Mientras el suelo ascendía vertiginosamente a mi encuentro, junté las piernas, arqueé la parte superior del cuerpo, extendí los brazos y aterricé en cuclillas. Mis huesos extra fuertes absorbieron el choque sin romperse, aunque la fuerza del impacto me hizo rodar hacia delante, y estuve a punto de clavarme mi propia espada (lo cual habría sido una embarazosa forma de morir).
Se oyó un agudo grito de dolor a mi izquierda, y mientras me ponía en pie de un salto, vi a Mr. Crepsley tirado en el suelo, sujetándose el tobillo derecho, incapaz de levantarse. Ignorando a mi amigo herido, alcé mi espada en actitud defensiva y busqué a Vancha y a Harkat.
Nuestro salto a través de la ventana había tomado a policías y soldados por sorpresa. Caían unos sobre otros y se interponían en el camino de los demás, lo que hacía imposible para cualquiera realizar un disparo certero.
Harkat había agarrado a un joven soldado en medio de la confusión y lo apretaba contra su pecho, girando velozmente en círculo para que nadie tuviera tiempo de dispararle por la espalda. Vancha, mientras tanto, le había echado el ojo al pez gordo. Mientras yo observaba, cargó contra varios agentes y soldados, saltó sobre un coche y tiró al suelo a la Inspectora Jefe Burgess con un placaje perfectamente calculado.
Mientras todos los ojos humanos se clavaban en Vancha y la Inspectora Jefe, corrí junto a Mr. Crepsley y le ayudé a incorporarse. Sus dientes rechinaron de dolor, y supe al instante que su tobillo no le sostendría.
—¿Está roto? —grité, arrastrándole detrás de un coche antes de que alguien se recuperase de golpe de la primera impresión y nos pegara un tiro.
—Creo que no —jadeó—, pero el dolor es intenso.
Se derrumbó detrás del coche y se masajeó el tobillo, intentando aliviar el dolor.
Al otro lado, Vancha estaba en pie, aferrando la garganta de Alice Burgess con una mano y el megáfono con la otra.
—¡Oíd esto! —rugió por el megáfono a policías y soldados—. ¡Si disparáis, vuestra jefa morirá!
Por encima de nosotros, la hélice del helicóptero zumbaba como las alas de un millar de abejas furiosas. Por lo demás…, silencio absoluto.
Burgess lo rompió.
—¡Olvidaos de mí! —rugió—. ¡Acabad con estos mierdas, ahora!
Varios tiradores levantaron obedientemente sus armas.
Vancha apretó los dedos en torno a la garganta de la jefa de policía. La inquietud agrandó sus ojos. Los tiradores vacilaron, y luego bajaron ligeramente sus armas. Vancha aflojó su presa, pero sin soltarla por completo. Sujetando a la mujer del pelo blanco frente a él, la arrastró hasta donde se alzaba Harkat con su escudo humano. Los dos se colocaron espalda contra espalda, y luego, lentamente, fueron hacia donde nos refugiábamos Mr. Crepsley y yo. Parecían un enorme y torpe cangrejo mientras se movían, pero funcionó. Nadie disparó.
—¿Cómo está de mal? —preguntó Vancha, agachándose junto a nosotros, y haciendo que Burgess se agachara con él. Harkat hizo lo mismo con su soldado.
—Mal —dijo sobriamente Mr. Crepsley, mirando a Vancha a los ojos.
—¿No puedes corretear? —preguntó Vancha en voz baja.
—Así, no.
Se miraron en silencio el uno al otro.
—Entonces tendremos que dejarte atrás —dijo Vancha.
—De acuerdo —respondió Mr. Crepsley con una prieta sonrisa.
—Yo me quedo con él —dijo yo al instante.
—Este no es momento para heroicidades —gruñó Vancha—. Tú vienes, y se acabó.
Sacudí la cabeza.
—Al infierno las heroicidades. Estoy siendo práctico. No puedes corretear conmigo y con Harkat a la espalda. Tardarías demasiado en alcanzar la velocidad. Nos habrían matado a tiros antes de llegar al final de la calle.
Vancha abrió la boca para protestar, pero comprendió que mi argumento era válido y la cerró.
—Yo también me quedo —dijo Harkat.
Vancha rezongó:
—¡No tenemos tiempo para tonterías!
—No son tonterías —dijo Harkat tranquilamente—. Yo viajo con Darren. Donde él vaya, iré yo. Donde él se quede, me quedo yo. Además, tendrás más posibilidades… sin mí.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Vancha.
Harkat señaló a Alice Burgess, que aún jadeaba a consecuencia de la apretada presa de Vancha.
—Yendo solo, te la puedes llevar a ella, y utilizarla como… escudo hasta que empieces a corretear.
Vancha suspiró abatidamente.
—Sois todos demasiado inteligentes para mí. No voy a quedarme aquí sentado, intentando convenceros.
Asomó la cabeza por el capó del coche para vigilar a las tropas que nos rodeaban, bizqueando con fuerza ante la luz del día.
—¡Quedaos atrás —advirtió—, o estos dos morirán!
—Nunca… lograreis… escapar —graznó Burgess, con sus claros ojos azules llenos de odio, y su piel, fantasmagóricamente blanca, teñida de un profundo y furioso rubor—. ¡En cuanto… tengan oportunidad… acabarán con vosotros!
—Entonces, tendremos que procurar no darles ninguna —rió Vancha, cubriéndole la boca con la mano antes de que ella pudiera replicar. Su sonrisa se desvaneció—. No podré volver a buscaros —nos dijo—. Si os quedáis, tendréis que arreglároslas solos.
—Lo sabemos —dijo Mr. Crepsley.
Vancha le echó un vistazo al Sol.
—Será mejor que os rindáis enseguida y roguéis a los dioses que os metan en una celda sin ventanas.
—De acuerdo. —Los dientes de Mr. Crepsley castañeteaban, en parte por el dolor del tobillo, en parte por el miedo a los mortíferos rayos del Sol.
Inclinándose hacia delante, Vancha susurró para que Burgess y el soldado no pudieran oírle:
—Si escapo, volveré a por el Lord Vampanez. Esperaré en la caverna donde luchamos la última noche. Os daré hasta la medianoche. Si no estáis allí para entonces, iré yo solo tras él.
Mr. Crepsley asintió.
—Haremos lo que podamos para escapar. Si yo no puedo andar, Darren y Harkat huirán sin mí. —Nos miró intensamente—: ¿Sí?
—Sí —dijo Harkat.
Le devolví la mirada en silencio durante un rato más, y luego bajé los ojos.
—Sí —murmuré a regañadientes.
Vancha gruñó y extendió la mano libre. Todos colocamos una mano sobre la suya.
—Suerte —dijo, y uno tras otro repetimos lo mismo.
Entonces, sin esperar más, Vancha se incorporó y se alejó, con Burgess firmemente sujeta delante de él. Había dejado caer el megáfono por el camino. Ahora lo recogió y volvió a dirigirse a las tropas.
—¡Voy a marcharme! —bramó jovialmente—. ¡Sé que vuestro trabajo es detenerme, pero si disparáis, vuestra jefa también morirá! ¡Si sois inteligentes, esperareis a que cometa algún error! ¡Después de todo —rió entre dientes—, vosotros tenéis coches y helicópteros! ¡Yo voy a pie! ¡Estoy seguro de que podréis seguir mi paso hasta que encontréis el momento justo para atraparme!
Tirando el megáfono a un lado, Vancha levantó del suelo a la Inspectora Jefe, sujetándola ante él como a una muñeca, y echó a correr.
Un oficial veterano se lanzó hacia el megáfono, lo agarró y se puso a dar órdenes.
—¡No abráis fuego! —gritó—. ¡No rompáis filas! ¡Esperad a que tropiece o la deje caer! ¡No puede escapar! ¡Mantenedlo en el punto de mira, esperad a tenerlo a tiro, y entonces dejadlo…!
Se detuvo abruptamente. Había visto a Vancha correr hacia el bloqueo del final de la calle mientras estaba hablando, pero, en un abrir y cerrar de ojos, el vampiro había desaparecido. Vancha había alcanzado la velocidad del correteo, y para los humanos era como si, sencillamente, se hubiera desvanecido en el aire.
Mientras policías y soldados se apiñaban allí delante con incredulidad, amartilladas las armas, mirando fijamente al suelo como si pensaran que Vancha y su jefa se habían hundido en él, Mr. Crepsley, Harkat y yo nos miramos con una gran sonrisa.
—Al menos uno de nosotros ha escapado —dijo Mr. Crepsley.
—Nosotros también lo habríamos hecho si no fuera usted tan cabestro —gruñí.
Mr. Crepsley echó un vistazo al Sol, y su sonrisa se desvaneció.
—Si me dejan en una celda donde dé el Sol —dijo en voz baja—, no esperaré a arder hasta la muerte. Escaparé o moriré intentándolo.
Asentí sombríamente.
—Nosotros también.
Harkat le dio la vuelta a su soldado y este quedó frente a nosotros. El rostro del joven estaba verde de terror, y era incapaz de pronunciar palabra.
—¿Lo soltamos o… lo utilizamos para hacer un trato? —preguntó Harkat.
—Suéltalo —dije—. Es menos probable que nos disparen si nos entregamos voluntariamente. Si intentáramos hacer un trato ahora que Vancha se ha escapado con su jefa, creo que nos acribillarían.
—También debemos soltar nuestras armas —dijo Mr. Crepsley, dejando a un lado sus cuchillos.
No quería desprenderme de mi espada, pero prevaleció el sentido común y la dejé junto al montón formado por los cuchillos de Mr. Crepsley, el hacha de Harkat y las otras cosas que llevábamos. Luego nos arremangamos las mangas, levantamos las manos sobre la cabeza, gritamos que nos rendíamos y salimos (Mr. Crepsley saltando sobre una pierna) para ser arrestados y encarcelados por unos agentes de la ley de rostros oscuros y dedos ansiosos por disparar, que nos esposaron, nos insultaron, nos metieron en furgonetas y nos condujeron a prisión.