16

El día pasó pronto y, sin embargo, fue interminable. La hora del cierre no guardó ninguna relación con la hora a la que abrí la tienda, pues había pasado tantísimo tiempo que ya ni siquiera me acordaba.

Entró Joey cuando estaba a punto de cerrar la puerta de entrada. Sin preguntarle si le apetecía, le abrí una lata de cerveza y se la pasé, y abrí otra para mí, cosa que no había hecho nunca con anterioridad. Traté de contarle lo de Marullo y lo de la tienda, pero me di cuenta de que no iba a ser capaz. Ni siquiera le pude contar la historia que había fraguado en lugar de la verdadera.

—Parece cansado —me dijo.

—Pues creo que lo estoy. Vea los estantes… No queda nada. Han comprado cosas que ni querían ni necesitaban.

Vacié el contenido de la caja registradora en la bolsa de lona gris, añadí el dinero que había traído el señor Baker, puse encima la carpeta de fuelle y até la bolsa con un trozo de cordel.

—No debería dejar todo eso por ahí.

—No lo dejaré por ahí. Lo voy a esconder. ¿Quiere otra cerveza?

—Cómo no.

—Yo también.

—Es usted un público excelente —dijo—. Empiezo a creerme mis propios cuentos.

—¿Por ejemplo?

—Mi instinto infalible. Esta mañana tuve un pálpito. Ya me desperté con la premonición. Supongo que lo habré soñado, pero es que fue fuerte de verdad, tanto como para ponerme los pelos de punta y todo eso. No es que pensara que hoy iban a atracar el banco. Es que lo sabía. Lo sabía nada más despertar, sin levantarme aún de la cama. Siempre colocamos unas cuñas debajo de las alarmas de pie para no pisarlas por accidente. Esta mañana, lo primero que hice fue retirarlas. Estaba seguro de que se produciría el atraco, estaba listo para afrontarlo. ¿Cómo se lo explica?

—Puede ser que alguien lo planease y que usted le leyera el pensamiento, de modo que renunció al intento.

—Facilita usted el que uno se equivoque con sus premoniciones sin perder el honor.

—¿Cómo se lo explica?

—Sabe Dios. Creo que he sido un sabelotodo para usted durante tanto tiempo que he terminado por creérmelo. Pero le aseguro que me llevé un buen sobresalto.

—¿Sabe una cosa, Morph? Estoy tan cansado que ni siquiera tengo ganas de barrer.

—No deje esa pasta por la noche aquí dentro. Llévesela a casa.

—De acuerdo. Si usted lo dice…

—Sigo teniendo la intuición de que aquí pasa algo raro.

Abrí la caja de cuero y guardé la bolsa del dinero con mi sombrero de plumas, cerrándola bien. Joey no me quitaba ojo de encima.

—Voy a ir a Nueva York, me voy a alquilar una habitación de hotel y me voy a pasar dos días enteros descalzo, con los pies en alto, contemplando la catarata de Times Square.

—¿Con su amiguita?

—Cancelé la cita. Voy a pedir una botella de whisky y una mujer. No hace falta hablar en serio con ninguna de las dos.

—Ya le dije que a lo mejor hacíamos una excursión, ¿verdad?

—Eso espero, porque la verdad es que lo necesita. ¿Listo para viajar?

—Aún me falta un par de cosas por hacer. Adelante, Joey. Quítese los zapatos y disfrute.

Lo primero que hice fue llamar a Mary para decirle que iba a llegar un poco tarde.

—Bueno, pero no tardes, corre, corre. Tengo noticias, noticias calentitas.

—¿No me las puedes dar ahora, cariño?

—No. Quiero ver la cara que se te pone.

Colgué la careta de Mickey Mouse sobre la caja registradora, de modo que tapase la ventanilla donde aparecen los números. Luego me puse la chaqueta y el sombrero y apagué las luces y me senté en el mostrador con las piernas colgando. Un racimo de plátanos negros me rozaba por un lado, mientras la caja registradora encajaba contra mi hombro como un sujetalibros. Las persianas estaban levantadas, de modo que la luz del atardecer veraniego se filtraba por la reja de alambre. Y todo estaba en calma, una calma que recordaba al ruido del agua que corre. Exactamente lo que necesitaba. Me palpé el bolsillo izquierdo porque la presión de la caja registradora me hizo notar un bulto. El talismán. Lo tomé con ambas manos y lo contemplé largo y tendido. Ayer mismo creí que lo iba a necesitar. ¿Había olvidado dejarlo de nuevo en su sitio, o lo llevaba encima de forma premeditada? No lo sé.

Como siempre, traté de adueñarme de su poder recorriendo con la yema del dedo el trazado de los dibujos. A mediodía era de un color rosáceo, pero al caer la tarde adquiría una tonalidad más oscura, como si hubiera absorbido un poco de sangre.

No era pensar lo que necesitaba en esos momentos, sino poner un poco de orden, cambiar un trazado, como si estuviera en un jardín del que la casa entera se hubiera arrancado a lo largo de la noche. Había que improvisar una chabola que me diera refugio provisional, al menos hasta que pudiera comenzar la reconstrucción. Me había refugiado en mi trabajo en tanto pudiera dejar entrar de lleno todas las novedades, bien despacio, para contarlas e identificarlas a medida que llegasen. Las estanterías, que ese día sufrieron continuados asaltos, mostraban abundantes huecos allí donde sus defensas fueron horadadas por las hordas hambrientas, y el efecto era el de una dentadura rota o una ciudad amurallada tras el fuego de la artillería enemiga.

—Roguemos por los amigos que ya no están entre nosotros —dije—. La delgada línea roja del catchup, los valientes encurtidos y condimentos, las pequeñas alcaparras en vinagre. No podemos dedicarles la victoria, no podemos consagrársela. No, eso no. Es más bien a nosotros, los vivos… No, tampoco es eso. Alfio, te deseo la mejor de las suertes y el alivio en el dolor. Te equivocas, por descontado, pero tu error puede servirte de cataplasma. Has hecho un sacrificio por haber sido víctima propiciatoria del sacrificio.

La gente que pasaba por la calle hacía fluctuar la luz dentro de la tienda. Rebusqué entre los residuos del día para encontrar las palabras de Walder y la cara con que las dijo. «Como un tribunal improvisado por él mismo. Tiene que pagar usted por haber infringido una norma. Para él, usted es una suerte de pago en efectivo, para que no le corten la luz». Eso había dicho el hombre. En su mundo de maleantes, sano y salvo, Walder se había visto desconcertado por un único, deslumbrante rayo de honestidad.

Para que no le corten la luz, que la luz no se apague. ¿Lo habría dicho Alfio exactamente así? Walder no lo sabía, pero sabía a ciencia cierta que eso fue lo que quiso decir Marullo.

Recorrí el trazado de la serpiente en el talismán y volví al principio, que era el final. Era una luz antigua, la luz con que los Marullo de tres mil años atrás se abrieron paso entre las «luparias» del Lupercal, en el monte Palatino, para hacer una ofrenda votiva al dios Pan, el del monte Liceo, que protege a los rebaños del ataque de los lobos. Y esa luz no se había apagado. Marullo, el italiano de medio pelo, el espagueti, el inmigrante, sacrificado al mismo dios por las mismas razones. Lo volví a ver levantar la cabeza sobre el marasmo de su grueso cuello y sus hombros doloridos; volví a ver la noble cabeza, los ojos acalorados… y la luz. Me pregunté en qué iba a consistir mi pago, cuándo se me exigiría. Si me llevase mi antiguo talismán al Puerto Viejo y lo lanzase al mar… ¿me sería aceptado?

No bajé las persianas. Durante los fines de semana largos las dejábamos levantadas para que los policías pudieran echar un vistazo al interior. La trastienda estaba a oscuras. Cerré la puerta del callejón y ya había empezado a cruzar la calle cuando me acordé de la sombrerera, detrás del mostrador. No volví a recogerla. Sería como hacer una pregunta. Se levantaba el viento con la noche del sábado, un viento que soplaba alborotado y ansioso del sudeste, como había de ser, para traer la lluvia que empapase a los veraneantes. Pensé que el martes sacaría el tazón de leche e invitaría al gato gris a que disfrutase del cobijo de mi tienda.