Nuestro titular de hoy, 15 de septiembre
Esta ciudad, antaño tan tranquila, se encuentra ahora en estado de sitio. En el breve espacio de seis meses, once personas han sido brutalmente asesinadas, y sus cuerpos desangrados y abandonados en diversos lugares públicos. Muchas más se han desvanecido en las sombras de la noche, y podrían estar tiradas bajo las calles, mientras sus cuerpos sin vida se descomponen en la solitaria oscuridad.
Las fuentes oficiales no pueden explicar la espantosa oleada de crímenes. No creen que los asesinatos sean obra de un solo hombre, pero no han sido capaces de relacionar estos crímenes con ningún criminal conocido. Durante la operación policial más grande en la historia de la ciudad, se ha desarticulado a la mayoría de las bandas locales, arrestado a los líderes de sectas religiosas y echado abajo las puertas de órdenes secretas y hermandades… ¡sin resultado alguno!
La Inspectora Jefe de la Policía, Alice Burgess, cuando se le preguntó por la falta de resultados, respondió con su ya típica rudeza.
—Hemos estado trabajando como negros —espetó—. Todos hemos hecho horas extraordinarias. Nadie ha eludido responsabilidades. Seguimos patrullando las calles, arrestando a cualquiera que parezca sospechoso. Hemos establecido el toque de queda para los niños a las siete de la tarde, y advertido igualmente a los adultos de que permanezcan en sus casas. Si encuentran a alguien que pueda hacerlo mejor, llámenme y gustosamente me quitaré de en medio.
Tranquilizadoras palabras… que no producen alivio alguno. La gente de esta ciudad está harta de promesas y garantías. Nadie duda de la honestidad y el duro esfuerzo realizado por la policía local (ni por el ejército, al que se había pedido que colaborara en la operación), pero la confianza en su capacidad para poner fin a la crisis ha alcanzado mínimos históricos. Muchos se están marchando de la ciudad, para quedarse con parientes o en hoteles, hasta que cesen los asesinatos.
—Tengo niños —nos cuenta Michael Corbett, de cuarenta y seis años, dueño de una tienda de libros de segunda mano—. Huir no me hace sentir orgulloso, y para mi negocio sería la ruina, pero las vidas de mi esposa y mis hijos son lo primero. La policía no puede hacer más ahora de lo que ya hizo hace trece años. Esperaremos hasta que esto se calme, como hicimos antes. Cuando lo haya hecho, volveremos. Mientras tanto, creo que el que se quede aquí es que está loco.
Cuando Mr. Corbett hablaba del pasado, se estaba refiriendo a una época, hace aproximadamente trece años, en que un horror similar asoló esta ciudad. En esa ocasión, un par de adolescentes descubrieron nueve cuerpos, despedazados y desangrados, tal como lo han sido las recientes once víctimas.
Pero aquellos cuerpos fueron cuidadosamente escondidos, y sólo salieron a la luz mucho después de que hubieran ocurrido las muertes. Los asesinos de hoy en día (o más bien, noche, ya que cada víctima fue asaltada después de ponerse el Sol) no se molestaron en ocultar las evidencias de sus viles actos. Es como si se sintieran orgullosos de su crueldad, dejando los cuerpos en lugares donde saben que serán encontrados.
Muchos vecinos creen que la ciudad está maldita y lleva una historia de muerte a cuestas.
—He estado esperando estos asesinatos desde hace cincuenta años —dijo el doctor Kevin Beisty, un historiador local experto en ocultismo—. Los vampiros han venido por aquí desde hace más de ciento cincuenta años, y cuando los vampiros encuentran un sitio que les gusta… ¡siempre vuelven!
Vampiros. Si la del doctor Beisty fuera la única voz que clama contra los demonios de la noche, se le podría descartar por excéntrico. Pero hay muchas más personas que creen que somos víctimas de los vampiros. Señalan el hecho de que los ataques siempre ocurran por la noche, que los cuerpos aparezcan desangrados (aparentemente, sin ayuda de instrumental médico) y, aún más revelador, que aunque tres de las víctimas fueran filmadas por las cámaras de seguridad cuando fueron secuestradas, los rostros de sus atacantes ¡no aparecieron en la cinta!
La Inspectora Jefe Alice Burgess se muestra desdeñosa con la teoría de los vampiros.
—¿Creen que el Conde Drácula anda alborotado? —se echó a reír despectivamente—. ¡No sean ridículos! Estamos en el siglo XXI. Detrás de todo esto sólo hay seres humanos, pervertidos y enfermos. ¡Yo no pierdo el tiempo persiguiendo al hombre del saco!
Ante la presión, la Inspectora Jefe añadió esto:
—No creo en vampiros, y no quiero que unos idiotas como ustedes le llenen a la gente la cabeza de tonterías. Pero les voy a decir una cosa: haré lo que sea para detener a esos salvajes. Y si eso significa clavar una estaca en el pecho de algún loco que se cree un vampiro, lo haré, aunque me cueste el empleo y la libertad. Nadie se librará de esto alegando locura. Sólo hay una forma de pagar por la muerte de once hombres y mujeres buenos: ¡el exterminio!
»Y eso haré —juró la Inspectora Jefe Burgess, con un brillo feroz en sus ojos claros, que habría enorgullecido al profesor Van Helsing—, aunque tenga que perseguirlos hasta Transilvania y volver. No escaparán a la espada de la justicia, sean humanos o vampiros.
»Díganles a sus lectores que atraparé a sus torturadores. Pueden apostarlo. Pueden apostar sus vidas…».
***
Mr. Crepsley empujó la tapa de la alcantarilla y salió, mientras yo y Harkat esperábamos abajo, en la oscuridad. Tras asegurarse de que no había ni rastro de vida en la calle, susurró:
—Vía libre.
Lo seguimos escaleras arriba y salimos al aire libre.
—Odio esos malditos túneles —rezongué, quitándome los zapatos, que estaban empapados de agua, lodo y otras cosas en las que prefería no pensar. Tendría que lavarlos en el fregadero cuando volviera al hotel, y dejarlos sobre el radiador para que se secaran, como había estado haciendo al final de cada noche durante los últimos tres meses.
—Yo tampoco los soporto —coincidió Mr. Crepsley, quitándose con cuidado los restos de una rata muerta de los pliegues de su larga capa roja.
—No están tan mal —dijo Harkat, con una risita. Para él estaban bien. Como no tenía nariz ni sentido del olfato…
—Al menos, no ha llovido —dijo Mr. Crepsley.
—Espere otro mes —respondí agriamente—. Estaremos vadeándolos hasta las caderas a mediados de Octubre.
—Para entonces, ya habremos localizado y encargado de los vampanezes —dijo Mr. Crepsley, sin demasiada convicción.
—Eso es lo que dijo hace dos meses —le recordé.
—Y el mes pasado —añadió Harkat.
—¿Queréis que suspendamos la búsqueda y abandonemos a esa gente en manos de los vampanezes? —inquirió Mr. Crepsley en voz baja.
Yo y Harkat nos miramos, y luego sacudimos la cabeza.
—Claro que no —suspiré—. Sólo estamos cansados y de mal humor. Volvamos al hotel, sequémonos y comamos algo caliente. Estaremos bien después de un buen día de descanso.
Encontramos una cercana escalera de incendios, trepamos al tejado del edificio y emprendimos el camino a través de los tragaluces de la ciudad, donde no había policías ni soldados.
Habían pasado seis meses desde que se nos escapara el Señor de los Vampanezes. Vancha había ido a la Montaña de los Vampiros a informar a los Príncipes y a los Generales, y aún no había regresado. Durante los tres primeros meses, yo, Mr. Crepsley y Harkat habíamos vagado sin rumbo, dejando que nuestros pies nos llevaran donde quisieran. Entonces nos llegó el rumor de la terrorífica situación de la ciudad que había sido el hogar de Mr. Crepsley: estaban matando a la gente, y sus cuerpos aparecían desangrados. Las noticias proclamaban que los vampiros eran los culpables, pero nosotros sabíamos más. Ya nos habían llegado rumores de la presencia de vampanezes en la ciudad, y esto era todo lo que necesitábamos para confirmarlos.
Mr. Crepsley se preocupaba por aquella gente. Aquellos que él había conocido cuando había vivido aquí como humano ya hacía mucho tiempo que estaban muertos y enterrados, pero consideraba a sus nietos y biznietos sus parientes espirituales. Trece años antes, cuando un vampanez loco llamado Murlough atacó la ciudad, Mr. Crepsley regresó (conmigo y con Evra Von, un niño-serpiente del Cirque du Freak) para detenerle. Ahora que la historia se repetía, se sentía obligado a intervenir otra vez.
—Pero quizás debería ignorar mis sentimientos —consideraba tres meses antes, mientras debatíamos sobre la situación—. Deberíamos concentrarnos en la búsqueda del Lord Vampanez. Sería un error por mi parte desviarnos del objetivo de nuestra búsqueda.
—No lo creo —discrepé—. Mr. Tiny dijo que si queríamos encontrar al Lord Vampanez, teníamos que seguir a nuestro corazón. Su corazón le condujo a su hogar, y el mío me dice que no debo apartarme de usted. Creo que debemos ir.
Harkat Mulds, la Personita de piel gris que había aprendido a hablar, estuvo de acuerdo, así que emprendimos el camino hacia la ciudad donde había nacido Mr. Crepsley, para evaluar la situación y ayudar si podíamos. Cuando llegamos, enseguida nos encontramos en medio de un misterio desconcertante. Definitivamente, había vampanezes viviendo allí (al menos, tres o cuatro, si nuestros cálculos eran correctos), pero ¿eran parte de un destacamento o unos rufianes chiflados? Si eran guerreros, deberían haber sido más cuidadosos a la hora de matar: un vampanez cuerdo no deja los cuerpos de sus víctimas donde los humanos puedan encontrarlos. Pero si estuvieran locos, no serían capaces de ocultarse tan hábilmente: después de tres meses de búsqueda, no habíamos hallado ni rastro de vampanezes en los túneles que había bajo la ciudad.
Al volver al hotel, entramos por una ventana. Habíamos alquilado dos habitaciones en el piso superior, y utilizábamos las ventanas para entrar y salir por las noches, ya que acabábamos demasiado sucios y mojados para pasar por el vestíbulo. Además, cuanto menos nos moviéramos por el suelo, mejor: la ciudad estaba alborotada, con policías y soldados patrullando las calles, arrestando a cualquiera que pareciera estar fuera de lugar.
Mientras Mr. Crepsley y Harkat utilizaban los lavabos, yo me desnudé y esperé a que desocuparan alguno. Podíamos haber alquilado tres habitaciones, para que cada uno tuviera su propio lavabo, pero era más seguro para Harkat no mostrarse en público: yo y Mr. Crepsley podíamos pasar por humanos, pero Harkat, con su monstruosa apariencia y sus innumerables suturas, no.
Estuve a punto de quedarme dormido sentado en el borde de la cama. Los últimos tres meses habían sido largos y penosos. Cada noche, vagábamos por los tejados y los túneles de la ciudad, buscando vampanezes, evitando a la policía, a los soldados y a los asustados humanos, muchos de los cuales habían decidido llevar pistolas y otras armas. Aquello nos estaba afectando a todos, pero habían muerto once personas (que supiéramos), y morirían más si no nos ateníamos a nuestro cometido.
Me levanté y caminé por la habitación, intentando mantenerme despierto el tiempo suficiente para entrar en el lavabo. A veces no lo conseguía, y me despertaba a la noche siguiente apestando, sudado y asqueroso, sintiéndome como el vómito de un gato.
Pensé en mi anterior visita a esta ciudad. Entonces era mucho más joven, y aún estaba aprendiendo lo que significaba ser un semi-vampiro. Allí había conocido a mi primera y única novia: Debbie Hemlock. Tenía la piel oscura, los labios gruesos y los ojos brillantes. Me habría gustado conocerla mejor. Pero el deber me llamó, matamos al vampanez loco y la vida nos llevó por caminos distintos.
Desde mi regreso, había pasado varias veces por la casa donde ella vivía con sus padres, esperando en parte que aún viviera allí. Pero ahora había nuevos inquilinos, y no encontré ni rastro de los Hemlock. En realidad, fue una suerte: como semi-vampiro, sólo envejecía una quinta parte en proporción a la escala de los seres humanos, y aunque habían pasado casi trece años desde que besé a Debbie por última vez, yo aparentaba ser sólo unos pocos años mayor. Debbie sería ahora una mujer adulta. Habría sido embarazoso volver a encontrarnos.
La puerta que conectaba las habitaciones se abrió y entró Harkat, secándose con una enorme toalla del hotel.
—El baño ya está libre —dijo, secándose con la toalla la coronilla de su cabeza calva, gris y llena de cicatrices, con cuidado de no irritar sus redondos ojos verdes, que carecían de párpados que los protegieran.
—Hasta luego, orejitas —respondí con una amplia sonrisa, pasando rápidamente a su lado. Aquello era una broma: Harkat, como todas las Personitas, tenía orejas, pero las tenía bajo la piel, a ambos lados de la cabeza, así que daba la impresión de que carecía de ellas.
Harkat había vaciado la bañera, puesto el tapón y abierto el grifo del agua caliente, así que ya estaba casi lleno de agua limpia cuando llegué. Comprobé la temperatura, añadí un poco de agua fría, cerré los grifos y me deslicé dentro… ¡qué delicia! Levanté una mano para apartarme un mechón de pelo de los ojos, pero no conseguí levantar completamente el brazo: estaba demasiado cansado. Me relajé y decidí quedarme allí recostado unos minutos. Ya me lavaría el pelo más tarde. Simplemente quedarme recostado en la bañera y relajarme… unos minutos… sería…
Antes de acabar el pensamiento me había quedado profundamente dormido, y cuando desperté ya era otra vez de noche, y estaba azul por haberme pasado el día entero en una bañera llena de agua fría y asquerosa.