CAPÍTULO 5

No podía entender por qué había dos lunas en el cielo cuando me desperté, ni por qué eran verdes. Gruñendo, me froté los ojos con el dorso de la mano y miré otra vez. Me di cuenta de que estaba tumbado en el suelo, mirando fijamente los verdes ojos de un risueño Harkat Mulds.

—¿Te divertiste anoche? —preguntó.

—Me han envenenado —gemí, rodando sobre mi estómago y sintiéndome como si me encontrara en la cubierta de un barco durante una furibunda tormenta.

—¿Te apetecen unas tripas de jabalí y… un caldito de murciélago?

—¡No! —exclamé, con una mueca de dolor. La sola idea de la comida me hacía desfallecer.

—Tú y los otros debéis haber acabado… con la mitad de las reservas de cerveza de la montaña anoche —comentó Harkat, ayudándome a levantarme.

—¿Hay un terremoto? —pregunté cuando me soltó.

—No —respondió, perplejo.

—Entonces, ¿por qué está temblando el suelo?

Se echó a reír y me condujo a mi hamaca. Me había quedado dormido en el suelo de nuestra celda. Tenía un vago recuerdo de haberme caído de la hamaca cada vez que intentaba acostarme.

—Me sentaré en el suelo un momento —dije.

—Como quieras —rió Harkat—. ¿Quieres una cerveza?

—Lárgate o te pego —gruñí.

—¿Ya no te gusta la cerveza?

—¡No!

—Qué curioso. No hacías más que cantar sobre cuánto… te gustaba antes. Cerveza, cerveza, la bebo como una ballena, yo soy el… Príncipe, el Príncipe de la cerveza…

—Podría hacer que te torturen —le advertí.

—Me da igual —dijo Harkat—. Todo el clan se volvió loco… anoche. Y eso que cuesta emborrachar a un vampiro, pero… la mayoría lo consiguió. He visto a algunos vagando por los túneles, como…

—Por favor —supliqué—, no me los describas.

Harkat volvió a reír, me cogió por los pies y me sacó de la celda, internándonos en el laberinto de túneles.

—¿A dónde vamos? —pregunté.

—A la Cámara de Perta Vin Grahl. Le pregunté a Seba… cuál era el remedio para la resaca (tenía la impresión de que sufrías una), y dijo… que una ducha normalmente funciona.

—¡No! —gemí—. ¡Una ducha, no! ¡Por piedad!

Harkat ignoró mis súplicas, y poco después me lanzaba bajo las gélidas aguas de las cascadas interiores de la Cámara de Perta Vin Grahl. Creí que me estallaría la cabeza al primer contacto con el agua, pero al cabo de unos minutos se me había pasado gran parte de la jaqueca y el estómago se me había asentado. Cuando me estaba secando, ya me sentía cien veces mejor.

De regreso a la celda, pasamos junto a un Mr. Crepsley de rostro verdoso. Le di los buenos días, pero un gruñido fue su única respuesta.

—Nunca entenderé esa afición al… alcohol —dijo Harkat mientras yo me vestía.

—¿Es que tú nunca te has emborrachado? —repliqué.

—Tal vez, en mi vida anterior, pero no desde… que me convertí en una Personita. Carezco de papilas gustativas, y el alcohol no… me afecta.

—Tienes suerte —murmuré agriamente.

En cuanto estuve vestido, subimos dando un paseo hasta la Cámara de los Príncipes, para ver si Paris me necesitaba, pero la encontramos prácticamente desierta, y Paris aún estaba en su ataúd.

—Vamos a dar una vuelta por los túneles… bajo las Cámaras —sugirió Harkat. Habíamos explorado mucho cuando llegamos a la montaña por primera vez, pero habían pasado dos o tres años desde nuestra última excursión.

—¿No tienes trabajo que hacer? —pregunté.

—Sí, pero… —Frunció el ceño. Costaba interpretar las expresiones de Harkat (era difícil saber si alguien sin párpados ni nariz fruncía el ceño o sonreía), pero había aprendido a descifrarlas—… puede esperar. Me siento raro. Necesito moverme.

—De acuerdo —dije—. Vamos de paseo.

Empezamos por la Cámara de Corza Jarn, donde se enseñaba a luchar a los aspirantes a Generales. Ahí había pasado yo muchas horas, aprendiendo a dominar el uso de la espada, el cuchillo, el hacha y la lanza. La mayor parte de las armas habían sido diseñadas para adultos, y me resultaban demasiado grandes y pesadas para llegar a dominarlas, pero aprendí lo básico.

El instructor de rango más alto era un vampiro ciego llamado Vanez Blane. Él había sido mi entrenador durante mis Ritos de Iniciación. Había perdido el ojo izquierdo luchando contra un león hacía muchas décadas, y el segundo seis años atrás, combatiendo a los vampanezes.

Vanez estaba luchando con tres Generales jóvenes. Aunque era ciego, no había perdido nada de su agudeza, y el trío pronto acabó de espaldas en el suelo ante el instructor pelirrojo.

—Tendréis que aprender a hacerlo mejor —les advirtió. Luego, aún de espaldas a nosotros, dijo—: Hola, Darren. Saludos, Harkat Mulds.

—Hola, Vanez —respondí, sin sorprenderme de que supiera quiénes éramos: los sentidos del olfato y el oído en los vampiros son muy penetrantes.

—Te escuché cantar anoche, Darren —dijo Vanez, dejando que sus tres alumnos se recuperasen y reagrupasen.

—¡No! —jadeé, alicaído. Había creído que era una broma de Harkat.

—Muy revelador —sonrió Vanez.

—¡No lo hice! —gemí—. ¡Dime que no lo hice!

La sonrisa de Vanez se ensanchó.

—Yo no me preocuparía. Hubo otros muchos que también hicieron el ridículo.

—Deberían prohibir la cerveza —gruñí.

—El problema no es la cerveza —rebatió Vanez—. Son los bebedores de cerveza los que necesitan ser controlados.

Le contamos a Vanez que estábamos dando una vuelta por los túneles inferiores y le preguntamos si le gustaría acompañarnos.

—No serviría de mucho —dijo—. No puedo ver nada. Además… —Bajando la voz, nos contó que los tres Generales a los que estaba entrenando estaban destinados a entrar pronto en acción—. Entre nosotros, son un trío tan penoso que yo ni siquiera los habría declarado aptos para el servicio —suspiró.

A muchos vampiros se les estaba enviando precipitadamente al campo de batalla para reemplazar las bajas en la Guerra de las Cicatrices. Esto era motivo de discusión entre el clan (normalmente se tardaba un mínimo de veinte años en ser declarado General de prestigio), pero Paris decía que las situaciones desesperadas requerían medidas desesperadas.

Dejamos a Vanez y nos dirigimos a los almacenes a ver al viejo mentor de Mr. Crepsley, Seba Nile. Con setecientos años, Seba era el segundo vampiro más viejo. Vestía de rojo como Mr. Crepsley, y hablaba de modo igualmente rebuscado. Estaba arrugado y encogido por la edad, y cojeaba notoriamente (como Harkat) a causa de una herida en la pierna izquierda, recibida en la misma batalla que se había cobrado el ojo de Vanez.

A Seba le encantó vernos. Cuando oyó que íbamos de exploración, insistió en venir con nosotros.

—Hay algo que deseo mostrarte —dijo.

Cuando dejábamos las Cámaras para adentrarnos en el vasto laberinto de los túneles inferiores conectados entre sí, me rasqué la calva con las uñas.

—¿Garrapatas? —preguntó Seba.

—No —respondí—. Últimamente la cabeza me pica horrores. Y también los brazos y las piernas, y los sobacos. Creo que tengo alguna alergia.

—Las alergias son raras entre los vampiros —dijo Seba—. Deja que te examine.

Gracias al liquen luminoso que crecía a lo largo de muchas de las paredes, pudo observarme a la luz de una espesa parcela.

—Hummm.

Sonrió brevemente y luego me soltó.

—¿De qué se trata? —pregunté.

—Está usted llegando a su mayoría de edad, señor Shan.

—¿Y qué tiene eso que ver con la picazón?

—Ya lo descubrirás —dijo misteriosamente.

Seba se entretuvo entre las telarañas para ver cómo estaban las arañas. El viejo intendente sentía un cariño poco común por los predadores de ocho patas. No las tenía como mascotas, pero pasaba mucho tiempo estudiando sus hábitos y su conducta. Era capaz de comunicarse con ellas mediante el pensamiento. Mr. Crepsley también podía, al igual que yo.

—¡Ah! —dijo al fin, deteniéndose ante una gran telaraña—. Aquí está.

Juntó los labios y silbó suavemente, y un momento después una gran araña gris con curiosas motas verdes se deslizó por la telaraña hasta la mano ahuecada de Seba.

—¿De dónde ha salido? —pregunté, acercándome para verla mejor. Era más grande que las arañas normales de la montaña, y de distinto color.

—¿Te gusta? —preguntó Seba—. Yo las llamo arañas de Ba’Shan. Espero que no te importe… Es que me pareció el nombre apropiado.

—¿Arañas de Ba’Shan? —repetí—. ¿Por qué iba a…?

Me detuve. Catorce años atrás, yo le había robado una araña venenosa a Mr. Crepsley: Madam Octa. Ocho años más tarde la dejé en libertad (aconsejado por Seba), para que construyera un nuevo hogar junto a las arañas de la montaña. Seba había dicho que no podría aparearse con las demás. No la había visto desde que la liberé, y casi me había olvidado de ella. Pero ahora los recuerdos volvían a su lugar y supe de dónde había salido esta nueva araña.

—Es una de las de Madam Octa, ¿verdad? —gemí.

—Sí —dijo Seba—. Se apareó con las arañas de Ba’Halen. Descubrí esta nueva variedad hace tres años, aunque fue el año pasado cuando empezaron a multiplicarse. Ahora han tomado el mando. Puede que en diez o quince años se conviertan en la especie dominante de las arañas de la montaña.

—¡Seba! —exclamé—. ¡Solté a Madam Octa sólo porque tú me dijiste que no podría tener descendencia! ¿Son venenosas?

El intendente se encogió de hombros.

—Sí, pero no tan mortales como su madre. Si cuatro o cinco atacan juntas, podrían matar, pero no por separado.

—¿Y qué pasará si se alborotan? —grité.

—No lo harán —respondió Seba firmemente.

—¿Cómo lo sabes?

—Les he pedido que no lo hagan. Son increíblemente inteligentes, como Madam Octa. Poseen casi las mismas facultades mentales que las ratas. Estoy pensando en adiestrarlas.

—¿Para hacer qué? —reí.

—Luchar —respondió sombríamente—. Imagina que pudiéramos enviar ejércitos de arañas adiestradas por el mundo, con la orden de encontrar a los vampanezes y matarlos.

Me volví hacia Harkat buscando ayuda.

—Dile que está loco. Haz que entre en razón.

Harkat sonrió.

—A mí me parece… una buena idea —dijo.

—¡Es ridículo! —resoplé—. Se lo diré a Mika. Él odia a las arañas. Enviará un batallón aquí abajo para acabar con ellas.

—Te ruego que no lo hagas —dijo Seba en voz baja—. Aunque no pueda entrenarlas, disfruto viéndolas desarrollarse. Por favor, no me prives de uno de los pocos placeres que me quedan.

Suspiré y elevé los ojos al techo.

—De acuerdo. No se lo diré a Mika.

—Ni a los otros —insistió—. Si esto llega a saberse, me ganaré muchas antipatías.

—¿Qué quieres decir?

Seba se aclaró la garganta con expresión culpable.

—Las garrapatas —murmuró—. Las nuevas arañas se han estado alimentando de garrapatas, y por eso estas han subido huyendo.

—Oh —dije, pensando en todos los vampiros que habían tenido que cortarse el pelo y la barba y afeitarse las axilas a causa de la invasión de garrapatas. Esbocé una amplia sonrisa.

—Al final, las arañas seguirán a las garrapatas hasta lo alto de la montaña y la epidemia cesará —continuó Seba—, pero hasta entonces preferiría que nadie supiera qué la provocó.

Me eché a reír.

—¡Te lincharán si esto se sabe!

—Lo sé —respondió haciendo una mueca.

Prometí guardarme el secreto de las arañas. Luego Seba regresó a las Cámaras (la pequeña excursión le había dejado agotado), y Harkat y yo continuamos bajando por los túneles. Cuanto más nos alejábamos, más silencioso estaba Harkat. Parecía inquieto, pero cuando le pregunté qué le preocupaba, respondió que no lo sabía.

Al final encontramos un túnel que llevaba al exterior. Lo seguimos hasta que se abrió sobre el empinado costado de la montaña, y nos sentamos a contemplar el cielo del atardecer. Hacía meses que no asomaba la cabeza al exterior, y más de dos años no dormía al aire libre. El aire resultaba fresco y agradable, pero extraño.

—Hace frío —comenté, frotando los brazos desnudos con las manos.

—¿Sí? —preguntó Harkat. Su piel muerta y gris sólo acusaba grados extremos de frío o calor.

—Debemos estar ya a finales del otoño o a principios del invierno.

Era difícil seguir el curso de las estaciones cuando se vive en el interior de una montaña.

Harkat no me escuchaba. Estaba escudriñando los bosques y los valles de abajo, como si esperase descubrir a alguien allí.

Anduve un poco montaña abajo. Harkat me siguió, y luego me adelantó e incluso aceleró.

—¡Cuidado! —le grité, pero no me prestó atención.

Pronto estuvo corriendo, y yo me quedé atrás, preguntándome a qué estaba jugando.

—¡Harkat! —grité—. ¡Vas a tropezar y a romperte la crisma si…!

Me detuve. Él no escuchaba ni una sola palabra. Soltando una maldición, me quité los zapatos, flexioné los dedos y salí tras él. Intenté controlar mi velocidad, pero era imposible sobre un terreno tan inclinado, y pronto estuve volando montaña abajo, esparciendo guijarros y polvo a mi alrededor, gritando a todo pulmón de excitación y terror.

De algún modo conservamos el equilibrio y llegamos indemnes al fondo de la montaña. Harkat siguió corriendo hasta llegar a un pequeño círculo de árboles, donde finalmente se paró y se quedó como congelado. Llegué trotando hasta él y me detuve.

—¿Qué… qué… pasa? —jadeé.

Harkat levantó la mano izquierda y señaló hacia los árboles.

—¿Qué? —pregunté, sin ver otra cosa que troncos, ramas y hojas.

—Está llegando —siseó Harkat.

—¿Quién?

—El amo del dragón.

Me quedé mirando a Harkat con extrañeza. Parecía estar despierto, pero tal vez se había quedado dormido y caminaba en sueños.

—Creo que deberías volver adentro —dije, tomando su brazo extendido—. Buscaremos un fuego y…

—¡Hola, chicos! —gritó alguien desde el interior del círculo de árboles—. ¿Sois el comité de bienvenida?

Solté el brazo de Harkat, me situé junto a él (ya que se había quedado tan rígido) y volví a mirar hacia el grupo de árboles. Creía haber reconocido aquella voz… aunque esperaba estar equivocado.

Momentos después, tres figuras emergieron de la penumbra. Dos eran Personitas, que eran casi exactamente iguales a Harkat, excepto por sus capuchas alzadas y unos movimientos rígidos que Harkat había ido perdiendo durante los años que había vivido entre los vampiros. El tercero era un hombre pequeño, sonriente y de cabellos blancos, que me producía más miedo que una banda de vampanezes merodeadores.

¡Mr. Tiny!

Después de más de seiscientos años, Desmond Tiny había vuelto a la Montaña de los Vampiros, y yo sabía, mientras se acercaba a nosotros a zancadas, sonriendo radiantemente como un ratonero aliado con el Flautista de Hamelin, que su reaparición no presagiaba más que problemas.