CAPÍTULO 8

Nos abrimos paso a patadas a través de la pared que daba a la parte trasera del edificio y nos encontramos en el segundo piso, por encima de un callejón desierto.

—¿Puede saltar? —le pregunté a Mr. Crepsley.

—No —dijo—, pero puedo bajar agarrándome.

Mientras Mr. Crepsley colgaba del borde del agujero de la pared, con las uñas hundidas en los ladrillos, Harkat y yo nos dejamos caer al suelo y nos agachamos, escudriñando las sombras en busca de algún signo de vida. Cuando Mr. Crepsley se reunió con nosotros, corrimos hasta el final del callejón, donde nos detuvimos a inspeccionar el terreno.

Mr. Crepsley miró fugazmente hacia el Sol. No era muy fuerte (un débil resplandor otoñal en el atardecer), pero dos horas de exposición podían resultar fatales para el vampiro. Si hubiera llevado su capa, podría habérsela puesto sobre la cabeza, escudándose tras ella, pero se la había quitado en el apartamento y dejado allí.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Harkat, mirando dubitativamente a su alrededor.

—Encontrar una alcantarilla y seguir bajo tierra —respondí—. No podrán seguir nuestro rastro a través de los túneles, y Mr. Crepsley no tendrá que preocuparse por el Sol.

—Un plan admirable —dijo Mr. Crepsley, frotándose el dolorido tobillo derecho y buscando la tapa de alguna alcantarilla. No había ninguna en las inmediaciones, así que proseguimos, Harkat y yo sirviendo de apoyo al vampiro, pegados a las paredes del callejón.

El callejón se bifurcaba al final. A la izquierda conducía a una concurrida calle principal, y a la derecha, a otro callejón oscuro. Me volví hacia la derecha por impulso y empecé a andar hacia el callejón, cuando Harkat me detuvo.

—Espera —siseó—. Veo un camino ahí detrás.

Miré hacia atrás y vi a un gato rebuscando entre un montón de desperdicios, desparramados en el suelo al volcarse un cubo de basura, que ocultaban a medias la tapa redonda de una alcantarilla. Corrimos hacia allí, espantando al gato (los gatos no son grandes amantes de los vampiros, y este nos dedicó un furioso siseo antes de huir), y apartamos la basura de la tapa con los pies. Luego, Harkat y yo tiramos de ella y la dejamos a un lado.

—Yo iré primero —dije, comenzando a bajar la escalera hacia la bienvenida oscuridad—. Mr. Crepsley el siguiente, y Harkat el último.

Ninguno cuestionó mi orden. Como Príncipe Vampiro, me correspondía a mí tomar el control de la situación. Mr. Crepsley habría puesto objeciones de haber estado en desacuerdo con mi decisión, pero, tal como estaban las cosas, estaba satisfecho de seguir mis órdenes.

Descendí por la escalera. Los peldaños estaban fríos y su contacto hacía que me hormiguearan los dedos. Al acercarme al fondo, bajé la pierna izquierda de la escalera…

… ¡y la volví a subir rápidamente cuando sonó un disparo y una bala arrancó un trozo de pared junto a mi espinilla!

Con el corazón desbocado, me aferré a la escalera, con el eco de la bala resonando en mis oídos, preguntándome cómo había llegado allí tan rápido la policía, y cómo sabían el camino que habíamos tomado.

Entonces, alguien soltó una risita en la oscuridad, y dijo:

—Saludos, vampiros. Os estábamos esperando.

Mis ojos se estrecharon. Ese no era un policía… ¡Era un vampcota! A pesar del peligro, me acuclillé bajo la escalera y escudriñé el túnel. Había un hombre alto de pie entre las sombras, demasiado lejos para identificarlo.

—¿Quiénes sois? —pregunté secamente.

—Seguidores del Señor de los Vampanezes —respondió.

—¿Qué estáis haciendo aquí?

—Bloquearos el paso —dijo, riendo entre dientes.

—¿Cómo sabíais que vendríamos por este camino?

—No lo sabíamos. Pero supusimos que escaparíais y bajaríais a los túneles. Nuestro Señor no quiere que bajéis aquí todavía (el día es largo, y le divierte la idea de que tú y tu amigo vampiro tengáis que pasarlas moradas mientras dure), así que hemos bloqueado todas las entradas al subsuelo. Cuando caiga la noche, nos retiraremos, pero hasta entonces, estos túneles están restringidos.

Dicho esto, volvió a dispararme. Era un disparo de aviso, como el primero, pero no me quedé a comprobar su puntería por más tiempo. Trepé por la escalera y salí disparado por la boca de la alcantarilla como si me hubieran propulsado, maldiciendo en voz alta mientras mandaba de una patada una gran lata vacía al otro lado del callejón.

—¿La policía? —preguntó hoscamente Mr. Crepsley.

—No. Los vampcotas. Han bloqueado todas las entradas a los túneles hasta la caída de la noche. Quieren que suframos.

—No pueden haber cubierto cada… entrada, ¿verdad? —preguntó Harkat.

—Las suficientes —respondió Mr. Crepsley—. Los túneles como este, próximos a la superficie, están cuidadosamente conectados. Si escoge el lugar apropiado, un hombre puede bloquear el camino en seis o siete entradas. Si tuviéramos tiempo, podríamos buscar otro camino, pero no lo tenemos. Debemos olvidarnos de los túneles.

—¿Por dónde iremos, entonces? —pregunté.

—Correremos —dijo simplemente el vampiro—. O cojearemos, llegado el caso. Trataremos de evitar a la policía, de encontrar algún sitio donde meternos y esperar a que se haga de noche.

—No será fácil —señalé.

Mr. Crepsley se encogió de hombros.

—Si hubieras esperado hasta el ocaso para huir, habría sido más fácil. Como no lo hiciste, tendremos que arreglárnoslas como podamos. Vamos —dijo, volviendo la espalda a la alcantarilla—. No dejemos pistas.

Me detuve para escupir amargamente al agujero, y luego me fui detrás de Mr. Crepsley y Harkat, dejando a un lado la decepción de hallar los túneles bloqueados y concentrándome en la huida.

***

Menos de tres minutos después, la policía ya estaba sobre nuestra pista.

Los oímos esparcirse desde la comisaría, gritándose unos a otros, amontonándose en los coches, dando bocinazos y poniendo las sirenas a todo volumen. Habíamos avanzado a buen paso, pero sin conseguir alejarnos mucho de la comisaría: habíamos estado evitando las calles principales, manteniéndonos en las calles traseras, que tenían la molesta peculiaridad de girar sobre sí mismas. Habríamos ido por los tejados si eso no hubiera significado exponer completamente a Mr. Crepsley a los rayos del Sol.

—Es inútil —dijo el vampiro cuando nos acercamos a un edificio, pasando por alto el hecho de encontrarnos en una concurrida calle llena de comercios—. No estamos haciendo ningún progreso. Deberíamos subir.

—Pero el Sol… —aduje yo.

—Olvídalo —espetó—. Si me quemo, me quemo. No me matará inmediatamente… ¡pero la policía sí lo hará si nos cogen!

Asentí, y busqué un camino que subiera a los tejados. Entonces se me ocurrió una idea. Eché un vistazo a la calle abarrotada, y luego a mi ropa. Estaba sucio y desgreñado, pero mi aspecto no era mucho peor que el de cualquier adolescente normal pasando por una etapa grunge o heavy metal.

—¿Tenemos dinero? —pregunté, frotándome la cara para limpiarme la máxima suciedad posible, y atusándome el pelo con una mano ensalivada. Luego remetí las cadenas de las esposas bajo las mangas de mi camisa y el dobladillo de los pantalones para ocultarlas a la vista.

—¡Vaya momento elige para ir de compras! —rezongó Harkat.

—Sé lo que estoy haciendo —repuse con una amplia sonrisa—. ¿Tenemos dinero, o no?

—Tenía algunos billetes, pero la policía me los quitó —dijo Mr. Crepsley—. Estoy… ¿cómo decís los humanos? ¿Despellejado?

—Pelado —reí—. No importa. Me arreglaré sin él.

—¡Espera! —dijo Harkat cuando empecé a alejarme—. ¿Adónde vas? No podemos separarnos… ahora. Debemos permanecer juntos.

—No tardaré mucho —respondí—. Y no correré riesgos estúpidos. Esperadme aquí. Si no vuelvo en cinco minutos, iros sin mí, que ya os alcanzaré más tarde, en los túneles.

—¿Adónde…? —empezó a preguntar Mr. Crepsley, pero no tenía tiempo para discutirlo, así que me deslicé fuera del callejón antes de que acabara y caminé rápidamente a lo largo de la calle, buscando un mercadillo.

Me mantuve ojo avizor por si aparecían policías o soldados, pero no había ninguno por allí. Al cabo de unos segundos, descubrí una tienda al otro lado de la calle, esperé a que la luz del semáforo se pusiera verde, y entonces crucé tranquilamente y entré. Una mujer de mediana edad y un hombre joven con el pelo largo atendían a la clientela detrás del mostrador. La tienda estaba bastante llena (había seis o siete clientes), lo cual era bueno. Eso significaba que no llamaría la atención. Una televisión en el lado izquierdo de la entrada estaba emitiendo un canal de noticias, pero habían bajado el volumen. Había una cámara de seguridad por encima de la televisión, explorando y grabando, pero no me importaba: ¡con todos los crímenes de los que me acusaban, no me iba a hacer sudar la idea de que me ficharan por un insignificante robo!

Recorrí lentamente los pasillos, buscando artículos de verano. No era la época del año indicada para usar gorras o gafas de sol, pero estaba seguro de que tendrían algunos cachivaches en alguna parte.

Tras pasar una hilera de productos para el cuidado de los bebés, los encontré: varios botes de loción bronceadora, alineados tristemente sobre un viejo y maltratado estante. No había mucho donde elegir, pero servirían. Leí rápidamente las etiquetas, en busca del protector solar más potente que pudiera encontrar. Factor diez… doce… quince… Escogí el bote con el número más alto (que era para la piel de los bebés, ¡pero no se lo diría a Mr. Crepsley!), y luego me quedé mirándolo dubitativamente en mi mano, preguntándome qué debía hacer a continuación.

Yo no era un raterillo de tiendas experimentado. Había robado algunas golosinas con mis amigos cuando era niño, y una vez mangué un montón de pelotas de golf con un primo mío, pero nunca había disfrutado haciendo eso y no volví a coger nada más. Estaba seguro de que mi cara me delataría si me guardaba el bote en el bolsillo e intentaba salir directamente de la tienda.

Pensé en ello unos segundos, y luego deslicé astutamente el bote en la cintura de mis pantalones cubriéndolo con el dobladillo de la camisa, cogí otro bote, me di la vuelta y fui hacia el mostrador.

—Disculpe —le dije a la dependienta mientras esta atendía a otro de sus clientes—, ¿tiene loción Sun Undone? —Me había inventado el nombre, confiando en que ninguna marca auténtica lo hubiera registrado ya.

—Sólo lo que hay en los estantes —espetó la mujer con voz irritada.

—Ah —sonreí—. Está bien. Gracias. La pondré en su sitio.

Me estaba dando la vuelta cuando el joven del pelo largo dijo:

—¡Eh! ¡Espera!

Con el estómago encogido, miré hacia atrás con expresión interrogante, listo para salir corriendo.

—¿No será Sunnydun lo que buscas? —preguntó—. Tenemos una caja en la trastienda. Puedo ir a buscarte un bote si…

—No —le interrumpí, relajándome—. Es Sun Undone. Mi madre no usa ninguna otra.

—Como quieras. —Se encogió de hombros, se desentendió de mí, y se puso a atender a otro cliente.

Regresé al estante, dejé el bote en él, y me encaminé hacia la puerta tan despreocupadamente como pude. Asentí amablemente hacia el joven al pasar, que correspondió a mi saludo agitando fugazmente una mano. Ya tenía un pie fuera de la tienda, complacido conmigo mismo, cuando alcancé a ver una cara familiar en la televisión y me detuve, paralizado.

¡Era yo!

Debían haberme tomado esa foto esa mañana, mientras me detenían. Aparecía pálido, ojeroso y asustado, con las manos esposadas, la mirada cautelosa, y policías a ambos lados.

Volví a entrar en la tienda, me acerqué y subí el volumen.

—¡Eh! —refunfuñó el dependiente—. ¡No puedes…!

Lo ignoré y me concentré en lo que decía el locutor.

—… puede parecer inofensivo, pero la policía aconseja a la ciudadanía que no se fíe de su apariencia. Darren Shan (o Darren Horston, como también se le conoce) es un adolescente, pero está asociado con brutales asesinos, y puede que él también lo sea.

Mi fotografía desapareció para ser reemplazada por una locutora de expresión sombría. Tras un par de segundos, reapareció mi foto, esta vez más pequeña, en el extremo superior derecho de la pantalla. La de Harkat apareció en el izquierdo, y los retratos robots de Mr. Crepsley y Vancha entre nosotros.

—Volvemos con nuestra increíble historia de última hora —dijo la locutora—. Cuatro supuestos miembros de la banda de asesinos conocida como los Vampiros fueron rodeados por la policía esta mañana. Uno de ellos, Vancha March —la línea que enmarcaba el dibujo de Vancha brilló—, escapó, llevándose como rehén a la Inspectora Jefe Alice Burgess. Los otros tres fueron arrestados y detenidos para interrogarles, pero llevaron a cabo una violenta fuga hace menos de veinte minutos, matando o hiriendo gravemente a un número no especificado de agentes y enfermeras. Se les considera armados y excesivamente peligrosos. Si los descubren, no deben acercarse a ellos. En vez de eso, llamen a los siguientes números…

Me aparté de la televisión, aturdido. Debería haber sabido que los medios retransmitirían exhaustivamente una historia tan importante, pero ingenuamente había asumido que sólo tendría que preocuparme de la policía y del ejército. Nunca me había detenido a pensar en las alertas que se extenderían por toda la ciudad, y en cómo nos afectarían.

Mientras estaba allí parado, digiriendo este nuevo giro de los acontecimientos y reflexionando en el hecho de que ahora también nos acusaban de los asesinatos cometidos por Steve en la comisaría, la señora de mediana edad que estaba tras el mostrador me señaló y exclamó con voz ahogada:

—¡Es él! ¡El chico! ¡El asesino!

Sobresaltado, levanté la mirada y vi que cada una de las personas de la tienda me miraba fijamente, con los rostros desencajados de miedo y horror.

—¡Es el llamado Darren Shan! —gritó un cliente—. ¡Dicen que mató a aquella chica, Tara Williams… y que se bebió su sangre y se la comió!

—¡Es un vampiro! —chilló un viejo arrugado—. ¡Que alguien traiga una estaca! ¡Tenemos que matarlo!

Todo aquello podría haber sido divertido si yo hubiera estado en una película (la idea de aquel hombrecillo atravesando con una estaca el endurecido corazón de un vampiro era ridícula), pero no tenía tiempo de ver el lado divertido de las cosas. Levantando las manos para demostrar que iba desarmado, salí de espaldas por la puerta.

—¡Derek! —le gritó la dependienta al joven—. ¡Coge el arma y dispárale!

Eso fue suficiente para mí. Girándome bruscamente, me lancé por la puerta y crucé la carretera a la carrera, sin detenerme ante el tráfico, apartándome de los coches mientras frenaban chirriando, e ignorando a los conductores que aporreaban el claxon y gritaban insultos detrás de mí.

Me detuve en la entrada del callejón, donde unos preocupados Harkat y Mr. Crepsley estaban esperando. Saqué el bote de loción bronceadora y se lo tendí al vampiro.

—Póngase esto, rápido —jadeé, encorvado y sin aliento.

—¿Qué…? —empezó a preguntar él.

—¡No discuta! —grité—. ¡Hágalo!

El vampiro quitó de un tirón la tapa del bote, vertió la mitad del contenido en sus manos y se lo untó por la cara, el cuero cabelludo y otras áreas expuestas. Se frotó la loción, vertió el resto, se lo frotó también, y luego arrojó el bote a un desagüe.

—Listos —dijo.

—Desde luego que lo estamos —murmuré, incorporándome—. No os vais a creer…

—¡Ahí están! —aulló alguien, cortándome en seco—. ¡Son ellos…, los Vampiros!

Los tres miramos a nuestro alrededor y vimos al viejecillo arrugado de la tienda forcejeando con el dependiente del pelo largo por la posesión de un gran rifle.

—¡Dámelo! —gritaba—. ¡Cazaba ciervos cuando era joven!

Tirando a un lado su bastón, el jubilado se volvió, levantó el rifle con notable rapidez, y disparó.

Nos tiramos al suelo mientras la pared estallaba en pedazos sobre nuestras cabezas. El viejo disparó otra vez, aún más cerca. Pero entonces tuvo que detenerse para cargar. Mientras lo hacía, nos levantamos de un salto, nos dimos media vuelta y huimos, con Mr. Crepsley balanceando la pierna herida hacia delante y hacia atrás, como un enloquecido John Silver el Largo.

La muchedumbre que venía detrás de nosotros se detuvo un momento, dividida entre el miedo y la excitación. Entonces, con un rugido de rabia, la gente agarró palos, barras de hierro y tapas de cubos de basura, y se lanzó a por nosotros. Ya no era una simple multitud, sino una turba sedienta de sangre.