No hay en el mundo entero nadie como mi Mary que sea capaz de improvisar una fiesta o de ponerse a la altura de una celebración. Lo que la hace resplandecer como una joya no es tanto lo que aporta, sino más bien lo que recibe. Le brillan los ojos, se acentúan sus labios sonrientes, su risa rápida presta robustez a una broma más bien desmañada. Con Mary a la puerta de una fiesta, todo el mundo se siente más atractivo, más inteligente de lo que es y, por consiguiente, se torna de hecho más atractivo. Más allá de eso, Mary no tiene por qué hacer otra cosa, y de hecho no lo hace.
Cuando llegué a casa, toda la mansión de los Hawley resplandecía de celebraciones. Las banderitas de colores estaban colgadas en forma de doseles, desde la lámpara del centro a las molduras del techo. De la balaustrada de la escalera pendían hileras de banderitas de plástico multicolores.
—No te lo vas a creer —exclamó Mary—. Ellen las consiguió en la estación de servicio Esso. Se las prestó George Sandow.
—¿Y de qué se trata todo esto?
—Precisamente de todo. De lo glorioso que es.
No sé si estaba enterada de lo de Danny Taylor o si, una vez enterada, prefirió descartarlo de sus pensamientos. Yo desde luego no le invité al festejo, pero él deambulaba por los alrededores. Supe que tendría que salir más tarde a recibirlo, pero por el momento no le invité a entrar.
—Cualquiera diría que ha sido Ellen la premiada con una mención de honor —dijo Mary—. Está más orgullosa que si fuera ella la celebridad homenajeada. Fíjate qué tarta ha preparado ella sola.
Era una tarta blanca y gruesa; en verde, amarillo y azul, había escrito la palabra héroe.
—Vamos a comer pollo asado con salsa y menudillos con puré de patata, aunque estemos en verano.
—Bien, cariño, muy bien. ¿Y dónde está el joven famoso?
—También él está irreconocible. Se está dando un baño y cambiándose para la cena.
—Es un día de portentos, sibila. En alguna parte encontrarás una mula que ha parido y un nuevo cometa en el cielo. Un baño antes de la cena. ¡Quién lo hubiera dicho!
—Pensé que también a ti te gustaría cambiarte de ropa. Tengo una botella de vino, y pensé que a lo mejor te apetece hacer un discurso o algo así, aunque sea una fiesta puramente familiar.
Era como si hubiera llenado la casa de gente deseosa de estar en la fiesta.
De pronto me vi subiendo los peldaños de la escalera de dos en dos para darme un baño y participar en la fiesta.
Al pasar por delante de la puerta del cuarto de Allen, llamé con los nudillos, oí un gruñido y entré.
Me lo encontré de pie ante el espejo, con un espejo de mano para poder verse de perfil. Con algo oscuro, tal vez el rímel de Mary, se había pintado un estrecho bigotillo, se había oscurecido las cejas y había modificado su trazo, de manera que le daban un aire satánico. Sonreía con todo su encanto mundano, cínico, mirándose al espejo cuando entré. Y llevaba mi pajarita de lunares azules. No pareció avergonzarse de que lo hubiera sorprendido de semejante forma.
—Estoy ensayando para perfeccionar mi actuación —dijo, y bajó el espejo de mano.
—Hijo, creo que con tantas emociones no te he dicho lo que siento. Estoy orgullosísimo.
—Bueno, esto no es más que el principio.
—Con toda sinceridad, no pensé que fueras tan buen escritor como el mismísimo Presidente. Es tanta mi sorpresa como mi contento. ¿Cuándo vas a leer tu redacción ante el mundo entero?
—El domingo a las cuatro y media, en transmisión directa para la nación entera. Tendré que viajar a Nueva York. Me han encontrado plaza en un vuelo especial.
—¿Y lo has ensayado todo bien?
—Oh, seguro que me sale bien. Esto no es más que el principio.
—Caramba, pues más bien parece un gran salto. Formar parte de un grupo de cinco en todo el país no es moco de pavo.
—En transmisión directa para la nación entera —insistió. Comenzó a limpiarse el bigote con una bola de algodón; vi con asombro que además tenía un juego completo de maquillaje, con sombra de ojos, pintura, crema de base…
—Nos ha ocurrido todo de repente. ¿Te has enterado de que he comprado la tienda?
—Sí, ya me lo han dicho.
—Pues cuando terminen los festejos y los oropeles, voy a necesitar tu ayuda.
—¿Qué quieres decir?
—Ya te lo dije antes: necesitaré que me eches una mano en la tienda.
—No, no creo que pueda —dijo sin dejar de mirarse en el espejo, esta vez la dentadura en el espejo de mano.
—¿Que no vas a poder? ¿Y por qué?
—Tengo que hacer un par de intervenciones como invitado, y luego participar en «¿A qué me dedico?» y en «El invitado misterioso». Luego habrá otro concurso de preguntas y respuestas que se titula «Acertijos para adolescentes». A este paso, puede que llegue incluso a maestro de ceremonias, así que ya lo ves, no creo que vaya a tener tiempo para eso.
Se extendió una sustancia pegajosa en la cabeza, apretando un bote como de pasta de dientes.
—Así que tienes planeada al detalle tu carrera, ¿no es eso?
—No es más que el comienzo, ya te lo he dicho.
—Esta noche no quiero dejar sueltos mis perros de presa, ni menos aún entablar una guerra contigo. Pero ya tendremos tiempo de hablar tú y yo.
—Hay un tipo de la NBC que te ha llamado varias veces por teléfono. Tal vez sea por algún contrato. Como aún soy menor de edad…
—¿Y has pensado en la escuela, hijo mío?
—¿A quién le hace falta la escuela si tiene un buen contrato?
Salí de inmediato y cerré la puerta. Ya en el cuarto de baño dejé correr el agua fría y me refresqué de arriba abajo, para que el frío me penetrase en la piel y me ayudara a dominar la furia que me embargaba. Cuando salí, limpio y reluciente, oliendo al perfume de Mary, había recuperado el dominio de mí mismo. En cuestión de momentos, antes de la cena, Ellen se sentó en el brazo de mi sillón y se dejó caer luego en mi regazo y me rodeó con ambos brazos por el cuello.
—Te quiero muchísimo —dijo—. ¿No es emocionante? ¿No es Allen una maravilla? Es como si hubiera nacido justamente para eso.
Y pensar que ésa era la criatura que yo consideraba poco antes egoísta y bastante mezquina…
Antes de la tarta hice un brindis por el joven héroe y le deseé la mejor suerte del mundo.
—«Ya el invierno de mi desazón —terminé diciendo— se ha vuelto radiante verano gracias a este sol de York».
—Eso es de Shakespeare —dijo Ellen.
—Pues sí, cielito, pero ¿de qué drama teatral está tomado? ¿Quién lo dice? ¿En qué parte?
—Eso sí que no lo sé —dijo Allen—. Eso es para los empollones.
Ayudé a recoger los platos y a poner orden en la cocina. Mary aún consideraba intacto todo su resplandor.
—Tú no te preocupes —me dijo—. Seguro que tarde o temprano encuentra su camino. Todo saldrá bien. Por favor te pido que tengas paciencia con él.
—Tendré toda la paciencia del mundo, mi sagrado pichón.
—Ha llamado un hombre de Nueva York unas cuantas veces. Supongo que se trata de algo relacionado con Allen. ¿No te parece apasionante que vayan a enviarlo en un avión especial? Además, no consigo acostumbrarme a que tú seas el dueño de la tienda. Por otra parte, ya lo sé: en toda la ciudad se comenta que tú vas a ser el próximo intendente municipal.
—No es cierto.
—Pues yo lo he oído decir al menos media docena de veces.
—Tengo un negocio entre manos, y eso me lo pone imposible. Cariño, tengo que salir un rato. No tardaré, pero tengo una reunión.
—Tal vez termine por desear que vuelvas a ser un simple dependiente. Antes, por lo menos pasabas las noches en casa. ¿Qué le digo a ese hombre si vuelve a llamar?
—Que espere.
—No quiso esperar. ¿Llegarás tarde?
—No lo sé con certeza. Depende de cómo vayan las cosas.
—Qué triste lo de Danny Taylor, ¿verdad? Llévate la gabardina.
—Desde luego que ha sido una pena.
En el vestíbulo, me puse el sombrero y, siguiendo un impulso, tomé el viejo bastón del capitán, que descansaba en el paragüero en forma de pata de elefante. Ellen se materializó a mi lado.
—¿Puedo ir contigo?
—Esta noche no.
—Es que te quiero tanto…
La miré a los ojos largo y tendido.
—Yo también te quiero mucho —le dije—. Te traeré algunas joyas. ¿Cuáles prefieres?
Se le escapó una risita.
—¿Vas a salir con el bastón?
—Sí, por si acaso he de protegerme. —Sostuve la pieza de marfil en espiral como si fuese un sable.
—¿Vas a tardar mucho en volver?
—No, no mucho.
—Ahora en serio: ¿por qué te llevas el bastón?
—Por pura decoración, por hacerme ver, por ganas de amenazar, de imponer el temor debido. Debe de ser un vestigio de la necesidad de llevar armas.
—Te estaré esperando despierta. ¿Puedo sostener esa cosa rosácea?
—No, ni mucho menos, mi florecilla del estiércol. ¿Cosa rosácea? ¿Te refieres al talismán? Pues claro que puedes.
—¿Qué es un talismán?
—Míralo en el diccionario. ¿Sabes cómo se deletrea?
—T-a-l-e-s-m-á-n.
—No, t-a-l-i-s-m-á-n.
—¿Y por qué no me cuentas tú lo que es?
—Lo aprenderás mejor si eres tú quien lo busca, lo encuentra, lo lee y lo asimila.
Me estrechó entre sus brazos con fuerza y, enseguida, me soltó.
Me envolvió de pronto la noche, espesa y húmeda. El aire tenía la densidad de un buen caldo de gallina. De las farolas escondidas entre las espesas copas de los olmos que jalonaban Elm Street emanaban húmedos, peludos halos de mojadura.
Un hombre que tiene un trabajo ve muy poca cosa del mundo normal a la luz diurna. No es de extrañar que todas sus noticias e incluso sus actitudes las reciba de su mujer. Es ella quien sabe lo que ha sucedido, quién ha dicho qué y respecto de quién, pero todo ello se tamiza a través del cedazo de su feminidad, en razón de todo lo cual la mayoría de los hombres que tienen un trabajo ven el mundo, a la luz diurna, con los ojos de las mujeres. Sin embargo, de noche, cuando cierra su negocio o termina su jornada laboral, al menos durante un rato surge el mundo del hombre.
Me resultó grato el tacto del bastón de marfil en la mano, la pesada empuñadura de plata pulida tras años de uso por la palma de la mano del viejo Capitán.
Una vez, hace de esto ya mucho tiempo, cuando vivía en un mundo diurno, un mundo en el que casi todo se me hacía muy difícil de sobrellevar, hubiera terminado con los huesos por tierra. Hubiera terminado boca abajo sobre la hierba, pegado a las briznas más largas. Me hubiera hecho uno con las hormigas, los áfidos y las cochinillas, sin ser ya un coloso. Y en una feroz jungla de hierba encontré esa distracción que significa en el fondo la paz.
Ahora, en plena noche, tuve ganas de visitar el Puerto Viejo y el sitio, donde un mundo ineluctable de ciclos de vida y de tiempo y de mareas incesantes podría alisar todas mis asperezas.
Eché a caminar a paso vivo por High Street, y sólo miré de reojo mi tienda, con las persianas bajadas, al pasar por delante del Foremaster. Delante de la central de bomberos, Willie el Gordo estaba sentado al volante de su coche patrulla, con la cara colorada, sudando como un cerdo.
—¿Qué andas, Eth? ¿Otra vez de ronda?
—Pues sí.
—No sabes cuánto siento lo de Danny Taylor. Era un buen tipo.
—Una verdadera pena —dije, y apreté el paso.
Pasaban espaciados unos cuantos coches que dejaban a su paso una brisa leve, pero no había peatones. Nadie tenía ganas de arriesgarse a sudar la gota gorda.
Doblé al llegar al monumento para enfilar hacia el Puerto Viejo y vi las luces de anclaje de algunos yates y embarcaciones de recreo que faenaban cerca de la costa. Vi entonces una silueta que salía por Porlock Street y avanzaba hacia mí. Por su manera de caminar, por su porte, comprendí que era Margie Young-Hunt.
Se detuvo ante mí sin darme la menor posibilidad de pasar de largo. Hay mujeres que saben parecer la frescura misma, hecha carne, por calurosa que sea la noche. Tal vez se debiera al leve movimiento, a la brisa de su falda de algodón.
—Supongo que me estarás buscando —dijo. Se arregló un mechón de cabello que no se le había salido de su sitio.
—¿Por qué lo dices?
Se dio la vuelta y me tomó por el brazo. Con una fina presión de los dedos me apremió a continuar.
—Así soy yo, ésa es la suerte que tengo. Estaba en el Foremaster. Te vi pasar y pensé que tal vez hubieras salido a buscarme, de modo que di la vuelta de la mano para salirte al encuentro.
—¿Y cómo supiste por qué camino iba a tomar?
—No lo sé. Pero lo supe entonces con toda claridad. Escucha a las cigarras… Eso quiere decir que aún ha de apretar el calor y que no soplará ni brizna de viento. Pero no te preocupes, Ethan. Dentro de nada habremos dejado atrás la luz de las farolas. Si quieres, puedes venir a mi casa. Te invito a una copa, a una copa bien fría, un trago largo, y es una mujer larga y llena de calor la que te hace esta invitación.
Dejé que sus dedos me guiaran hacia la sombras de un bosquecillo asilvestrado. A ras de suelo, unas flores amarillas parecían arder en la oscuridad.
—Aquí es donde vivo. Un simple garaje con una cúpula encima, para dar abrigo al placer.
—¿Y por qué estás tan segura de que te estaba buscando?
—O me buscabas a mí o buscabas a alguien como yo. ¿Has visto alguna vez una corrida de toros, Ethan?
—Sí, una vez, en Arles, poco después de la guerra.
—A mi segundo marido le encantaba llevarme a los toros. Le fascinaba la fiesta. Yo creo que las corridas de toros son para los hombres que no andan muy sobrados de valentía, aunque se mueren de ganas de ser valientes. Si vieras una, entenderías perfectamente lo que intento decir. ¿Recuerdas que luego de todo el trabajo del capote el toro trata de embestir contra algo que en realidad no está ahí?
—Sí.
—¿Recuerdas lo confuso que se siente, lo intranquilo que está, los momentos en que a veces se queda parado, como si buscara una respuesta? Bueno, pues es entonces cuando tienen que presentarle a un caballo, pues de lo contrario se le partirá el corazón. Necesita hincar las astas en algo sólido o, si no, su espíritu desfallece. Bien: pues yo soy ese caballo. Y ésa es la clase de hombres que me suele tocar en suerte, hombres confusos, desconcertados. Si consiguen clavarme los cuernos, para ellos ya es un pequeño triunfo. Luego pueden volver a trastear con la muleta y la espada[1].
—¡Margie!
—Aguarda un momento, que estoy buscando la llave. ¿Notas cómo huele la madreselva?
—Pero si es que yo ya he tenido un triunfo.
—¿De veras? ¿Has corneado un capote? ¿Lo has pisoteado?
—¿Cómo lo has sabido?
—Lo que yo sé es cuándo me viene buscando un hombre, o cuándo busca a otra Margie semejante. Cuidado con la escalera, es bastante angosta. Y no te vayas a golpear la cabeza contra el dintel. Aquí está la llave de la luz, ¿lo ves? Una simple cúpula para dar abrigo al placer: luces suaves, olor perfumado a almizcle… ¡Como un mar sin sol!
—Supongo que, a fin de cuentas, es cierto que eres una bruja.
—De sobra sabes que lo soy. Una pobre bruja de una pequeña ciudad lastimera. Siéntate aquí, junto a la ventana. Voy a poner el ventilador. Y luego haré eso que suelen hacer cuando dicen que «voy a cambiarme y a ponerme cómoda». Y enseguida te traigo un quitapenas o algo mejor, algo que te haga saltar la tapa de los sesos.
—¿Dónde has oído eso de quitapenas? Es una curiosa palabra.
—Sabes de sobra dónde la oí.
—¿Llegaste a conocerlo bien?
—Al menos conocí muy bien una parte de él. Esa parte del hombre que la mujer alcanza a conocer. Algunas veces fue la mejor de las partes, pero no siempre es así. Con Danny desde luego que lo fue. Él confiaba en mí.
La habitación era un álbum de recuerdos compuesto con los restos de otras tantas habitaciones. Trozos sueltos, retazos de otras vidas, como si fueran notas a pie de página. El ventilador, junto a la ventana, emitía un tenue susurro.
No tardó en volver, y llegó efectivamente envuelta en una prenda larga, suelta, de color azul, y en una nube de perfume. Al notar su intensidad, me dijo:
—No te apures. Es una colonia que Mary jamás me ha conocido. Ten, toma una copa, una tónica con ginebra. Remojé el hielo con la tónica. El resto es ginebra, nada más. Si agitas el hielo, te parecerá que está bien fresca.
Me lo bebí como si fuera cerveza y noté el calor seco que se me extendía desde los hombros y me bajaba por los brazos, de modo que me ardió la piel.
—Me parece que te estaba haciendo falta —dijo.
—Me parece que sí.
—Te voy a convertir en un toro valiente a más no poder. Te voy a dar tal poder de resistencia como para creer que tienes el triunfo en las manos. Eso es lo que el toro necesita.
Me quedé mirándome las manos, llenas de rasguños y pequeñas tajaduras producidas de tanto abrir y cerrar cajas y cajones, y también mis uñas, que no llevaba demasiado limpias.
Ella empuñó el bastón de marfil tomándolo del sofá donde yo lo había dejado.
—Espero que no te haga falta para compensar tu pasión desfalleciente.
—¿Es que ahora te has convertido en mi enemiga?
—¿Yo, la mejor amiguita de medio New Baytown? ¿Cómo iba a ser tu enemiga?
Permanecí callado tanto tiempo que noté cómo se acrecentaba su inquietud.
—Tómate todo el tiempo que quieras. Tienes toda la vida por delante para contestar a mi pregunta. Voy a traerte otra copa.
Recibí el vaso lleno de sus manos; tenía los labios y la boca entera tan resecos que tuve que dar un buen sorbo antes de poder decir palabra. Y cuando hablé fue como si tuviera una ronquera incurable.
—¿Qué es lo que quieres?
—Podría haberme conformado con el amor.
—¿Amor de un hombre que ama a su mujer?
—¿A Mary? Si ni siquiera la conoces…
—Sé que es tierna, dulce y que está algo desamparada.
—¿Desamparada? Es más dura que una bota de suela reforzada. Seguirá su camino mucho después de que a ti se te caiga a pedazos el motor. Es como una gaviota, que se sirve del viento para planear en lo alto sin siquiera batir las alas.
—Eso no es verdad.
—Si se presenta alguna dificultad de peso, ella saldrá a flote mientras tú te has de quemar como un barco de papel.
—¿Qué es lo que quieres?
—¿Es que no vas a hacerme una sola insinuación? ¿No vas a aliviar el odio de tus entrañas dándole un buen meneo a la buena de Margie?
Dejé el vaso a medio vaciar sobre una mesita y, veloz cual una serpiente, ella lo levantó y colocó un cenicero debajo, amén de secar el cerco de humedad con la mano.
—Margie… Lo que quiero es saber más de ti.
—No me vengas con ésas. Lo que quieres es saber qué me ha parecido tu manera de actuar.
—No puedo imaginarme qué es lo que quieres mientras no sepa cómo eres.
—Ahora me va a parecer que el buen hombre lo dice en serio. Un dólar por tus pensamientos y otro por tus visiones. Vas a pasar a través de Margie Young-Hunt armado de escopeta y de cámara. Pues resulta que yo fui buena de pequeña, una niña lista, una bailarina más bien mediocre. Conocía eso que suelen llamar un hombre ya entrado en años y me casé con él. Él no me amaba: sólo estaba enamorado de mí. Te lo sirvo en bandeja de plata, como a mí me lo sirvió cuando apenas era una niña bastante lista. No le gustaba mucho el baile, y te aseguro por lo más sagrado que aún le gustaba menos trabajar. Cuando lo abandoné, se quedó tan sumido en la confusión que ni siquiera incluyó en el convenio de divorcio una cláusula que anulara el pago de mi pensión en el supuesto de que yo volviera a casarme. Me casé después con otro y le di tal baile que se me murió en un visto y no visto. A lo largo de veinte años, ese cheque no ha dejado de llegarme ni una sola vez el primero de cada mes. Durante veinte años apenas he movido un dedo, salvo para recoger algunos regalos de mis admiradores. Desde luego, no parece que hayan transcurrido veinte años, pero así es. Tampoco soy ya una niña buena.
Entró en la pequeña cocina y trajo tres cubos de hielo en el cuenco de la mano. Los introdujo en su vaso y vertió un generoso chorro de ginebra. El susurro del ventilador trajo consigo el olor de los llanos cercanos a la mar, expuestos con la marea baja.
—Vas a ganar muchísimo dinero, Ethan.
—¿Estás enterada de cómo marcha el trato?
—Algunos de los romanos de más nobleza son un hatajo de arrastrados.
—Adelante, te escucho.
Hizo un gesto con la mano, como si quisiera apartar algo de delante, y el vaso salió volando. Los cubos de hielo chocaron contra la pared como si fueran tres dados.
—Mi amante tuvo un ataque al corazón la semana pasada. En cuanto se enfríe del todo, dejarán de llegar los cheques. Soy vieja, soy perezosa, tengo miedo. Había puesto en ti los ojos para convertirte en mi reserva, pero no me fío de ti. Eres muy capaz de saltarte alegremente las normas. A lo mejor te da por ser honrado. Por eso te lo digo muy en serio: tengo miedo.
Me puse en pie y descubrí que tenía pesadas las piernas, no ya inseguras. Sólo pesadas, como si estuvieran muy lejos de mí.
—¿Qué es lo que te traes entre manos?
—Marullo también era amigo mío.
—Ya entiendo.
—¿No te apetece acostarte conmigo? Eso se me da muy bien. Al menos eso es lo que dicen todos.
—Es que yo no te odio.
—Precisamente por eso no me fío yo de ti.
—Ya trataremos de idear alguna solución. Yo detesto a Baker. A lo mejor puedes pillarlo a él en un renuncio y pasártelo por la piedra.
—Vaya manera de hablar. No te está sentando nada bien esa copa.
—Bebamos por otros tiempos más felices.
—¿Está Baker enterado de lo que le hiciste a Danny?
—Sí.
—¿Y cómo se lo ha tomado?
—Perfectamente. Pero no seré yo el que le vuelva la espalda.
—Alfio sí debiera haberte vuelto la espalda a ti.
—¿Qué quieres decir?
—Sólo lo que intuyo. Pero apostaría cualquier cosa a esa intuición. No te preocupes, que no se lo voy a decir. Marullo es amigo mío.
—Creo que ya lo entiendo. Estás fomentando su odio para poder sacar a relucir la espada. Margie, lo malo es que tu espada es de goma.
—¿Y a ti te parece que yo no lo sé, Eth? Sin embargo, he invertido mi dinero en una corazonada.
—¿Y quieres decírmelo?
—Podría, por qué no. Me juego cualquier cosa a que los Hawley de diez generaciones te van a dar de puntapiés en todo el trasero y te van a correr a gorrazos. Cuando acaben contigo, no te quedará más que la soga mojada y la sal para frotarte las heridas.
—Si así fuera… ¿qué te va a ti en ello?
—Pues que vas a necesitar una amiga con quien charlar, y resulta que yo soy la única del mundo entero que reúne todas las condiciones. Un secreto es algo terriblemente solitario, Ethan. Y tampoco te costará demasiado. Puede que un pequeño porcentaje, poco más.
—Creo que es hora de que me vaya.
—Acábate la copa.
—No me apetece.
—Pues no te des un golpe en la cabeza al bajar la escalera, Ethan.
Estaba a mitad de camino cuando la oí seguirme.
—¿Me dejas el bastón a modo de recuerdo?
—¡Oh, no!
—Pues ten. Me pareció que podía ser una especie de sacrificio.
Había empezado a llover, y de noche, si llueve, las madreselvas exudan un perfume más dulce aún. Tenía tal flojera en las piernas que de veras necesité el bastón de narval.
Willie el Gordo tenía en el asiento de al lado un rollo de papel de cocina para secarse el sudor de la frente.
—Me juego lo que quieras a que sé quién es.
—Ganarías seguro.
—Una cosa, Eth. Hay por ahí un tipo que te está buscando. Un tipo con un Chrysler de los grandes, con chofer y todo.
—¿Y qué tripa se le ha roto?
—Ni idea. Sólo me preguntó si te había visto. No le dije ni mu.
—Te has ganado un regalo de Navidad, Willie.
—Oye, Eth. ¿Qué te pasa en los pies?
—Estuve jugando al póquer, y se me han dormido las piernas.
—Sí, suele ocurrir. Si vuelvo a ver a ese tipo, ¿le digo que has vuelto a casa?
—Dile que venga mañana a verme a la tienda.
—Un Chrysler Imperial. Fuerte pedazo de hijo puta, largo como un tren de mercancías.
El bueno de Joey estaba quieto en la acera, delante del Foremaster, con aire de flojera, derrotado por el calor.
—Creí que tenía pensado ir a Nueva York a tomarse algo bien frío.
—Hace demasiado calor. No fui capaz de animarme. Entremos a tomar una copa, Ethan. Me encuentro algo deprimido.
—Hace demasiado calor para tomarse una copa, Morph.
—¿Ni siquiera una cerveza?
—La cerveza aún me acalora más.
—Es la historia de mi vida. Cuando me salen malas cartas… No tengo dónde caerme muerto. No tengo siquiera alguien con quien charlar.
—Debería casarse.
—Eso es como no tener nadie con quién hablar, sólo que por partida doble.
—A lo mejor tiene razón.
—Claro que la tengo, faltaría más. No hay nadie tan solo como un hombre bien casado.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque los veo a diario. Ahora mismo tengo a uno delante de mis narices. Me parece que voy a llevar una bolsa de cervezas heladas a casa de Margie Young-Hunt, por si le apeteciera jugar a las amiguitas. Ya sabe que no tiene horario fijo.
—No creo que esté en la ciudad, Morph. Se lo dijo a mi mujer, o al menos me parece recordar que se lo dijo… Que tenía planes de ir a Maine al menos hasta que pase esta ola de calor.
—Maldita sea la muy… En fin, lo que ella pierda lo saldrá ganando el dueño del bar. Le contaré los episodios más tristes de mi vida echada a perder. Él tampoco presta atención. Hasta pronto, Eth. ¡Vaya con Dios! Al menos, así es como lo dicen en México.
El bastón de narval repicaba con ritmo sobre la acera, escandiendo mi pregunta respecto al porqué le dije a Joey lo que le acababa de decir. Ella no estaría con ganas de hablar, y eso echaría el juego a perder. A la fuerza tenía que mantener la anilla fija en su granada de mano. Aún no sé por qué.
Cuando doblé la esquina por Elm Street vi el Chrysler aparcado junto al bordillo, cerca de la vieja mansión de los Hawley. Más parecía un ataúd que un tren de mercancías. Era negro, pero no resplandecía debido a las gotas de lluvia y a la grasa que se levanta de los charcos en las autopistas. Tenía encendidas las luces de posición.
Debía de ser ya muy tarde. No brillaba una sola luz en las casas adormecidas de Elm Street, Estaba empapado, aparte de que debía de haber pisado un charco sin darme cuenta. Los zapatos me hacían un ruido húmedo al caminar.
A través del sucio parabrisas vi a un hombre con gorra de chofer. Me detuve junto al coche monstruoso y llamé con los nudillos a una de las ventanillas, que bajó con un chirrido eléctrico apenas audible. Percibí el ambiente antinatural del aire acondicionado en toda la cara.
—Soy Ethan Hawley. Tengo entendido que me están buscando. —Vi un brillo de dientes en la penumbra, dientes resplandecientes, iluminados por la farola de la calle.
Se abrió la puerta como movida por un resorte propio y bajó un hombre delgado y bien vestido.
—Trabajo para Dunscombe, Brock y Schwin, productores de televisión. Es preciso que hable con usted. —Miró al chofer—. Pero no aquí. ¿Podemos entrar?
—Supongo que sí. Estarán todos dormidos. Si no levanta usted la voz…
Me siguió por la senda de lajas incrustadas en el césped esponjoso. La luz que dejábamos prendida de noche iluminaba el vestíbulo. Nada más entrar, dejé el bastón de narval en el paragüero de la pata de elefante.
Encendí la lámpara de lectura junto a mi sillón de muelles desvencijados.
La casa estaba en calma, aunque se me antojó que reinaba una tranquilidad que no era la de costumbre: una tranquilidad que denotaba nerviosismo. Miré por el hueco de la escalera hacia las puertas de los dormitorios.
—Debe de ser un asunto importante si ha venido a estas horas.
—Desde luego que lo es.
Pude verlo con más claridad. Sus dientes eran sus embajadores, sin que en ello les ayudara el cansancio ni la cautela de sus ojos.
—Queremos que todo esto quede entre nosotros, un asunto privado que no es preciso airear por ahí. Ha sido un mal año, como usted sabrá sin duda. Con el escándalo de los con cursos televisivos amañados y luego el follón de los sobornos y las comisiones del Congreso, se puede usted figurar. Hemos de estar muy atentos a todos los detalles. Corren tiempos peligrosos.
—Ojalá me dijera de qué se trata.
—¿Ha leído usted la redacción de su hijo sobre el tema «Yo amo América»?
—No, no he tenido ocasión. Él quería darme una sorpresa.
—Pues lo ha logrado con creces. No sé cómo se nos pudo pasar, pero lo cierto es que nos lo tragamos entero. —Me hizo entrega de una carpeta azul—. Lea los trozos subrayados.
Me acomodé en mi sillón y abrí la carpeta. Estaba impresa o al menos mecanografiada con una de esas máquinas de escribir que parecen de imprenta, aunque abundaban gruesas rayas a lápiz en uno y otro margen.
Yo amo América
por
Ethan Allen Hawley II
¿Qué es un individuo? Un átomo casi invisible si no se emplea una lente de aumento. Una simple partícula sobre la superficie del universo; comparado con el tiempo inconmensurable de la eternidad, ni siquiera abarca la duración de un segundo. La eternidad carece de principio y de fin, de modo que el individuo es poco más que una mera gota de agua en medio de las grandes profundidades, una gota que se evapora y se la lleva el viento; un grano de arena que pronto ha de reunirse con el polvo del que se formó. ¿Acaso un ser tan insignificante, tan fugaz, tan evanescente, podrá oponerse a la marcha imparable de una gran nación que ha de subsistir durante años y años, prolongarse en el futuro? ¿Podrá oponerse tan poca cosa a esa prolongada línea de la posteridad que surge de nuestras entrañas y que ha de resistir mientras subsista la existencia del mundo? Contemplemos nuestra nación, elevémonos a la dignidad de los patriotas puros y desprendidos, ajenos al egoísmo, y salvemos a la nación de todos los peligros que se avecinan. ¿Qué valemos nosotros, qué vale cualquier hombre, si no está listo, si no está deseoso de sacrificarse por su patria?
Ojeé el resto de las páginas y vi marcas a lápiz negro por todas partes.
—¿Lo reconoce?
—No. Me suena conocido. Parece que estuviera escrito… en el siglo pasado más o menos.
—Así es. Henry Clay. Un discurso de 1850.
—¿Y lo demás? ¿Es todo obra de Clay?
—No. Hay retazos y pasajes tomados de Daniel Webster, otros de Jefferson y, Dios me libre, un párrafo levantado íntegramente del discurso inaugural de la segunda legislatura de Lincoln. No entiendo cómo se nos pudo pasar por alto. Imagino que fue porque eran millares los concursantes. Gracias a Dios que lo descubrimos a tiempo. Después de todas las complicaciones con los concursos televisivos, después de Van Doren y de todo lo demás…
—Desde luego, no parece el estilo en prosa de un simple muchacho.
—No entiendo cómo ha podido ocurrir. Y hubiera seguido su curso si no hubiéramos recibido la postal.
—¿Qué postal?
—Pues una postal con una imagen del Empire State Building.
—¿Quién la envió?
—Un anónimo.
—¿Desde dónde?
—Llegó con matasellos de Nueva York.
—Permítame que la vea.
—Está a buen recaudo, no sea que se presenten más complicaciones. Pero usted no desea que surjan más complicaciones, ¿verdad?
—¿Qué es lo que pretende exactamente?
—Lo que quiero es que nos olvidemos de todo el asunto. Usted se olvida de su parte y nosotros haremos como si nunca hubiera ocurrido… Si es que está usted de acuerdo.
—No va a ser fácil de olvidar.
—Demontre, lo que quiero decir es que se calle la boca y no diga ni pío. A nadie. No nos plantee más problemas. Ya le digo, éste ha sido un mal año. En plena época de elecciones, cualquiera es capaz de desenterrar lo que sea menester.
Cerré las lujosas tapas de la carpeta azul y luego se la devolví.
—Descuide. No les causaré el menor problema. Asomaron sus dientes como perlas exactamente iguales unas a las otras.
—Lo sabía. Ya se lo dije yo. He investigado sobre usted, y tiene unos antecedentes impecables. Es de buena familia.
—¿Tendrá la bondad de irse?
—Debe saber usted que entiendo muy bien cómo se siente.
—Gracias. También yo me hago cargo de la situación. Lo que podamos tapar será como si nunca hubiera existido.
—No quisiera marcharme dejándolo enojado. Mi trabajo consiste en tender las mejores relaciones con el público. Podríamos pensar alguna otra solución. Una beca o algo así… Algo digno de veras.
—¿Es que el pecado se ha declarado en huelga para pedir un aumento de salario? No, váyase ahora, sin más. Se lo ruego.
—Ya se nos ocurrirá alguna cosa.
—Seguro que sí.
Le acompañé hasta la puerta y volví a sentarme; apagué la luz y me quedé sentado, escuchando los sonidos de mi casa. Latía como si tuviera corazón, y tal vez fueran los latidos del mío, así como los rumores de la casa centenaria. Pensé acercarme a la vitrina y sacar el talismán para acariciarlo con ambas manos. Ya me había levantado para ir a buscarlo.
Escuché un crujido y un relincho como el de un potrillo asustado. Escuché pasos rápidos en el vestíbulo, tras los cuales se hizo el silencio. Mis zapatos siguieron emitiendo acuáticos chasquidos en la escalera. Fui a la habitación de Ellen y encendí la luz. Estaba aovillada bajo la sábana, la cabeza debajo de la almohada. Cuando traté de levantarla, se agarró a ella con fuerza y tuve que retirarla de un tirón. Le corría por la comisura de la boca un hilillo de sangre.
—Me resbalé en el cuarto de baño.
—Ya lo veo. ¿Te duele mucho?
—No, creo que no.
—O sea, que no es asunto mío.
—No quería que terminase yendo a la cárcel.
Allen estaba sentado al borde de la cama, desnudo del todo, salvo por los calzoncillos. Sus ojos me hicieron pensar en un ratón acorralado en una esquina, dispuesto al fin a luchar como fuera contra los escobazos.
—¡La muy asquerosa chivata…!
—¿Lo has oído todo?
—Sólo he oído lo que hizo esa chivata asquerosa.
—¿Te has enterado de lo que has hecho tú?
El ratón acorralado pasó al ataque.
—¿Y eso a quién le importa? Es algo que hace todo el mundo. Es pura cuestión de suerte.
—¿De veras lo crees?
—¿Tú no lees nunca los periódicos? Lo hace todo el mundo, hasta los mejor colocados. Echa un vistazo a los periódicos, ya lo verás. Si tienes ganas de creerte un santo, lee los periódicos, anda. Me juego cualquier cosa a que tú también hiciste algo parecido en tus tiempos. Lo hace todo el mundo. Y yo no pienso cargar con las culpas de los demás. No me importa nada de nada, salvo esa asquerosa chivata.
Mary suele tardar en despertarse, pero al fin se despierta del todo. Es posible que ni siquiera estuviese dormida. Estaba en la habitación de Ellen, sentada al borde de su cama. La luz de la farola la iluminaba con claridad suficiente, aun cuando en su rostro aún jugueteasen las sombras. Era sólida como una roca, una gran roca de granito, inamovible en medio de una marea viva. Era cierto. Era resistente como una bota de suela reforzada, inquebrantable, firme, segura.
—¿Te vienes a la cama, Ethan?
Así pues, también ella había estado a la escucha.
—Todavía no, mi amor.
—¿Vas a volver a salir?
—Sí, saldré a caminar.
—Tienes que dormir algo. Además, aún está lloviendo. ¿De veras tienes que salir?
—Sí. Hay un sitio al que tengo que ir.
—Llévate la gabardina, que antes se te olvidó.
—Sí, cariño.
No la besé en ese momento. No podía hacerlo delante de aquella figura acurrucada y tapada a su lado. En cambio, sí le rocé el hombro y le acaricié la cara, que me pareció áspera y dura como la suela de una bota.
Fui un momento al cuarto de baño, a por un paquete de hojas de afeitar.
Me encontraba en el vestíbulo buscando una gabardina en el armario, como me había aconsejado Mary, cuando oí un ruido de pelea, pasos apresurados, un rumor y Ellen que se lanzó hacia mí entre jadeos y gimoteos. Escondió la boca y la nariz ensangrentada en mi pecho y me sujetó por ambos hombros estrechándome con los brazos. Temblaba de pies a cabeza todo su cuerpecillo.
La tomé por el rizo de la frente y la obligué a levantar la cabeza bajo la luz prendida del vestíbulo.
—Llévame contigo.
—Tonta, no puedo llevarte conmigo. Si vienes conmigo a la cocina, te lavaré la cara.
—Llévame contigo. Sé que no piensas volver.
—¿Qué quieres decir, mamarracha? ¿Cómo que no voy a volver? Siempre vuelvo. Descuida, que siempre he de volver. Anda, ve a la cama y descansa. Pronto te sentirás mejor.
—¿No me quieres llevar contigo?
—El sitio al que voy es un sitio en el que no te permitirán entrar. ¿Quieres quedarte en la calle, esperando en camisón?
—No me hagas esto.
Me volvió a abrazar con todas sus fuerzas y me acarició los brazos y los costados con ambas manos. Me metió los puños en los bolsillos, temí que descubriese las hojas de afeitar. Siempre ha sido una niña muy amiga de tocar, acariciar, sobar. Una niña sorprendente. De pronto me dejó libre, retrocedió, me miró a los ojos con la cabeza bien erguida, sin el menor rastro de lágrimas en los suyos. La besé en la sucia mejilla y noté en la boca el sabor de su sangre reseca. Y me volví hacia la puerta.
—¿No quieres llevar el bastón?
—No, Ellen. Esta noche no. Ve a la cama, cielo. Ve a la cama.
Salí corriendo a toda la velocidad que me permitieron las piernas. Supongo que quise huir de ella y de Mary. Oí que Mary bajaba la escalera con pasos comedidos.