19

Mi hijo se comportó francamente bien. Estuvo relajado, amable con todos nosotros. No buscó tomar represalias, no ordenó ejecuciones sumarias. Tanto sus honores como nuestras felicitaciones las aceptó como algo que por naturaleza le correspondía, sin exceso de vanidad, sin falsas modestias. Se adelantó a su silla del cuarto de estar y encendió el transistor antes de que cientos de bengalas chisporroteasen hasta dejar renegridas las varillas que las sujetaban. Saltaba a la vista que nos había perdonado todas nuestras ofensas. Nunca he visto a un chico aceptar la grandeza con tanta elegancia natural.

Fue realmente una noche repleta de maravillas. Si la facilidad con que ascendió Allen al firmamento resultó en cierto modo sorprendente, mucho más lo fue la reacción de Ellen. Tras unos cuantos años de observación estrecha y además forzosa, estaba yo convencido de que la señorita Ellen se sentiría hecha trizas, arrasada por la envidia, y que trataría de buscar algún modo de paliar la grandeza súbita de su hermano. Nunca pude estar más engañado. Resultó que fue Ellen quien más y mejor festejó el éxito de su hermano. Fue Ellen quien nos contó con pelos y señales cómo después de una mágica velada, mientras estaban sentados en un elegante apartamento de la calle 67, viendo distraídamente las últimas noticias en el telediario de la CBS, cuando anunciaron el triunfo de Allen. Fue Ellen quien contó con todo lujo de pormenores qué dijeron, qué aspecto tenían los presentes, cómo hubiera sido posible derribarlos, de lo embelesados que estaban, con el mero roce de una pluma. Allen se mantenía distante, tranquilo, mientras Ellen daba cuenta de que aparecería por televisión con los otros cuatro concursantes que habían recibido las menciones de honor; fue ella quien anunció que leería su redacción ante millones de espectadores que lo verían y lo escucharían encantados. Entre pausa y pausa, Mary reía feliz y contenta. Miré a Margie Young-Hunt. Tenía el mismo aspecto de reserva que había adoptado cuando echaba la fortuna leyendo las cartas. Y una oscura quietud se apoderó de la habitación.

—Esto no hay quien se lo salte —dije—. Es hora de ir a por unos refrescos bien fríos, una ronda para todos.

—Ellen se encarga de ir a por ellos. ¿Dónde está Ellen? Entra y sale como si fuera el humo.

Margie Young-Hunt se puso en pie con un punto de nerviosismo.

—Esto es una celebración familiar. Creo que lo mejor será que me vaya.

—Por favor, Margie. Tú formas parte de la celebración. ¿Adónde ha ido Ellen, si puede saberse?

—Mary, no me obligues a reconocer que estoy un poquito achispada.

—Es verdad, cariño. Tú no has parado quieta, perdona que se me olvide. Nosotros en cambio hemos descansado una barbaridad. No te lo puedes imaginar. Y todo ha sido gracias a ti.

—Me lo he pasado en grande. Es decir, que lo he hecho con muchísimo gusto. No lo hubiera cambiado por nada del mundo.

Estaba claro que tenía ganas de irse, y además cuanto antes. Aceptó nuestros agradecimientos y los de Allen y se marchó.

—No le hemos dicho nada sobre la tienda —dijo Mary sin levantar la voz.

—Dejémoslo correr. Eso sería como despojar de los honores a Su Rosada Eminencia. Y está en su pleno derecho. ¿Dónde se ha metido Ellen?

—Se ha ido a la cama —dijo Mary—. Has estado muy cortés, querido, y tienes toda la razón. Allen, para ti ha sido un día grandioso. Ya va siendo hora de que te acuestes.

—Creo que me apetece pasar un rato aquí sentado —dijo Allen con gran afabilidad.

—Pero es que tienes que descansar.

—Ya estoy descansando.

Mary me miró en busca de auxilio.

—Estos son los momentos difíciles, donde se pone a prueba el alma de los hombres —le dije—. Le puedo dar un rapapolvos o puedo dejar que disfrute de su triunfo sobre todos nosotros.

—La verdad es que no es más que un chiquillo. Necesita descansar.

—Necesita unas cuantas cosas más, pero te aseguro que el descanso no es una de ellas.

—Hasta los más pintados saben que los chiquillos necesitan descansar.

—Las cosas que saben hasta los más pintados la mitad de las veces no son verdad. ¿Tienes noticia de que algún chiquillo haya muerto alguna vez por exceso de fatiga? No. Eso sólo les pasa a los adultos. Los niños son demasiado inteligentes para eso. Descansan cuando de veras lo necesitan.

—Pero es que es más de medianoche.

—Así es, cielo, y mañana dormirá como mínimo hasta mediodía. En cambio, tú y yo nos habremos levantado a las seis.

—¿Quieres decir que te vas a ir a dormir y lo vas a dejar ahí sentado?

—Necesita vengarse por haberlo traído nosotros a este mundo.

—No tengo ni idea de lo que quieres decir. ¿Qué venganza es ésa?

—Necesito que hagamos un pacto, porque empiezo a darme cuenta de que te estás enojando.

—Pues es verdad. Y tú te estás portando como un estúpido.

—Si a la media hora de que nos hayamos acostado nosotros no se mete en su nido, te pago cuarenta y siete millones, ochocientos veintiséis dólares y ochenta centavos.

En fin, lo cierto es que perdí y tuve que pagar mi deuda. Pasaron treinta y cinco minutos desde que nos despedimos, le dimos las buenas noches y la escalera crujió bajo el peso de nuestro famoso.

—Detesto que tengas razón —dijo mi Mary. Estaba ya dispuesta a pasarse la noche entera con el oído aguzado.

—No he tenido yo la razón, mi amor. He perdido por cinco minutos. Lo único que pasa es que a mí algunas cosas no se me suelen olvidar.

Ella se quedó dormida entonces y no oyó a Ellen deslizarse sigilosa por la escalera. Yo sí que la oí. Estaba fijándome en el modo en que mis manchitas rojas bailaban en la oscuridad. Y no quise seguir tras sus pasos, porque oí cómo giraba la llave de bronce de la vitrina. Me di cuenta de que mi hija estaba cargando sus pilas.

Mis manchitas rojas estaban muy activas. Iban y venían de un lado a otro, pero en cuanto trataba de localizarlas y centrarme en ellas desaparecían como si tal cosa. El viejo Capitán se había empeñado en eludirme. No había hecho acto de presencia, al menos con claridad… bueno, al menos desde Pascua. No tiene nada que ver con la tía Harriet —«que descanse en paz»—, pero en cambio tengo muy claro que cuando no estoy en buenas relaciones con el viejo Capitán él tampoco se deja ver de ninguna manera. Ésa es una especie de prueba sobre cómo están mis relaciones personales con él.

Esa noche lo obligué a hacer acto de presencia. Permanecí muy estirado, tieso, muy pegado a mi lateral de la cama. Puse en tensión todos los músculos del cuerpo, sobretodo los del cuello y los maxilares, y curvé los puños sobre el abdomen a fin de obligarlo, sus ojillos desolados, sus hombros encorvados, buena prueba de que en otro tiempo había sido dueño de un cuerpo rebosante de fortaleza y de que además lo había sabido utilizar. Le obligué incuso a que se encasquetara la gorra azul con la visera corta y brillante y la H dorada hecha con dos anclas, la gorra que rara vez se ponía en público. El viejo no podía mostrarse más reacio a la hora de hacer acto de presencia, pero me empeñé en sobreponerme a sus deseos y lo hice llegar al malecón medio desmoronado del puerto Viejo, cerca de mi sitio. Le obligué a tomar asiento con firmeza sobre una pila de piedrecillas de balasto y le hice apoyar ambas manos sobre la empuñadura de su bastón de narval. Ese bastón hubiera bastado para derribar a un elefante de un solo golpe.

—He de encontrar algo que de veras deteste. Lamentarse y comprender… Eso son paparruchas propias de mi padre. Lo que necesito es un odio entero y verdadero, algo que me alivie este acaloramiento.

La memoria es fértil. Basta empezar por un pequeño detalle, que de inmediato se pone en marcha y entonces puede avanzar o retroceder como una película.

El viejo Capitán hizo un gesto. Señaló algo con su bastón.

—Fíjate en la tercera roca del rompeolas —dijo—. ¿La tienes? Ahora, traza una línea entre esa roca y el saliente de Porty Point cuando la marea está alta. ¿La ves? Bien, pues a medio cable de distancia, sobre esa línea, es donde está hundido o donde descansa al menos su quilla.

—¿Qué distancia mide medio cable, señor?

—¿Qué distancia? Pues un centenar de brazas, claro está. Estaba anclado para bornear cuando cambiase la marea. Dos años de mala suerte. La mitad de los barriles de aceite estaban vacíos. Yo estaba en la orilla cuando vi declararse el incendio, era más o menos a medianoche. Cuando prendió el aceite, alumbró la ciudad entera como si fuera de día, y las llamaradas se propagaron con el aceite derramado sobre el mar al menos hasta Osprey Point. Fue imposible remolcarlo hasta la orilla por temor a que se incendiaran los muelles. Se quemó toda la obra muerta en poco más de una hora. La quilla y la falsa quilla siguen allí enterradas. Y seguro que en óptimas condiciones. Eran de roble virgen de Shelter Island. Y lo mismo los imbornales y la cuadernas.

—¿Cómo se declaró el incendio?

—Yo nunca creí que se declarase. Yo estaba en tierra.

—¿A quién podía interesar que le prendieran fuego?

—Pues a los armadores, por supuesto.

—Usted era uno de los propietarios.

—Sólo al cincuenta por ciento. Yo no hubiera podido pegarle fuego a un barco. Me gustaría ver cómo está todo ese maderamen sumergido.

—Ahora ya se puede largar, Capitán. Quiero decir, señor.

—Poca cosa para sacar chispas de tu odio.

—Menos da una piedra. Sacaré a flote esa quilla… al menos en cuanto tenga dinero para ello. En línea con la tercera roca de Porty Point, con marea alta, a cincuenta brazas. —Yo no estaba durmiendo. Tenía los antebrazos y los puños en tensión, rígidos, prietos contra el estómago, para impedir que el viejo Capitán desapareciera como por ensalmo, pero nada más soltarlo, el sueño se apoderó a de mí.

Cuando el Faraón tenía un sueño, llamaba a los expertos en tales menesteres y estos explicaban cómo eran y cómo había de ser el futuro del reino, y así habían de ser las cosas, porque él era el reino. Cuando algunos hemos soñado, vamos con nuestro sueño a un experto y él nos cuenta cómo son, cómo han de ser las cosas en el país en que habitamos. Yo tuve un sueño que no requería ningún experto que lo interpretase. Como la mayoría de las gentes de hoy en día, tampoco yo creo en la profecía ni en la magia, y luego me paso la mayor parte del tiempo poniéndolas en práctica.

En primavera, sintiéndose deprimido y solitario, Allen proclamó que era ateo para castigar a Dios y a sus padres. Le dije que no se aventurase más de la cuenta, pues entonces ya no le quedaría margen para hacer ciertas cosas: pasar por debajo de una escalera, escupir al paso de un gato negro, formular algún deseo cada vez que hubiera luna nueva.

Los que más miedo tienen de sus sueños se convencen de que ni siquiera los han tenido. A mí no me resulta nada difícil explicar mis sueños como me corresponde, pero no por eso me resultan menos aterradores.

Me llegó una petición de favor por parte de Danny, ni siquiera sé muy bien cómo. Tenía previsto viajar en avión y quería ciertas cosas de mí, cosas de las que yo mismo debía ocuparme personalmente. Quería un gorro para Mary. Tenía que ser de piel de becerro marrón oscuro, con forro de lana. Tenía que ser de la misma piel que se empleaba en la fabricación de las zapatillas de piel vuelta que yo uso en casa, tenía que ser como una gorra de béisbol con visera larga. También quería un anemómetro, no uno con dos pares de cazoletas de metal que giran sujetas a un eje, sino uno hecho con el cartón fino y duro de las tarjetas postales del gobierno, montado sobre unas varillas de bambú. Y me llamó además para que nos viésemos antes de que marchara. Yo acudí a la cita con el bastón de narval del viejo Capitán. Siempre descansa en el paragüero en forma de pata de elefante que se encuentra en el vestíbulo de casa.

Cuando recibimos ese paragüero en forma de pata de elefante a modo de regalo, miré las grandes uñas de color marfil y avisé a mis hijos:

—Como a uno de vosotros se le ocurra pintar esas uñas, se lleva una tunda de la que no se va a olvidar fácilmente, ¿entendido?

Me obedecieron a pie juntillas, de modo que tuve que ser yo el que las pintase con un esmalte de uñas rojo intenso, perteneciente al tocador donde Mary tiene su harén.

Fui a reunirme con Danny en el Pontiac de Marullo. El aeropuerto resultó ser la nueva oficina de correos de New Baytown. Nada más aparcar, coloqué el bastón de las volutas en el asiento posterior y dos policías de aire malencarado, los dos en un coche patrulla, se plantaron a mi lado y me dijeron:

—En el asiento, ni se le ocurra.

—¿Por qué? ¿Es contrario a la ley?

—Vaya, uno que quiere dárselas de vivales.

—Al contrario. Sólo lo preguntaba.

—Bien, pues ya le he dicho que ni se le ocurra dejarlo en el asiento.

Danny estaba en la trasera de la oficina de correos, clasificando paquetes. Llevaba la gorra de piel vuelta y hacía girar al viento el anemómetro de cartón. Tenía el rostro demacrado y los labios resquebrajados, pero tenía las manos hinchadas como dos bolsas de agua caliente, o como si se las hubiera picoteado un enjambre de avispas.

Se puso en pie para estrecharme la mano, y mi mano derecha quedó envuelta en aquella masa cálida y gomosa. Me depositó algo en la mano, algo pequeño, pesado, frío al tacto, más o menos del tamaño de una llave, aunque no era una llave: era un perfil de metal que se notaba cortante por los filos, pero pulido al mismo tiempo. No sé lo que era porque ni siquiera lo miré; me limité a palparlo. Me aproximé un poco más y le planté un beso en los labios, y en los míos sentí la sequedad y la áspera resquebrajadura de los suyos. Desperté entonces, estremecido y helado. Ya rayaba el alba. Atisbaba el lago en el cuadro, pero no la vaca que pacía a la orilla, y aún percibía en los labios la sensación de aspereza resquebrajada. Me levanté de inmediato, pues no tuve ningunas ganas de quedarme allí pensando en todo esto. Ni hice café. Me dirigí de inmediato al paragüero de la pata de elefante y vi que ese bastón en forma de estaca maligna seguía en su sitio.

Era la hora en que palpita el amanecer. Hacía un calor húmedo, pues la brisa de la mañana aún no había empezado a soplar. La calle estaba gris y plateada, la acera grasienta debido al depósito de la humanidad. El Foremaster aún no estaba abierto, pero yo tampoco deseaba tomar café. Entré por el callejón y abrí la puerta de atrás; miré al interior y vi la sombrerera de cuero detrás del mostrador. Abrí una lata de café y vacié todo el contenido en el cubo de la basura. Practiqué después dos agujeritos en un tarro de leche condensada y la vacié en la lata de café antes de entornar la puerta y dejar la lata a manera de tope para que no se cerrase. El gato estaba en el callejón, pero no quiso acercarse a la lata hasta que yo no estuviera lejos. Entré en la tienda y desde allí lo vi claramente, el gato gris en la grisura del callejón, lamiendo la leche que le había dejado abierta. Cuando levantó la cabeza vi sus bigotes sucios de leche. Se sentó y se lamió la boca primero, antes de lamerse también las almohadillas de las patas.

Abrí la sombrerera y saqué todos los recibos del sábado, bien sujetos por clips de metal. Del sobre del banco, color manila, saqué treinta billetes de cien y volví a colocar en su sitio los otros veinte. Esos tres mil dólares iban a ser mi colchón de seguridad hasta que la economía de la tienda flotase por sí sola. Los otros dos mil, de Mary, volvería a ingresarlos en su cuenta y, en cuanto pudiera hacerlo con un mínimo de seguridad, devolvería asimismo los tres mil. Esos treinta billetes me los guardé en mi billetera nueva, lo cual me produjo un bulto considerable en el bolsillo trasero. Después traje cajas y cajones de la trastienda, los abrí y empecé a reponer los esquilmados estantes a la vez que tomaba nota en una tira de papel de todos los artículos que debía encargar. Apilé las cajas vacías en el callejón para que se las llevara a su debido tiempo el camión de la basura, y volví a llenar la lata con algo más de leche, aunque el gato ya no volvió. Me imagino que había bebido lo suficiente, o que sólo le agradaba lo que pudiera robar.

Debe de ser que algunos años son completamente distintos a otros, tan distintos por el clima y la orientación, por el humor reinante, como puede serlo un día de cualquier otro. Este año de 1960 fue un año de transformaciones, un año en el que salieron a relucir no pocos temores secretos; un año en el que la desazón deja su estado latente y se torna poco a poco cólera manifiesta. No fue algo que sucediera sólo en mi interior, ni sólo en New Baytown. Pronto se darían a conocer los nombres de los candidatos a la presidencia, y la desazón, el malestar reinantes en el ambiente iban tornándose cólera, así como las emociones que la cólera trae aparejadas. Y no fue algo que sucediera única y exclusivamente en el país; no, es que en el mundo entero comenzaba a agitarse la inquietud, la intranquilidad debidas a esa desazón que se trueca de pronto en cólera, a esa cólera que trata de hallar salida en la acción, cualquier acción que fuera cuando menos violenta: en África, en Cuba, en Sudamérica, en Europa, en Asia y en el Oriente Próximo, donde todas las naciones estaban intranquilas, deseosas de desbocarse como los caballos en el cajón de salida.

Sabía que el martes 5 de julio iba a ser un día bastante más largo que los demás. Llegué a pensar incluso que sabía lo que iba a suceder bastante antes de que sucediera, pero como las cosas sucedieron tal como sucedieron, nunca estaré seguro de que realmente lo supiera.

Creo que sabía que el señor Baker, el de la joya de diecisiete rubíes a prueba de golpes, el que daba la hora puntual como nadie, llegaría a llamar a la puerta de mi tienda una hora antes de que abriese el banco. Lo hizo, de hecho, antes de que yo tuviera tiempo de abrir la tienda. Lo hice pasar y cerré la puerta después.

—Qué espanto —dijo nada más entrar—. No me enteré de nada en el momento, pero he regresado en cuanto tuve noticia.

—¿A qué espanto se refiere, señor?

—¡Al escándalo, por supuesto! Todos esos hombres son amigos míos, son amigos de toda la vida. Es preciso que haga algo.

—Ni siquiera tendrán que someterse a interrogatorio antes de las elecciones. Sólo pesa sobre ellos una acusación que aún está por demostrar.

—Lo sé. ¿No podríamos hacer una declaración jurada de nuestra absoluta creencia en que son inocentes? Creo que incluso podríamos pagar un anuncio en prensa.

—¿En dónde, señor? El próximo número del Bay Harbor Messenger no se publica hasta el jueves.

—Pues no lo sé, pero algo hay que hacer. Lo que sea.

—Entiendo.

Todo era sumamente serio. Él casi con toda seguridad sabía que yo estaba al cabo de la calle. Sin embargo, me miraba a los ojos y parecía genuinamente preocupado.

—Todo este ramalazo de locura va a echar a perder las elecciones locales a no ser que hagamos algo. Tenemos que proponer nuevas candidaturas. No nos queda otra elección. Es algo terrible para nuestros amigos de toda la vida, pero ellos serán los primeros en saber que no podemos permitir que los sabihondos nos ganen por la mano, y menos con esta bomba que ahora tienen en su poder.

—¿Por qué no va a hablar con ellos?

—Porque están resentidos, están como locos. Aún no han tenido tiempo para pensar las cosas y serenarse un poco. ¿No ha vuelto Marullo?

—Mandó recado a través de un amigo suyo. Le compré la tienda por tres mil dólares.

—Eso está muy bien. Ha hecho usted un buen negocio. ¿Tiene los papeles en regla, están en su poder?

—Sí.

—Excelente. Si le diera por huir, los billetes están marcados.

—No creo que le dé por huir. Es que quiere marcharse. Está cansado.

—Yo nunca me fié de él. Nunca supe qué se traía entre manos.

—¿Le parecía un malvado, señor?

—Era engañoso, jugaba siempre a dos bandas. Si consigue disponer de sus propiedades, tiene una auténtica fortuna. En cambio, tres mil dólares… Eso es un regalo.

—Me tenía simpatía.

—A la fuerza. ¿Y a quién mandó con el recado? ¿Alguien de la mafia?

—No. A un hombre del gobierno. Ya lo ve: Marullo me tenía confianza.

El señor Baker se estrujó las arrugas de la frente. Un gesto muy poco corriente en él.

—¿Cómo no se me había ocurrido antes? Usted es el hombre indicado. Es de buena familia, es digno de confianza, es dueño de algunas propiedades, es un hombre de negocios, goza de respeto en la comunidad, no tiene un solo enemigo. Pues claro que sí: usted es el hombre indicado.

—¿Indicado?

—Para el cargo de intendente municipal.

—Pero si sólo soy un hombre de negocios desde el sábado pasado.

—Ya sabe a qué me refiero. Alrededor de usted podríamos congregar caras nuevas y respetables. Caramba: es la manera perfecta.

—¿Pretende que pase de dependiente de una tienda a intendente del ayuntamiento?

—Nadie consideró jamás a un Hawley un simple dependiente de tienda.

—Yo sí. Y Mary igual.

—Pero es que no lo es. Podríamos anunciarlo hoy mismo, antes de que se presenten los demás con su locura.

—Tendría que estudiarlo de cabo a rabo. De la quilla a la cofa, vaya.

—No hay tiempo para eso.

—¿En quién tenía pensado antes de…?

—¿Antes de qué?

—Antes de que el ayuntamiento saltara por los aires. Ya hablaremos después con más calma. El sábado fue un día horroroso. Podría haber vendido hasta la balanza.

—Usted podría sacar un buen partido de este negocio, Ethan. Le aconsejo que lo mejore, lo remoce y lo venda. Dentro de nada será usted una persona demasiado importante para limitarse a atender a los clientes. ¿Hay alguna novedad acerca de Danny?

—De momento, no. Hasta la fecha, nada.

—No debería usted haberle prestado aquel dinero.

—Puede ser que no, pero creí que estaba haciendo una obra de caridad.

—Pues claro que lo hizo, claro que sí.

—Señor Baker, señor… ¿Qué le sucedió al Belle-Adair?

—¿Cómo que qué sucedió? Pues que se incendió hasta la obra muerta.

—Ya, en plena bahía, pero… ¿cómo empezó el incendio?

—Tiene gracia que lo pregunte en este momento. Yo no sé más que lo que oí contar en su día. Yo era un crío, ni siquiera me acuerdo bien. Aquellos viejos barcos se impregnaban de aceite. Supongo que a algún marino se le cayó una cerilla encendida. Su abuelo era el capitán. Creo recordar que estaba en tierra en aquellos momentos. Acababan de arribar a puerto.

—Mala travesía.

—Eso tengo entendido.

—¿Hubo problemas a la hora de cobrar el seguro?

—Siempre mandan sus peritos para investigar. No; que yo recuerde, llevó algún tiempo, pero al final se percibió íntegra la suma del seguro. Cobramos por igual los Hawley y los Baker.

—Mi abuelo estaba convencido de que el incendio fue provocado.

—¿Y por qué, por amor de Dios?

—Para percibir ese dinero. La industria ballenera estaba en las últimas.

—Nunca le oí decir tal cosa.

—¿De veras que nunca se lo oyó decir?

—Ethan, ¿adónde se propone llegar? ¿Por qué saca ahora a relucir algo que sucedió hace tantísimo tiempo?

—Pegarle fuego a un barco es algo horroroso. Es un delito. Algún día de estos pienso sacar la quilla a flote.

—¿La quilla?

—Sé exactamente dónde está. Está a medio cable de la orilla.

—¿Y por qué iba a hacer usted algo semejante?

—Me gustaría saber si el roble está en buenas condiciones. Era roble virgen de Shelter Island. Si la quilla está viva, ese maderamen no estará podrido. En fin, mejor será que se vaya si ha de proceder a la bendición de apertura de la caja. Y también yo he de proceder a la apertura de la tienda.

Se puso en marcha su ruedecita de equilibrio y salió tic-taqueando camino del banco.

Ahora creo que también me esperaba una nueva visita de Biggers. El pobre tipo debió de pasarse la mayor parte del tiempo a la espera, en alguna parte, no muy lejos, bullendo de rabia, hasta que el señor Baker por fin decidió largarse.

—Espero que no me vaya a saltar al cuello.

—¿Por qué iba a hacer una cosa así?

—Comprendo que esté de mal humor. Tal vez no me porté… de un modo muy diplomático.

—Pues tal vez sea eso.

—¿Ha pensado en mi oferta?

—Sí.

—¿Y qué opinión le merece?

—Pues que un seis por ciento no estaría mal del todo.

—No estoy seguro de que en BBD & D estén de acuerdo con esa subida.

—Entonces, habrá que dejarlo en sus manos.

—Tal vez estuvieran dispuestos a llegar a un cinco y medio.

—Y entonces usted podría estirarse para cubrir el otro medio punto.

—Caramba, hombre. Pensé que era usted un hombre campechano. Pero veo que no tiene piedad con nadie.

—O lo toma o lo deja.

—Bien, ¿y de qué volumen de compras estamos hablando?

—Ahí, al lado de la caja registradora, tiene una lista de compras sólo parcial, sin terminar.

Estudió la hoja de papel de envolver.

—Pues me parece que estoy prendido. Hermano, le garantizo que esto me va a costar Dios y ayuda. ¿Podría enviarme hoy mismo el pedido completo?

—Mañana sería mejor, y sería más grande.

—¿Quiere decir que está dispuesto a traspasarnos la totalidad de la cuenta?

—Si se porta usted como es debido…

—Hermano, debe de tener usted al jefe bien sujeto por el cuello. ¿De veras será capaz de hacerlo así?

—Habrá que verlo.

—Bueno, en tal caso a lo mejor puedo tener una vía de entrada con la amiga del viajante. Hermano, debe de ser usted frío como una anguila. Le aseguro que esa mujer está como para chuparse los dedos.

—Es que es amiga de mi esposa.

—¡Ah! ¡Ah, entiendo! Ahora me doy cuenta. Cuando las cosas quedan demasiado cerca de casa, suele ser mal asunto. Es usted un tipo listo. De no haberlo sabido antes, ahora estoy sobre aviso. Seis por ciento. ¡Dios del Cielo! Mañana por la mañana, sin falta.

—Tal vez esta tarde, a última hora, si me sobra algo de tiempo.

—Que sea mañana por la mañana.

Los sábados, los clientes llegaban a espuertas. Este martes, el ritmo era completamente distinto. Todo el mundo se tomaba su tiempo. Todos andaban con ganas de charlar sobre el escándalo, de comentar que era una verdadera pena, un espanto, una desgracia, lo peor, a la vez que disfrutaban comentándolo. Demasiado tiempo habíamos pasado sin vivir un escándalo, y menos de semejantes proporciones. Nadie hizo el menor comentario sobre la Convención Nacional del Partido Demócrata que estaba a punto de celebrarse en Los Ángeles. Nadie, ni una sola vez. Desde luego, New Baytown era una ciudad de raigambre republicana, pero creo que lo que más interesaba al público en general era lo que les tocaba más de cerca. Conocíamos bien a esos hombres sobre cuyas tumbas estábamos a punto de ponernos a bailar.

El jefe Stonewall Jackson apareció por la tienda a mediodía. Traía un aire cansino y entristecido.

Puse la lata de aceite sobre el mostrador y saqué el viejo revólver, pescándolo por el gatillo con un alambre.

—Aquí tiene la prueba, Jefe. Llévesela, ¿quiere? Me pone nervioso tenerla aquí.

—Bueno, pues límpiela un poco, ¿quiere? ¡Fíjese en eso! Es lo que antes se llamaba una pistola de dos dólares, una Iver Johnson con cierre de seguridad superior. ¿No tiene a nadie que se pueda cuidar un rato de la tienda?

—No.

—¿Y Marullo?

—Ha salido de la ciudad.

—Pues me temo que va a tener que cerrar el negocio al menos un buen rato.

—¿De qué se trata, Jefe?

—Es que el chico de Charley Pryor se ha escapado de casa esta mañana. ¿Tiene algún refresco que ofrecerme?

—Claro. De naranja, de vainilla, de limón. O una coca-cola.

—Déme un seven-up. Charley es un tipo muy gracioso. Su hijo, Tom, tiene ocho años. Se ha hecho a la idea de que el mundo entero está en contra de él y ha pensado en darse a la fuga para dedicarse a la piratería. Cualquiera que tuviera dos dedos de frente le daría una buena tunda en el trasero, pero Charley no es de esos. ¿No me va a abrir el refresco?

—Disculpe. Ahí lo tiene. Pero… ¿qué tiene que ver Charley conmigo? Me resulta simpático, claro, pero…

—Bueno, es que Charley no suele hacer las cosas como todo el mundo. Cree que la mejor manera de curar a Tom consiste en llevarle la corriente. Después del desayuno cargaron un buen saco de dormir y se llevaron un buen almuerzo. Tom quiere hacerse con una espada japonesa por si acaso tiene que protegerse, pero le pesa tanto que al final se ha conformado con una bayoneta. Charley lo cargó todo en el coche y se lo llevó fuera de la ciudad para darle una cierta ventaja a la hora de empezar. Lo dejó en las cercanía del prado de los Taylor, ya sabe usted, donde estaba la vieja casa de los Taylor, ¿recuerda? Eso sucedió a eso de las nueve de la mañana. Charley se quedó un rato contemplando al chico. Lo primero que hizo fue sentarse y se zampó seis sandwiches y dos huevos duros. Acto seguido se puso en camino a través del prado, con la mochila al hombro y la bayoneta calada, y Charley regresó a casa.

Supe perfectamente qué iba a decirme a continuación. Lo supe como si ya me lo hubiera dicho. Oírselo decir fue casi, por fin, un alivio.

—A eso de las once salió llorando al camino y consiguió que alguien lo llevara a su casa.

—Creo que el resto me lo puedo imaginar, Stoney. ¿Se trata de Danny?

—Mucho me temo que sí. En el sótano de la casa vieja, en algún agujero. Una caja de botellas de whisky, no más de dos vacías. Y un frasco de somníferos. Siento mucho tener que pedírselo, Eth. Lleva bastante tiempo ahí, y algo le ha pasado en la cara. Me imagino que los gatos, no estoy seguro. ¿Recuerda que tuviera alguna cicatriz?

—Jefe, no tengo ningunas ganas de identificar el cadáver.

—¿Y a quién le apetecería una cosa así? Dígame: ¿tenía cicatrices?

—Recuerdo que tenía un tajo de alambre de espino por encima de la rodilla, en la pierna izquierda, y también… también… —me remangué— un corazón tatuado como éste. Nos lo hicimos juntos cuando éramos dos críos. Nos los hicimos con una cuchilla de afeitar, luego nos los embadurnamos con tinta china. Sigue viéndose con toda claridad, ¿no cree?

—En fin, puede que sirva de algo. ¿Alguna cosa más?

—Sí. Una cicatriz grande por debajo del brazo izquierdo. Le tuvieron que extraer un buen trozo de costilla. Tuvo pleuresía antes de que se descubriesen los nuevos fármacos, y fue preciso que se le practicase un drenaje.

—Desde luego, si le amputaron un trozo de costilla, con eso será suficiente. Ni siquiera tendré que volver a verlo yo en persona. Que el forense se ponga en marcha. Eso sí, usted tendrá que prestar juramento para certificar lo de las cicatrices. Si es que se trata de él, claro.

—Como quiera. Pero no me obligue a mirarlo, Stoney. Era… Lo sabe usted de sobra, era mi amigo.

—Como quiera, Eth. Lo entiendo. Oiga, ¿hay algo de cierto en lo que he oído decir acerca de que se presenta usted como candidato a intendente del municipio?

—Para mí es una novedad. Jefe. ¿Le importaría quedarse aquí dos minutos?

—Es que debo marcharme.

—Serán sólo dos minutos. El tiempo justo para cruzar la calle y tomarme una copa.

—Ah, claro. Lo entiendo. Adelante, vaya. He de llevarme bien con el futuro intendente municipal.

Me tome una copa a palo seco y una pinta que me llevé mediada de regreso a la tienda. Cuando se marchó Stoney, puse en un letrero «estoy de vuelta a eso de las dos», lo colgué de la puerta de entrada y eché la persiana.

Me senté sobre la sombrerera, detrás del mostrador, envuelto por la verdes, tenues tinieblas de mi tienda.