CAPÍTULO 9

En mi tercer martes en el colegio, hice un amigo. Richard Montrose era un chico pequeño, de cabello ratonil, al que conocía de las clases de Lengua e Historia. Era un año más joven que la mayoría. No hablaba mucho, pero los profesores siempre estaban felicitándole. Y, claro está, eso le convertía en el objetivo perfecto para los matones.

Ya que yo no podía tomar parte en los juegos del patio, pasaba la mayor parte del recreo dando vueltas por allí, o en el aula de Informática de la tercera planta del edificio, en la parte trasera del colegio. Allí era donde estaba cuando escuché ruidos de pelea en el exterior, y al salir a investigar, descubrí a Richard inmovilizado contra la pared por Smickey Martin (el tipo que me había llamado gilipollas en mi primer día de colegio) y tres de sus amigos. Smickey estaba registrando los bolsillos del chico más joven.

—Ya sabes que tienes que pagar, Monty —reía—. Si no te cogemos las pelas nosotros, lo harán otros. Más vale malo conocido que bueno por conocer.

—Por favor, Smickey —sollozaba Richard—. Esta semana, no. Tengo que comprarme un atlas nuevo.

—Pues haber tenido más cuidado con el viejo —dijo Smickey, con una risita.

—¡Pero si fuiste tú quien me lo rompió…! —Richard estuvo a punto de llamarle a Smickey algo muy feo, pero se calló a tiempo.

Smickey se detuvo con aire amenazador.

¿Q’ibas a llamarme, Monty?

—Nada —jadeó Richard, ahora realmente asustado.

—Sí, ibas a hacerlo —gruñó amenazadoramente Smickey—. Sujetadle, chicos. Voy a enseñarle a…

—Tú no vas a enseñarle nada —dije yo tranquilamente, a sus espaldas.

Smickey se volvió rápidamente. Al verme, se echó a reír.

—El pequeño Darsy Horston —dijo, riendo entre dientes—. ¿Q’aces aquí? —No respondí. Me limité a mirarlo fríamente—. Será mejor que te largues corriendo, Horsty —dijo Smickey—. Toavía no’mos ido a por tus pelas… ¡pero eso no quiere decir que no lo hagamos!

—A mí no me vais a sacar nada —le respondí—. Y tampoco volveréis a sacarle nada a Richard. Ni a nadie más.

—¿Eh? —Sus ojos se estrecharon—. Esas son palabras mayores, Horsty. Si las retiras enseguida, puede que m’olvide de que las has dicho.

Di un paso adelante, tranquilamente, encantado de tener la oportunidad de poner a aquel matón en su sitio. Smickey frunció el ceño (no se esperaba un abierto desafío), y luego, con una amplia sonrisa, agarró a Richard por un brazo y lo empujó hacia mí. Me aparté mientras Richard gritaba (yo estaba completamente concentrado en Smickey), pero entonces oí que chocaba contra algo duro. Al mirar hacia atrás, vi que se había estampado contra la barandilla de las escaleras y que caía por encima… ¡para precipitarse de cabeza desde tres pisos de altura!

Me lancé hacia atrás, intentando coger a Richard por los pies. Se me escapó el pie izquierdo, pero aferré con un par de dedos el tobillo derecho justo antes de que desapareciera por encima del pasamanos. Agarré con fuerza la tela de sus pantalones escolares y solté un gruñido cuando el peso de su cuerpo me lanzó bruscamente contra la barandilla. Oí que algo se rasgaba, y temí perderlo si se le habían roto los pantalones. Pero el tejido resistió, y mientras colgaba de la barandilla, gimoteando, tiré de él hacia arriba y lo puse de pie.

Cuando Richard estuvo a salvo, me di la vuelta para enfrentarme a Smickey Martin y a los demás, pero ya se habían dispersado como los cobardes que eran.

—Mucho ruido y pocas nueces —murmuré, y luego le pregunté a Richard si estaba bien. Asintió débilmente, pero no dijo nada. Le dejé donde estaba y regresé al suave zumbido del aula de Informática.

Momentos después, Richard apareció en la entrada. Aún temblaba, pero también sonreía.

—Me has salvado la vida —dijo. Me encogí de hombros y miré fijamente la pantalla como si estuviera inmerso en ella. Richard esperó unos segundos, y entonces dijo—: Gracias.

—No fue nada. —Alcé la mirada hacia él—. Tres pisos no es una caída tan grande. Probablemente sólo te habrías roto algunos huesos.

—Creo que no —dijo Richard—. Iba a caer en picado, como un avión. —Se sentó junto a mí y contempló la pantalla—. ¿Creando un salva-pantallas?

—Sí.

—Sé dónde encontrar imágenes realmente buenas de películas de ciencia ficción y de terror. ¿Quieres que te lo enseñe?

Asentí.

—Eso sería genial.

Sonriendo, hizo volar sus dedos sobre el teclado, y pronto estuvimos charlando sobre el colegio, los deberes y las computadoras, y lo que quedaba del recreo se me pasó volando.

***

Richard se cambió de asiento en Lengua e Historia para poder sentarse a mi lado, y me dejó copiar sus apuntes: tenía su propio método de taquigrafía, que le permitía tomar nota velozmente de todo lo que se decía en clase. Además empezó a pasar la mayoría de sus clases libres y el recreo conmigo. Me sacó del aula de Informática y me presentó a otros amigos suyos. No me recibieron exactamente con los brazos abiertos, pero al menos ahora tenía algunas personas con las que hablar.

Era divertido pasar el rato con ellos, hablando de televisión, cómics, música, libros y (¡por supuesto!) chicas. Yo y Harkat (Harkat y yo) teníamos televisiones instaladas en nuestras habitaciones del hotel, y empezamos a ver algunos programas por la noche. La mayoría de las cosas con las que disfrutaban mis nuevos amigos eran repetitivas y tediosas, pero fingí que me entusiasmaban tanto como a ellos.

La semana pasó rápidamente, y antes de darme cuenta ya tenía otro fin de semana por delante. Por primera vez me sentí ligeramente contrariado por tener dos días libres (Richard se iba a casa de sus abuelos), pero animado ante la idea de pasarlos con Debbie.

Había estado pensando mucho en Debbie, y en el vínculo que había entre nosotros. Habíamos estado muy unidos de adolescentes, y ahora me sentía más cerca que nunca de ella. Sabía que había obstáculos (especialmente mi apariencia), pero después de pasar tanto tiempo con ella, creía que ahora podríamos superar esos obstáculos y continuar donde lo dejamos trece años atrás.

Aquel viernes por la noche, me armé de todo mi valor cuando estábamos sentados juntos en el sofá, y me incliné sobre Debbie, intentando besarla. Ella me miró sorprendida, y me apartó suavemente, con una risa nerviosa. Cuando traté de besarla de nuevo, su sorpresa se convirtió en una furia helada y me empujó firmemente.

—¡No! —me espetó.

—¿Por qué no? —repliqué, contrariado.

—Soy tu profesora —dijo Debbie, levantándose—. Tú eres mi alumno. No estaría bien.

—No quiero ser tu alumno —gruñí, levantándome y yendo junto a ella—. Quiero ser tu novio.

De nuevo, me incliné hacia ella para besarla, pero antes de poder hacerlo, me abofeteó con fuerza. Parpadeé y me quedé mirándola, aturdido. Me dio otra bofetada, con más suavidad esta vez. Estaba temblando, y había lágrimas en sus ojos.

—Debbie… —gemí—. No pretendía…

—Quiero que te vayas ahora —dijo Debbie.

Me alejé un par de pasos, y entonces me detuve. Abrí la boca para protestar.

—No —dijo Debbie—. No digas nada. Sólo vete, por favor.

Asintiendo tristemente, le di la espalda y caminé hacia la puerta. Me detuve con los dedos en el picaporte y le dije, sin mirar atrás:

—Sólo quería estar más cerca de ti. No pretendía hacerte ningún daño.

Tras un breve silencio, Debbie suspiró y dijo:

—Ya lo sé.

Me arriesgué a echar un rápido vistazo atrás: Debbie tenía los brazos cruzados sobre el pecho y miraba hacia el suelo. Estaba a punto de llorar.

—¿Esto va a cambiar las cosas entre nosotros? —pregunté.

—No lo sé —respondió con franqueza. Levantó la vista hacia mí y pude ver que en sus ojos se mezclaban la confusión y las lágrimas—. Dejémoslo por un par de días. Hablaremos de esto el lunes. Necesito pensar en ello.

—De acuerdo. —Abrí la puerta, di un paso fuera y entonces dije precipitadamente—: Puede que no quieras oírlo, pero te amo, Debbie. Te amo más que a nadie en el mundo.

Y antes de que pudiera responder, cerré la puerta y me escabullí escaleras abajo como un perro apaleado.