Se encontraba lo bastante cerca de mí como para abalanzarme sobre el cañón de su arma y quizá desviarlo. Pero no podía moverme. Estaba tan aturdido que sólo podía limitarme a observar. Debbie Hemlock entrando en la clase de Lengua me había dejado anonadado… pero Steve Leopard (cuyo verdadero apellido era Leonard) apareciendo así de la nada fue diez veces más impactante.
Tras un puñado de angustiosos segundos, Steve bajó la pistola de las flechas y se la enfundó en un cinturón a la espalda. Extendió las manos, me cogió del brazo por encima del codo y tiró de mí. Me levanté dócilmente, como una marioneta en sus manos.
—Te has librado por los pelos, ¿eh? —dijo… y sonrió.
—¿Es que no vas a matarme? —jadeé.
—¡Ni pensarlo! —Me cogió la mano derecha y me la estrechó torpemente—. Hola, Darren. Me alegro de volver a verte, viejo amigo.
Miré fijamente nuestras manos enlazadas, y luego su rostro. Entonces le rodeé con mis brazos y le abracé con toda mi alma.
—¡Steve! —Empecé a sollozar sobre sus hombros.
—Deja eso —murmuró, y pude oír cómo se le quebraba la voz—. Como sigas, me vas a hacer llorar a mí.
Me apartó, se enjugó los ojos y esbozó una amplia sonrisa.
Yo me sequé las mejillas y sonreí radiantemente.
—¡Eres tú de verdad!
—Por supuesto. No creerás que pueda haber otra persona tan atractiva, ¿verdad?
—Tan modesto como siempre —observé con ironía.
—De modesto, nada. —Hizo una inspiración y luego se echó a reír—. ¿Puedes caminar?
—Creo que lo más que puedo hacer es andar a la pata coja —dije.
—Entonces, apóyate en mí. No quiero perder tiempo. Garfito podría regresar con sus amigos.
—¿Garfito? Ah, te refieres al vampa… —Me detuve, preguntándome cuánto sabría Steve acerca de las criaturas de la noche.
—El vampanez —concluyó él, con un parco asentimiento.
—¿Los conoces?
—Obviamente.
—¿El tipo que tenía esos garfios por manos es uno de los que han estado matando a la gente?
—Sí. Pero no está solo. Ya hablaremos de eso más tarde. Primero hay que sacarte de aquí y lavarte bien.
Dejando que me apoyara en él, Steve me hizo volver por el mismo camino por donde había venido, y mientras caminábamos no pude evitar preguntarme si me había quedado inconsciente en el callejón. Si no hubiera sido por el dolor de mi pierna (que era demasiado real), me habría sentido seriamente tentado a pensar que todo esto no era más que una alucinación.
***
Steve me hizo subir al quinto piso de un destartalado bloque de apartamentos. Muchas de las puertas ante las que pasábamos a lo largo del rellano estaban tapiadas con tablas o derribadas.
—Bonito vecindario —comenté con sarcasmo.
—Este edificio está desahuciado —dijo—. Hay unos pocos apartamentos ocupados (en su mayor parte, por viejos que no tienen ningún otro sitio a dónde ir), pero la mayoría están vacíos. Prefiero los lugares como este a hospedarme en casas o en hoteles. El espacio y la tranquilidad favorecen mis propósitos.
Steve se detuvo ante una maltratada puerta marrón que mantenía cerrada con un candado muy grueso y una cadena. Rebuscó en sus bolsillos y encontró una llave, abrió el candado, quitó la cadena y empujó la puerta. El aire en el interior estaba viciado, pero él no pareció notarlo mientras me empujaba dentro y cerraba la puerta. El interior se quedó a oscuras hasta que encendió una vela.
—No hay electricidad —dijo—. En los apartamentos de abajo aún está conectada, pero se la cortarán en una semana.
Me ayudó a entrar en una desordenada sala de estar y me dejó sobre un sofá que había conocido días mejores: estaba raído, y los muelles, delgados pero duros, le asomaban por varios agujeros.
—Procura no empalarte —rió Steve.
—¿Tu decorador está en huelga? —pregunté.
—No te quejes —me regañó Steve—. Es una buena base en la que trabajar. Si hubiéramos tenido que regresar a algún hotel ostentoso, tendríamos que explicar lo de tu pierna y por qué estamos cubiertos de porquería. Por no hablar de esto… —Se desprendió despreocupadamente del par de pistolas de flechas y las dejó a un lado.
—¿Te importaría decirme qué está pasando, Steve? —pregunté quedamente—. ¿Cómo es que te encontrabas en ese callejón, y por qué llevas eso?
—Más tarde —dijo—, cuando hayamos atendido tus heridas. Y después —sacó un teléfono móvil y me lo tendió— de que hayas hecho una llamada.
—¿Y a quién se supone que debo llamar? —pregunté, mirando el teléfono con suspicacia.
—Garfito te siguió desde la casa de tu amiga…, la señorita de piel morena.
Me puse pálido.
—¿Sabe dónde vive Debbie? —jadeé.
—Si ese es su nombre…, sí. Dudo que vaya a ir a por ella, pero si no quieres correr riesgos, te aconsejo que la llames y le digas…
Antes de que acabara, yo ya estaba tecleando botones. El teléfono de Debbie sonó cuatro veces. Cinco. Seis. Siete. Ya estaba a punto de salir corriendo a rescatarla, a pesar de mi pierna herida, cuando lo cogió y dijo:
—¿Hola?
—¡Soy yo!
—¿Darren? ¿Qué estás…?
—Debbie… ¿Confías en mí?
Hizo una pausa alarmada.
—¿Es una broma?
—¿Confías en mí? —gruñí.
—Pues claro —respondió, percibiendo mi seriedad.
—Entonces, sal de ahí ahora. Mete en una maleta lo que necesites y lárgate. Busca un hotel para el fin de semana y quédate allí.
—Darren, ¿qué está pasando? ¿Has perdido el…?
—¿Quieres morir? —la interrumpí.
Una pausa silenciosa. Luego, en voz baja:
—No.
—Entonces, sal de ahí.
Apagué el móvil y recé para que hiciera caso a mi advertencia.
—¿Ese vampanez sabe dónde vivo yo? —pregunté, pensando en Harkat.
—Lo dudo —dijo Steve—. Si así fuera, te habría atacado allí. Por lo que he visto, se tropezó contigo esta noche por casualidad. Estaba observando a la multitud, seleccionando a su próxima víctima, cuando te vio y siguió tu rastro. Te siguió hasta la casa de tu amiga, esperó, fue detrás de ti cuando te marchaste y…
Ya conocía el resto.
Steve fue a buscar un botiquín de primeros auxilios que había en un estante detrás del sofá. Me dijo que me inclinara hacia delante y luego me examinó la nuca.
—¿Hay un corte? —pregunté.
—Sí, pero no es grave. No necesitará puntos. Te lo limpiaré y te pondré una venda.
Después de verme la cabeza, se concentró en mi pierna. Tenía un corte profundo y la sangre empapaba la tela de mis pantalones. Steve los cortó con un par de afiladas tijeras, dejando la piel al descubierto, y luego desinfectó la herida con un algodón. Cuando estuvo limpia, la examinó por un momento, y luego se fue y regresó con una bobina de hilo y una aguja.
—Esto te va a doler —dijo.
—No será la primera vez que me cosan —sonreí forzadamente.
Se puso manos a la obra e hizo un buen trabajo. Cuando el corte estuviera completamente curado, sólo me quedaría una pequeña cicatriz.
—Ya habías hecho esto antes —comenté mientras él enrollaba el hilo.
—Hice un cursillo de primeros auxilios —dijo—. Supuse que no me vendría mal. Pero nunca imaginé quién sería mi primer paciente.
Me preguntó si me apetecía beber algo.
—Sólo un poco de agua.
Sacó una botella de agua mineral de una bolsa, en el fregadero, y llenó un par de vasos.
—Siento que no esté fría. El frigorífico no funciona sin electricidad.
—No importa —dije, tomando un trago largo. Luego señalé el fregadero con la cabeza—. ¿También han cortado el agua?
—No, pero no querrías bebértela… Está bien para lavar, pero estarías yendo al lavabo durante días si te la tragaras.
Nos sonreímos el uno al otro por encima de los vasos.
—¿Y bien? —dije—. ¿Te importaría contarme qué has estado haciendo los últimos quince años?
—Tú primero —dijo Steve.
—Nanay. Tú eres el anfitrión. Te toca empezar a ti.
—¿Lo echamos a suertes? —sugirió.
—De acuerdo.
Sacó una moneda y me dijo que escogiera.
—Cara.
Lanzó la moneda al aire, la atrapó y la cubrió de un manotazo. Luego retiró la mano e hizo una mueca.
—Nunca he tenido mucha suerte —suspiró, y empezó a hablar.
Fue una larga historia, y, antes de que acabara, ya nos habíamos bebido la botella de agua y encendido una segunda vela.
***
Steve nos había odiado a Mr. Crepsley y a mí durante mucho, mucho tiempo. Se levantaba bien avanzada la noche, planeando su futuro, soñando con el día en que nos seguiría la pista y nos clavaría una estaca en el corazón.
—Estaba loco de rabia —murmuró—. No podía pensar en nada más. En la clase de Carpintería me dediqué a hacer estacas. En Geografía me aprendí los mapas del mundo de memoria, para conocer los caminos que recorriera en cualquier país donde os buscara.
Aprendió todo lo que había que saber sobre los vampiros. Poseía una gran colección de libros de terror cuando le conocí, pero la había duplicado, y luego triplicado en el espacio de un año. Descubrió qué tipo de clima nos gustaba más, donde preferíamos construir nuestros hogares, y el mejor modo de matarnos.
—Me puse en contacto con gente por Internet —dijo—. Te sorprendería saber la cantidad de cazavampiros que hay. Intercambiamos notas, historias, opiniones… La mayoría eran unos tarambanas, pero había unos pocos que sabían de lo que hablaban.
Cuando cumplió los dieciséis dejó el colegio y su hogar, y se puso a recorrer el mundo. Se mantuvo gracias a una serie de empleos variados, trabajando en hoteles, restaurantes y fábricas. A veces robaba, o asaltaba casas vacías y las ocupaba. Fueron unos años difíciles, duros y solitarios. Tenía muy pocos escrúpulos, aún menos amigos, y ningún interés verdadero, excepto el de aprender cómo llegar a ser un asesino de vampiros.
—Al principio, se me ocurrió fingir que quería ser su amigo —explicó—. Fui a buscar vampiros, actuando como si quisiera convertirme en uno de ellos. La mayor parte de lo que había leído en los libros o visto en Internet eran tonterías, así que decidí que la mejor forma de librarme de mis enemigos era llegar a conocerlos.
Naturalmente, cuando por fin encontró a unos cuantos vampiros y consultó los libros adecuados, comprendió que no éramos monstruos. Descubrió nuestro respeto a la vida, que no matábamos a los humanos cuando bebíamos, y que éramos gente de honor.
—Eso hizo que me analizara a mí mismo a conciencia —suspiró, con el rostro sombrío y triste a la luz de la vela—, y entendí que el monstruo era yo, como el capitán Ahab en Moby Dick, a la caza de un par de ballenas asesinas… ¡salvo que estas ballenas no eran asesinas!
Gradualmente, su odio cedió. Aún estaba resentido conmigo por irme con Mr. Crepsley, pero aceptaba el hecho de que yo no lo había hecho para fastidiarle. Cuando le echaba una mirada al pasado, veía que yo había renunciado a mi familia y a mi hogar para salvarle la vida, y que no le había engañado ni conspirado en su contra.
Fue entonces cuando detuvo su disparatada búsqueda. Dejó de buscarnos, expulsó de su mente toda idea de venganza y se sentó a pensar en lo que haría con el resto de su vida.
—Podría haber regresado —dijo—. Mi madre aún vive. Podría haber vuelto a casa, terminar mis estudios, encontrar un trabajo normal y labrarme una vida corriente. Pero la noche tiene una forma de reclamar a quienes la abrazan. Había descubierto la verdad sobre los vampiros…, pero también sobre los vampanezes.
Steve no había podido dejar de pensar en los vampanezes. Pensaba que era increíble que pudieran existir criaturas así, vagando y matando a su antojo. Eso le enfurecía. Quería poner fin a sus hábitos asesinos.
—Pero no podía acudir a la policía —sonrió tristemente—. Habría tenido que capturar a un vampanez vivo para demostrar su existencia, pero coger a un vampanez vivo es casi imposible, como tú bien sabes.
»Y aunque me creyeran, ¿qué podían hacer? Los vampanezes vienen, matan y se van. Para cuando hubiera convencido a la policía del peligro que corrían, los vampanezes se habrían esfumado, y el peligro con ellos. Lo único que podía hacer… ¡era encargarme de ellos yo mismo!».
Poniendo en práctica los conocimientos que había adquirido cuando se preparaba para ser un cazavampiros, Steve se impuso la tarea de encontrar y matar a cuantos vampanezes pudiera. No era fácil: los vampanezes son expertos en ocultar sus huellas (y los cuerpos de sus víctimas), sin apenas dejar pruebas de su existencia, pero entonces encontró gente que sabía algo de sus costumbres, y así se hizo una idea de los hábitos de los vampanezes, sus características y sus rutas, y finalmente se tropezó con uno.
—Matarlo fue lo más difícil que he hecho nunca —dijo Steve sombríamente—. Sabía que era un asesino, y que volvería a matar si lo dejaba ir, pero mientras estaba allí de pie, observándole mientras dormía… —Se estremeció.
—¿Cómo lo hiciste? —pregunté en voz baja—. ¿Con una estaca?
Asintió amargamente.
—Tonto de mí…, sí.
—No lo entiendo —dije, frunciendo el ceño—. ¿Es que una estaca no es el mejor modo de matar a un vampanez, como a los vampiros?
Me miró fríamente.
—¿Alguna vez has matado a alguien con una estaca?
—No.
—¡No! —resopló—. Clavarla es bastante simple, pero entonces la sangre sale a chorros y te salpica la cara, los brazos y el pecho, y el vampanez no se muere enseguida, como hacen los vampiros en las películas. El que maté yo sobrevivió casi un minuto, sacudiéndose y chillando. Se arrastró fuera del ataúd y vino a por mí. Era lento, pero me resbalé en su sangre, y antes de que me diera cuenta ya lo tenía encima de mí.
—¿Qué hiciste? —pregunté con voz ahogada.
—Le di puñetazos y patadas, intentando matarlo. Afortunadamente, había perdido demasiada sangre y no tenía fuerzas para matarme. Pero murió encima de mí, empapándome con su sangre, y su cara junto a la mía mientras se estremecía y sollozaba y…
Steve desvió la mirada. No insistí en que me diera más detalles.
—Desde entonces, he aprendido a usar eso. —Movió la cabeza hacia las pistolas de flechas—. Son lo mejor que hay. Las hachas también están bien (si tienes la precisión y la fuerza necesarias para cortar limpiamente una cabeza), pero pasa de las armas ordinarias: no te servirán de nada contra los huesos extra duros y los músculos de los vampanezes.
—Lo tendré en cuenta —dije, forzando una débil sonrisa, y luego le pregunté a Steve cuántos vampanezes había matado.
—Seis, aunque dos de ellos estaban locos y de todos modos habrían muerto antes de que pasara mucho tiempo.
Yo estaba impresionado.
—Son más de los que logra matar la mayoría de los vampiros.
—Los humanos tenemos una ventaja sobre los vampiros —dijo Steve—. Podemos movernos y atacar durante el día. En un combate justo, un vampanez barrería el suelo conmigo. Pero si los coges de día, mientras están durmiendo…
»Aunque —añadió— eso está cambiando. Los últimos que seguí iban acompañados por humanos. No conseguí acercarme lo suficiente para matarlos. Es la primera vez que veo vampanezes viajando con asistentes humanos».
—Los llaman vampcotas —le expliqué.
Frunció el ceño.
—¿Cómo lo sabes? Pensaba que las razas nocturnas no se relacionaban unas con otras.
—Y así había sido, hasta hace poco —dije sombríamente, y entonces le eché un vistazo a mi reloj. Steve no había terminado su historia (aún tenía que explicarme cómo había llegado aquí), pero ya era hora de irme. Se me había hecho tarde y no quería que Harkat se preocupara.
—¿Quieres venir conmigo a mi hotel? Allí podrás acabar de hablarme de ti. Además, hay alguien con quien me gustaría que compartieras tu historia.
—¿Mr. Crepsley? —supuso Steve.
—No. Él está fuera, de… negocios. Es alguien más.
—¿Quién?
—Es demasiado largo de explicar. ¿Vienes?
Vaciló un momento, y luego dijo que sí. Pero se detuvo a coger sus pistolas de flechas antes de marcharnos. ¡Me dio la sensación de que Steve ni siquiera iba al lavabo sin sus armas!