No llegamos muy lejos antes de encontrar nuestro primer obstáculo. La enorme puerta que conducía al exterior de la caverna estaba cerrada a cal y canto y no se abría. Era el tipo de puerta que te encuentras en las cámaras de seguridad de los bancos. Una larga hilera de cerraduras con combinación la recorría por el centro, por debajo de la válvula circular.
—Me peleé con esto durante más de una hora —dijo Vancha, golpeteando con los dedos la hilera de pequeñas cerraduras con ventanas—. No le encontré ni pies ni cabeza.
—Déjame echarle un vistazo —dijo Mr. Crepsley, dando un paso adelante—. No soy un experto en cerraduras de este tipo, pero ya he desvalijado cajas fuertes antes. Puede que consiga… —Su voz disminuyó gradualmente mientras estudiaba las cerraduras, y al cabo de un minuto soltó un taco y le dio una patada a la puerta.
—¿Ocurre algo? —le pregunté con indulgencia.
—No podemos ir por aquí —espetó—. Tiene una combinación demasiado enrevesada. Debemos encontrar un camino que la rodee.
—Decirlo es fácil —replicó Vancha—. He registrado la caverna en busca de pasajes y túneles ocultos… y no encontré nada. Este lugar ha sido construido así a propósito. Creo que este es el único camino.
—¿Y qué hay del techo? —pregunté—. Los vampanezes llegaron por ahí la última vez que estuvimos aquí.
—Hay paneles extraíbles en lo alto de la cueva —dijo Vancha—, pero el espacio que hay encima sólo es accesible desde aquí abajo, no a través del túnel.
—¿No podemos abrirnos paso a través de la pared… rodeando la puerta? —preguntó Harkat.
—Lo he intentado —dijo Vancha, moviendo la cabeza hacia un agujero que había abierto a puñetazos a unos cuantos metros a la izquierda—. Está rodeada de acero. Acero grueso. Hasta un vampiro tiene sus límites.
—Esto no tiene sentido —rezongué—. Sabían que íbamos a venir. Quieren que vengamos. ¿Por qué retenernos aquí? Debe haber un camino.
Me arrodillé y examiné las hileras de diminutas ventanitas, cada una de las cuales contenía dos números.
—Explíqueme qué son estas cerraduras —le dije a Mr. Crepsley.
—Son cerraduras con combinación. Bastante sencillas. Los diales están debajo. —Señaló una serie de delgadas ruedecillas bajo las ventanitas—. Los giras en el sentido de las agujas del reloj para hacer que los números vayan hacia delante, o en sentido contrario para que vayan hacia atrás. Cuando has introducido los números correctos en las quince ventanitas, la puerta se abre.
—¿Y cada número es distinto? —pregunté.
—Supongo que sí —suspiró—. Quince cerraduras distintas, quince números distintos. Podría acabar descubriendo la clave, pero tardaría varios días.
—Esto no tiene sentido —repetí, mirando fijamente los números carentes de significado de las ventanitas—. Steve ayudó a diseñar esta trampa. No habría construido algo que no pudiéramos sortear. Debe ser…
Me interrumpí. Las tres últimas ventanitas estaban en blanco. Se las indiqué a Mr. Crepsley y le pregunté por qué.
—No deben formar parte de la clave —dijo.
—¿Así que sólo tenemos que preocuparnos de doce números?
Sonrió tristemente.
—Eso nos ahorrará media noche, más o menos.
—¿Por qué doce? —reflexioné en voz alta, y luego cerré los ojos y traté de pensar como lo habría hecho Steve (lo cual no era una grata experiencia). Había hecho gala de una gran paciencia engañándonos y haciéndonos caer en la trampa que nos había tendido, pero ahora que nos hallábamos cerca del fin, no podía imaginármelo poniendo en nuestro camino una piedra que tardaríamos una semana en remover. Estaba ansioso por atraparnos. La clave que había puesto debía ser una que fuéramos capaces de descifrar con bastante rapidez, así que tenía que ser simple, algo que pareciera imposible resolver, pero que en realidad estuviera tan claro como…
Lancé un gruñido y luego empecé a contar.
—Pruebe con los números que voy a decirle —le dije a Mr. Crepsley con los ojos aún cerrados—. Diecinueve… Veinte… Cinco…
Continué hasta llegar a dieciocho-cuatro. Me detuve y abrí los ojos. Mr. Crepsley hizo girar el último contador en sentido contrario a las agujas del reloj hasta el cuatro. Se oyó un chasquido y la válvula circular se adelantó. Sobresaltado, el vampiro la cogió y la giró. Se movió fácilmente bajo su contacto, y la puerta redonda se abrió.
Mr. Crepsley, Harkat y Vancha se quedaron mirándome, sobrecogidos.
—¿Cómo…? —jadeó Vancha.
—¡Oh, por favor! —bufó Alice Burgess—. ¿No es obvio? Sólo ha convertido el alfabeto en números, empezando con el uno y terminando con el veintiséis. Es la clave más simple que se utiliza. Hasta un niño podría hacerlo.
—Ah —dijo Harkat—. Ahora lo entiendo. A es 1, B es… 2, y así sucesivamente.
—Correcto —sonreí—. Utilizando esa clave, introduje el nombre de Steve Leopard. Sabía que tenía que ser algo así de fácil.
—¿No es maravillosa la educación, Larten? —dijo Vancha, sonriendo como un tonto—. Tendremos que asistir a clases nocturnas cuando esto acabe.
—¡Silencio! —espetó Mr. Crepsley, sin participar de su buen humor. Miraba fijamente la oscuridad que había al otro lado del túnel—. Recuerda dónde estamos y a quién nos enfrentamos.
—No puedes hablarle así a un Príncipe —rezongó Vancha, pero se puso serio y se concentró en el tramo de túnel que se extendía ante él—. En fila —dijo, poniéndose al frente—. Yo iré primero, Harkat segundo, Alice en el medio, Darren detrás y Larten en la retaguardia.
Nadie discutió con él. Aunque yo compartía su rango, Vancha tenía mucha más experiencia, y no había dudas en cuanto a quién estaba al mando.
Entramos en el túnel y avanzamos. Aunque el techo no era alto, el túnel era ancho, y podíamos caminar con bastante comodidad. Había antorchas sujetas a las paredes a intervalos regulares. Busqué otros túneles que condujeran fuera de este, pero no vi ninguno. Continuamos en línea recta.
Habíamos recorrido tal vez unos cuarenta metros, cuando un sonido agudo y metálico que venía de atrás nos hizo pegar un brinco. Nos volvimos velozmente, y vimos a alguien parado junto a la puerta que acabábamos de cruzar. Cuando dio un paso hacia la luz de la antorcha más próxima, levantó unos garfios sobre su cabeza y supimos al instante quién era: ¡R. V.!
—¡Dama y caballeros! —tronó—. ¡Bienvenidos! ¡Los propietarios de la Caverna de la Retribución desean que se encuentren bien y que disfruten de su estancia! ¡Si tienen alguna queja, por favor, no duden en…!
—¿Dónde está Debbie, monstruo? —grité, intentando apartar de un empujón a Mr. Crepsley. El vampiro me sujetó con brazo firme y meneó rígidamente la cabeza.
—¿Recuerdas lo que hablamos en el silo? —siseó.
Forcejeé un instante, y luego di un paso atrás, mirando con furia al vampanez chiflado, que daba saltitos de un pie a otro, riendo locamente.
—¿Dónde está? —gruñí.
—No muy lejos de aquí —respondió con una risita, su voz resonando en los estrechos confines del túnel—. Bastante cerca de donde el cuervo vuela. Y aún más cerca de donde el cuervo muere.
—¡Qué pésimo juego de palabras! —exclamó Harkat.
—No soy poeta, no lo sé —replicó R. V. Luego dejó de bailar y nos miró fríamente—. Debbie está cerca, tío —siseó—. Y está viva. Pero no lo estará por mucho tiempo, si no vienes conmigo ahora mismo, Shan. Si abandonas a tus desagradables amigos y te entregas a mí, la soltaré. Si te quedas con ellos y persistes en tu abominable misión… ¡la mataré!
—Si lo haces… —gruñí.
—¿Qué? —se mofó—. ¿Me matarás a mí también? Primero tendrás que cogerme, pequeño Shanny, y decirlo es mucho más fácil que hacerlo. R. V. tiene pies ligeros, sí, de verdad de la buena, ligeros como los de una gacela.
—Se parece mucho a Murlough —susurró Mr. Crepsley, refiriéndose al vampanez loco que habíamos matado muchos años atrás—. Es como si su espíritu hubiera sobrevivido y encontrado un hogar en el interior de R. V.
No tenía tiempo para preocuparme por espíritus del pasado. Mientras pensaba en la oferta, R. V. se lanzó dentro de un agujero que había a su izquierda (que había estado cubierto por un panel cuando pasamos) y luego asomó la cabeza, sonriendo salvajemente.
—¿Qué me dices, Shanny? Tu vida por la de Debbie. ¿Cerramos el trato, o la hago chillar?
Había llegado el momento decisivo. Habría dado gustosamente mi vida si con ello podía salvar la de Debbie. Pero si el Señor de los Vampanezes triunfara sobre nosotros, haría que su pueblo obtuviera la victoria sobre los vampiros. Me debía a aquellos que habían puesto su fe en mí. No podía pensar sólo en mí mismo. Y aunque me dolió inmensamente, bajé la cabeza en respuesta a la oferta de R. V. y respondí en voz baja:
—No.
—¿Qué has dicho? —gritó R. V.—. Habla más alto, no puedo oírte.
—¡NO! —rugí, sacando el cuchillo y lanzándoselo, aun sabiendo que no podría alcanzarle desde donde yo estaba.
El odio desencajó el rostro de R. V.
—¡Cretino! —gruñó fieramente—. Los otros decían que no te cambiarías por ella, pero yo estaba seguro de que lo harías. Muy bien. Hagámoslo a tu modo, tío. ¡Habrá estofado de Debbie para desayunar!
Riéndose de mí, se retiró cerrando de golpe el panel sobre el pasadizo. Quise correr tras él, aporrear el panel y gritarle que trajera a Debbie. Pero sabía que no lo haría, así que me contuve… a duras penas.
—Has hecho bien, Darren —dijo Mr. Crepsley, poniendo una mano sobre mi hombro.
—Hice lo que debía —suspiré, sin sentirme complacido por su cumplido.
—¿Ese era uno de los vampanezes de los que hablabais? —preguntó Burgess, visiblemente estremecida.
—Uno de nuestros chicos de labios de rubí, tal como esperábamos —respondió Vancha alegremente.
—¿Son todos así? —preguntó ella, con los ojos muy abiertos y los blancos cabellos erizados de miedo.
—Oh, no —dijo Vancha, componiendo una expresión inocente—. ¡La mayoría es mucho peor!
Luego, el Príncipe le guiñó un ojo, se volvió hacia delante y continuó, haciéndonos bajar cada vez más por la garganta del túnel, para adentrarnos en el estómago de la monstruosa trampa de los vampanezes, donde el destino y la muerte yacían a la espera.