hasta que derrotaran a Cabhan, hasta que concluyeran lo que Sorcha empezó, se necesitaban los unos a los otros.

Aquello a lo que se enfrentaban era mucho más grande que un corazón maltrecho y el orgullo un tanto herido.

Encontraría la manera. Si Branna y Fin podían trabajar juntos, sin duda ella podía trabajar con Boyle. Tal vez llevara cierto tiempo encontrar la manera adecuada, alisar los baches…, y tendrían que hablarlo, reconoció.

Pero aún no. Aún era demasiado reciente.

Abrazó el cuello de Alastar, complacida cuando este la acarició con el morro.

—Te tengo a ti, ¿verdad? Mi guía, mi amigo, mi compañero. También tengo una familia que se preocupa por mí y que me comprende. Y tengo un hogar, un lugar al que pertenezco. Es más de lo que nunca he tenido. —Se apartó para besarle en la nariz—. Así que se acabaron las quejas y regodearme en la autocompasión.

Salió, percatándose de que había calculado bien cuando divisó a Connor encaminándose hacia el establo, silbando una cancioncilla.

La perfecta imagen de Irlanda, pensó; un hombre guapo, alto y delgado, y con el rostro de un ángel travieso, las manos en los bolsillos de sus recios pantalones de trabajo, y el camino de tierra y los verdísimos bosques detrás de él.

—¿Has terminado por hoy? —le dijo alzando la voz.

—Acabo de hacerlo. ¿Y tú?

—Listo para acompañar a casa a mi preciosa prima y ver si nuestra Branna ha preparado galletas hoy. Me apetecen, y dado que según Branna vamos a trabajar esta noche, también me las merezco.

—Estoy lista para la magia. —Meneó los dedos—. Y para aprender algo nuevo.

—¿Nuevo?

—La proyección astral. Lo estoy haciendo en sueños, aunque no sé si es de motu propio o manipulada por Cabhan. Pero no lo controlo. Y quiero hacerlo.

—Es una buena arma para tu arsenal. Y bueno… ¿cómo han ido hoy las cosas con Boyle?

—Puede que un poco incómodas y tensas de vez en cuando, pero lo tenemos superado. Debería ser más fácil seguir adelante.

—Se siente como una mierda por todo el asunto.

No iba a sentirse complacida (quizá un poquito). No pensaba compadecerse o, mejor dicho, ignoraría la compasión.

—Siente lo que siente, por eso estamos así. Es tu amigo. —Le frotó el brazo con rapidez—. Se siente mal por haberme herido. Tú te sientes mal porque él se siente mal. Tenemos que superarlo y no perder de vista lo que tenemos que hacer.

—¿Y tú puedes hacerlo?

—No es mi primer desengaño —adujo con ligereza; tenía que hacerlo, ya que era demasiado profundo—. Creo que algunos estamos destinados a no conectar de ese modo.

—Pero tú no lo estás. —Tomó la mano de Iona en la suya y le dio un apretón consolador—. Tú no crees eso.

—Creo —repuso con más cautela— que hay algo en mí que hace que a los demás les resulte difícil forjar una conexión íntima conmigo.

—Gilipolleces —repuso Connor, pero ella meneó la cabeza.

—Mis propios padres no pudieron hacerlo. Así que, o son ellos, o soy yo. ¿Quién sabe? Pero si ellos no pudieron, y no ha habido nadie con quien yo haya querido de verdad establecer esa conexión hasta que llegó Boyle, no puedo culparlo a él. Y si soy yo, tengo que trabajar en mí. Y lo he hecho. Soy la típica obra en curso.

—Te equivocas, sobre la conexión y sobre que seas tú. Eres tan fácil de querer como una mañana de verano. Si no fuéramos primos, me casaría contigo.

Iona se echó a reír al escuchar eso. Luego le lanzó una seductora mirada de reojo.

—Somos primos lejanos.

—Primos igualmente. —Le puso el brazo sobre los hombros—. Y, además, es demasiado raro y enrevesado.

—Es una pena porque eres muy guapo.

—Lo mismo digo.

Connor abrió la puerta del taller e hizo una exagerada reverencia para instarla a que entrara. Luego olisqueó el aire.

—Galletas de jengibre, y qué bienvenida tan estupenda.

—Comeos unas pocas y bebeos una taza de té, porque tenemos que ponernos al día con el trabajo.

En la encimera, Branna vertió blanca cera líquida en un frasco transparente con una larga mecha blanca. Iona se preguntó cómo Connor había podido oler el jengibre con la fragancia estival de las hortensias.

—¿Cómo ha ido todo? —preguntó Branna mientras enderezaba la cacerola y pasaba al siguiente frasco.

—Ha pasado el primer día y no ha ido demasiado mal.

—Cree que no es capaz de inspirar amor —intervino Connor con la boca llena de galleta.

—Gilipolleces.

—Yo no he dicho eso, no creo eso. Quería decir que… no importa. —Enganchó una galleta—. ¿Necesitas ayuda con eso?

—Casi he acabado, pero más tarde puedes ayudarme a poner las etiquetas y a cortar las mechas. He hecho docenas, ya que se nos estaban terminando y hay más turistas en primavera que en invierno. Bébete tu té. Hoy vamos a trabajar el doble por lo que no hicimos ayer.

—Estoy lista.

—Anda tras la proyección astral —medió Connor.

—La proyección astral, ¿eh? —Frunciendo los labios, Branna estudió a Iona—. No era lo que tenía en mente, pero, bueno, ¿por qué no? Es una habilidad estupenda con la que contar.

Tras llenar el último frasco, los dejó enfriándose en el estante y se quitó el delantal que se había puesto para no mancharse el jersey rojo de gotas.

—No es lo mismo que el sueño activo que tuviste, pero no se diferencian mucho. ¿Has practicado la meditación?

Iona hizo una mueca.

—Seguro que no tanto como debería. Mi mente siempre quiere ir a otra parte.

—Entrenar tu mente forma parte de ello. Entrenarla, acallarla y, como he dicho, centrarla. Vamos, tráete tu té a la chimenea. Deberías estar relajada en cuerpo, mente y espíritu.

Iona obedeció, y Kathel se despertó de su siesta para saludarla poniéndole una pata encima.

—Tú solo contempla el fuego, tómate el té. Te gusta su sabor, y la galleta. Respira despacio. Inhala, espera, exhala, espera. Puedes oler el fuego de turba…, y las velas recién preparadas…, las hierbas puestas a secar.

—Sobre todo el romero.

—Claro, una de las preferidas. Oyes tu respiración…, y la cola de Kathel agitándose sobre el suelo, el crepitar del fuego y el sonido de mi voz. Es relajante, muy relajante. El tacto de mi mano y el de la pata de Kathel. Muy relajante, de modo que puedes dejarte llevar un poco, flotar un poco. Serena y calmada.

—Pero yo…

—Confía en mí. Estaré contigo esta primera vez, te llevaré esta primera vez. Visualiza el lugar al que más te gustaría ir, visualízalo en el fuego, visualízalo en tu mente.

—La cocina de Nana. —Comprendió en el acto—. La echo de menos. Nunca ha hecho otra cosa que quererme, que creer en mí. Ha sido la única que lo ha hecho durante mucho tiempo. Soy lo que soy gracias a Nana.

Branna miró a Connor cuando este se acercó para sentarse al otro lado de Iona.

—Un largo viaje para una primera vez —murmuró Branna.

—Su corazón la lleva allí.

—Y nosotros también. ¿Ves la cocina de Nana en el fuego, en tu mente?

—Es como la tuya. Me refiero a la sensación, no a su aspecto.

Es más pequeña y no tiene chimenea. Veo las paredes, son de un cálido tono melocotón, y los armarios son de color marrón oscuro. Hay una vieja mesa de madera maciza. Cuando me sentaba allí con ella podía contárselo todo. Ella me contó lo que era, me habló de la primera bruja oscura sentadas a esa mesa, tomando té y galletas…, pastas. Igual que ahora. Tiene hierbas en el alféizar, y sobre la mesa el cuenco de cerámica azul y verde que le regalé por su cumpleaños hace años. Había manzanas rojas en él el día en que me lo contó todo, no solo trozos, sino todo. Relucientes manzanas rojas en el cuenco verde y azul. Tiene los ojos como los míos, del mismo color y forma. Y cuando me miran, creo en ella.

—Concéntrate en el cuenco, en sus colores, en su forma. Déjate llevar, déjate ir a donde quieres ir. Respiración serena, mente serena, resolución serena. Elévate. Flota. Vuela.

Iona se elevó, flotó como si no pesara nada. Todo vibraba en azul, el aire, la luz; sereno, relajante. Y cuando sintió el primer aleteo de su poder, del de ella, alzó el vuelo.

Veloz, libre, sobrevolando verdes colinas cubiertas de azul, sobrevolando agua; azul bajo azul.

La voz de Branna sonaba en su mente.

«Respira. Mantente concentrada».

—¡Es alucinante! Es precioso.

Extendió los brazos a un lado, riendo de júbilo.

«Aguanta. La cocina de Nana. Visualízala».

Lo vio en su cabeza, y acto seguido estaba ahí. De pie junto a la vieja mesa de madera maciza, con el cuenco azul y verde. Ese día limones y limas, pensó un tanto mareada.

Y ahí estaba Nana, entrando por la puerta de atrás, quitándose el calzado de jardinería y despojándose del sombrero de paja de ala ancha.

Baja, menuda, igual que Iona. Elegante y preciosa con sus vaqueros y su fina chaqueta. Llevaba el cabello, que conservaba un suave color cobrizo, corto y más largo por delante, enmarcando su cara. Un maquillaje discreto y ligero. Nana ni siquiera salía a atender el jardín antes de ocuparse de lo básico.

Se encaminó hacia la nevera, pero se detuvo. Luego, muy despacio, se dio la vuelta.

Se llevó la mano al corazón, y con los ojos como platos, dejó escapar un breve jadeo.

—¡Iona! Estás aquí. Oh, oh, Branna y Connor también. Oh, fíjate, mi pequeñina. Cuánto has aprendido ya.

—Puedes verme.

—Claro que puedo verte, estás de pie, justo ahí, ¿verdad? Y tan guapa. Sentaos, sentaos los tres, y contádmelo todo.

—¿Podemos sentarnos? —se preguntó Iona.

—Hay suficiente poder en esta habitación como para iluminar los cincuenta kilómetros a la redonda. —Branna retiró una silla y tomó asiento—. Pues claro que podemos sentarnos.

Con un pequeño grito, Iona corrió a estrechar a Nana en un abrazo.

—Puedo tocarte. Puedo sentirte. Te he echado de menos.

—Igual que yo a ti.

—No podemos quedarnos mucho rato esta vez, prima. —Branna les brindó una sonrisa—. Es una distancia grande para su primera vez.

—¿La primera? —Con una carcajada, un rayo de asombro en los ojos, Nana la abrazó de nuevo—. Oh, no, entonces no mucho rato. Pero sí lo suficiente para que te diga lo orgullosa y feliz que estoy.

—¿Vendrás? Dijiste que vendrías a Irlanda.

—Y lo haré cuando sea el momento. Lo sabré. Eres feliz, pero… hay algo de tristeza.

—Ha tenido un… desacuerdo —decidió Connor—. Con Boyle.

—Ah, entiendo. Lo siento, ya que le tengo mucho aprecio. Si es lo que ha de ser, se solucionará.

—No confía en mí. No importa.

—Claro que importa.

—Me refiero a ahora mismo. Quiero saber cómo estás tú.

—Estupendamente, como puedes ver. Hoy he plantado unos pensamientos, que soportan bien el fresco, y va a ser una primavera fresca. Y repollos, claro, y un poco de esto y otro poco de aquello. Le estás enseñando bien, Branna, lo noto. Y tú, Connor.

—Aprende bien. Y la necesitamos. —Branna alargó la mano y tomó la de Nana—. Quiero decirte que tenías razón al enviárnosla, al darle el amuleto. Te estoy agradecida.

—No es necesario. Es nuestro deber entregarlo. Es nuestra sangre.

—Lo es y lo será. Él es más fuerte ahora que los tres estamos juntos, pero nosotros también. Siento no poder hacerte una visita como es debido. —Branna se puso en pie—. Pero acaba de empezar con esta habilidad.

—Incluso un breve momento es un magnífico regalo. Cuídate, pequeña mía. Y mantén el corazón y la mente abiertos, Iona. Es cuando lo mejor entra en ellos.

—Lo recordaré. —Le dio un beso en la mejilla a Nana, abrazándola con fuerza—. Volveré si puedo. —Cediendo a un impulso, cogió un limón del cuenco. Notó su piel contra la palma y, levantándolo, captó su fragancia—. Sé que es una bobada, pero ¿puedo llevármelo? ¿Es eso posible?

—Averigüémoslo.

Branna la cogió de la mano, y cuando Iona se metió el limón en el bolsillo, Connor le asió la otra.

—Te hemos echado de menos en casa, prima Mary Kate —le dijo Connor.

—Y yo a vosotros. Un día, muy pronto, me llevarás a hacer volar los halcones, ¿verdad, Connor?

—Será un placer.

—Cuando las veáis, decidle a vuestra madre y a vuestra abuela que estoy deseando oír unos buenos chismes en persona.

—Ven a La bruja oscura —le dijo Branna a Nana—. Te estará esperando un buen fuego en la chimenea y la tetera hirviendo.

—Lo haré, y gracias. Mi amor va con vosotros, y con él, todas mis esperanzas.

—Adiós, Nana. Te quiero.

Y una vez más se elevó, flotó y voló.