Primero de julio. Parte el año en dos con la exactitud de la raya del pelo. Había previsto que para mí fuera una suerte de límite: hasta ayer, una especie de mí; a partir de mañana, un yo distinto. Había puesto en práctica una serie de jugadas que ya no tenía vuelta atrás. El tiempo y sus incidentes habían secundado mi plan a pedir de boca, como si quisieran colaborar con mis intenciones. Ni siquiera me propuse aparentar, y menos aún ante mí mismo, que desconocía todo lo que estaba haciendo. Provisionalmente, cambié mis hábitos de conducta y mis actitudes de puertas afuera, en busca de una comodidad, una dignidad, una seguridad aparente que nunca había sentido del todo. Demasiado fácil sería reconocer que lo hice por mi familia, pues sabía que en la comodidad y la seguridad de ellos hallaría yo toda mi dignidad. No obstante, mis objetivos eran harto limitados; una vez los consiguiera, podría reanudar mis hábitos de conducta como si tal cosa. De eso estaba seguro. La guerra no me había convertido en un asesino, por más que durante bastante tiempo me dedicase a matar a otros hombres. Despachar a las patrullas, a sabiendas de que algunos hombres iban a morir, no suscitaba en mí el menor alborozo en el sacrificio, al contrario de lo que les pasaba a muchos otros. Lo principal era contemplar el objetivo debidamente limitado, tal cual era y, una vez alcanzado, detener en seco el proceso, no dar un paso. Eso sólo podría conseguirlo si supiera a la perfección qué estaba haciendo, si no me engañase al respecto: seguridad y dignidad sin salirme de esos límites estrictos. Gracias a la guerra era consciente de que las víctimas lo son en aras de un proceso, no por culpa de la ira, del odio, de la crueldad. Y creo que en el momento de la aceptación, entre quien gana y quien pierde, entre quien mata y quien muere, sólo hay amor.
No obstante, los papeles garabateados por Danny me dolían como una pena negra, igual que la mirada de gratitud de Marullo.
No había permanecido velando mis armas la víspera de la batalla, como se dice que hacen los hombres. Llegó rápido el sueño, llegó pesado, llegó por completo y me liberó con idéntica facilidad antes del alba, dejándome descansado. No yací a oscuras, como era mi costumbre. Tuve el impulso apremiante de volver a visitar mi vida de cabo a rabo, entera, tal como había transcurrido. Me deslicé de la cama sin hacer ruido, me vestí en el cuarto de baño y bajé la escalera muy pegado a la pared. Me sorprendió dirigirme a la vitrina, abrirla con sigilo y reconocer al tacto el montículo de piedra rosácea. Me lo eché al bolsillo y cerré la vitrina con llave. En toda mi vida, jamás lo había sacado de allí, y no se me pasó por la cabeza que pudiera hacerlo esta mañana. La memoria me guió por la cocina a oscuras y por la puerta de atrás hacia el jardín, que empezaba a ponerse gris. Las curvadas copas de los olmos estaban repletas de hojas y formaban una verdadera cueva negra. De haber tenido entonces el Pontiac de Marullo tal vez hubiera salido de New Baytown al volante, obedeciendo al impulso de mis primeros recuerdos, que despertaban de un mundo adormecido. Con el dedo recorrí el sinuoso perfil del talismán cálido como la carne, preso en mi bolsillo. ¿Era de veras un talismán?
Esa Deborah que de niño me envió al Gólgota era una máquina de precisión absoluta con las palabras. No les toleraba el menor desmán, ni me permitía a mí un descuido con ellas. ¡Qué poderes tenía aquella anciana! Si había aspirado a ser inmortal, en mi cerebro había encontrado la inmortalidad que buscaba. Al verme recorrer aquel rompecabezas con el dedo, me dijo: «Ethan, esa extraña piedra bien podría ser tu talismán».
«¿Y qué es un talismán?».
«Si te lo digo, como me sueles hacer caso a medias sólo te enterarás de la mitad. Míralo en el diccionario».
Son muchas las palabras que me pertenecen porque tía Deborah despertó mi curiosidad por ellas y porque luego me obligó a satisfacerla por mis propios medios. «¿Y qué más dará?», le contesté, por supuesto, aunque ella sabía de sobra que luego iría a buscarla por mi cuenta, de modo que me la deletreó alto y claro: t-a-l-i-s-m-á-n. Mucho le importaban las palabras, y detestaba una barbaridad que se emplearan mal, tal como le molestaba que manosearan un objeto delicado. Ahora, al cabo de tantos ciclos, aún veo la página, aún me veo deletrear con errores la palabra talismán. En árabe era sólo una línea que culebreaba con un bulbo de remate al final. En griego pude pronunciarla gracias al empeño de la anciana. «Una piedra u otro objeto semejante, grabada con figuras o caracteres, a la cual se atribuye el poder oculto de las influencias planetarias y configuraciones celestes bajo las cuales fue esculpida. Se usa corrientemente como amuleto para espantar maleficios o traer suerte a quien la ostenta». Tuve que buscar entonces el significado de «oculto», «planetario», «celeste» y «amuleto». Siempre me pasaba igual. Una palabra encendía a las demás como una traca de fuegos artificiales.
Cuando después le pregunté «¿Crees en los talismanes?», me respondió así: «¿Qué tendrán que ver mis creencias?».
La puse en sus manos.
«¿Qué significa esa figura, o ese signo?».
«Es tu talismán, no el mío. Significa lo que tú quieras que signifique. Ahora vuelve a colocarlo en la vitrina, que ahí te ha de esperar».
Ahora, mientras caminaba bajo la caverna de los olmos, tía Deborah estaba más viva que nunca, y ésa es la auténtica inmortalidad. La línea grabada iba y venía sobre sí misma y por debajo, una serpiente sin cabeza ni cola, sin principio ni fin. Y por vez primera me la había llevado conmigo, no sé bien si para espantar el maleficio o para que me diera suerte. No creo en las predicciones de la fortuna, y la inmortalidad siempre me ha parecido una enfermiza promesa para los decepcionados.
La franja de luz que asomaba por el este ya era de julio, pues junio se había desvanecido a lo largo de la noche. Julio es tan de bronce como junio es de oro, y es de plomo donde junio era de plata. Las hojas de julio son gruesas, pesadas, apiñadas. En julio, los trinos de los pájaros son flatulentos estribillos sin un ápice de pasión, pues los nidos ya están desiertos y los pichones rechonchos pían con torpeza. No, julio no es un mes de promesas ni de cumplimientos. Crece y madura la fruta, pero sin dulzura y sin color; el maíz es un lacio haz de verde, con un puñado de flecos tiernos y amarillentos. Las calabazas aún llevan la corona umbilical de los pétalos secos.
Fui caminando hasta Porlock Street. Porlock, regordeta y satisfecha. El tono bronceado del alba me mostraba los rosales cargados de flores ya maduras, semejantes a esas mujeres cuyos corsés ya no disimulan una barriga abultada, por bellas que sigan teniendo las piernas.
Caminando con lentitud, me encontré a punto no de decir sino de sentir la despedida, que no el adiós. El adiós tiene una dulce cadencia de repulsa. La despedida a secas es definitiva, es una palabra de colmillos afilados con los que rasga el cordel que anuda el pasado al futuro.
Llegué hasta el Puerto Viejo. Adiós, sí, pero ¿a qué? No lo sé. No logré recordarlo. Creo que tenía ganas de ir a mi sitio, pero el hombre que bien conoce el mar sin duda sabe que estaba alta la marea y que el sitio estaría anegado de agua oscura. Por la noche vi la luna de sólo cuatro días, crecida como un grueso y curvo bisturí, aunque ya con la fuerza necesaria para tirar de la marea hasta la boca de la cueva donde estaba mi sitio.
Tampoco tuve necesidad de visitar la chabola de Danny con una incierta esperanza. Había luz suficiente para ver las briznas de hierba erguidas en medio del camino, allí donde las pisadas de Danny las habían aplastado.
El Puerto Viejo estaba salpicado de embarcaciones de recreo, esbeltos cascos con las velas cubiertas por fundas de lona; aquí y allá se veía algún que otro madrugador aficionado que aparejaba su barco, poniendo en orden el botalón y el foque y la escota de mayor, desenrollando el génova como si fuera un gran nido blanco y desmadejado.
En el puerto nuevo había bastante más actividad. Atracadas en el muelle, las embarcaciones de alquiler esperaban a sus pasajeros, los frenéticos pescadores de veraneo que pagan las tasas y encharcan la cubierta de piezas cobradas y, por la tarde, se preguntan qué van a hacer con semejante cantidad de pescado, cestos y más cestos llenos de pargos y peces globo y otra media docena de especies, todos a la espera de ser desgarrados con avidez, de morir, de ser arrojados a las gaviotas. Las gaviotas se arremolinan impacientes, a sabiendas de que los pescadores de veraneo han de hastiarse de tanta abundancia. ¿A quién le apetece desescamar y limpia un cesto entero de peces? Cuesta más regalar los pescados que pescarlos.
La bahía estaba lisa como un plato de aceite, la luz broncínea se derramaba por toda ella. Las boyas permanecían sin mecerse en los márgenes del canal, cada una de ellas con su gemela en el espejo del agua.
Doblé por donde está el mástil y el monumento en recuerdo de los caídos en combate y encontré mi nombre entre los héroes que sobrevivieron, las letras destacadas en plata —Capt. E. A. Hawley—; debajo, en letras de oro, los nombres de los dieciocho nativos de New Baytown que habían perdido la vida en el frente. Me los sabía de memoria, y en otro tiempo incluso conocí a todos los hombres. No eran distintos de los demás, aunque ahora sí, debido al oro. Durante un fugaz instante quise estar abajo, entre ellos, con letras doradas: Capt. E. A. Hawley. Los miserables y los malandrines, los cobardes y los héroes, todos juntos y destacados en letras de oro. No sólo mueren los valientes, pero tienen sin duda mejores ocasiones para perder la vida.
Willie el Gordo apareció en su automóvil y aparcó junto al monumento y tomó la bandera del asiento de al lado.
—Hola, Eth —dijo. Hizo pasar las arandelas de bronce por la guía e izó la bandera muy despacio hasta lo más alto del mástil, donde quedó lacia como un ahorcado—. A duras penas ha llegado —dijo Willie jadeando un poco por el esfuerzo—. Mírala. Aún le quedan dos días. Luego tendremos una nueva.
—¿Con las cincuenta estrellas?
—Ya lo puedes decir. De nylon, enorme, el doble que esta de paño, aunque no pesa ni la mitad.
—¿Qué tal van las cosas, Willie?
—Pues no me puedo quejar, pero me quejo. Este glorioso Cuatro de julio siempre es un follón. Como además cae en lunes, habrá más accidentes y trifulcas y borrachos, borrachos forasteros. ¿Quieres que te acerque hasta la tienda?
Gracias, pero tengo que pasar por la oficina de correos, y pensé que me tomaría también una taza de café.
—Como quieras. Te llevo. Te invitaría al café, pero Stoney está de un humor de perros.
—¿Qué mosca le ha picado?
—A saber. Se fue un par de días fuera de la ciudad y ha vuelto de lo más intratable.
—¿Y adónde se fue?
—No me lo dijo, pero lo cierto es que ha vuelto hecho un basilisco. Te espero mientras recoges el correo.
—No te molestes, Willie. Tengo que despachar algunas cosas.
—Como quieras… —dio marcha atrás y siguió su camino por High Street.
La oficina de correos aún estaba en penumbra y el suelo recién encerado. Estaba puesto el cartel: cuidado, suelo RESBALADIZO.
Desde que se construyó el viejo edificio de correos teníamos adjudicado el apartado número 7. Marqué G 1/2 R y saqué un montón de planes y promesas dirigidas al «Titular del apartado». No había nada más: carne de papelera, vaya. Subí por High Street con la intención de tomarme una taza de café, pero en el último momento se me quitaron las ganas, o no tuve ganas de charlar o… no sé por qué, pero no quise entrar en el Foremaster. Dios del Cielo, qué revoltijo de impulsos desmadejados constituye a cada hombre. E imagino que también a cada mujer.
Estaba barriendo la acera cuando el señor Baker apareció como un reloj por Elm Street y entró a concelebrar la ceremonia de la cerradura sincronizada. Sin demasiado entusiasmo me dedicaba yo a colocar unas sandías en los estantes de la entrada cuando un coche blindado de los de antes, verde, se detuvo delante del banco. Dos guardias de seguridad armados como los comandos salieron por la trasera e introdujeron las grises sacas de dinero en el banco. En cosa de diez minutos salieron y se metieron en su fortaleza rodante y rema c hada antes de largarse por donde habían venido. Supongo que tuvieron que esperar mientras Morph hacía el recuento y el señor Baker lo verificaba antes de darles un recibí. Es harto complicado velar por el dinero ajeno. Como suele decir Morph, es muy fácil que a uno le entre verdadera repugnancia por el dinero ajeno. Y a juzgar por el tamaño y el peso de las sacas, los del banco debían de haber calculado que serían ingentes las retiradas en metálico de cara a las vacaciones. Si fuera yo un atracador del montón, ése hubiera sido el momento perfecto para dar el palo. Sólo que yo no era un atracador del montón. Todos mis conocimientos se los debía a mi amigo Joey. Él sí que hubiera sido uno de los grandes con sólo habérselo propuesto a fondo. Lo cierto es que me pregunté por qué no lo habría hecho, aun cuando sólo fuera para demostrar la validez de sus teorías.
Esa mañana hubo muchísimo trajín en la tienda. Fue mucho peor de lo que me había supuesto. Quemaba el sol y apenas soplaba la brisa. Hacía esa clase de tiempo que obliga a la gente a salir de vacaciones tanto si quieren como si no. Tenía una larga cola de clientes a la espera de que los atendiese. Una cosa sí que estaba clara: pasara lo que pasara, empezaba a necesitar un ayudante. Si Allen no me daba resultado, tendría que despedirlo y contratar a otro.
Cuando apareció el señor Baker a eso de las once, yo estaba de lo más apurado. Tuve que dejar a unas clientas y pasar a la trastienda para hablar con él.
—Tom Watson dice que el título de propiedad está en orden. No sabe si tiene gravámenes, pero cree que no. Aquí tiene los papeles del traspaso. Tiene que firmar en donde le he señalado. El dinero está marcado y los números de serie anotados como corresponde. Aquí tiene el cheque preparado. Fírmelo. Siento andar con tantas prisas, Ethan. Odio hacer las cosas así.
—¿De veras cree que debo seguir adelante?
—Maldita sea, Ethan, después de todas las molestias que me he tomado…
—Disculpe, señor. Lo siento. Sé que tiene usted razón. —Apoyé el cheque sobre un cartón de envases de leche condensada y lo firmé con mi bolígrafo de tinta indeleble.
Tampoco tenía tanta prisa el señor Baker como para no inspeccionar el cheque.
—Ofrézcale dos mil en principio. Y suba la oferta de doscientos en doscientos. Espero que se dé cuenta de que sólo tiene un disponible de quinientos dólares en el banco. Que Dios le ayude si se queda corto.
—Como está libre de cargas, ¿podré pedir un préstamo sobre la tienda?
—Claro que puede, si quiere que se lo coman los intereses.
—No sé cómo darle las gracias.
—No se ablande, Ethan. Y no permita que le mine la moral. Ya sabe que puede ser un brujo con las palabras. Muy propio de todos los espaguetinis. Usted tenga presente lo principal.
—Se lo agradezco de corazón.
—Tengo que irme —dijo—. Quiero ponerme en carretera antes de que arrecie el tráfico a mediodía.
Y salió de tal modo que por poco se lleva por delante a la señora Willow, que estaba —como siempre— sobando todos los melones colocados a la entrada al menos un par de veces.
No fue a menos el frenesí del día con el correr de las horas. Supongo que el calor que salpicaba las calles había puesto a la gente nerviosa y con ganas de pendencia. En vez de unas vacaciones, cualquiera diría que se estaban surtiendo de provisiones en previsión de una catástrofe. Por más que quisiera, me habría sido imposible llevarle un sandwich a Morph.
No sólo tuve que atender a la clientela, sino que también hube de mantener los ojos bien abiertos. Muchos de los clientes eran veraneantes, forasteros, gente de paso: los que roban cualquier cosa cuando no está uno bien atento. Y no siempre son cosas que de veras necesiten. Da la impresión de que es superior a sus fuerzas. Los tarros y las latas pequeñas, los artículos de lujo, son los que llevan la peor parte: el foie gras, el caviar, las setas. Por eso mismo me aconsejó Marullo que guardase esos artículos detrás del mostrador, donde se supone que los clientes no han de entrar. Me había enseñado que no es buen negocio cazar en el acto a un ladronzuelo. Todo el mundo se pone nervioso, tal vez porque —bueno, al menos de pensamiento— todo el mundo es igual de culpable. La única manera de resolver el entuerto es cargar la pérdida a cuenta de otro. Sin embargo, cuando veía que alguien se acercaba en demasía a determinados estantes, siempre podía contener su impulso diciendo, por ejemplo, que «Esas cebolletas están tiradas de precio». He visto al cliente dar un respingo como si yo acabara de leerle el pensamiento. Lo que más me fastidia son las suspicacias. Es muy ingrato ser suspicaz. Me pone enfermo, como si una sola persona estuviera perjudicando a muchas.
El día fue adquiriendo una suerte de tristeza, el tiempo comenzó a pasar más despacio. A eso de las cinco apareció el jefe Stoney, magro y enjuto, con cara de ulceroso. Compró una cena precocinada —costilla, zanahorias, puré de patatas— y congelada en una especie de bandeja de aluminio.
—Parece que le haya dado el sol, Jefe.
—Pues nada de eso. Me siento fenomenal —dijo. Y parecía la desdicha andante.
—¿Le preparo dos?
—No, una sola. Mi mujer se ha ido a visitar a los parientes. Los policías no tenemos vacaciones.
—Qué lástima. Tanto da. Con todo este gentío por ahí suelto, tampoco tengo mucho tiempo para quedarme en casa con los brazos cruzados.
—Tenía entendido que ha estado de viaje.
—¿Y quién se lo ha dicho?
—Willie.
—¿Cuándo aprenderá ése a callarse la boca?
—No creo que lo hiciera con mala intención.
—No, para eso no tiene inteligencia suficiente. Puede que ni siquiera tenga la inteligencia suficiente para no dar con sus huesos en la cárcel.
—¿Y quién la tiene? —dije a propósito, y obtuve una reacción mayor de lo previsto.
—¿Qué ha querido decir con eso, Ethan?
—Quiero decir que tenemos tantas leyes que a veces parece que ni siquiera se puede respirar sin cometer alguna infracción.
—Eso es verdad. A veces uno ni siquiera sabe por dónde se anda.
—Iba a preguntarle una cosa, Jefe. Haciendo limpieza… he encontrado un viejo revólver, todo sucio y herrumbroso. Marullo dice que suyo no es, y le aseguro que mío tampoco. ¿Qué debo hacer con él?
—Si no quiere solicitar un permiso de armas, entréguemelo.
—Mañana mismo lo traeré de casa. Lo he metido en una lata de aceite. ¿Qué es lo que hacen con cosas así, Stoney?
—Oh, pues verificar si tienen relación con algún delito y, en caso contrario, arrojarlas al océano.
Parecía que se encontrase algo mejor, pero el día había sido largo y caluroso. No podía dejarlo en paz así como así.
—¿Recuerda que hace un par de años hubo un caso en alguna otra parte del estado? La policía se dedicaba a vender armas confiscadas.
Stoney esbozó la dulce sonrisa de un cocodrilo, con la misma alegría e inocencia.
—Ha sido una semana horrible, Eth. Una semana de espanto. Si va a empezar a pincharme, le aconsejo que no lo haga, porque he pasado una semana fatal.
—Lo siento, Jefe. ¿Hay algo que pueda hacer por usted un ciudadano sobrio? ¿Por ejemplo, emborracharse con usted?
—Le juro por Dios que ojalá pudiera. Preferiría emborracharme antes que cualquier otra cosa que se me pueda ocurrir ahora.
—¿Y por qué no lo hace?
—¿Es que no se da cuenta? No, claro. ¿Cómo iba a darse cuenta? Si al menos supiera de qué se trata, para qué sirve, de dónde viene…
—¿De qué me está hablando?
—Olvídelo, Eth. No, mejor que no lo olvide. Usted es amigo del señor Baker. ¿Tiene en marcha algún asunto de negocios?
—No soy tan amigo suyo como para estar al tanto, Jefe.
—¿Y Marullo? ¿Dónde para Marullo?
—Ha ido a Nueva York. Quiere que le hagan una revisión a fondo de esa artritis que lo trae a mal traer.
—Dios Todopoderoso. No sé, la verdad es que no lo sé. Si hubiera un indicio, al menos sabría por dónde atacar.
—Stoney, todo lo que me dice no tiene ni pies ni cabeza.
—Desde luego que no. Además, ya he dicho más de la cuenta.
—No es que yo sea demasiado listo, pero si lo que quiere es desahogarse…
—No, no es eso. No, ni mucho menos. A mí no van a acusarme de ninguna filtración, ni siquiera si supiese quiénes son ellos. Olvídelo, Eth. Sólo soy un hombre que tiene sus preocupaciones.
—A mí no podría hacerme beneficiario de una filtración Stoney. ¿De qué se trata? ¿Un proceso judicial? ¿Un jurado de acusación?
—Entonces, ¿es que ya está al corriente?
—Un poco.
—¿Y qué hay detrás de todo eso?
—El progreso.
Stoney se me acercó y con mano de hierro me sujetó tan fuerte por el brazo que me hizo daño.
—Ethan —dijo con fiereza—, ¿a usted le parezco un buen policía?
—El mejor.
—Procuro serlo. Aspiro a serlo. Eth… ¿A usted le parece correcto que un hombre delate a sus amigos para salvar el pellejo?
—Desde luego que no.
—A mí tampoco. Semejante gobierno no me despierta ninguna admiración. Lo que me aterra, Eth, es que… ya no seré tan buen policía en adelante, porque no tengo admiración por lo que hago.
—¿Lo han sorprendido con las manos en la masa, Jefe?
—Usted lo ha dicho antes. Son tantas las leyes que no es posible dar un solo paso sin incurrir en alguna infracción. ¡Dios del Cielo! Esos tipos eran mis amigos. Usted no se irá de la boca, Ethan. ¿Verdad que no?
—Por supuesto que no. Se olvida usted la cena precocinada, Jefe.
—Sí —dijo—. Me voy a ir a casa, me voy a quitar los zapatos y me voy a plantar con la cena delante del televisor, a ver cómo lo hacen los polis de la tele. ¿Sabe una cosa? A veces, una casa vacía es un gran descanso. Hasta la vista, Eth.
Me caía bien Stoney. Supongo que es un buen oficial. Me pregunto por dónde irán los tiros.
Iba a cerrar la tienda, y había empezado a meter dentro los cajones de la fruta cuando se presentó Joey Morphy como si tal cosa.
—¡Rápido! —dije, y cerré la puerta de entrada y bajé las persianas verde oscuro—. Y no levante la voz.
—¿Qué demontre le pasa?
—Puede que alguien quiera comprar algo.
—¡Ah, ya entiendo! ¡Dios! Odio las festividades prolongadas. A todo el mundo le sale su peor faceta. Empiezan como locos y vuelven a casa embrutecidos, borrachos, arruinados.
—¿Quiere tomar un refresco mientras le pongo el cobertor a mi amada?
—No me importaría. ¿Tiene cerveza fría?
—Sólo para llevar.
—Me la llevaré. Ábrame la lata nada más.
Practiqué dos agujeros triangulares en la lata; él la levantó, la volvió del revés, abrió la boca y la vació de un trago.
—¡Ah! —dijo al terminar, y la dejó sobre el mostrador,
—Nos vamos de viaje.
—Pobre diablo. ¿A dónde?
—No lo sé. Todavía no nos hemos peleado por ese detalle.
—Aquí está pasando algo. ¿Sabe usted de qué se trata? —Déme una pista.
—No podría. Es sólo una sensación. Como si me picara la nuca. Eso es señal inequívoca. Todo el mundo está un poco fuera de sí.
—A lo mejor sólo son imaginaciones suyas.
—Puede ser. Pero el señor Baker nunca se toma vacaciones y hoy tenía una prisa loca por salir de la ciudad. Me reí entre dientes.
—¿Ha revisado los libros de asiento?
—¿Sabe una cosa? La verdad es que sí.
—Está usted de broma.
—Una vez conocí a un jefe de correos en un pueblecito. Tenía una pena de muchacho que trabajaba con él. Se llamaba Ralph. Cabello claro, gafas, un mentón saledizo. Unas vegetaciones en la garganta, peores que unas paperas. A Ralph lo pillaron por robar sellos. Un montón de sellos. Sellos por valor de mil ochocientos dólares. Era incapaz de hacer una cosa así. Era una pena de muchacho.
—¿Quiere decir que él no fue el autor del robo?
—Si no robó los sellos, fue lo mismo que si los robase. Estoy inquieto. Si puedo evitarlo, a mí no me van a colgar un muerto semejante.
—¿Por eso no se ha querido casar nunca?
—Pues ahora que lo pienso… Sí, ése es uno de los motivos.
Doblé el delantal y lo guardé en el cajón, bajo la caja registradora.
—Cuesta demasiado tiempo y demasiado esfuerzo ser suspicaz, Joey. Yo no tengo tiempo para eso.
—En un banco no queda más remedio. Sólo se pierde una vez. Y para eso basta con un soplo.
—No me irá a decir que desconfía.
—Es un instinto. Si algo se sale mínimamente de lo normal, se me disparan todas las alarmas.
—¡Pues vaya una forma de vivir! No lo habrá dicho en serio, ¿verdad?
—No, supongo que no. Pero pensé que si hubiera oído algo, usted me lo diría casi con toda seguridad… Siempre y cuando sea algo de mi incumbencia, por supuesto.
—Creo que a todo el mundo le diría lo que supiera siempre y cuando fuera de su incumbencia. Por eso será que nadie me cuenta nada. ¿Va para casa?
—No, creo que voy a comer algo aquí enfrente.
Apagué las luces de la tienda.
—¿No le importa salir por detrás? Mire, mañana le prepararé los sandwiches a primera hora de la mañana, antes de que esto se ponga imposible. Uno de jamón, otro de queso con pan de centeno, lechuga y mayonesa, ¿no? Y un envase de leche.
—Con esa memoria, debería trabajar usted en un banco.
No creo que por vivir solo se sintiera más solo que cualquier otro hijo de vecino. Me dejó ante la puerta del Foremaster y por un momento tuve el deseo de acompañarlo. Supuse que en casa estaría todo manga por hombro.
Y lo estaba. Mary tenía el viaje planeado. Iríamos cerca de Montauk Point, donde hay un rancho con todos los adornos clásicos que se suelen ver en lo que llaman películas del Oeste para adultos. El chiste consiste en que se trata del rancho ganadero más antiguo que existe en Norteamérica. Se dedicaba a la cría de vacuno mucho antes de que nadie descubriese Texas. La primera carta de autorización estaba firmada por el mismísimo Carlos II de Inglaterra. En un principio, el ganado que abastecía los mercados de carne de Nueva York pastaba por allí, y los vaqueros eran convocados a suertes, como los miembros de un jurado popular, por un tiempo limitado. Ahora, claro está, todo son espuelas de plata y vistosos detalles de vaquero, pero las vacas de pelaje rojizo siguen pastando en los páramos. Mary había pensado que sería agradable pasar el domingo por la noche en una de esas casas de huéspedes.
Ellen, por su parte, quería ir a Nueva York, alojarse en un hotel, pasar los dos días en Times Square, Allen no quería ir a ninguna parte. Es una de sus maneras de llamar la atención y de demostrar que, contra todo pronóstico, existe.
La casa hervía de emoción: Ellen con sus lágrimas lentas, calculadas, jugosas; Mary, cansada y colorada de pura frustración; Allen, sentado, mohíno, remoto, con la radio a todo meter y pegada a la oreja, una canción que era mezcla de golpes rítmicos y quejidos, una canción de amor y de despedidas, entonada con una voz rayana en la histeria. «Me prometiste ser fiel, y agarraste mi solitario corazón de amante y lo tiraste al suelo sin contemplaciones».
—Estoy tentada de renunciar —dijo Mary.
—Sólo tratan de echar una mano.
—Al contrario. Parece que se desvivan por crear complicaciones.
—Nunca tengo permiso para hacer nada —lloriqueó Ellen.
En el cuarto de estar, Allen subió el volumen del transistor. «… mi solitario corazón de amante y lo tiraste al suelo sin contemplaciones».
—¿No podríamos dejarlos encerrados en el sótano e irnos tú y yo solos, amada mía, zanahoria?
—¿Sabes? A estas alturas, ojalá pudiéramos. —Tuvo que levantar la voz para hacerse oír por encima del gimoteante rugido del solitario corazón de amante.
Sin previo aviso me invadió la cólera. Me volví y entré en tromba en el cuarto de estar para hacer pedazos a mi hijo y arrojar su solitario cadáver de amante al suelo antes de pisotearlo sin miramientos. Nada más atravesar la puerta cesó la música.
«Interrumpimos este programa para ofrecer a nuestros radioyentes un boletín especial. Funcionarios de New Baytown y de otras localidades del condado de Wessex han sido citados esta tarde para comparecer ante un jurado de acusación y responder de diversos cargos, desde la manipulación dolosa de multas de tráfico hasta la aceptación de sobornos y participaciones en contratos municipales y regionales…».
Cayó como una catarata: el administrador de intendencia, los concejales, los magistrados y toda la pesca. Escuché sin prestar demasiada atención, triste y deprimido. Tal vez hubieran hecho todo aquello de lo que se les acusaba, pero llevaban tanto tiempo haciéndolo que ya ninguno creía que pudiera ser delito. Y aun cuando fueran inocentes no podrían quedar limpios a los ojos de la comunidad, menos aún antes de las elecciones locales. Y si el expediente de un hombre queda limpio, el peso de la acusación siempre se recuerda. Estaban rodeados. Eso tenían que saberlo. Esperé a que llegase la mención de Stoney, pero no se produjo. Me imaginé que los había delatado a cambio de su inmunidad. No era de extrañar que se sintiera tan dolido y tan solo.
Mary estaba oyendo desde detrás de la puerta.
—¡Vaya, vaya! —dijo—. No habíamos tenido tantas emociones desde hacía mucho tiempo. ¿A ti te parece que es verdad, Ethan?
—Eso es lo de menos. No se trata de eso.
—Me pregunto qué pensará el señor Baker.
—Se ha ido de vacaciones. Sí, la verdad es que yo también me pregunto qué pensará.
Allen se puso intranquilo porque le habían interrumpido la música.
Las noticias, la cena, la recogida de los platos, pospusieron nuestras diferencias en cuanto al viaje hasta que ya fue demasiado tarde para tomar una decisión o para seguir llorando y discutiendo.
Cuando me acosté, me entró un temblor incontenible. La maldad del ataque me dejó helado a pesar de la cálida noche de verano.
—Se te ha puesto carne de gallina, cariño. ¿No será que tienes un virus?
No, mi amor. Creo que sólo estaba sintiendo lo que seguramente sienten todos esos hombres. Deben de sentirse para el arrastre.
—Pues ya basta, Ethan. No puedes echarte sobre los hombros los problemas de los demás.
—Está claro que puedo, pues eso es lo que hago.
—Me pregunto si alguna vez llegarás a ser un hombre de negocios. Eres demasiado sensible, Ethan. A fin de cuentas tú no has cometido ese delito.
—Yo estaba pensando que quizás sí. Quizás sea un delito cometido por parte de todos.
—No te entiendo.
—Yo tampoco entiendo mucho, corazón.
—Si al menos hubiera alguien con quien pudiésemos dejarlos…
—¡Dímelo otra vez, Colombina!
—Digo que cuánto me gustaría disfrutar de unas vacaciones contigo. Hace una eternidad que no estamos los dos solos.
—Andamos bastante escasos de parientas solteras y de cierta edad. Piénsalo. Si al menos pudiéramos enlatarlos, o ponerlos en salazón, o encurtirlos por un tiempo… Mary, madonna mía, piénsalo bien. Me muero de ganas de estar contigo, a solas los dos, en un lugar desconocido. Podríamos pasear por las dunas, cerca de la playa, y bañarnos desnudos de noche, y podríamos revolcarnos en un colchón de helechos.
—Cariño, lo sé. Lo sé, cariño. Sé que a ti se te hace muy difícil. No te vayas a pensar que no le sé.
—Pues abrázame fuerte. A ver si se nos ocurre algo.
—Sigues temblando. ¿Tienes frío?
—Ni frío ni calor. Me siento lleno y me siento vacío. Y cansado.
—A ver si se me ocurre algo. De veras que lo voy a intentar. Pues claro que los quiero como a mi vida, pero…
—Lo sé. Y podría ponerme la pajarita…
—¿Los meterán en la cárcel?
—Ojalá pudiéramos…
—A esos hombres, me refiero.
—No. No será necesario. Ni siquiera pueden comparecer ante el jurado de acusación antes del martes que viene, y el martes son las elecciones. En eso consiste todo.
—Ethan, eso es puro cinismo. Tú no eres así. Si te pones cínico, tendremos que irnos. Te conozco, y eso no ha sido un chiste. Por tu manera de decirlo… Conozco bien tus chistes. Y lo has dicho en serio.
Me asaltó un ramalazo de miedo. Se me empezaba a ver el plumero. No podía permitir que me volviera tan transparente.
—Ratita, ratita… ¿Quieres casarte conmigo?
—¡Ah! ¡Oh! ¡Oy! —exclamó Mary.
Ese súbito temor de que se me viese con toda claridad el plumero empezó a ser muy grande. Me había convencido de que los ojos no son el espejo del alma. Algunas de las invenciones femeninas más mortíferas que había visto en la vida tenían la cara y los ojos de los ángeles. Hay una raza que es capaz de leer a través de la piel, a través de los huesos, hasta la médula misma del ser, pero no abunda. La mayor parte de la gente sólo tiene cierta curiosidad por sí misma. Una vez, una joven canadiense de extracción escocesa me contó una historia que la había impresionado, y su manera de contarla también me causó gran impresión. Me dijo que cuando estaba en esa etapa del crecimiento en la que notaba que todos los ojos estaban pendientes de ella, y no todos de manera favorable, de modo que pasaba de los sonrojos a las lágrimas y vuelta a empezar, su abuelo, oriundo de las Tierras Altas, al percatarse de su sufrimiento le dijo de un modo cortante: «No te preocuparías tanto de lo que piense la gente si supieras qué pocas veces les importas». Eso bastó para sanarla, y en mí hizo renacer la tranquilidad de lo íntimo, porque es verdad. En cambio, Mary, que por lo general habita una casita de flores que ella misma ha construido, había oído un silbido, había sentido un viento cortante. Y eso constituía un peligro, al menos hasta que hubiera pasado el día de mañana.
Si mi plan hubiera brotado ya crecido del todo, mortífero, lo habría descartado por ser mera tontería. La gente no se dedica a estas cosas, aunque la gente tiene sus juegos secretos. El mío había comenzado por las reglas de Joey para asaltar un banco. Para defenderme del tedio del trabajo jugueteé con ellas y todo pareció caer a pedir de boca con el planteamiento: Allen y su careta de ratón, la cisterna que perdía agua, la pistola herrumbrosa, la inminencia de las vacaciones, el que Joey introdujera una bola de papel en la cerradura de la puerta del callejón. A modo de mero juego calculé el tiempo que llevaría el proceso, lo ensayé, lo puse a prueba. Sin embargo, que unos pistoleros se las vieran a tiros con la policía… ¿no son los chiquillos que practican la puntería con revólveres de juguete hasta que es tanta su pericia que tienen que ponerla en práctica?
No sé en qué momento mi juego dejó de ser un juego. Tal vez fuera cuando supe que podría comprar la tienda y que iba a necesitar dinero para sacar el negocio adelante. En cuanto a la falta de honradez, el delito… no era un delito contra los hombres, sino tan sólo un delito contra el dinero. Nadie saldría perjudicado. Los verdaderos delitos son los que se cometen contra las personas, contra Danny, contra Marullo en este caso. Si fuera capaz de hacer lo que ya había hecho, el robo era pan comido. Y en realidad era mero asunto provisional. Ya nada tendría que repetirse. En realidad, antes de darme cuenta de que no era un juego, el procedimiento, el equipamiento, la sincronización estaban a un paso de la perfección misma. El chiquillo acostumbrado al revólver de juguete se había encontrado con una 45 en las manos.
Claro está que era posible que sobreviniera un accidente, pero lo mismo puede suceder cuando uno cruza la calle o pasa por debajo de un árbol. No creo que tuviera ningún miedo. Lo había ensayado a fondo, aunque sí que estaba sin aliento, presa de esa intranquilidad que es como el miedo escénico que invade a un actor cuando espera entre bambalinas asalir al escenario en la noche del estreno. Y era en realidad como una pieza teatral: todos los fallos posibles habían sido inspeccionados a fondo y eliminados uno a uno.
Preocupado como estaba por no poder dormir, me dormí y dormí tan profundamente que no tuve sueños, creo, y dormí en exceso. Había planeado aprovechar ese oscuro intervalo que antecede al día para administrarme la sosegante medicina de la contemplación. Por el contrario, cuando se me abrieron los ojos de repente, la cola de la vaca a orillas del lago era visible al menos desde media hora antes. Me desvelé con un desgarro como un golpe producido por la explosión de una carga de dinamita. A veces, esa forma de despertar deja los músculos resentidos. Mi despertar estremeció tanto la cama que Mary se sacudió y dijo:
—¿Qué pasa?
—Me he quedado dormido.
—Bobadas. Aún es temprano.
—No, mi ablativo absoluto. Para mí, éste es un día monstruo. El mundo estará medio loco por comprar comestibles. No te levantes.
—Te hará falta un buen desayuno. —¿Sabes qué? Voy a tomarme un café en el Foremaster y luego asaltaré los estantes de Marullo como si fuera un lobo.
—¿En serio?
—Descansa, Ratoncita rerratona, y trata de hallar una manera de huir de nuestros queridos hijos. Eso sí que lo necesitamos, y lo digo en serio.
—Ya sé que sí. A ver qué se me ocurre.
Me vestí y salí de casa sin tiempo a que ella me alcanzara para sugerirme algunos de los remedios propios de la estación para mi mayor comodidad y mi protección.
Joey estaba en el café. Dio un par de palmadas en el taburete de al lado.
—No puedo, Morph. Llego tarde. Annie, ¿me puedes dar medio litro de café en un envase?
—Tendrá que ser en dos pintas, Eth.
—De acuerdo, mejor que mejor.
Llenó y tapó los dos pequeños envases de papel y los colocó en una bolsa.
Joey se terminó el suyo y me acompañó.
—Esta mañana tendrá que decir misa sin el obispo.
—Eso parece. ¿Y qué me dice de las noticias?
—Que no me lo puedo creer.
—¿Recuerda que se lo dije, que algo olía a chamusquina?
—Nada más oír la radio me acordé. Tiene usted un buen olfato.
—Forma parte de mi profesión. Ahora, Baker ya puede volver, pero me pregunto si lo hará.
—¿Volver, dice usted?
—¿A usted no le huele raro?
Lo miré con desamparo.
—Algo se me escapa, y ni siquiera sé de qué se trata.
—Dios del Cielo.
—¿Quiere decir que debería haberme percatado de algo?
—Exactamente eso es lo que deseo decirle. La ley del colmillo sigue estando vigente.
—¡Señor! Debe de haber un mundo entero que se me pasa por alto, ahora mismo intentaba recordar si le gustan los sandwiches con lechuga y mayonesa.
—Con las dos, sí. —Retiró el envoltorio de celofán de su paquete de Camel e hizo una bola para apretar la cerradura.
—Me tengo que ir —le dije—. Hoy montamos una rebaja sobre una partida de té. Me manda la tapa de una caja y le enviamos un bebé. ¿No conoce a ninguna señora?
—Desde luego que sí, pero ése es el último premio que podrían desear. No se tome la molestia, ya pasaré yo a por los sandwiches. —Entró por la puerta sin que se oyera el clic del resorte de la cerradura. Confié en que Joey nunca llegara a darse cuenta de que era el mejor de los profesores que había tenido yo en la vida. No sólo me informaba, sino que me demostraba en la práctica sus enseñanzas y, sin saberlo, me abría el camino.
Todos los que entienden de estas cosas, los expertos, vaya, están de acuerdo en que sólo el dinero llama al dinero. La mejor manera de hacer las cosas es siempre la más sencilla. La pavorosa sencillez de la cuestión constituía precisamente su punto de fuerza mayor. No obstante, en realidad creo que no pasó de ser más que una pormenorizada ensoñación hasta el momento en que Marullo, aun cuando no fuera culpa suya, y sin siquiera saberlo, se precipitó por un acantilado por caminar en plena oscuridad. En otro tiempo pareció casi completamente seguro que yo podría ser dueño del negocio, y sólo entonces mi sueño volandero sentó sus reales en tierra. Una buena pregunta, aunque mal formulada, sería ésta: si pudiera hacerme con la tienda, ¿para qué quería dinero? El señor Baker lo entendería, igual que Joey; ya puestos, también Marullo lo entendería. Tener el negocio sin capital para sostenerlo era peor incluso que no tenerlo. La Vía Apia de la bancarrota está jalonada por las tumbas de las empresas desprotegidas. Yo ya tengo tumba en ella. El más tonto de los soldados no se lanzaría con todas sus fuerzas al ataque, a pecho descubierto, sin la ayuda de morteros o refuerzos, pero más de un negocio incipiente obra de ese modo. El dinero de Mary, en billetes marcados, me abultaba el bolsillo trasero del pantalón, pero Marullo se iba a quedar con todo lo que pudiera. Luego llegaría el primero de mes. Tratándose de una empresa nueva, las empresas de mayoristas no suelen ser generosas en el crédito. Por consiguiente, aun iba a necesitar dinero, y ese dinero me esperaba tras las puertas de acero con su mecanismo de relojería sincronizado. El procedimiento ideado para hacerme con él, producto del ensueño, resistía con creces a toda inspección. Que el robo fuese contrario a la ley no me preocupaba lo más mínimo. Marullo no constituía el menor problema. De no haber sido la víctima, él mismo pudiera haberlo planeado. Danny sí me preocupaba, aun cuando en aras de la verdad podía dar por sentado que estaba acabado. La infructuosa tentativa del señor Baker por hacerle lo mismo a Danny me suponía una justificación mayor de la que necesita la mayoría de los hombres. En cambio, Danny seguía siendo una quemazón en mis entrañas y no me quedaba más remedio que aceptarlo, tal como se acepta una herida sufrida en un combate victorioso. Con eso habría que vivir, aunque tal vez cicatrizase con el tiempo o quedase amurallado por el olvido, tal como un fragmento de metralla termina por ser engullido por el cartílago.
Lo inmediato era el dinero, y esa jugada estaba tan cuidadosamente preparada y sincronizada como un circuito eléctrico.
Las leyes de Morphy aguantaban intactas, e incluso había añadido una por mi cuenta. Primera ley: no tener antecedentes. Yo no los tenía. Segunda ley: nada de cómplices ni confidentes. También carecía de ellos. Tercera: riada de señoritas de compañía. Margie Young-Hunt era la única persona que podría merecer ese calificativo, y yo no pensaba beber champagne de su zapato de tacón de aguja. Cuarta: no despilfarrar. Y eso sí que no. Aprovecharía el dinero paulatinamente para pagar las cuentas de los mayoristas. Ya tenía pensado dónde esconder el dinero: en mi sombrerera de los caballeros templarios había un soporte de cartón cubierto de terciopelo, del tamaño y la forma de mi cabeza. Ya estaba despegado, y los bordes estaban impregnados de cola de contacto, de modo que podía volverlo a su sitio en un visto y no visto.
En cuanto a que alguien me reconociera… la careta de Mickey Mouse. Nadie vería otra cosa. Una gabardina vieja de Marullo; todas las gabardinas de color beige parecen iguales. Y unos guantes de celofán, de usar y tirar, de los que vienen en un rollo. La careta la había recortado días antes; el resto de la caja y los cereales los tiré por el retrete, lugar al que irían a parar, a su debido tiempo, la careta y los guantes. La vieja pistola plateada, Iver Johnson, la había ennegrecido con un corcho quemado; en el cuarto de baño había una lata de aceite de engrasar máquinas donde la depositaría para entregársela al jefe Stoney a la primera oportunidad.
Había añadido una última ley por mi cuenta: no seas un cerdo codicioso. No te lleves demasiado, evita los billetes grandes. Si pudiera llevarme entre seis y diez mil dólares en billetes de diez y de veinte, sería una cantidad fácil de manejar y de esconder. Usaría una caja de una tarta para llevármelo; la próxima vez que alguien la viera tendría dentro una tarta intacta. Había probado esa lengüeta de ventrílocuo para cambiar de voz, pero había renunciado: prefería hacerlo mediante el silencio y los gestos. Todo estaba en su sitio, todo dispuesto.
Casi lamentaba que no estuviera el señor Baker. Sólo me encontraría con Morph, con Harry Robbit y Edith Alden. Estaba planeado todo al milímetro. A las nueve menos cinco colocaría la escoba apoyada en la puerta de entrada. Lo había ensayado una y mil veces. Con el delantal doblado, la pesa en la cadena del retrete para hacer correr el agua. Todo el que entrase oiría el agua y sacaría la natural conclusión. La gabardina, la careta, la caja de la tarta, la pistola, los guantes. Cruzaría el callejón a las nueve en punto, para abrir de un empellón la puerta de atrás. Me pondría la careta y entraría exactamente después de que empezase a zumbar el reloj de la caja fuerte, cuando Joey procediera a su apertura. Indicaría a los tres que se tendieran en el suelo. No me causarían problemas. Como dijo Joey, el dinero estaba asegurado, pero él no. Tomaría la pasta, la guardaría en la caja de la tarta, cruzaría el callejón, tiraría guantes y careta al retrete dejaría la pistola dentro de la lata de aceite, me quitaría la gabardina. Me bajaría el delantal, guardaría el dinero en la sombrerera y la tarta en su caja, tomaría la escoba y seguiría barriendo la acera, bien visible ante todo el mundo cuando se diera la alarma. Todo ello en un minuto y cuarenta segundos, calculado al milímetro y vuelto a comprobar. Pero por bien que hubiera trazado mis planes, aún me sentía sin resuello, nervioso, y barrí la tienda antes de abrir las persianas. Me puse el delantal del día anterior, de modo que las nuevas arrugas no resultaran visibles.
Y parecerá difícil de creer, pero el tiempo se detuvo igual que si un Joshua con su alzacuellos hubiera disparado contra el sol para detener su curso. El minutero del gran reloj de mi padre había clavado los talones en el suelo y se resistía a la mañana.
Mucho tiempo había pasado desde que arengué a mis fíeles en voz alta, pero esa mañana lo hice tal vez por puro nerviosismo.
—Amigos míos —les dije—, estáis a punto de presenciar un misterio. Sé que puedo contar con vuestro silencio. Si alguno tiene algún reparo acerca de la cuestión moral que entraña, os desafío a que os marchéis ahora mismo. —Hice una pausa—. ¿No hay objeciones? De acuerdo. Si llego a enterarme de que una ostra o una berza comentan este asunto con desconocidos, estará sentenciada a muerte por obra del tenedor de la cena.
»También quiero daros las gracias a todos. Hemos estado juntos, humildes trabajadores del viñedo. Yo soy un servidor, como todos vosotros. Pero ahora se avecina un cambio. Yo seré el amo en lo sucesivo, aunque os prometo que seré bueno, amable, comprensivo. Ya se avecina el instante, amigos y amigas, ya se alza el telón. Adiós.
Y según salía a la puerta con la escoba oí que mi voz gritaba: «¡Danny! ¡Danny! ¡Sal de mis entrañas!».
Me sobrecogió un gran estremecimiento y tuve que apoyarme en la escoba un momento antes de abrir la puerta.
El reloj de mi padre indicaba las nueve con su manecilla corta, negra, robusta, y menos seis con la larga y delgada manecilla del minutero. Al mirarlo, noté que su corazón latía en la palma de mi mano.