El tobillo de Mr. Crepsley había mejorado ostensiblemente cuando abandonamos el silo para enfrentarnos a nuestro destino. Su piel aún presentaba un desagradable matiz púrpura, pero la hinchazón se había reducido en su mayor parte. Forzó el tobillo lo menos posible durante nuestra expedición a través de los túneles, pero podía mantenerse en pie sin ayuda cuando era necesario.
No hubo discusión sobre nuestro descenso hacia la amenazadora oscuridad. Cuando llegó la hora, simplemente bajamos por las escaleras del silo, salimos por una puerta precintada con tablas, buscamos la boca de una alcantarilla, nos escurrimos bajo las calles y avanzamos. No encontramos ni vampanezes ni emboscadas.
No dijimos nada durante el trayecto. Cada uno sabía lo seria que era la situación, y que las posibilidades estaban en nuestra contra. La victoria era poco probable, y aunque la obtuviéramos, escapar parecía imposible. Si lográbamos matar al Señor de los Vampanezes, sus seguidores seguramente acabarían con nosotros en venganza, sin sentir ya sus manos atadas por la profecía de Mr. Tiny. Íbamos hacia nuestra perdición, y uno tiende a morderse la lengua en momentos así, por muy valiente que sea.
Tras un largo recorrido sin incidentes, llegamos a los túneles de construcción más reciente, secos y cálidos en comparación con las conexiones más viejas, y desde allí sólo restaba un corto paseo hasta la caverna donde nos habíamos enfrentado a los vampanezes hacía menos de veinticuatro horas.
Veinticuatro horas… ¡Parecían años!
Había varias velas encendidas colocadas en los rincones a lo largo de las paredes, y su luz revelaba una caverna aparentemente desierta. Los cuerpos de los vampanezes que habíamos matado la noche anterior habían sido retirados, pero aún seguían allí los charcos de sangre seca. La enorme puerta al otro lado de la caverna estaba cerrada.
—Pisad con cuidado —dijo Mr. Crepsley, deteniéndose en la entrada—. Mantened bajas las armas y…
Se interrumpió abruptamente y dejó caer la cabeza. Se aclaró la garganta y dijo con un tono de voz sorprendentemente desvalido:
—¿Alguno de vosotros ha traído un arma?
—Pues claro que… —empecé a decir, antes de interrumpirme tan repentinamente como Mr. Crepsley, mientras mi mano volaba hacia mi cintura, donde normalmente llevaba mi espada. Pero ahora no. La había abandonado cuando fui arrestado, y con todo lo que había sucedido desde entonces, nunca se me ocurrió reemplazarla—. Ejem… No os lo vais a creer… —farfullé.
—¿Tú también te has olvidado? —gimió Mr. Crepsley.
Miramos apelativamente a Harkat.
La Personita sacudió la cabeza gris carente de cuello.
—Lo siento.
—¡Genial! —exclamó Mr. Crepsley—. ¡El combate más importante de nuestras vidas, y venimos desarmados! ¿Pero qué clase de imbéciles somos?
—Los más grandes que han caminado nunca entre las sombras de la noche —dijo alguien desde el interior de la caverna.
Nos quedamos helados, mirando fijamente la oscuridad y agitando los dedos con impotencia a los costados. Entonces, una cabeza asomó en lo alto de la entrada y el corazón nos dio un vuelco.
—¡Vancha! —exclamamos alegremente.
—El único e inimitable —dijo el Príncipe con una ancha sonrisa.
Se balanceó desde donde había estado colgando del techo, aterrizó de pie y se volvió hacia nosotros para saludarnos. Harkat y yo nos adelantamos a la carrera y nos abrazamos al desaliñado y maloliente hombre de cabellos teñidos de verde y pieles de animales. Los enormes ojos de Vancha se ensancharon con sorpresa. Luego, su pequeña boca se abrió en una sonrisa.
—Llorones idiotas —dijo riendo para sus adentros, mientras nos devolvía el abrazo. Extendió los brazos hacia Mr. Crepsley—: ¿Tú no quieres que te abrace, Larten, viejo amigo? —graznó.
—Ya sabes dónde puedes meterte tus abrazos —replicó Mr. Crepsley.
—¡Oh, qué ingratitud! —gimió Vancha, y nos soltó, dando un paso atrás e indicándonos que entráramos en la caverna—. ¿Es verdad lo que he oído? —preguntó—. ¿Habéis venido sin armas?
—Hemos tenido una tarde difícil —resopló Mr. Crepsley, con las orejas coloradas.
—Ha debido ser la tarde más jodida y espantosa de la historia si habéis olvidado venir armados a la pelea del siglo —dijo Vancha riendo entre dientes, y luego se puso serio—. ¿Escapasteis sin problemas? ¿Pasó algo desagradable?
—Nuestra huida fue relativamente fácil —dijo Mr. Crepsley—. Hubo ciertos contratiempos por el camino (hacía mucho tiempo que no huía de una turba enfurecida), pero considerándolo todo, nos fue bastante bien. Nuestros captores, sin embargo, no fueron tan afortunados…
Le contamos a Vancha lo de Steve, y los guardias y enfermeras que había matado. La cara enrojecida de Vancha (que había mantenido un duelo privado con el Sol durante muchas décadas) se oscureció al escuchar las noticias.
—Tiene un apodo de lo más apropiado —gruñó—. Si alguna vez ha habido un humano ligado al espíritu de un leopardo, ese es él. Sólo le pido a los dioses tener la oportunidad de rebanarle la garganta esta noche.
—Tendrás que ponerte a la cola —dije yo. Nadie se rió; sabían que no estaba bromeando.
—En fin —dijo Vancha con una sonrisa radiante—, cada cosa a su tiempo. No me importa enfrentarme a los vampanezes con las manos vacías (es mi técnica de combate favorita), pero vosotros tres necesitareis algo más que los puños y los pies si queremos tener alguna oportunidad de salir de esta con vida. Afortunadamente, el tío Vancha no ha estado ocioso. Seguidme.
Vancha nos llevó hasta uno de los rincones más oscuros de la caverna, donde un pequeño montón de armas se apilaba cerca de una forma grande e inmóvil.
—¿De dónde has sacado esto? —preguntó Harkat, saltando sobre las armas antes de que Mr. Crepsley o yo tuviéramos oportunidad de hacerlo. Se puso a rebuscar entre ellas, encontrando un cuchillo aserrado y una pequeña hacha doble que balanceó sobre su cabeza, encantado.
—Las dejaron los vampanezes cuando retiraron a sus muertos —explicó Vancha—. Imagino que asumieron que vendríamos armados. Si hubieran sabido que teníais la cabeza tan hueca, habrían sido más cuidadosos.
Ignorando las chanzas del Príncipe, Mr. Crepsley y yo registramos el montón. Él cogió un par de cuchillos largos y unos cuantos cortos para lanzar. Yo encontré una espada corta y curva cuyo contacto me gustó. Embutí un cuchillo en la parte trasera de mis pantalones, de reserva, y ya estuve listo.
—¿Qué es eso? —preguntó Harkat, señalando con la cabeza la gran silueta del suelo.
—Mi invitada —dijo Vancha, dándole la vuelta a la figura.
El pálido rostro de la Inspectora Jefe Alice Burgess, atada, amordazada y enfurecida, quedó a la vista.
—¡Urfl, guffle, snurf! —gritó tras los pliegues de su mordaza, y tuve la certeza de que no nos estaba diciendo hola ni interesándose por nuestra salud.
—¿Qué está haciendo ella aquí? —exclamé.
—Acompañarme —respondió Vancha con una sonrisita tonta—. Además, no sabía qué me iba a encontrar cuando volviera. Si la policía hubiera tomado los túneles y las alcantarillas, podría haberla necesitado para que me dejaran pasar.
—¿Y ahora qué piensas hacer con ella? —preguntó fríamente Mr. Crepsley.
—No estoy seguro —dijo Vancha frunciendo el ceño mientras se acuclillaba ante la Inspectora Jefe y la estudiaba—. Intenté explicarle las cosas mientras pasábamos el día en un bosque a unas cuantas millas de la ciudad, pero me parece que no me creyó. De hecho, por lo que me dijo que hiciera con mis cuentos de vampiros y vampanezes, sé que no lo hizo. —El Príncipe hizo una pausa—. Por la forma en que se expresa, sería genial tenerla de nuestra parte. Puede que necesitemos otro par de manos en la batalla que se avecina.
—¿Podemos confiar en ella? —pregunté.
—No lo sé —dijo Vancha—. Pero hay un modo de averiguarlo.
Vancha empezó a desatar los nudos de la mordaza de la Inspectora Jefe. Se detuvo en el último nudo y se dirigió a ella con severidad:
—Sólo te lo diré una vez, así que presta atención. Estoy seguro de que tu primer impulso, cuando te haya soltado, será gritar, insultarnos y decirnos que nos hemos metido en un buen lío. Y cuando estés de pie, con un arma en la mano, podrías sentir el deseo de clavárnosla y largarte.
—¡No lo hagas! —Su mirada era sombría—. Sé lo que piensas de nosotros, pero estás equivocada. Nosotros no matamos a tu gente. Salimos a detener a los asesinos. Si quieres poner fin a este azote, ven con nosotros y pelea. No ganas nada atacándonos. Aunque no te lo creas, actúa como si lo hicieras. De lo contrario, te dejaré aquí, atada como un pavo.
—¡Animal! —escupió la Inspectora Jefe cuando Vancha le quitó la mordaza—. ¡Os haré colgar a todos por esto! ¡Os raparé al cero, os untaré de alquitrán, os cubriré de plumas y luego os prenderé fuego mientras os balanceáis en el aire!
—¿No es magnífica? —dijo Vancha con una radiante sonrisa, mientras le soltaba las piernas y los brazos—. Ha estado así toda la tarde. Creo que me estoy enamorando.
—¡Salvaje! —gritó ella, atacándole.
Vancha le quitó el arma y la sostuvo en el aire con expresión grave.
—¿Recuerdas lo que he dicho, Alice? No quiero dejarte aquí, a merced de nuestros enemigos, pero lo haré si me obligas.
La Inspectora Jefe lo fulminó con la mirada, y luego volvió la cabeza con disgusto, mordiéndose la lengua.
—Mejor —dijo Vancha, soltándola—. Ahora, coge un arma (o dos, o tres, si lo prefieres), y prepárate. Tenemos que enfrentarnos a un ejército de la oscuridad.
La Inspectora Jefe nos miró uno por uno con expresión insegura.
—Chicos, estáis locos —murmuró—. ¿De verdad esperáis que me crea que sois vampiros, pero no asesinos? ¿Que estáis aquí para coger a una banda de… como los llaméis?
—Vampanezes —dijo Vancha alegremente.
—¿Que esos vampanezes son los malos y que estáis aquí para liquidarlos, aunque haya docenas de ellos y vosotros sólo seáis cuatro?
—En líneas generales, sí —dijo Vancha, sonriendo con afectación—, excepto que somos cinco, lo cual marca toda una diferencia.
—Locos —gruñó ella, pero se agachó y recogió un gran cuchillo de caza, lo probó y reunió varios más—. Está bien —dijo, incorporándose—. No me creo vuestra historia, pero os seguiré el juego, por el momento. Si nos encontramos a esos vampanezes, y son todo lo que habéis dicho, me uniré a vosotros. Si no… —Apuntó a la garganta de Vancha con el cuchillo más grande y describió con él un brusco movimiento hacia un lado.
—Me encanta cuando te expresas de esa forma tan amenazadora —rió Vancha, y tras comprobar que todos estábamos listos, se ajustó los cinturones de sus shuriken alrededor del pecho y nos llevó en busca de la guarida de los vampanezes.