Al amanecer supimos que íbamos a tener pelea. Nos habían seguido, y no sólo una persona, sino tres o cuatro. Habían encontrado nuestro rastro a pocas millas de las afueras del pueblo y nos habían estado siguiendo desde entonces. Se movían con admirable sigilo, y si no hubiéramos previsto que tendríamos problemas, puede que no nos hubiéramos dado cuenta de que algo andaba mal. Pero cuando un vampiro está alerta ante el peligro, ni el humano más veloz conseguiría acercársele furtivamente.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Harkat mientras acampábamos en medio de un bosquecillo, protegidos del Sol por ramas y hojas que se entrelazaban en lo alto.
—Esperarán a que haya plena luz para atacar —dijo Mr. Crepsley, sin levantar la voz—. Actuaremos con total normalidad y fingiremos dormir. Cuando vengan, nos ocuparemos de ellos.
—¿Estará bien al Sol? —pregunté. Aunque en aquel sitio estábamos a cubierto, una pelea podría hacernos salir de la sombra.
—Los rayos del Sol no me harán daño en el breve tiempo que me llevará encargarme de esta amenaza —respondió Mr. Crepsley—. Y me protegeré los ojos con trozos de tela, como hiciste tú durante la purga.
Nos hicimos camas de musgo y hojas sobre el suelo, nos envolvimos en nuestras capas y nos acostamos.
—De todos modos, puede… que sólo sientan curiosidad —murmuró Harkat—. Puede que simplemente quieran ver… cómo es un vampiro de verdad.
—Se mueven con demasiada cautela para ser meros espectadores —discrepó Mr. Crepsley—. Están aquí por algo.
—Ahora que recuerdo… —susurré—. ¡El tipo de la tienda estaba comprando armas!
—La mayoría de los cazavampiros van convenientemente armados —gruñó Mr. Crepsley—. Ya han quedado atrás las noches de los idiotas que sólo traían antorchas y estacas de madera.
Ya no hablamos más después de eso. Yacimos inmóviles, con los ojos cerrados (excepto Harkat, que cubrió sus ojos sin párpados con la capa), respirando acompasadamente, simulando dormir.
Los segundos transcurrieron lentamente, tardando siglos en convertirse en minutos, y una eternidad en convertirse en horas. Habían pasado seis años desde la última vez que participé en una cruenta refriega. Sentía en los miembros un frío anormal, y el temor producía en mi estómago la sensación de que unas rígidas serpientes de hielo se enroscaban y desenroscaban en su interior. Permanecí flexionando los dedos bajo los pliegues de mi capa, sin apartarlos en ningún momento de mi espada, listo para empuñarla.
Poco después del mediodía (cuando más dañino era el Sol para un vampiro), los humanos se prepararon para atacar. Había tres, dispuestos en semicírculo. Al principio sólo pude oír el susurro de las hojas mientras se aproximaban, y el ocasional chasquido de una rama. Pero mientras nos rodeaban, percibí su pesada respiración, el crujido de sus huesos en tensión, y el rítmico y aterrorizado latido de sus corazones.
Se detuvieron a diez o doce metros, y se metieron tras los árboles, disponiéndose a atacar. Hubo una larga y tensa pausa… y luego el sonido de un arma lentamente amartillada.
—¡Ahora! —rugió Mr. Crepsley, levantándose de un salto y abalanzándose sobre el humano más próximo a él.
Mientras Mr. Crepsley rodeaba a su asaltante a increíble velocidad, Harkat y yo nos encargamos de los otros. El que yo había escogido maldijo en voz alta, salió de detrás del árbol, levantó su rifle y disparó. Una bala pasó zumbando a mi lado, fallando por escasos centímetros. Antes de que pudiera disparar otra vez, yo ya estaba sobre él.
Arrebaté el rifle de las manos del humano y lo tiré. Detrás de mí, un arma hizo fuego, pero no tenía tiempo de averiguar cómo estaban mis amigos. El hombre que estaba frente a mí ya había sacado un gran cuchillo de caza, así que desenvainé velozmente mi espada.
El hombre abrió mucho los ojos al ver la espada (se había pintado círculos rojos alrededor de los ojos con algo que parecía sangre), y luego los entrecerró.
—¡Sólo eres un chico! —rugió, lanzándome una cuchillada.
—No —le corregí, apartándome de la trayectoria de su cuchillo a la vez que le lanzaba una estocada—. Soy mucho más.
Cuando el humano iba a acuchillarme de nuevo, levanté mi espada y la bajé en un suave arco que cortó la carne, los músculos y los huesos de su mano derecha, seccionándole tres dedos y desarmándole en un instante.
El humano lanzó un grito de agonía y se dejó caer lejos de mí. Aproveché ese momento para ver cómo les iba a Mr. Crepsley y a Harkat. Mr. Crepsley ya había matado a su humano y avanzaba a zancadas hacia Harkat, que luchaba con su oponente. Harkat parecía llevar ventaja sobre su adversario, pero Mr. Crepsley se dispuso a apoyarle si la situación empeoraba.
Satisfecho de que todo fuera a nuestro favor, volví a fijar mi atención en el hombre del suelo, mentalizándome para la desagradable tarea de acabar con él. Para mi sorpresa, lo descubrí sonriéndome de un modo horrible.
—¡Deberías haberme cortado también la otra mano! —gruñó.
Mis ojos se clavaron en su mano izquierda, y se me cortó la respiración: ¡apretaba una granada contra su pecho!
—¡No te muevas! —gritó cuando avancé a trompicones hacia él. Presionó a medias el detonador con el pulgar—. ¡Si esto explota, te llevaré conmigo!
—Tranquilo —suspiré, alejándome un poco, sin dejar de mirar con aprensión la granada preparada.
—Ya me tranquilizaré en el infierno —respondió con una risilla sádica. Se había afeitado la cabeza y tenía una uve oscura tatuada a ambos lados del cráneo, por encima de las orejas—. Ahora, dile a tu asqueroso colega vampiro y a ese monstruo de piel gris que se alejen de mi compañero o…
Un agudo sonido sibilante llegó desde los árboles que había a mi izquierda. Algo golpeó la granada y la hizo volar de la mano del humano. Este soltó un aullido y agarró otra granada (llevaba atada una ristra de ellas alrededor del pecho). Sonó un segundo silbido y un objeto centelleante con varias puntas se enterró en medio de la cabeza del hombre.
Cayó de espaldas con un gruñido, convulsionándose frenéticamente, y luego se quedó quieto. Me quedé mirándolo, desconcertado, inclinándome automáticamente para verlo mejor. El objeto clavado en su cabeza era una dorada estrella arrojadiza. Ni Mr. Crepsley ni Harkat llevaban armas como esa, así que… ¿quién la había lanzado?
En respuesta a mi muda pregunta, alguien saltó desde un árbol cercano y se acercó a mí a zancadas.
—¡Sólo se le da la espalda a un cadáver! —exclamó el desconocido mientras yo me giraba hacia él—. ¿Es que Vanez no te lo enseñó?
—L…lo olvidé —resollé, demasiado sorprendido para decir nada más.
El vampiro (pues tenía que ser uno de nosotros) era un hombre fornido, de estatura mediana, con la piel rojiza y el cabello teñido de verde, e iba vestido con pieles de animales de color púrpura, toscamente cosidas. Tenía unos ojos enormes (casi tanto como los de Harkat) y una boca sorprendentemente pequeña. A diferencia de Mr. Crepsley, no llevaba los ojos cubiertos, aunque bizqueaba terriblemente bajo la luz del Sol. No llevaba zapatos, ni portaba más armas que unas docenas de estrellas arrojadizas sujetas a varios cinturones que se cruzaban sobre su torso.
—Quiero mi shuriken, gracias —dijo el vampiro al humano muerto, desclavando la estrella arrojadiza que había lanzado, limpiándole la sangre y reinsertándola en uno de sus cinturones.
Giró la cabeza del hombre de izquierda a derecha, fijándose en el cráneo afeitado, los tatuajes y los círculos rojos alrededor de los ojos.
—Un vampcota —bufó—. Ya me he enfrentado a ellos antes. Perros miserables…
Escupió sobre el muerto, y luego le dio la vuelta con el pie desnudo, de forma que quedó tumbado boca abajo.
Cuando el vampiro volvió a dirigirse a mí, yo ya sabía quién era (había oído muchas veces su descripción), y le saludé con el debido respeto.
—Vancha March —dije, inclinando la cabeza—. Es un honor conocerle, Alteza.
—Igualmente —respondió despreocupadamente.
Vancha March era el Príncipe Vampiro al que yo nunca había conocido, el más salvaje y tradicional de todos los Príncipes.
—¡Vancha! —tronó Mr. Crepsley, arrancándose la tela de los ojos, cruzando el espacio que nos separaba y aferrando los hombros del Príncipe—. ¿Qué estáis haciendo aquí, Alteza? Pensaba que os encontraríais más al norte…
—Y así era —suspiró Vancha, soltándose y restregándose la nariz con los nudillos de la mano izquierda, de la que luego se sacudió algo verde y viscoso—. Pero allí no pasaba nada, así que me vine al sur. Voy a ver a Lady Evanna.
—Nosotros también —dije.
—Me lo figuré. Os he estado siguiendo durante las dos últimas noches.
—Deberíais haberos presentado antes, Alteza —dijo Mr. Crepsley.
—Es la primera vez que veo al nuevo Príncipe —repuso Vancha—. Quería observarle de lejos durante un rato. —Me estudió con expresión severa—. Y por lo que he podido ver en este combate, debo decir que no estoy demasiado impresionado.
—Me confié, Alteza —dije rígidamente—. Estaba preocupado por mis amigos y cometí el error de detenerme cuando debería haber seguido adelante. Asumo toda la responsabilidad, y humildemente pido perdón.
—Al menos sabe cómo disculparse debidamente —rió Vancha, dándome una palmada en la espalda.
Vancha March estaba cubierto de mugre y suciedad, y olía como un lobo. Esa era su apariencia habitual. Vancha era una auténtica criatura silvestre. Se le consideraba un extremista incluso entre los vampiros. Sólo se vestía con las prendas que él mismo se confeccionaba a partir de las pieles de animales salvajes, y nunca comía algo que hubiera sido cocinado, ni bebía otra cosa que agua fresca, leche y sangre.
Mientras Harkat se acercaba a nosotros cojeando (tras acabar con su atacante), Vancha se sentó y cruzó las piernas. Levantó el pie izquierdo, bajó la cabeza, ¡y empezó a morderse las uñas!
—Así que esta es la Personita que habla —masculló Vancha, mirando a Harkat por encima de la uña del dedo gordo—. Harkat Mulds, ¿verdad?
—Así es, Alteza —respondió Harkat, bajándose la máscara.
—Te lo voy a dejar claro, Mulds: no confío en Desmond Tiny ni en ninguno de sus gordinflones discípulos.
—Y yo no confío en los vampiros que… se muerden las uñas de los pies —replicó Harkat, y tras una pausa añadió maliciosamente—: ¡Alteza!
Vancha se echó a reír y escupió un trozo de uña.
—¡Creo que vamos a llevarnos muy bien, Mulds!
—¿Un viaje duro, Alteza? —preguntó Mr. Crepsley, sentándose junto al Príncipe y volviendo a cubrirse los ojos los trapos.
—No mucho —gruñó Vancha, descruzando las piernas. Entonces empezó con las uñas del pie derecho—. ¿Y vosotros?
—Viajar nos ha sentado bien.
—¿Alguna noticia de la Montaña de los Vampiros? —preguntó Vancha.
—Montones —dijo Mr. Crepsley.
—Guárdatelas por esta noche —Vancha se soltó el pie y se tumbó de espaldas. Se despojó de su capa púrpura y se cubrió con ella—. Despiértame cuando anochezca —bostezó, se dio la vuelta, se quedó dormido de inmediato y empezó a roncar.
Me quedé mirando al Príncipe durmiente con los ojos abiertos como platos, luego las uñas que había mordisqueado y escupido, después su andrajosa ropa y su sucio pelo verde, y finalmente a Harkat y a Mr. Crepsley.
—¿Él es un Príncipe Vampiro? —susurré.
—Lo es —sonrió Mr. Crepsley.
—Pero parece… —musitó Harkat, inseguro—. Actúa como…
—No os fiéis de las apariencias —dijo Mr. Crepsley—. Vancha eligió la vida salvaje, pero es el mejor de los vampiros.
—Si usted lo dice… —respondí, dubitativo, y pasé la mayor parte del día tendido de espaldas, con los ojos fijos en el cielo nublado, sin poder dormir por culpa de los ruidosos ronquidos de Vancha March.