CAPÍTULO 5

Mr. Chivers llegó poco después de las nueve y cuarto, resoplando y con la cara roja (más tarde me enteré de que venía a la escuela en bicicleta). Pasó deprisa ante mí sin decirme nada, abrió la puerta de su despacho y fue dando traspiés hasta la ventana, donde se quedó mirando hacia abajo, al cuadrado de cemento. Descubrió a alguien, subió la ventana y rugió:

—¡Kevin O’Brien! ¿Ya te han expulsado de clase?

—¡No ha sido culpa mía, señor! —gritó un jovencito—. ¡A mi pluma se le cayó la tapa dentro de mi mochila y echó a perder mis deberes! ¡Podría haberle ocurrido a cualquiera, señor! ¡No creo que deban expulsarme por…!

—¡Preséntate en mi despacho en tu próxima clase libre, O’Brien! —le interrumpió Mr. Chivers—. ¡Hay algunos suelos que fregar!

—¡Oooh, señor!

Mr. Chivers bajó bruscamente la ventana.

—¡Tú! —dijo, indicándome que me acercara con un gesto—. ¿Por qué estás aquí?

—Soy…

—No habrás roto una ventana, ¿verdad? —me cortó—. ¡Porque si lo has hecho, te costará sudor y sangre pagarla!

—No he roto ninguna ventana —respondí con brusquedad—. No he tenido tiempo de romper nada. He estado pegado a su puerta desde las ocho, esperándole. ¡Llega tarde!

—¿Eh? —Se sentó, sorprendido por mi actitud directa—. Lo siento. Se me desinfló un neumático. Fue el pequeño monstruo que vive dos pisos más abajo. Él… —Se aclaró la garganta, recordando quién era y frunciendo el ceño—. Eso no es de tu incumbencia. ¿Quién eres y por qué me esperabas?

—Me llamo Darren Horston. Soy…

—… ¡el chico nuevo! —exclamó—. Lo siento… Había olvidado que vendrías. —Se levantó y me estrechó la mano, moviéndola de arriba a abajo—. Estuve fuera este fin de semana (haciendo senderismo), y no volví hasta anoche. Dejé una nota pegada a la nevera el viernes, pero debió perderse esta mañana.

—No pasa nada —dije, liberando mis dedos de su mano sudorosa—. Ya está aquí. Más vale tarde que nunca.

Me estudió con curiosidad.

—¿Así es como te dirigías a tu anterior director? —preguntó.

Recordé cómo me echaba a temblar cuando estaba ante la directora de mi antiguo colegio.

—No —dije, ahogando una risita.

—Bien, porque así tampoco debes dirigirte a mí. No soy un tirano, pero no tolero impertinencias. Sé respetuoso cuando me hables, y añade «señor» al final. ¿Entendido?

Inspiré profundamente.

—Sí. —Una pausa—. Señor.

—Mejor —gruñó, y luego me invitó a sentarme. Abrió un cajón, sacó un documento y lo examinó concienzudamente, en silencio—. Buenas notas —dijo, al cabo de un par de minutos, dejándolo a un lado—. Si consigues lo mismo aquí, no tendremos quejas.

—Lo haré lo mejor que pueda. Señor.

—Es todo lo que pedimos.

Mr. Chivers estudiaba mi rostro, fascinado por mis cicatrices y quemaduras.

—Lo has pasado mal, ¿verdad? —comentó—. Debió ser horrible estar atrapado en un edificio en llamas.

—Sí, señor.

Aquello figuraba en el informe que me había enseñado Mr. Blaws: según los formularios que había rellenado mi «padre», yo había sufrido serias quemaduras en el incendio de una casa, cuando tenía doce años.

—¡Tranquilo, bien está lo que bien acaba! Estás vivo y en activo, y no importa nada más.

Se levantó, guardó el documento, se miró la parte delantera de su traje (tenía manchas de huevo y migas de tostada en la corbata, que se sacudió), y fue hacia la puerta, pidiéndome que lo siguiera.

Mr. Chivers me llevó a visitar rápidamente las instalaciones del colegio, señalándome el aula de Informática, la sala de reuniones, el gimnasio y las aulas principales. La escuela había sido una academia de música, de ahí su nombre (Mahler era un compositor famoso), pero la habían cerrado veinte años atrás, para reabrirla como escuela normal.

—Aún damos gran importancia a las dotes musicales —me dijo Mr. Chivers mientras echábamos un vistazo a una gran habitación con media docena de pianos—. ¿Tocas algún instrumento?

—La flauta —respondí.

—¡Un flautista! ¡Espléndido! No hemos tenido un flautista decente desde que Siobhan Toner se graduó hace tres (¿o cuatro?) años. Tendremos que ponerte a prueba para ver de qué estas hecho, ¿eh?

—Sí, señor —respondí débilmente. Imaginé que hablábamos de cosas distintas: él se refería a tocar flautas de verdad, mientras que yo sólo sabía emitir un silbido enlatado… pero no sabía si era un buen momento para aclarárselo. Al final mantuve la boca cerrada, esperando que se olvidara de mi supuesto talento como flautista.

Me explicó que cada clase duraba cuarenta minutos. Había un recreo de diez minutos a las once; cincuenta minutos para almorzar a la una y diez; las clases terminaban a las cuatro.

—Las retenciones, de cuatro y media a seis —me informó—, pero espero que, en tu caso, no sean necesarias, ¿eh?

—Espero que no, señor —respondí dócilmente.

La visita concluyó con el regreso a su oficina, donde me entregó mi horario. Era una lista espantosa: Lengua1, Historia, Geografía, Ciencias, Matemáticas, Dibujo Técnico, dos idiomas modernos, e Informática. Y doble dosis de Educación Física los miércoles. Tenía tres clases libres, una los lunes, otra los martes y otra los jueves. Mr. Chivers dijo que podían dedicarse a las actividades extra-escolares, como Música u otras lenguas, o a estudiar.

Volvió a estrecharme la mano, deseándome la mejor de las suertes y diciéndome que lo llamara si me encontraba en alguna dificultad. Tras advertirme que no rompiera ninguna ventana ni les causara quebraderos de cabeza a los profesores, me acompañó hasta el pasillo, y allí me dejó. Eran las diez menos veinte. Sonó una campana. Era la hora de mi primera clase del día: Geografía.

La clase transcurrió bastante bien. Me había pasado los seis últimos años estudiando mapas minuciosamente y manteniéndome informado sobre el desarrollo de la Guerra de las Cicatrices, así que tenía una mejor noción de la forma del mundo que la mayoría de mis compañeros de clase. Pero no sabía nada sobre Geografía humana (gran parte de la clase giraba en torno a la economía y la cultura, y el modo en que los seres humanos daban forma a su entorno), y me sentía perdido cada vez que la charla se desviaba de las cordilleras y los ríos a los sistemas políticos y las estadísticas de población.

Pese a mi limitado conocimiento de los seres humanos, la Geografía fue un comienzo tan sencillo como habría podido desear. El profesor era amable, podía seguir el hilo de la mayoría de las cosas que explicaba, y pensé que podría alcanzar el mismo nivel que el resto de la clase en unas cuantas semanas.

Las Matemáticas, que era lo que venía a continuación, eran un asunto completamente distinto. Después de cinco minutos ya sabía que tendría problemas. Yo sólo había estudiado Matemáticas básicas en la escuela, y había olvidado la mayor parte de lo poco que había aprendido. Sabía dividir y multiplicar, pero hasta ahí llegaban mis conocimientos… los cuales, como enseguida descubrí, no eran suficientes.

—¿Quieres decir que nunca has hecho álgebra? —exclamó mi profesor, un hombre feroz llamado Mr. Smarts—. ¡Claro que la has hecho! ¡No me tomes por idiota, muchacho! ¡Ya sé que eres nuevo, pero no creas que eso te va a librar! Abre el libro por la página dieciséis y haz el primer grupo de problemas. Recogeré tu trabajo al salir de clase y veré en dónde te encuentras.

Donde yo me encontraba era fuera, al margen de todo, a cientos de kilómetros de distancia. ¡Ni siquiera podía leer los problemas de la página dieciséis, y mucho menos solucionarlos! Busqué en las páginas anteriores, intentando copiar los ejemplos, pero no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Cuando Mr. Smarts recogió mi tarea diciendo que la revisaría durante el recreo y que me la devolvería esa tarde en la clase de Ciencias (que también tenía con él), me encontraba demasiado abatido para darle las gracias por su prontitud.

El recreo no fue mejor. Me pasé los diez minutos vagando solo, con todas las miradas del patio clavadas en mí. Intenté trabar amistad con algunas de las personas a las que había visto en mis dos primeras clases, pero no querían tener nada que ver conmigo. Mi aspecto, mi olor y mi forma de actuar les resultaban raros, y había algo en mí que no les encajaba. Los profesores aún no me habían calado, pero los chicos sí. Sabían que yo no pertenecía allí.

Aunque mis compañeros de estudios hubieran intentado hacerme sentir bienvenido, me habría costado adaptarme. No sabía nada de las películas y los programas de televisión de los que ellos hablaban, ni de estrellas de rock ni estilos de música, ni de libros ni comics. Su forma de hablar también era extraña: gran parte de su jerga era incomprensible para mí.

Tenía Historia después del recreo. Solía ser una de mis asignaturas favoritas, pero este programa de estudios era mucho más avanzado de lo que había sido el mío. La clase se centró en la Segunda Guerra Mundial, que había estado estudiando durante mis últimos meses como ser humano. Entonces sólo había tenido que aprenderme los principales eventos de la guerra y los líderes de los diversos países. Pero de un chico de quince años, que en teoría había avanzado con el sistema, se esperaba que conociera de cabo a rabo las batallas, los nombres de los generales, la gran repercusión de la guerra en la sociedad, y todo eso.

Le expliqué a mi profesora que nos habíamos centrado en Historia Antigua en mi antiguo colegio, y me felicité a mí mismo por haber dado una respuesta tan inteligente… pero entonces ella dijo que había una pequeña clase de Historia Antigua en Mahler, y que lo primero que haría al día siguiente sería trasladarme allí.

¡Ay, ay, ay, ay, ay!

La siguiente clase era Lengua. Le tenía pavor. Podía apañármelas con asignaturas como Geografía e Historia diciendo que había seguido un programa de estudios distinto. ¿Pero cómo iba a explicar mi ignorancia en Lengua? Podía simular que no había leído los mismos libros y poemas que los demás, pero ¿qué ocurriría cuando el profesor me preguntara cuáles había leído? ¡Estaba perdido!

En el aula había una mesa libre cerca de la primera fila, y allí tuve que sentarme. Nuestro profesor se había retrasado. Debido a las dimensiones de la escuela, profesores y alumnos llegaban a menudo un poco tarde a clase. Pasé un par de minutos ojeando ansiosamente el libro de poesía que había comprado el viernes pasado, tratando de memorizar con desesperación algunos fragmentos de poemas al azar, con la esperanza de poder engañar al profesor con ellos.

La puerta del aula se abrió, el nivel del ruido descendió y todo el mundo se puso en pie.

—Sentaos, sentaos —dijo una profesora, dirigiéndose directamente hacia su mesa, donde puso su pila de libros. Se encaró con la clase, sonriendo y echándose hacia atrás los negros cabellos. Era una mujer negra, joven y bonita—. He oído que tenemos un nuevo alumno —dijo, buscándome con la mirada—. Por favor, ¿podrías ponerte en pie para que pueda identificarte?

Me levanté y alcé la mano, sonriendo con nerviosismo.

—Aquí —dije.

—Cerca de la primera fila —dijo con una sonrisa radiante—. Buena señal. Bueno, tengo tu nombre y los detalles anotados en alguna parte. Dame un minuto y…

Se estaba volviendo para echar un vistazo entre sus libros y sus papeles cuando se detuvo repentinamente, como si hubiera recibido una bofetada. Me miró intensamente y dio un paso al frente. Su rostro se iluminó, y exclamó:

—¿Darren Shan?

—Hum… Sí… —Sonreí nerviosamente. No tenía ni idea de quién era ella, y rebusqué en mi almacén de recuerdos (¿se alojaba en el mismo hotel que yo?), cuando algo en la forma de su boca y de sus ojos pulsó un interruptor en el interior de mi cerebro. Dejé mi mesa y avancé varios pasos hacia ella, hasta que sólo nos separó un metro, y estudié su rostro sin poder creérmelo.

—¿Debbie? —inquirí con voz ahogada—. ¿Debbie Hemlock?