CAPÍTULO 17

Harkat y yo nos levantamos aproximadamente una hora antes del ocaso y recorrimos el campamento con Evra y Shancus. Yo estaba encantado de que Evra le hubiera puesto mi nombre a su primer hijo, y me prometí que, en el futuro, le enviaría regalos al chico en sus cumpleaños, si podía. Él quería que le regalara una araña (Evra se lo había contado todo sobre Madam Octa), pero yo no tenía la menor intención de enviarle ninguno de los venenosos arácnidos de la Montaña de los Vampiros: ¡ya sabía, por dolorosa experiencia, los problemas que una tarántula podía causar!

El Cirque du Freak estaba igual que siempre. Se habían añadido algunos actos nuevos, y uno o dos habían sido eliminados del espectáculo, pero por lo demás, todo seguía igual. Pero aunque el circo no hubiera cambiado, yo sí. Me di cuenta al cabo de un tiempo, mientras nos paseábamos entre las caravanas y las tiendas, deteniéndonos a charlar con los artistas y los tramoyistas. Cuando vivía en el Cirque, yo era joven (al menos en apariencia) y la gente me trataba como a un niño. Ya no. Aunque no pareciera mucho mayor, debía de haber algo diferente en mí, porque ya no me hablaban en tono condescendiente.

Aunque había estado actuando como un adulto durante años, esta era la primera vez que pensaba realmente en lo mucho que había cambiado y en que nunca podría volver a los días luminosos de mi juventud. Mr. Crepsley me había repetido hasta la saciedad (generalmente, cuando me quejaba de lo lento que era mi crecimiento) que llegaría la noche en que desearía volver a ser joven. Ahora comprendía que tenía razón. Mi infancia había sido un largo y extenso acontecimiento, pero en uno o dos años la purga me libraría tanto de mi sangre humana como de mi juventud, y después de eso ya no habría vuelta atrás.

—Pareces pensativo —observó Evra.

—Estaba pensando en cuánto han cambiado las cosas —suspiré—. Tú, casado y con hijos. Yo, con mis propias preocupaciones. La vida solía ser mucho más simple.

—Siempre es así para los jóvenes —coincidió Evra—. Se lo digo a Shancus todo el tiempo, pero no me hace más caso que el que hacíamos nosotros cuando estábamos creciendo.

—Nos estamos haciendo viejos, Evra.

—No —dijo—. Nos estamos haciendo mayores. Pasarán décadas antes de que me encuentre en la tercera edad… y para ti, siglos.

Eso era cierto, pero no podía librarme de la sensación de que, de algún modo, me había hecho viejo de la noche a la mañana. Durante más de veinticinco años había estado viviendo y pensando como un niño (¡Darren Shan, el Príncipe niño!), pero ahora ya no me sentía así.

Mr. Crepsley nos localizó mientras devorábamos unas salchichas calientes alrededor de una fogata. Truska las preparaba y las repartía. El vampiro cogió una, le dio las gracias, y la engulló en dos rápidos bocados.

—Deliciosa —dijo, relamiéndose los labios, y luego se volvió hacia mí con ojos chispeantes—. ¿Te importaría salir a escena esta noche? Hibernius ha dicho que podemos actuar.

—¿Y qué vamos a hacer? —pregunté—. Ya no tenemos a Madam Octa.

—Yo puedo hacer trucos de magia, que es lo que hacía cuando me uní al Cirque du Freak la primera vez, y tú puedes ser mi ayudante. Con nuestra velocidad y nuestra fuerza de vampiros, podemos lograr algunas proezas verdaderamente notables.

—No sé —dije—. Ha pasado mucho tiempo. Podría entrarme el miedo escénico.

—Tonterías. Vas a hacerlo. No aceptaré un no por respuesta.

—Si lo pone de esa manera… —sonreí.

—Necesitarás arreglarte un poco si vamos a presentarnos ante el público —dijo Mr. Crepsley, observándome con ojo crítico—. Se imponen un corte de pelo y manicura.

—Yo encargo de eso —dijo Truska—. Yo, además, tengo el viejo disfraz de pirata de Darren. Podría arreglarlo para quedarle bien otra vez.

—¿Aún conservas esa antigualla? —pregunté, recordando lo genial que me había sentido cuando Truska me equipó como un pirata al poco tiempo de haberme unido al Cirque du Freak. Tuve que dejar atrás aquellas extravagantes ropas al emprender el viaje a la Montaña de los Vampiros.

—Yo buena guardadora de cosas —sonrió ella—. Lo busco y te mido. Puede que no tenga traje preparado esta noche, pero lo tengo a punto mañana. Venir a mí en una hora, para medir.

Vancha se puso celoso cuando oyó que íbamos a actuar.

—¿Y yo, qué? —rezongó—. Sé hacer un poco de magia. ¿Por qué no puedo participar también?

Mr. Crepsley se quedó mirando al Príncipe de cabellos verdes, con sus pies descalzos, sus brazos y piernas llenos de barro, sus pieles de animales y sus shuriken. Olfateó el aire (Vancha se había duchado bajo una cascada seis noches antes, pero no se había lavado desde entonces) y arrugó la nariz.

—No eres precisamente la esencia de la presentabilidad, Alteza —señaló cautelosamente.

—¿Qué tengo yo de malo? —preguntó Vancha, mirándose, sin ver nada raro.

—Uno debe estar elegante cuando sube a un escenario —dijo Mr. Crepsley—. Y tú careces de un cierto je ne sais quoi.

—No sé qué es eso —dije yo—. Pero creo que podría haber una parte perfecta para él en la función.

—¿Lo ves? —dijo Vancha, con una sonrisa radiante—. El chico tiene buen ojo.

—Podría salir al principio, con el hombre-lobo —dije, arreglándomelas para contener la risa a duras penas—. Podríamos hacerlos pasar por hermanos.

Vancha me fulminó con la mirada mientras Mr. Crepsley, Harkat, Evra y Shancus se tronchaban de risa.

—¡Te estás volviendo demasiado listillo! —exclamó, y se marchó furioso, en busca de alguien con quien desahogarse.

A la hora fijada, fui a ver a Truska para que me tomara las medidas y me cortara el pelo. Evra y Shancus también se fueron a prepararse para la función, mientras Harkat ayudaba a Mr. Crepsley a buscar accesorios para su actuación.

—¿Tratándote bien la vida? —preguntó Truska, recortándome el flequillo, nuevamente crecido.

—Podría ser peor —dije.

—Vancha me dijo que ahora tú estás siendo Príncipe.

—Se suponía que no iba a decírselo a nadie —protesté.

—No temer. Yo guardo noticias para mí. Vancha y yo viejos amigos. Él sabe que yo puedo guardar un secreto. —Bajó las tijeras y me miró de un modo extraño—. ¿No has visto a Mr. Tiny desde que irte? —preguntó.

—Es una pregunta extraña —respondí con recelo.

—Él aquí estuvo, hace muchos meses. Venir a ver a Hibernius.

—¿Eh? —Aquello tuvo que haber sido antes de su viaje a la Montaña de los Vampiros.

—Hibernius estaba preocupado después de visita. Él me dijo que esperarnos tiempos oscuros. Él dijo que yo podía pensar en querer ir hogar de mi gente. Decir que yo podría estar más segura allí.

—¿Dijo algo sobre… —Bajé la voz—… el Señor de los Vampanezes o el Amo de las Sombras?

Ella meneó la cabeza.

—Él dijo solamente que todos nosotros estábamos en noches duras, y que sería mucha lucha y muerte antes de acabar.

Empezó a cortar de nuevo, y luego me tomó las medidas para el traje.

No dejaba de pensar en nuestra conversación cuando salí de la caravana de Truska y fui en busca de Mr. Crepsley. Podría ser que, a consecuencia de mis preocupaciones, ya fuera a propósito o por casualidad, mis pies acabaran llevándome hasta la caravana de Mr. Tall. En cualquier caso, me encontré merodeando por allí minutos después, reflexionando sobre la situación y sobre si debería preguntarle algo al respecto.

Mientras estaba allí, deliberando, se abrió la puerta y surgieron Mr. Tall y Evanna. La bruja iba envuelta en una capa negra, casi invisible en la oscuridad de la noche nublada.

—Desearía que no hicieras eso —dijo Mr. Tall—. Los vampiros han sido buenos amigos nuestros. Deberíamos ayudarles.

—No podemos tomar partido, Hibernius —respondió Evanna—. No nos corresponde a nosotros decidir el curso del destino.

—Aun así —murmuró él, arrugando su larga cara—, incluir a los otros y parlamentar con ellos… No me gusta.

—Debemos permanecer neutrales —insistió ella—. No tenemos ni aliados ni enemigos entre las criaturas de la noche. Si tú o yo tomáramos partido, podríamos destruirlo todo. Por lo que a nosotros respecta, ambos bandos deberían ser iguales, ni buenos ni malos.

—Tienes razón —suspiró él—. He pasado demasiado tiempo con Larten. Estoy dejando que nuestra amistad enturbie mi juicio.

—No hay nada de malo en ser amigo de esos seres —dijo Evanna—. Pero no debemos involucrarnos personalmente, hasta que hayamos desentrañado el futuro.

Dicho esto, besó a Mr. Tall en la mejilla (no sé cómo alguien tan pequeño pudo llegar hasta alguien tan alto, pero lo hizo), y salió furtivamente del campamento. Mr. Tall la vio marchar, con una triste expresión en el rostro, y luego cerró la puerta y siguió con sus asuntos.

Me quedé donde estaba durante un momento, repasando la extraña conversación. No estaba completamente seguro de lo que estaba ocurriendo, pero deducía que Evanna iba a hacer algo que a Mr. Tall no le gustaba… Algo que no parecía presagiar nada bueno para los vampiros.

Como Príncipe, debería haber esperado a que Evanna volviera y preguntarle abiertamente sobre aquella conversación. No era propio de alguien de mi categoría escuchar a escondidas, y sería una absoluta grosería salir furtivamente del campamento para ir tras ella. Pero la cortesía y los buenos modales nunca habían ocupado el primer puesto en mi lista de prioridades. Prefería que Evanna se formara una mala opinión de mí (o incluso que me castigara por mi insolencia) y descubrir qué se proponía, a dejarla escabullirse y enfrentarse a alguna desagradable sorpresa más adelante.

Me quité los zapatos y salí corriendo del campamento, descubriendo la cima de su cabeza encapuchada cuando desaparecía tras un árbol en la distancia (se movía deprisa), y salí tras ella tan rápida y silenciosamente como pude.

***

Era difícil seguir el ritmo de Evanna. Su paso era raudo y seguro, y sus pisadas apenas dejaban huellas. Si la persecución hubiera durado más, la habría perdido, pero hizo un alto al cabo de tres o cuatro kilómetros, se quedó parada durante un momento olfateando el aire, y entonces se dirigió hacia un pequeño bosquecillo, silbando en alto, y penetró en él.

Esperé unos minutos para ver si salía. Como no lo hizo, la seguí hasta el borde de la arboleda y me detuve a escuchar. Como no oía nada, me deslicé entre los árboles y avancé cautelosamente. El terreno era húmedo y amortiguaba el sonido de mis pasos, pero no me confié: el sentido del oído de Evanna era, al menos, tan agudo como el de un vampiro. Una ramita rota bastaría para alertarla de mi presencia.

Mientras avanzaba, el sonido de una tenue conversación llegó hasta mí. Había varias personas más adelante, pero hablaban en un tono apagado y yo estaba demasiado lejos para escuchar lo que decían. Sintiendo una inquietud cada vez mayor, me acerqué con sigilo, y finalmente me encontré lo bastante cerca para identificar a un grupo de figuras oscuras en el corazón del bosquecillo.

No me acerqué más, por temor a delatarme, así que me acuclillé, observando y escuchando. Sus voces sonaban amortiguadas y sólo alcanzaba a entender ocasionalmente alguna palabra suelta o la mitad de una frase. De vez en cuando, levantaban la voz al reír, pero incluso entonces procuraban no hacerlo demasiado alto.

Mis ojos se adaptaron gradualmente a la oscuridad, y fui capaz de empezar a distinguir las formas. Aparte de Evanna (cuya silueta era imposible de confundir), conté ocho personas más, sentadas, en cuclillas o tumbadas. Siete eran grandes y musculosas. La octava era menuda, llevaba una toga con capucha, y servía bebida y comida a los demás. Todos parecían ser hombres.

No podía estar totalmente seguro, dada la distancia y la oscuridad. Habría tenido que acercarme mucho más para averiguar más sobre ellos, o esperar a que brillara la Luna. Echando un vistazo al cielo nublado a través de las tupidas ramas de los árboles, supuse que no había muchas posibilidades de que eso ocurriera. Me incorporé silenciosamente y empecé a retroceder.

En ese momento, el sirviente de la toga encendió una vela.

—¡Apaga eso, estúpido! —ladró uno de los otros, y una fuerte mano arrojó la vela al suelo, donde unos pies la apagaron con brusquedad.

—Lo siento —dijo el sirviente con voz aguda—. Pensé que estábamos a salvo con Lady Evanna.

—¡Nunca estamos a salvo! —exclamó el hombre corpulento—. Recuerda eso, y no vuelvas a cometer un error así.

Los hombres siguieron conversando con Evanna, en voz baja e impenetrable, pero a mí ya no me interesaba lo que tuvieran que decir. Durante los escasos segundos que brilló la luz de la vela, había alcanzado a ver pieles púrpura y cabellos y ojos rojos, y supe quiénes y qué eran aquellos hombres, y por qué Evanna se había mostrado tan reservada: ¡había venido a encontrarse con un grupo de vampanezes!