17

No sé con certeza cómo son por dentro los demás, pero supongo que todos son distintos e iguales al mismo tiempo. Sólo puedo hacer conjeturas. En cambio, sé de sobra cómo me podría retorcer y escurrir y hacer mil piruetas con tal de no enfrentarme a una verdad dolorosa; sé que cuando ya no me queda otro remedio sigo posponiéndola, esperando que desaparezca. «Ya pensaré mañana en eso —dicen otros, como los mojigatos—, cuando esté más descansado». Y acto seguido acuden a un futuro que pinta la esperanza, o recurren a un pasado corregido y aumentado, como un crío que juega con violencia para resistirse a la imposición inevitable de irse a la cama.

Mientras remoloneaba camino de casa, sin darme la menor prisa, atravesé una suerte de campo minado, el campo de la verdad. El futuro estaba sembrado de fértiles dientes de dragón. No hubiera sido contrario a la naturaleza tratar de hallar sitio seguro en algún rincón del pasado. Sin embargo, en ese camino se encontraba plantada con toda firmeza la tía Deborah, con una de sus amplias alas tendida hacia una bandada de mentiras y los ojos relucientes como signos de interrogación.

Me quedé mirando el escaparate de la joyería, los relojes de pulsera con correa elástica y esferas de vidrio, durante todo el tiempo que me pareció respetable. El atardecer, húmedo y ventoso, empezaba a incubar una tormenta de verano.

A principios del siglo pasado eran muchos los que se parecían a la tía abuela Deborah como dos gotas de agua, islas de curiosidad y de sabiduría. Tal vez por haberse visto cercenados del mundo de sus pares se vieron empujados esos pocos solitarios a los libros que ahora colmaban nuestro desván, o tal vez fuera la espera inacabable, a veces tres años seguidos, a veces para siempre, a que regresaran los barcos. Fue la más grande y mejor de las tías abuelas, una sibila, una pitonisa, capaz de decirme palabras sin sentido, palabras mágicas, que conservaban intacta la magia y habían perdido todo asomo de sinsentido cuando yo las recordaba.

Me beswac fah wyrm thurh faegir palabra, decía en un tono lúgubre. Y también decía: Seo leo gif heo blades onbirigth abit aerest hire ladteow. Palabras de ensueño debían de ser, pues no en vano las recuerdo al pie de la letra.

El intendente del ayuntamiento de New Baytown pasó junto a mí con la cabeza gacha, caminando de costado cual cangrejo, y sólo me devolvió un lacónico saludo cuando le di las buenas noches.

Noté el olor de mi casa, la vieja casa de los Hawley, a media manzana de distancia. La noche anterior anidaba en una maraña de sombras, pero en esta velada que pespunteaban los truenos irradiaba excitación. Una casa, como un ópalo, adquiere la coloración misma del día. Gesticulante, Mary oyó mis pasos en la acera y salió por la puerta mosquitera como una llamarada.

—¡A que no lo adivinas! —exclamó, y tendió las manos como si llevara un paquete.

Lo tenía en mente, de modo que respondí:

Seo leo gif heo blades onbirigth abit aerest hire ladteow.

Caliente, caliente, pero no es eso.

—Será que algún admirador secreto nos ha regalado un dinosaurio.

—Pues no, te equivocas otra vez, pero es casi igual de maravilloso. Y no te lo diré hasta que te hayas aseado, pues tienes que estar bien limpio para enterarte.

—Lo que escucho es la música amorosa de un babuino de culo azul.

Así era: desde el cuarto de estar se oía a Allen, que importunaba su alma con flema de rebelde:

—«Cuando estaba listo para pedirte que me amaras, dijeron que no tenía ni idea. Tus ojos me hacen cosquillas cada vez que me miras de ese modo, pero dicen que no tengo ni idea».

—Creo que le voy a pegar fuego, mi celestial esposa.

—No, ni se te ocurra. Cuando te enteres, no lo harás.

—¿No me lo puedes decir estando así de sucio?

—No.

Atravesé el cuarto de estar. Mi hijo respondió a mi saludo con la animada expresión de un trozo de chicle ya masticado.

—Espero que hayan barrido tu corazón solitario y enamorado.

—¿Eh?

—¡Será «qué, papá»! ¿O no? Según supe, alguien te lo había arrancado y lo había tirado al suelo.

—Ha sido número uno —dijo—. Número uno en todo el país. Ha vendido un millón de copias en dos semanas.

—¡Magnífico! Me alegro de que el futuro esté en tus manos. —Y me sumé al estribillo a la vez que subía la escalera—. «Tus ojos me hacen cosquillas cada vez que me miras de ese modo, pero dicen que no tengo ni idea».

Ellen me rondaba con un libro en la mano y un dedo entre las páginas. Conozco sus métodos. Me iba a hacer una pregunta que, a su juicio, a mí habría de parecerme interesante, y acto seguido dejaría caer como si tal cosa lo que tanto deseaba decirme Mary. Para Ellen es un triunfo ser la primera en contar las cosas. Yo no diría que sea una chismosa, pero lo cierto es que lo es. Crucé los índices de ambas manos y los agité en dirección a ella.

—Prohibido.

—Pero papá…

—He dicho «prohibido», señorita primor de invernadero. Y lo digo en serio: ni se te ocurra. —Cerré de un portazo la puerta del baño—. ¡El baño de un hombre es su castillo inexpugnable! —Y la oí reírse. No me fío de los niños cuando se ríen de mis bromas. Me lavé la cara a fondo y me cepillé los dientes hasta que me sangraron las encías. Me afeité, me puse una camisa limpia y la pajarita que tanto detestaba mi hija, en declaración de rebeldía.

Cuando por fin me senté frente a ella, mi Mary estaba que se subía por las paredes de pura impaciencia.

—No te lo vas a creer.

Seo leo gif heo blades onbirigth. Habla.

—Margie es la mejor amiga que he tenido nunca.

—Cito: «El hombre que inventó el reloj de cuco ha muerto. La noticia es vieja, pero sigue siendo buena».

—Seguro que ni siquiera te lo imaginas. Se va a encargar ella de los niños para que podamos hacer el viaje solos.

—¿Es una trampa?

—No se lo pedí yo. Se ofreció ella.

—Se la van a comer cruda.

—Están como locos con ella. El domingo los llevará a Nueva York en el tren; se quedarán a pasar la noche en el apartamento de una amiga, y el lunes verán flamear la nueva bandera de las cincuenta estrellas en el Rockefeller Center, el desfile, todo lo demás.

—No me lo puedo creer.

—¿No te parece sensacional?

—Me parece una maravilla. Y nosotros huiremos a los páramos de Montauk, ¿verdad, Ratoncita?

—Ya he llamado para reservar una habitación.

—Esto es un delirio. Me siento como si fuera a explotar. Me estoy hinchando por momentos.

Había pensado contarle lo de la tienda, pero un exceso de noticias produce siempre estreñimiento. Mejor esperar y decírselo cuando estuviéramos de viaje.

Ellen llegó patinando a la cocina.

—Papá, esa cosa rosa ya no está en la vitrina.

—La tengo yo. Aquí, en mi bolsillo. Toma, ya la puedes poner en su sitio.

—Nos dijiste que nunca la cogiésemos de ahí.

—Y te lo vuelvo a decir, so pena de muerte.

La tomó de mis manos casi con avidez, y con ambas manos se la llevó al cuarto de estar.

Mary me miraba fijamente, con ojos sombríos.

—¿Por qué la cogiste, Ethan?

—Para que me diera suerte, mi amor. Y ha salido bien.