CAPÍTULO 3

Las puertas de la Cámara de los Príncipes sólo podía abrirlas un Príncipe, colocando una mano sobre ellas o tocando un panel en los tronos, en el interior de la Cámara. Nada podía atravesar las paredes de la Cámara, que había sido construida por Mr. Tiny y sus Personitas siglos atrás.

La Piedra de Sangre estaba alojada en la Cámara, y era de vital importancia. Era un artefacto mágico. Todo vampiro que viniera a la montaña (y la mayoría de los tres mil vampiros que había en el mundo había hecho el viaje al menos una vez) ponía sus manos sobre la Piedra de Sangre y dejaba que absorbiera parte de su sangre. La Piedra podía utilizarla entonces para localizar a ese vampiro. Así, si Mr. Crepsley quisiera saber dónde estaba Arrow, sólo tenía que poner las manos sobre la Piedra y pensar en él, y en unos segundos habría obtenido una visión del Príncipe. O, si pensaba en una zona, la Piedra podía decirle cuántos vampiros había en ella.

Yo no podía utilizar la Piedra de Sangre para buscar a otros (sólo los vampiros completos podían hacerlo), pero podía ser localizado a través de ella, ya que había tomado mi sangre cuando me convertí en Príncipe.

Si la Piedra cayera en manos de los vampanezes, podrían usarla para encontrar a todos los vampiros vinculados a ella. Ocultarse de ellos sería imposible. Nos aniquilarían. A causa de este peligro, algunos vampiros querían destruir la Piedra de Sangre… pero según la leyenda, podría salvarnos en nuestra hora de mayor necesidad.

Estaba pensando en todo eso mientras Paris utilizaba la Piedra de Sangre para dirigir las tropas en el campo. Mientras recibíamos los informes sobre la posición de los vampanezes, Paris se servía de la Piedra para averiguar dónde se encontraban los Generales, y entonces se comunicaba telepáticamente con ellos, ordenándoles trasladarse de un lugar a otro. Esto era lo que lo agotaba tanto. Había otros que podían utilizar la Piedra, pero como Príncipe, la palabra de Paris era ley, y se ahorraba tiempo dando las órdenes él mismo.

Mientras Paris se concentraba en la Piedra, Mr. Crepsley y yo pasamos gran parte de nuestro tiempo cotejando informes de campo para obtener una imagen clara de los movimientos de los vampanezes. Muchos otros Generales también lo hacían, pero nuestra labor consistía en tomar sus conclusiones, estudiarlas, seleccionar los puntos más importantes y hacer sugerencias a Paris. Teníamos montones de mapas, con alfileres que señalaban las posiciones de vampiros y vampanezes.

Mr. Crepsley había estado estudiando minuciosamente un mapa durante diez minutos, y parecía preocupado.

—¿Has visto esto? —preguntó al fin, reclamando mi atención.

Miré el mapa atentamente. Había tres banderas amarillas y dos rojas alrededor de una ciudad. Empleábamos los cinco colores básicos para llevar la cuenta de las cosas. Banderas azules para los vampiros. Amarillas para los vampanezes. Verdes para los baluartes de los vampanezes: ciudades y pueblos que utilizaban como bases. Situábamos banderas blancas en los lugares donde habíamos ganado alguna batalla, y rojas donde las habíamos perdido.

—¿Qué debería ver? —pregunté, mirando fijamente las banderas amarillas y rojas. Tenía los ojos llorosos por la falta de sueño y la excesiva concentración en los mapas y los informes malamente garabateados.

—El nombre de la ciudad —dijo Mr. Crepsley, recorriéndolo con una uña.

Al principio, aquel nombre no tuvo el menor significado para mí. Entonces se me despejó la cabeza.

—Es su hogar original —musité.

Era la ciudad en la que Mr. Crepsley había vivido cuando era humano. Doce años antes, había regresado allí, llevándonos a mí y a Evra Von (el niño-serpiente del Cirque du Freak) con él, para detener a un vampanez loco llamado Murlough, que se había instalado allí para correrse una juerga mortal.

—Busca los informes —dijo Mr. Crepsley.

Cada bandera tenía el número de su informe correspondiente en nuestros archivos, así que sabíamos exactamente qué representaba cada una de ellas. Al cabo de unos minutos encontré los folios pertinentes y los ojeé rápidamente.

—De los vampanezes vistos por allí —murmuré—, dos se disponían a entrar en la ciudad, y otro salía de ella. La primera bandera roja es de hace un año: cayeron cuatro Generales en una dura reyerta con varios vampanezes.

—Y la segunda bandera roja señala el punto donde Staffen Irve perdió a dos de sus hombres —dijo Mr. Crepsley—. Fue al añadir al mapa esta bandera cuando me he dado cuenta del grado de actividad que hay alrededor de la ciudad.

—¿Cree que pueda significar algo? —pregunté. Era inusual que se hubieran localizado tantos vampanezes en la misma zona.

—No estoy seguro —respondió—. Los vampanezes podrían haber establecido su base ahí, pero no sé por qué: queda fuera de la trayectoria de sus otros baluartes.

—Podríamos enviar a alguien a investigar —sugerí.

Lo consideró, pero luego meneó la cabeza.

—Ya hemos perdido a demasiados Generales allí. No es un sitio estratégicamente importante. Es mejor dejarlo.

Mr. Crepsley se frotó la larga cicatriz que le dividía la carne en el lado izquierdo del rostro, y volvió a fijar su atención en el mapa. Llevaba el copete pelirrojo más corto de lo habitual (la mayoría de los vampiros se estaban cortando el pelo por culpa de las garrapatas), y parecía casi calvo bajo la potente luz de la Cámara.

—Le preocupa, ¿verdad? —observé.

Asintió.

—Si tienen una base instalada, deben estar alimentándose de los humanos. Aún lo considero mi hogar, y no me gusta pensar que mis antiguos vecinos y parientes estén sufriendo en manos de los vampanezes.

—Podríamos enviar a un grupo a deshacerse de ellos.

Lanzó un suspiro.

—Eso no estaría bien. No puedo anteponer mis asuntos personales a la seguridad del clan. Si pudiera salir ahí fuera alguna vez, podría ir yo mismo a investigar la situación, sin necesidad de enviar a otros.

—¿Qué probabilidades tenemos usted y yo de poder salir de aquí? —inquirí sarcásticamente. No me gustaba luchar, pero después de seis años confinado en la montaña, habría dado mis uñas por pasar unas cuantas noches fuera, aunque tuviera que enfrentarme a una docena de vampanezes sin ayuda de nadie.

—Tal como están las cosas…, pocas —admitió Mr. Crepsley—. Creo que estaremos aquí metidos hasta que acabe la guerra. Si alguno de los otros Príncipes sufriera heridas graves y tuviera que abandonar el campo de batalla, podríamos reemplazarle. De lo contrario… —Hizo tamborilear los dedos sobre el mapa, haciendo una mueca.

—Usted no tiene por qué quedarse —dije en voz baja—. Aquí hay gente de sobra para aconsejarme.

Soltó una seca risotada.

—Sí, aquí hay gente de sobra para guiarte —convino—, ¿pero cuántos se atreverían a darte un coscorrón cuando cometieras un error?

—No muchos —reí entre dientes.

—Ellos te ven como a un Príncipe —dijo—, mientras que yo aún te sigo viendo ante todo como a un mocoso entrometido con afición a robar arañas.

—¡Qué encantador! —resoplé. Sabía que estaba bromeando (Mr. Crepsley siempre me trataba con el respeto que mi posición merecía), pero en su broma había algo de verdad. Entre Mr. Crepsley y yo había un vínculo especial, como el que hay entre un padre y un hijo. Él podía decirme cosas que ningún otro vampiro se atrevería a decirme. Sin él, estaría perdido.

Dejando a un lado el mapa del primer hogar de Mr. Crepsley, retomamos los asuntos más importantes de la noche, mientras evocábamos los acontecimientos que finalmente nos hicieron regresar a la ciudad en la que Mr. Crepsley había pasado su juventud, y el terrible enfrentamiento con el demonio que nos esperaba allí.