Me encontraba en una celda de no más de cuatro metros cuadrados y tal vez unos tres metros de altura. No había ventanas (aparte de una pequeñita en la puerta) ni espejos unidireccionales. Había dos cámaras de vigilancia en los rincones de encima de la puerta, una mesa grande con una grabadora sobre ella, tres sillas, yo… y tres agentes de policía de rostro sombrío.
Uno de los agentes estaba de pie junto a la puerta, sosteniendo firmemente un rifle sobre su pecho, con ojos vigilantes. No me había dicho su nombre (no había dicho una palabra), pero podía leerlo en su placa: William McKay.
Los otros dos agentes no llevaban placas, pero me habían dicho sus nombres: Con e Iván. Con era alto, de rostro oscuro y muy enjuto, modales bruscos y tendencia al sarcasmo. Iván era más viejo y más delgado, con el pelo gris. Parecía cansado y hablaba suavemente, como si las preguntas le dejaran exhausto.
—¿Darren Shan es tu verdadero nombre, como nos han dicho? —inquirió por vigésima vez desde que me metieran en la celda de interrogatorios. Me habían estado haciendo las mismas preguntas una y otra vez, y no daban muestras de que fueran a dejarlo.
No respondí. Hasta ahora no había dicho nada.
—¿O es Darren Horston, el nombre que has estado utilizando recientemente? —preguntó Iván tras unos segundos de silencio.
No hubo respuesta.
—¿Qué nos dices de tu compañero de viaje… Larten Crepsley o Vur Horston?
Bajé los ojos hacia mis manos esposadas y no dije nada. Examiné la cadena que unía las esposas: de acero, corta, gruesa. Pensé que podría romperla si tuviera que hacerlo, pero no estaba seguro.
Mis tobillos también estaban esposados. La cadena que los unía era corta cuando fui arrestado. La policía me dejó con la cadena corta mientras me tomaban las huellas dactilares y las fotos, pero me la quitaron y la reemplazaron por otra más larga en cuanto estuve a buen recaudo en la celda.
—¿Qué nos dices del freak? —preguntó el agente llamado Con—. Ese monstruo de piel gris. ¿Qué es…?
—¡No es un monstruo! —exclamé, rompiendo mi código de silencio.
—¿Ah, no? —se burló Con—. ¿Qué es entonces?
Meneé la cabeza.
—No me creerían si se los dijera.
—Inténtalo —me animó Iván, pero me limité a mover otra vez la cabeza.
—¿Qué hay de los otros dos? —preguntó Con—. Vancha March y Larten Crepsley. Nuestros informantes nos dijeron que eran vampiros. ¿Qué tienes que decir sobre eso?
Sonreí sin humor.
—Los vampiros no existen —dije—. Todo el mundo lo sabe.
—Es verdad —dijo Iván—. No existen.
Se inclinó sobre la mesa como si fuera a contarme un secreto.
—Pero esos dos no son normales del todo, Darren, como tú bien sabes. March desapareció como por arte de magia, mientras que Crepsley… —Carraspeó—. Bueno, no hemos sido capaces de fotografiarle.
Sonreí cuando dijo eso, y miré hacia las cámaras de video. Los vampiros completos tenían átomos peculiares, que hacían que fuera imposible fotografiarlos o filmarlos. La policía podía tomar instantáneas a Mr. Crepsley desde todos los ángulos imaginables, con las mejores cámaras disponibles… sin ningún efecto visible.
—¡Mira cómo sonríe! —espetó Con—. ¡Cree que es divertido!
—No —dije, borrando la sonrisa de mi rostro—. No lo creo.
—Entonces, ¿de qué te ríes?
Me encogí de hombros.
—Pensaba en otra cosa.
Iván se recostó en su silla, decepcionado por mis respuestas.
—Hemos tomado una muestra de sangre de Crepsley —dijo—. También de la cosa llamada Harkat Mulds. Descubriremos lo que son cuando lleguen los resultados. Sería ventajoso para ti decírnoslo ahora.
No respondí. Iván esperó un momento, y luego se pasó una mano por el pelo gris. Suspiró abatidamente, y volvió a empezar con las preguntas.
—¿Cuál es tu verdadero nombre? ¿Cuál es tu relación con los otros? ¿Dónde…?
***
Pasó más tiempo. Era incapaz de discernir exactamente cuánto tiempo había estado encerrado. Me sentía como si hubiera pasado un día o más, pero en realidad era posible que sólo hubieran transcurrido cuatro o cinco horas, tal vez menos. Lo más probable era que el Sol aún brillara en el exterior.
Pensé en Mr. Crepsley y me pregunté cómo le iría. Si se encontraba en una celda como la mía, no tendría de qué preocuparse. Pero si lo habían puesto en una celda con ventanas…
—¿Dónde están mis amigos? —pregunté.
Con e Iván habían estado discutiendo algo en voz baja. Ahora me miraron, con expresión reservada.
—¿Te gustaría verlos? —preguntó Iván.
—Sólo quiero saber dónde están —dije.
—Si respondes a nuestras preguntas, se podría arreglar un encuentro —prometió Iván.
—Sólo quiero saber dónde están —repetí.
—Están cerca —gruñó Con—. Encerrados a buen recaudo, como tú.
—¿En celdas como esta? —pregunté.
—Exactamente iguales —dijo Con.
Entonces miró las paredes que nos rodeaban, y sonrió al comprender qué era lo que me preocupaba.
—Celdas sin ventanas —rió por lo bajo, dándole a su compañero un codazo en las costillas—. Pero eso podría cambiar, ¿verdad, Iván? ¿Y si trasladáramos al «vampiro» a una celda rodeada de encantadoras ventanas? Una celda con vistas al exterior… al cielo… al Sol.
No dije nada, pero miré a Con a los ojos y le devolví una mirada furiosa.
—No te gusta cómo suena eso, ¿verdad? —siseó Con—. La idea de que metamos a Crepsley en una habitación con ventanas te horroriza, ¿eh?
Me encogí de hombros con indiferencia y aparté los ojos.
—Quiero hablar con un abogado —dije.
Con estalló en carcajadas. Iván ocultó una sonrisa detrás de una mano. Incluso el guardia del rifle sonrió socarronamente, como si acabara de contarles el mejor chiste del mundo.
—¿Qué les hace tanta gracia? —espeté—. Conozco mis derechos. Tengo derecho a una llamada y a un abogado.
—Por supuesto —cacareó Con—. Hasta los asesinos tienen derechos.
Golpeteó la mesa con los nudillos, y luego apagó la grabadora.
—Pero imagina que… te negamos tus derechos. Más tarde se nos caerá el pelo, pero no nos importa. Te tendremos aquí encerrado, y no dejaremos que hagas uso de tus derechos hasta que nos des algunas respuestas.
—Eso es ilegal —gruñí—. No pueden hacerlo.
—Normalmente, no —reconoció él—. Normalmente, nuestra Inspectora Jefe irrumpiría aquí y nos montaría un cirio si escuchara algo así. Pero nuestra jefa no está aquí, ¿verdad? Fue secuestrada por tu compañero asesino, Vancha March.
El color abandonó mis labios al oír eso y comprender lo que significaba. Con su jefa fuera de juego, se tomarían la justicia por su mano, y harían lo que fuera para descubrir dónde estaba y rescatarla. Podría costarles sus carreras, pero eso no les preocupaba. Era algo personal.
—Tendréis que torturarme para hacerme hablar —dije envaradamente, poniéndolos a prueba para ver hasta dónde estaban dispuestos a llegar.
—La tortura no está entre nuestros métodos —dijo Iván de inmediato—. Nosotros no hacemos las cosas así.
—No como otros que yo me sé —añadió Con, y me tiró una foto a través de la mesa. Intenté ignorarla, pero mis ojos volaron automáticamente hacia la imagen que mostraba. Vi que era el vampcota al que habíamos tomado como rehén aquella mañana en los túneles, el llamado Mark Ryter…, a quien Vancha había torturado y matado.
—Nosotros no somos malos —dije en voz baja. Pero podía ver las cosas desde su punto de vista y comprender lo monstruosos que debíamos parecerles—. Hay aspectos en todo esto que ustedes desconocen. Nosotros no somos los asesinos que buscan. Estamos intentando detenerlos, igual que ustedes.
Con soltó una carcajada.
—Es cierto —insistí—. Mark Ryter era uno de los malos. Tuvimos que hacerle daño para averiguar cosas de los otros. No somos sus enemigos. Ustedes y yo estamos del mismo lado.
—Es la mentira más endeble que he oído jamás —espetó Con—. ¿Tan tontos nos crees?
—No creo que sean tontos en absoluto —dije—. Pero van por mal camino. Les han engañado. Ustedes… —Me incliné ansiosamente hacia delante—. ¿Quién les dijo dónde encontrarnos? ¿Quién les dijo nuestros nombres, que éramos vampiros, que éramos sus asesinos?
Los policías intercambiaron una breve e inquieta mirada, y entonces, Iván dijo:
—Fue un soplo anónimo. El informante llamó desde una cabina, no dio su nombre y ya se había ido cuando llegamos.
—¿Y eso no les resulta sospechoso? —pregunté.
—Recibimos llamadas anónimas todo el tiempo —dijo Iván, pero parecía nervioso, y supe que tenía sus dudas. Si hubiera estado él solo, tal vez podría haberle hecho ver las cosas desde mi punto de vista, y persuadido para que me concediera el beneficio de la duda. Pero antes de que pudiera decir nada más, Con me lanzó otra foto, y luego otra. Primeros planos de Mark Ryter, que captaban detalles aún más espantosos que la anterior.
—La gente que está de nuestro lado no mata a otras personas —dijo fríamente—. Ni aunque les gustara hacerlo —añadió significativamente, apuntándome con un dedo.
Lancé un suspiro y lo dejé estar, sabiendo que no podría convencerlos de mi inocencia. Transcurrieron unos segundos de silencio, mientras se tranquilizaban después de la discusión y recuperaban la compostura. Luego encendieron la grabadora y el interrogatorio volvió a empezar. ¿Quién era yo? ¿De dónde venía? ¿Adónde había ido Vancha March? ¿A cuánta gente habíamos matado? Una vez, y otra, y otra, y otra…
***
La policía no sacaba nada de mí, y eso les frustraba. A Iván y Con se les había unido otro agente llamado Morgan, de ojos penetrantes y cabello castaño oscuro. Se sentaba con la espalda recta y las manos extendidas sobre la mesa, sometiéndome a una fría e inalterable mirada. Tuve la sensación de que Morgan estaba allí para mostrarse desagradable, aunque hasta ahora no había hecho ningún movimiento violento contra mí.
—¿Qué edad tienes? —me estaba preguntando Con—. ¿De dónde eres? ¿Cuánto tiempo has estado aquí? ¿Por qué escogisteis esta ciudad? ¿A cuántos otros habéis matado? ¿Dónde están los cuerpos? ¿Qué habéis…?
Se detuvo cuando llamaron a la puerta. Se levantó y fue a ver quién era. Los ojos de Iván siguieron a Con mientras se iba, pero los de Morgan permanecieron clavados en mí. Pestañeaba una vez cada cuatro segundos, ni más, ni menos, como un robot.
Con mantuvo una conversación entre murmullos con una persona al otro lado de la puerta, y luego se volvió y le indicó con un gesto al guardia del rifle que se apartara. El guardia se hizo a un lado y me apuntó con el arma para asegurarse de que no intentaba nada raro.
Esperaba que fuera otro policía, o tal vez un soldado (no había visto a nadie del ejército desde que fui arrestado), pero el hombrecillo de aspecto inofensivo que entró me cogió totalmente por sorpresa.
—¿Mr. Blaws? —exclamé con voz ahogada.
El inspector escolar que me había obligado a ir a Mahler parecía nervioso. Portaba el mismo maletín enorme de siempre, y llevaba el mismo bombín pasado de moda. Avanzó medio metro, y luego se detuvo, reacio a acercarse más.
—Gracias por venir, Walter —dijo Iván, levantándose para estrechar la mano al visitante.
Mr. Blaws asintió débilmente y respondió con voz aguda:
—Encantado de servir de ayuda.
—¿Quieres una silla? —preguntó Iván.
Mr. Blaws meneó la cabeza rápidamente.
—No, gracias. Preferiría no detenerme más tiempo del necesario. Vueltas que dar, lugares a los que ir… Ya sabes cómo es esto.
Iván asintió comprensivamente.
—Está bien. ¿Has traído los papeles?
Mr. Blaws asintió.
—Los formularios que rellenó, todos los documentos que tenemos de él. Sí. Se los dejé al hombre que está en recepción. Los está fotocopiando para devolverme los originales antes de irme. Tengo que guardar los originales para los registros del colegio.
—Bien —volvió a decir Iván, y, haciéndose a un lado, me señaló con un brusco movimiento de la cabeza—. ¿Puedes identificar a este chico? —preguntó oficiosamente.
—Sí —dijo Mr. Blaws—. Es Darren Horston. Se inscribió en Mahler el… —Se detuvo y frunció el ceño—. He olvidado la fecha exacta. Debería acordarme, porque la estaba mirando en la entrada.
—Está bien —sonrió Iván—. Ya la buscaremos en las fotocopias. Pero ¿es este, definitivamente, el chico que se hace llamar Darren Horston? ¿Estás seguro?
Mr. Blaws asintió firmemente.
—Oh, sí —dijo—. Nunca olvido la cara de un alumno, especialmente de uno que ha hecho novillos.
—Gracias, Walter —dijo Iván, tomando del brazo al inspector escolar—. Si volvemos a necesitarte, te…
Se detuvo. Mr. Blaws no se había movido. Me miraba fijamente, con los ojos muy abiertos y los labios temblorosos.
—¿Es verdad… —preguntó—… lo que dicen los medios? ¿Que él y sus amigos son los asesinos?
Iván vaciló.
—La verdad es que, por ahora, no podemos afirmarlo, pero en cuanto…
—¿Cómo has podido? —me gritó Mr. Blaws—. ¿Cómo has podido matar a toda esa gente? Y a la pobrecita Tara Williams…, ¡tu compañera de clase!
—Yo no he matado a Tara —dije cansinamente—. No he matado a nadie. No soy un asesino. La policía ha arrestado a las personas equivocadas.
—¡Ja! —bufó Con.
—Eres una bestia —gruñó Mr. Blaws, levantando su maletín en el aire, como si pretendiera lanzármelo—. Deberían… deberían… deberían…
No pudo decir más. Apretó los labios y cerró de golpe la mandíbula. Me volvió la espalda y echó a andar hacia la puerta. Cuando la estaba cruzando, me dejé llevar por un impulso infantil y lo llamé.
—¡Mr. Blaws! —grité.
Se detuvo y me miró inquisitivamente por encima del hombro. Yo adopté una expresión inocente y consternada.
—Esto no afectará a mis calificaciones, ¿verdad, señor? —inquirí dulcemente.
El inspector escolar se quedó mirándome con la boca abierta, y luego con un destello de furia al comprender que le estaba tomando el pelo. Levantó la nariz, me mostró un limpio par de talones y se alejó por el pasillo con paso repiqueteante.
Me eché a reír a carcajadas mientras Mr. Blaws se iba, encontrando un absurdo consuelo en la expresión iracunda del molesto hombrecillo. Con, Iván y el guardia del arma también sonrieron, a su pesar, pero no Morgan. Su rostro permaneció tan pétreo como siempre, con una terrible y silenciosa amenaza en sus penetrantes y mecánicos ojos.