CAPÍTULO 19

Con lo escasas que eran de por sí nuestras posibilidades, aún se pusieron peor. Mientras permanecíamos allí parados esperando el asalto, la gran puerta que había tras Garfito se abrió y cuatro vampanezes más pasaron a través de ella para unirse a los demás. Eso hacía veintiocho contra seis. No teníamos esperanza.

—Ya no estáis tan contentos, ¿verdad? —se mofó Garfito, avanzando alegremente unos cuantos pasos renqueantes.

—A mí me da igual —dijo Vancha, tomando aire—. Esto sólo significa que a cada uno nos tocará matar a más.

La sonrisa de Garfito se desvaneció.

—¿Eres un arrogante o un ignorante? —espetó.

—Ni una cosa ni otra —dijo Vancha, mirando fija y tranquilamente a nuestros enemigos—. Soy un vampiro.

—¿De verdad piensas que tenéis alguna oportunidad contra nosotros? —dijo Garfito, sonriendo con desprecio.

—Sí —respondió Vancha suavemente—. Si fuéramos a luchar con vampanezes honestos y nobles, pensaría de otro modo. Pero un vampanez que envía a humanos armados a librar sus batallas es un cobarde sin honor. No tengo ningún miedo a bestias tan despreciables.

—Ten cuidado con lo que dices —gruñó el vampanez que se encontraba a la izquierda de Garfito—. No nos tomamos bien los insultos.

—Los insultados somos nosotros —replicó Vancha—. Es honorable morir a manos de un digno oponente. Si enviarais contra nosotros a vuestros mejores guerreros y nos mataran, moriríamos con una sonrisa en los labios. Pero enviar a estos… estos… —Escupió en el suelo polvoriento—. No hay una palabra lo suficientemente vil para describirlos.

Los vampcotas se encresparon ante aquello, pero los vampanezes parecían incómodos, casi avergonzados, y comprendí que no les tenían más afecto que nosotros a los vampcotas. Vancha también advirtió eso, y, lentamente, se soltó los cinturones con los shuriken.

—Tirad las pistolas —les dijo a Steve, Harkat y Debbie.

Ellos se quedaron mirándolo sin decir palabra.

—¡Hacedlo! —insistió bruscamente, y ellos obedecieron.

Vancha levantó las manos desnudas.

—Hemos dejado nuestras armas de largo alcance. ¿Vais a ordenarles a vuestras mascotas que hagan lo mismo para que se enfrenten honorablemente a nosotros… o nos disparareis a sangre fría como los perros cobardes que creo que sois?

—¡Disparadles! —chilló Garfito, con la voz rezumante de odio—. ¡Disparadles a todos!

Los vampcotas levantaron sus armas y apuntaron.

—¡No! —bramó el vampanez que estaba a la izquierda de Garfito, y los vampcotas se detuvieron—. ¡Por todas las sombras de la noche, he dicho que no!

Garfito se giró hacia él.

—¿Estás loco?

—Ten cuidado —le advirtió el vampanez—. No me desafíes o te mato aquí mismo.

Garfito dio un paso atrás, aturdido. El vampanez se encaró con los vampcotas.

—Tirad las armas —ordenó—. Lucharemos con nuestras armas tradicionales. Con honor.

Los vampcotas obedecieron la orden. Vancha se volvió y nos guiñó un ojo mientras dejaban sus armas a un lado. Luego volvió a enfrentarse a los vampanezes.

—Antes de que empecemos —dijo—, me gustaría saber qué clase de criatura es esa cosa con garfios.

—¡Soy un vampanez! —respondió Garfito, indignado.

—¿De veras? —Vancha sonrió burlonamente—. Nunca había visto a uno que tuviera un ojo distinto del otro.

Los ojos de Garfito giraron explorativamente.

—¡Maldición! —exclamó—. Se me debió escurrir cuando caí…

—¿Qué se te escurrió? —preguntó Vancha.

—Una lentilla —respondí yo suavemente—. Lleva lentillas rojas.

—¡No, no las llevo! —chilló Garfito—. ¡Es mentira! Díselo, Bargen. Mis ojos son tan rojos como los tuyos, y mi piel igual de púrpura.

El vampanez a la izquierda de Garfito arrastró los pies con embarazo.

—Es un vampanez —dijo—, pero de conversión reciente. Quiere parecerse al resto de nosotros, así que lleva lentillas y… —Bargen carraspeó detrás del puño—… se pinta la cara y el cuerpo de púrpura.

—¡Traidor! —aulló Garfito.

Bargen lo miró con repugnancia, y luego escupió en el suelo polvoriento como Vancha había hecho momentos antes.

—¿A qué ha llegado el mundo, cuando los vampanezes convierten a maniacos como este y reclutan humanos para luchar por ellos? —preguntó Vancha tranquilamente, sin asomo de burla en su voz: era una pregunta genuina y desconcertada.

—Los tiempos cambian —respondió Bargen—. No nos gustan esos cambios, pero los aceptamos. Nuestro Señor ha dicho que así debe ser.

—¿Y esto es lo que el gran Señor de los Vampanezes ha traído a su pueblo? —ladró Vancha—. ¿Matones humanos y monstruos locos con garfios por manos?

—¡Yo no estoy loco! —gritó Garfito—. ¡Sólo de rabia! —Me señaló y gruñó ferozmente—: ¡Y todo es culpa suya!

Vancha se volvió y se quedó mirándome, como si no hubiera nadie más en la estancia.

—¿Darren? —inquirió Mr. Crepsley en voz baja.

—No sé de qué está hablando —dije.

—¡Mentiroso! —Garfito se echó a reír y empezó a bailotear—. ¡Mentiroso, mentiroso, cara de oso!

—¿Conoces a esta criatura? —preguntó Mr. Crepsley.

—No —insistí—. La primera vez que lo vi fue cuando me atacó en el callejón. Nunca…

—¡Mientes! —chilló Garfito, dejando de bailar y mirándome con ira—. ¡Finge todo lo que quieras, tío, pero tú sabes quién soy! ¡Y sabes lo que hiciste para conducirme a esto!

Levantó los brazos y los garfios centellearon a la luz de las velas.

—Sinceramente —juré—, no tengo ni idea de a qué te refieres.

—¿No? —sonrió burlonamente—. Es fácil mentirle a una máscara. Veamos si sigues manteniendo tu mentira cuando te enfrentes… —Se quitó el pasamontañas con un veloz barrido de los garfios de la izquierda, revelando su rostro—… ¡a esto!

Era un rostro redondo, duro, barbudo, manchado de pintura púrpura. Durante unos segundos no logré emplazarlo. Entonces, uniéndolo a las manos perdidas y a la familiaridad que previamente había notado en su voz, lo reconocí por fin.

—¿Reggie Verdureggie? —exclamé con voz ahogada.

—¡No me llames así! —chilló—. ¡Soy R. V… de Recto Vampanez!

No supe si reír o llorar. R. V. era un hombre al que había conocido no mucho después de haberme unido al Cirque du Freak, un eco-guerrero que había dedicado su vida a proteger los campos. Habíamos sido amigos hasta que me descubrió matando animales para alimentar a las Personitas. Se empeñó en liberar al hombre-lobo (él pensaba que lo maltratábamos) pero aquella bestia salvaje le arrancó los brazos de un bocado. La última vez que lo vi, iba huyendo en la noche, chillando con todas sus fuerzas: «¡Mis manos! ¡Mis manos!».

Y ahora estaba aquí. Con los vampanezes. Y comencé a entender por qué me habían tendido una trampa y quién estaba detrás de ello.

—¡Tú enviaste aquellos formularios a Mahler! —lo acusé.

Sonrió maliciosamente, y meneó la cabeza.

—¿Con unas manos como estas? —Agitó los garfios ante mí—. Son buenas para trocear, rebanar y destripar, pero no para escribir. Yo hice mi parte haciéndote bajar aquí, pero fue alguien con mucha más astucia que yo quien ideó el plan.

—No entiendo nada —interrumpió Vancha—. ¿Quién es este lunático?

—Es una larga historia —dije yo—. Te la contaré más tarde.

—Optimista hasta el final —rió Vancha para sus adentros.

Me acerqué paso a paso a R. V., ignorando las amenazas de vampanezes y vampcotas, hasta que estuve a sólo un metro de él. Estudié su rostro en silencio. Se removió inquieto, pero no se apartó.

—¿Qué te ocurrió? —le pregunté, perplejo—. Tú amabas la vida. Eras amable y bondadoso. ¡Eras vegetariano!

—Ya no —dijo R. V., con una risita—. Ahora como mucha carne, ¡y me gusta chorreante de sangre!

Su sonrisa se ensombreció.

—Tú fuiste lo que me ocurrió, tú y tu banda de bichos raros. Tú arruinaste mi vida, tío. Vagué por el mundo solo, asustado e indefenso, hasta que fui acogido por los vampanezes. Ellos me dieron fuerza. Me equiparon con unas nuevas manos. A cambio, ayudé a entregarte a ellos.

Meneé la cabeza tristemente.

—Te equivocas. Ellos no te han hecho fuerte. Te han convertido en una abominación.

Su rostro se oscureció.

—¡Retira eso! ¡Retira eso o te…!

—Antes de que esto vaya más lejos —lo interrumpió Vancha con sequedad—, ¿puedo preguntar una cosa más? Es la última.

R. V. lo miró fijamente, en silencio.

—Si tú no nos tendiste esta trampa, ¿quién lo hizo?

R. V. no dijo nada. Ni tampoco los otros vampanezes,

—¡Vamos! —exclamó Vancha—. No seáis tímidos. ¿Quién fue el listillo?

Durante unos momentos más, se guardó silencio. Luego, detrás de nosotros, alguien dijo con voz suave y perversa:

—Fui yo.

Me giré en redondo para ver quién había hablado. También lo hicieron Vancha, Harkat y Mr. Crepsley. Pero no Debbie, porque estaba quieta, con un cuchillo apoyado sobre la suave piel de su garganta. Y tampoco Steve Leopard, porque estaba detrás de ella… ¡sosteniendo el cuchillo!

Nos quedamos mirando a la pareja boquiabiertos, sin decir palabra. Parpadeé dos veces, lentamente, pensando que tal vez así podría devolverle la cordura al mundo. Pero no fue así. Steve aún estaba allí, apoyando su cuchillo contra el cuello de Debbie, con una amplia y oscura sonrisa.

—Quítate los guantes —dijo Mr. Crepsley con voz tensa—. Quítatelos y enséñanos tus manos.

Steve sonrió con complicidad, y se llevó a la boca las puntas de los dedos de la mano izquierda (con la que rodeaba la garganta de Debbie), sujetó los extremos enguantados con los dientes y liberó la mano. Lo primero que vieron mis ojos fue la cruz grabada en la palma, la cruz que se había hecho la noche que juró perseguirme y matarme. Luego mis ojos se deslizaron desde la palma hasta los extremos de sus dedos, y comprendí por qué Mr. Crepsley le había pedido que se quitara los guantes.

Había cinco pequeñas cicatrices en las yemas de sus dedos: el signo de que era una criatura de la noche. Pero Steve no se había convertido en un vampiro. Le había convertido uno de los otros. ¡Era un semi-vampanez!