CAPÍTULO 10

Paseé por las calles como si andar deprisa pudiera librarme de mis problemas, pensando en las cosas que podría haberle dicho a Debbie para hacer que me aceptara. Estaba seguro de que ella sentía por mí lo mismo que yo por ella. Pero mi apariencia la confundía. Tenía que encontrar un modo de lograr que me viera como a un adulto, y no como a un niño. ¿Y si le contaba la verdad? Me imaginé dándole la noticia:

«Debbie, prepárate para algo muy fuerte: soy un vampiro».

«Eso es estupendo, cariño».

«¿No te asusta?».

«¿Debería hacerlo?».

«¡Bebo sangre! ¡Me deslizo en mitad de la noche en busca de humanos dormidos, y les abro las venas!».

«Bueno… Nadie es perfecto».

La conversación imaginaria trajo una sonrisa fugaz a mis labios. La verdad es que no tenía ni idea de cómo reaccionaría Debbie. Nunca se lo había contado a un ser humano. No sabía por dónde ni cómo empezar, ni qué me diría esa persona en respuesta. Yo sabía que los vampiros no eran los monstruos asesinos e insensibles de las películas y los libros de terror… pero ¿cómo convencería a los demás?

—¡Malditos humanos! —rezongué, enojado, dándole una patada a un buzón—. ¡Malditos vampiros! ¡Deberíamos ser todos tortugas o algo así!

Mientras se me ocurría esa ridícula idea, miré a mi alrededor y me di cuenta de que no tenía ni idea de en qué parte de la ciudad me hallaba. Busqué el nombre de alguna calle que me resultara familiar, para poder seguir el camino hasta mi casa. Las calles estaban, en gran parte, desiertas. Ahora que los misteriosos asesinos se habían detenido o marchado, los soldados se habían retirado, y aunque la policía local aún patrullaba las calles, se habían reducido las barreras y podías caminar sin tener que prestarles atención. Aun así, seguía en vigor en toque de queda, y la mayoría de la gente lo respetaba de buena gana.

Me encantaban las calles oscuras y silenciosas. Bajaba en soledad por los estrechos y enrevesados callejones, como podría haber recorrido los túneles de la Montaña de los Vampiros. Era reconfortante imaginarme de regreso con Seba Nile, Vanez Blane y los demás, sin vida amorosa, ni escuela, ni búsquedas inducidas por el destino de las que preocuparme.

Pensar en la Montaña de los Vampiros me llevó a pensar en Paris Skyle. Había estado tan ocupado con el colegio y con Debbie, que no había tenido tiempo de pensar en la muerte del Príncipe. Echaría de menos al viejo vampiro que tanto me había enseñado. También nos habíamos reído juntos. Mientras pasaba por encima de un montón de basura esparcida por el suelo en un callejón particularmente oscuro, recordé la vez, pocos años atrás, en que se inclinó demasiado sobre una vela y se le incendió la barba. Se puso a dar saltos por la Cámara de los Príncipes como un payaso, chillando y palmoteando las llamas hasta que…

Algo me golpeó la cabeza con fuerza desde atrás, y me derrumbé entre la inmundicia. Lancé un grito al caer, mientras los recuerdos de Paris se hacían añicos, y rodé en actitud defensiva, cubriéndome la cabeza con las manos. Mientras rodaba, un objeto plateado se estrelló contra el suelo, donde había estado mi cabeza, haciendo saltar chispas.

Ignorando la herida de mi cabeza, avancé sobre mis rodillas buscando algo con lo que defenderme. Había una tapa de plástico de un cubo de basura en el suelo, a mi alcance. No era gran cosa, pero fue lo único que pude encontrar. Me agaché velozmente, la agarré y, sosteniéndola frente a mí como un escudo, me volví para hacer frente a la acometida de mi atacante, que venía corriendo hacia mí a una velocidad que ningún ser humano hubiera podido alcanzar.

Algo dorado centelleó y descendió en arco hacia mi improvisado escudo, cortando la tapa por la mitad. Alguien soltó una risita, que sonó a pura e insensata maldad.

Durante un instante terrible pensé que era el fantasma de Murlough, que venía en busca de venganza. Pero eso era una tontería. Yo creía en fantasmas (Harkat había sido uno, antes de que Mr. Tiny lo hiciera regresar de la muerte), pero este tipo era demasiado sólido para ser un espíritu.

—¡Te voy a cortar en pedazos! —fanfarroneó mi atacante, rodeándome cautelosamente. Había algo familiar en su voz, pero aunque lo intenté, no conseguí determinar qué era.

Estudié su figura mientras daba vueltas a mi alrededor. Llevaba ropas oscuras y el rostro ocultó tras un pasamontañas. Por debajo sobresalía el borde de una barba. Era grande y fornido (aunque no tan gordo como lo había sido Murlough), y pude ver dos ojos rojos refulgiendo por encima de sus dientes al descubierto. No tenía manos, sino dos accesorios metálicos (uno de oro, el otro de plata) acoplados a los extremos de sus codos. Había tres garfios en cada uno, afilados, curvados, mortales.

El vampanez (sus ojos y su velocidad lo delataban) atacó. Era rápido, pero esquivé los garfios asesinos, que se clavaron en la pared que había a mi espalda, produciendo un cráter considerable cuando tiró de ellos. Mi atacante tardó menos de un segundo en liberar la mano, pero yo aproveché ese tiempo para golpear, dándole una patada en el pecho. Sin embargo, él esperaba algo así, y bajó el otro brazo hacia mi espinilla, apartándome la pierna con un golpe despiadado.

Solté un chillido cuando el dolor se extendió por mi pierna. Dando un salto desesperado, le arrojé al vampanez las dos mitades de la tapa del cubo de basura. Las esquivó, riendo. Intenté correr… pero no pude. No podía apoyarme sobre mi pierna herida, y tras un par de zancadas caí al suelo, indefenso.

Giré sobre mi espalda y me quedé mirando fijamente al vampanez de los garfios, que se acercaba sin prisa. Balanceaba los brazos de un lado a otro mientras avanzaba, y sus garfios producían horribles chirridos al rozarse unos con otros.

—Voy a descuartizarte —siseó el vampanez—. Lenta y dolorosamente. Empezaré por los dedos. Te los cortaré uno por uno. Luego las manos. Luego los dedos de los pies. Luego…

Se oyó un chasquido agudo, seguido del silbido del aire al dividirse. Algo pasó junto a la cabeza del vampanez, fallando por poco. Le dio a la pared y quedó incrustada en ella: era una flecha, corta, gruesa y con punta de acero. El vampanez soltó una maldición y se agachó, ocultándose en las sombras del callejón.

Sentí el paso del tiempo como arañas correteando por mi espinazo. La furiosa respiración del vampanez y mis ahogados sollozos llenaban el aire. No se veía ni oía a la persona que había disparado la flecha. Mientras retrocedía arrastrándose, el vampanez clavó sus ojos en los míos y me enseñó los dientes.

—Ya te cogeré —juró—. Morirás lentamente, con gran agonía. Te descuartizaré. Primero los dedos. Uno por uno.

Luego se dio la vuelta y echó a correr. Una segunda flecha partió tras él, pero él se agachó y volvió a errar el blanco, enterrándose en una gran bolsa de basura. El vampanez alcanzó el final del callejón y desapareció rápidamente en la noche.

Hubo una larga pausa. Luego, pasos. Un hombre de estatura mediana surgió de la penumbra. Iba vestido de negro, con una larga bufanda alrededor del cuello, y unos guantes cubriendo sus manos. Tenía el pelo gris (aunque no era viejo) y una inflexible severidad en sus rasgos. Sostenía un arma en forma de pistola, en cuyo extremo sobresalía una flecha con punta de acero. Del hombro izquierdo le colgaba otra de aquellas armas que disparaban flechas.

Me senté con un gruñido, y me froté la pierna derecha, intentando devolverle algo de vida.

—Gracias —dije mientras el hombre se acercaba. No respondió, sino que siguió hasta el final del callejón, donde escudriñó el área, en busca de algún rastro del vampanez.

Volviéndose, el hombre del pelo gris regresó y se detuvo a un par de metros. Sostenía la pistola de las flechas con la mano derecha, pero no apuntaba inofensivamente al suelo: me estaba apuntando a mí.

—¿Le importaría bajar eso? —inquirí, obligándome a esbozar una tímida sonrisa—. Me acaba de salvar la vida. Sería una pena que eso se le disparara por accidente y me matara.

No respondió inmediatamente. Ni bajó el arma. No había la menor calidez en su expresión.

—¿No te sorprende que te haya perdonado la vida? —preguntó. Y al igual que me había ocurrido con el vampanez, la voz de aquel hombre me resultó familiar, pero tampoco esta vez supe por qué.

—Yo… supongo… —dije con voz débil, mirando nerviosamente el arma que lanzaba flechas.

—¿Sabes por qué te he salvado?

Tragué saliva.

—¿Porque tiene buen corazón?

—Quizá. —Avanzó un paso. El extremo de su arma apuntaba ahora directamente a mi corazón. Si disparaba, haría un agujero del tamaño de una pelota de fútbol en mi pecho—. ¡O quizá te haya salvado para mí! —siseó.

—¿Quién es usted? —grazné, apretándome desesperadamente contra la pared.

—¿No me reconoces?

Sacudí la cabeza. Estaba seguro de haber visto antes su cara, pero no lograba ponerle nombre.

El hombre resopló por la nariz.

—Es extraño. Nunca pensé que pudieras llegar a olvidarte. Por otra parte, ha pasado mucho tiempo, y los años no me han tratado tan bien como a ti. Pero tal vez recuerdes esto.

Extendió la mano izquierda. El guante estaba cortado alrededor de la palma y dejaba la piel al descubierto. Era una mano corriente en todos los aspectos, salvo en uno: en el centro, había una tosca cruz grabada en la carne.

Mientras miraba fijamente aquella cruz, de aspecto suave y sonrosado, los años se evaporaron y me encontré de regreso a un cementerio, a mi primera noche como asistente de un vampiro, enfrentándome a un chico al que le había salvado la vida, un chico que tenía celos de mí, que pensaba que yo me había confabulado con Mr. Crepsley y le había traicionado.

—¡Steve! —exclamé con voz ahogada, mientras mis ojos se elevaban desde la cruz hasta su fría y dura mirada—. ¡Steve Leopard!

—Sí —asintió sombríamente.

Steve Leopard, el que una vez fuera mi mejor amigo. El chico furioso y confundido que había jurado convertirse en cazavampiros cuando se hiciera mayor, para poder perseguirme… ¡y matarme!