CAPÍTULO 10

Fuimos por los tejados. No había helicópteros cerca, y las sombras de la tarde cada vez más oscura nos ponían a cubierto de la visión general, por lo que parecía más seguro mantenerse en las alturas, donde podíamos avanzar a buen paso.

Moviéndonos cautamente pero con rapidez, buscamos las zonas más alejadas del caos que había a nuestra espalda, donde pudiéramos escondernos hasta la noche. Durante quince minutos, saltamos y nos deslizamos de un tejado a otro, sin que nadie nos viera, alejándonos cada vez más de los humanos que nos perseguían.

Finalmente, llegamos a un viejo silo derrumbado, un edificio que una vez había almacenado grano. Una escalera de caracol se alzaba aún en el exterior, aunque la sección inferior se había podrido y desmoronado. Saltamos sobre la mitad superior de la escalera desde un tejado, subimos hasta arriba, derribamos de una patada la puerta cerrada y entramos.

Cerramos la puerta y nos adentramos más en el silo, caminando a lo largo de una estrecha cornisa, hasta llegar a una plataforma semicircular, donde nos tumbamos. Había muchas grietas y agujeros en el tejado, por encima de nuestras cabezas, y la tenue luz que se filtraba era lo bastante fuerte para permitirnos ver.

—¿Creéis que estaremos… a salvo aquí? —preguntó Harkat, bajándose la máscara. Regueros de sudor verde resbalaban por las cicatrices y costurones de su cara gris.

—Sí —respondió Mr. Crepsley confiadamente—. Tendrán que organizar una búsqueda exhaustiva. No dejarán ni una piedra sin levantar. Eso les hará ir más despacio. No llegarán hasta esta zona de la ciudad hasta mañana o pasado.

El vampiro cerró los ojos y se masajeó los párpados. Incluso empapada de loción bronceadora, su piel se había puesto de color rosado oscuro.

—¿Cómo lo lleva? —pregunté.

—Mejor de lo que me habría atrevido a esperar —dijo, aún frotándose los párpados—. Estoy empezando a sentir una jaqueca atroz, pero ahora que estoy fuera del alcance de la luz del Sol, tal vez se me alivie.

Bajó los dedos, abrió los ojos, estiró la pierna derecha y miró con expresión sombría la carne hinchada desde el tobillo hasta la rodilla. Se había quitado los zapatos antes, lo cual era bueno, ya que yo dudaba que hubiera logrado quitarse el zapato derecho ahora.

—Sólo espero que esto también se me alivie —murmuró.

—¿Cree que lo hará? —pregunté, estudiando el feo cardenal.

—Eso espero —dijo, frotándose con cuidado la mitad inferior de la pierna—. Si no, tendríamos que hacer un sangrado.

—¿Quiere decir hacer un corte para dejar salir la sangre? —pregunté.

—Sí —respondió—. Las situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas. Pero esperaremos a ver qué pasa… Con suerte, mejorará por sí solo.

Mientras Mr. Crepsley atendía su tobillo, desenrollé las cadenas de mis muñecas y piernas e intenté forzar los cierres. Mr. Crepsley me había enseñado los fundamentos del forzamiento de cerraduras, pero yo nunca había acabado de cogerle el truco.

—Ven aquí —dijo al cabo de un par de minutos, al ver que yo no conseguía nada.

El vampiro manipuló rápidamente los cierres, y, segundos después, esposas y cadenas se amontonaban en el suelo. Me froté con gratitud la piel liberada, y luego le eché una ojeada a Harkat, que utilizaba el extremo de su túnica para secarse el sudor verde de la cara.

—¿Cómo es que a ti no te pusieron esposas? —pregunté.

—Lo hicieron —respondió—, pero me las quitaron… en cuanto me metieron en la celda.

—¿Por qué?

La ancha boca de la Personita se abrió en una espantosa sonrisa de suficiencia.

—No sabían qué era yo, ni… qué hacer conmigo. Me preguntaron si sentía… dolor, y les dije que sí. Me preguntaron si las esposas… me hacían daño, y les dije que sí. Así que me las quitaron.

—¿Así de fácil? —pregunté.

—Pues sí —repuso con una risita.

—Cabroncete afortunado —suspiré.

—Parecer algo creado por el doctor Frankenstein… a veces tiene sus ventajas —me informó Harkat—. Por eso también estaba… solo. Me daba cuenta de que se sentían incómodos… en mi presencia, así que al poco tiempo de que empezaran a interrogarme… les dije que no me tocaran…, que tenía una… enfermedad contagiosa. ¡Deberíais haber visto cómo… corrieron!

Los tres reímos a carcajadas.

—Deberías haberles dicho que eras un cadáver resucitado —reí entre dientes—. ¡Se habrían desmayado!

Después de eso nos relajamos y nos recostamos contra la pared del silo, sin decir casi nada, con los ojos entrecerrados, reflexionando sobre los acontecimientos del día y la noche que nos esperaba. Yo estaba sediento, así que al cabo de un rato bajé las escaleras interiores y fui a buscar agua. No la encontré, pero sí algunas latas de judías sobre un estante en una de las oficinas delanteras. Me las traje, las abrí con las uñas, y me las zampé con Mr. Crepsley. Harkat no tenía hambre; podía resistir sin comer durante días y días, si era necesario.

Las judías se asentaron agradablemente en mi estómago (pese a estar frías) y me recosté durante una hora, callado y pensativo. No teníamos ninguna prisa. Teníamos hasta la medianoche para reunirnos con Vancha (asumiendo que viniera), y no nos llevaría más de un par de horas de marcha a través de los túneles llegar hasta la caverna donde habíamos luchado con los vampanezes.

—¿Cree que Steve habrá escapado? —pregunté por fin.

—Estoy seguro de ello —respondió Mr. Crepsley—. Ese tiene la suerte de un demonio, y por si fuera poco, es astuto.

—Mató a gente, policías y enfermeras, mientras huía —dije.

Mr. Crepsley lanzó un suspiro.

—No creí que atacara a los que le ayudaron. Lo habría matado antes de que nos capturaran si hubiera sabido lo que planeaba.

—¿Por qué cree usted que se habrá vuelto tan malo? —pregunté—. No era así cuando lo conocí.

—Sí que lo era —discrepó Mr. Crepsley—. Sólo que aún no había desarrollado su verdadera personalidad. Nació malvado, como ciertas personas. Los humanos te dirían que cualquiera puede evitarlo, que todo el mundo puede elegir. Mi experiencia me dice lo contrario. La gente buena a veces elige el mal camino, pero la gente mala no puede elegir el bueno.

—Yo no creo eso —dijo suavemente Harkat—. Creo que existe el bien y el mal… en todos nosotros. Podemos nacer más inclinados hacia… uno u otro, pero la capacidad de elección está ahí. Tiene que estarlo. De otro modo, sólo seríamos meras… marionetas del destino.

—Quizás —gruñó Mr. Crepsley—. Muchos piensan como tú. Pero yo no. La mayoría de la gente nace con libertad de elección. Pero hay quienes desafían las reglas, quienes son perversos desde el principio. Tal vez ellos sí sean marionetas del destino, que han nacido así por alguna razón, para ponernos a prueba al resto de nosotros. No lo sé. Pero los monstruos naturales existen. En ese punto, nada de lo que digas me hará cambiar de opinión. Y Steve Leonard es uno de ellos.

—Pero entonces no es culpa suya —dije yo, frunciendo el ceño—. Si nació malo, no se le puede culpar por haberse vuelto maligno.

—No más que al león por ser un depredador —admitió Mr. Crepsley.

Pensé en ello.

—En ese caso, no deberíamos odiarle… sino compadecerle.

Mr. Crepsley meneó la cabeza.

—No, Darren. No debes odiar ni compadecer a un monstruo; simplemente, temerlo, y hacer todo cuanto puedas para acabar con él antes de que te destruya.

Se inclinó hacia delante, golpeteando la dura plataforma con los nudillos.

—Pero recuerda esto —dijo severamente—: Cuando nos adentremos en los túneles esta noche, Steve Leonard no será nuestro principal enemigo… sino el Señor de los Vampanezes. Si se presenta la oportunidad de matar a Leonard, aprovéchala, por supuesto. Pero si has de elegir entre él o el Señor al que sirve, ataca primero al segundo. Debemos dejar a un lado nuestros sentimientos personales y concentrarnos en nuestra misión.

Harkat y yo asentimos, de acuerdo con el vampiro, pero él no había acabado. Apuntándome con un dedo largo y huesudo, me advirtió:

—Eso va también por la señorita Hemlock.

—¿Qué quiere decir? —pregunté.

—Los vampanezes podrían atraerte con ella —dijo—. Sabemos que no pueden matarnos; sólo su Señor puede eliminarnos. Pero podrían intentar separarnos, para capturarnos más fácilmente. Aunque te duela, tendrás que quitarte a Debbie de la cabeza hasta que nuestro objetivo, matar al Lord Vampanez, esté cumplido.

—No sé si podré hacerlo —dije, bajando los ojos.

Mr. Crepsley me miró con dureza, y luego bajó la mirada.

—Eres un Príncipe —dijo serenamente—. No puedo darte órdenes. Si tu corazón se inclina hacia Debbie y no puedes resistir su llamada, síguelo. Sólo te pido que te acuerdes de los vampiros a los que sirves, y de lo que le ocurrirá a nuestro clan si fracasamos.

Asentí parcamente.

—No lo he olvidado. Es sólo que no estoy seguro de si, en el calor del momento, seré capaz de abandonarla.

—Pero sabes que debes hacerlo, ¿verdad? —insistió—. ¿Comprendes la importancia de tu elección?

—Sí —susurré.

—Con eso me basta —dijo—. Confío en que tomarás la decisión correcta.

Enarqué una ceja.

—Cada año que pasa, se parece más a Seba Nile —comenté secamente. Seba era el vampiro que había instruido a Mr. Crepsley en las costumbres del clan.

—Me lo tomaré como un cumplido —sonrió, y luego se tumbó de espaldas, cerró los ojos y reposó en silencio, dejando que pensara en Debbie y en el Señor de los Vampanezes, y considerase la desesperada elección que podría verme obligado a hacer.