13

Me pregunto por qué habrá gente que dice que no tiene tiempo para ponerse a pensar. Yo pienso todo lo que quiero. Pienso a manos llenas. He descubierto que ni pesar las verduras y cortarlas, ni pasar el tiempo con los clientes, ni pelearme con Mary o amarla, ni aguantar a los chicos, lo que sea, nada me impide desarrollar una segunda, continuada capa de pensamiento, de conjeturas, de suposiciones. Seguro que lo mismo le sucede a todo el mundo. Es posible que no tener tiempo para ponerse a pensar equivalga a no tener el menor deseo de pensar.

En ese territorio extraño y sin mapas en el que había entrado de sopetón, tal vez no me quedase más remedio. Todos los asuntos empezaban a ponerse candentes, al rojo vivo, de modo que exigían que les prestase toda mi atención. Y aquél era un mundo tan nuevo que me desconcertaba, me rompía la cabeza resolviendo asuntos que los residentes más antiguos del mismo habían resuelto y descartado desde la más tierna infancia.

—Se me había ocurrido que tal vez pudiera poner en marcha un proceso y controlar al detalle cada una de sus fases, e incluso detenerlo en seco cuando me viniera en gana. Poco a poco me fui dando cuenta de que ese proceso podía adquirir independencia, vida propia, ser casi una persona con sus propios fines y sus medios, íntegramente ajena a su creador. Y se me ocurrió otra cosa inquietante. ¿Sería cierto que yo lo puse en marcha, o más bien me limité a no presentar resistencia? Tal vez fuera yo el impulsor, pero ¿no me había visto entretanto impulsado yo también? Una vez en camino, y era largo el camino por delante, parecían no existir cruces, bifurcaciones ni elección posible.

La única elección radicaba en la primera evaluación que se hiciera. ¿Qué es la moral? ¿Es algo más que mera palabrería? ¿Era honorable enjuiciar las debilidades de mi padre, que en el fondo fue un hombre generoso, y el sueño infundado de que otros hombres fueran no menos generosos? No, lisa y llanamente fue un buen negocio cavarle la fosa. Cayó él mismo, sin ayuda. Nadie tuvo que empujarlo. ¿Fue acaso inmoral hacerlo trizas cuando ya había caído? Aparentemente, no.

Ahora había comenzado en New Baytown un movimiento envolvente y decidido, puesto en marcha además por hombres honorables. Si diera resultado, esa maniobra nadie la tomaría por algo defectuoso, sino por un golpe de inteligencia. Y si surgiera un factor imprevisto, algo que se les hubiera pasado por alto, ¿sería inmoral, o deshonroso al menos? Creo que eso dependería a la postre del éxito que pudiera tener. Para la mayoría, el éxito nunca es malo. Recuerdo que mientras Hitler avanzaba sin traba ni cortapisa alguna, triunfal, muchos hombres honorables buscaron en él virtudes que sin duda encontraron a la postre. Mussolini logró que los trenes llegaran y salieran con absoluta puntualidad, Vichy colaboró con el invasor por el bien de Francia; digan lo que digan, Stalin fue un hombre de enorme fortaleza. La fortaleza y el éxito están muy por encima de la moralidad, por encima de toda crítica. Así las cosas, da la impresión de que no es cuestión de lo que uno haga, sino más bien del modo en que lo haga y del nombre que se ponga a lo hecho. ¿Hay dentro del hombre, muy en el fondo, una traba que lo detiene o lo castiga? No me lo parece. El único castigo existente se reserva al fracaso. En realidad, no hay delito cometido a no ser que se detenga al delincuente. En la maniobra que se comenzaba a urdir de cara al futuro inmediato de New Baytown, algunos tendrían que salir perjudicados a la fuerza, y otros incluso destruidos, pero eso no iba a ser impedimento para que los planes siguieran su curso.

No podría decir que esto constituyese una lucha con mi conciencia. Una vez percibido el perfil de las cosas, una vez aceptado, el camino quedaba bien trazado y los riesgos resultaban visibles con claridad meridiana. Lo que más me asombraba era que el plan pareciera deberse a sí mismo; unas cosas daban pie a las otras y todo encajaba a la perfección en el conjunto. Me limité a verlo crecer, a guiarlo mediante un leve toquecito.

Lo que hubiera hecho, lo que planease hacer, lo emprendí con pleno conocimiento de que me era ajeno, a la vez que tan necesario como es un estribo para montar un caballo de gran alzada. Sin embargo, una vez montado en la grupa ese estribo tal vez resulte superfluo. Quizás no pudiera yo poner coto al proceso, pero tampoco necesitaría jamás poner otro en marcha. No tenía por qué ser un ciudadano de ese mundo gris y peligroso; ni siquiera tenía que aspirar a serlo. No tenía nada que ver con la inminente tragedia del 7 de julio. No era un proceso que me perteneciera, pero al menos podía anticiparme, preverlo, aprovecharme.

Uno de nuestros mitos más antiguos y más a menudo desacreditados es aquél según el cual los pensamientos del hombre son visibles en su rostro, y que los ojos son los espejos del alma. No es así. Sólo sale a relucir la enfermedad, la derrota, la desesperación, que a fin de cuentas son enfermedades de distinta especie. Hay personas peculiares que son capaces de percibir lo oculto, de notar un cambio, de oír una señal secreta. Yo creo que mi Mary notó un cambio, pero no lo interpretó como es debido; creo que Margie Young-Hunt se dio cuenta, pero es que era una bruja, lo cual siempre resulta algo enojoso. Me parecía que era inteligente, aparte de tener sus indudables dotes de magia; eso, más que enojoso puede llegar a resultar angustioso.

Estaba seguro de que el señor Baker se iría de vacaciones, probablemente el viernes por la tarde, víspera del fin de semana del Cuatro de julio. La tormenta tendría que estallar el viernes o el sábado, de modo que tuviera tiempo de surtir efecto antes de las elecciones del día 7. Era lógico suponer que el señor Baker preferiría estar ausente cuando se produjera el impacto. Como es natural, a mí me daba más o menos lo mismo. Era más bien un ejercicio de anticipación, razón por la cual iba a ser preciso poner en práctica varias jugadas el jueves, por si acaso se marchara esa misma noche. Lo del sábado era un asunto tan minuciosamente práctico que sería capaz incluso de llevarlo a cabo durmiendo. Si me inspiraba algún temor, era más bien ese miedo escénico y pasajero del que se tiene que enfrentar con el público.

El lunes 27 de junio, Marullo entró en la tienda poco después de que yo abriese al público. Comenzó a mirar de un modo extraño por los estantes, la caja registradora, la cámara frigorífica, el expositor; se metió en la trastienda, volvió enseguida. A juzgar por su expresión, diríase que estaba contemplando todo aquello por vez primera.

—¿Se marcha de viaje durante el día 4? —le dije.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Todo el que se lo puede permitir se marcha.

—Ya, ¿y adónde iría yo?

—¿Adónde va todo el mundo? Pues a los Catskills, a pasear por el monte, e incluso a Montauk, de pesca. Abundan los atunes en esta época del año.

Sólo de pensar en luchar a brazo partido contra un pez de quince kilos se le recrudecieron los dolores de sus articulaciones artríticas, de modo que flexionó ambos brazos e hizo una mueca.

A punto estuve de preguntarle cuándo tenía previsto viajar a Italia, pero me pareció excesivo. Por el contrario, me acerqué y lo tomé con suavidad por el codo derecho.

—Alfio —le dije—, creo que usted está mal de la cabeza. ¿Por qué no va a Nueva York, a que le vea el mejor especialista? Algo tiene que haber que le alivie ese dolor.

—Lo dudo.

—No tiene nada que perder, haga la prueba. Adelante, inténtelo.

—¿Y a ti quién te ha dado vela en este entierro?

—Nadie. Pero he trabajado aquí mucho tiempo, muchos años al servicio de un idiota espagueti hijo de la gran perra. Si un chucho callejero lo pasara tan mal, también acabaría por sentirlo yo. Viene usted aquí y flexiona los brazos y pasa media hora antes de que pueda enderezarse.

—¿Me estás diciendo que me tienes afecto?

—No, demontre. Sólo le hago la pelota para que me suba el sueldo.

Me miró con ojos de perro perdiguero, enrojecidos, el iris castaño oscuro y la pupila de una sola pieza. Pareció que iba a decirme algo, pero cambió de idea.

—Eres un buen muchacho.

—Usted no se fíe.

—¡Un buen muchacho! —exclamó con vehemencia, y como si le pasmara su propia efusión de emociones salió de la tienda y se largó caminando.

Estaba pesando un kilo de judías para la señora Davidson cuando volvió Marullo a la carga. Se plantó en la puerta y me dio un grito.

—Llévate mi Pontiac.

—¿Cómo dice?

—Que vayas a algún sitio a pasar el domingo y el lunes que te presto el auto.

—No me lo puedo permitir, no me sobra el dinero.

—Vete al infierno. Y llévate a los chicos. —Me lanzó por el aire algo que no supe distinguir y que cayó entre las judías. La señora Davidson lo vio largarse de nuevo por la calle. Recogí el proyectil verde entre las judías: tres billetes de veinte pavos bien doblados en un cuadrado prieto.

—¿Qué es lo que le pasa?

—Pues que es un italiano de sangre caliente.

—¡A la fuerza ha de serlo… si anda tirando el dinero de ese modo!

No volvió a asomar por la tienda durante el resto de la semana, de modo que, por mí, excelente. Nunca se había marchado sin comunicármelo. Era como ver pasar un desfile, verlo pasar de pie, a sabiendas de cuál había de ser la siguiente carroza, pero contemplándolo todo con sumo detalle, a pesar de lo previsible que fuera.

No me podía esperar lo del Pontiac. Nunca prestaba su coche a nadie. Eran tiempos extraños. Alguna fuerza o designio exterior parecía haberse apoderado de los acontecimientos, de modo que se apiñaban tal como hace el ganado en la rampa de carga. Ya sé que también lo contrario puede ser cierto. A veces, esa fuerza o designio deshace o destruye, poco importa el esmero y la hondura que se ponga en planificar los detalles. Supongo que por eso mismo creemos en la buena o la mala suerte.

El jueves, 30 de junio, desperté como de costumbre con la luz negra y perlada del alba, es decir, muy temprano, teniendo en cuenta que estábamos en pleno verano. La silla y la cómoda eran negros manchurrones, los cuadros meras insinuaciones más claras. Los blancos visillos de la ventana parecían mecerse y suspirar como si respirasen al compás, pues raro es el amanecer en que no se agita una mínima brisa al menos sobre la tierra.

Recién despierto, y no del todo, jugaba con la ventaja de dos mundos, el firmamento superpuesto de los sueños y los rasgos provisionales de la mente en vela. Me estiré voluptuosamente; fue una sensación agradable, estimulante. Es como si la piel de noche hubiera encogido y uno tuviera que cederla hasta darle el tamaño diurno hinchando los músculos. Provoca una sensación de placer cosquilleante.

Primero me remití a los sueños que recordaba tal como hubiera hecho al ojear un periódico, sólo por ver si contenía algo de interés, alguna cosa digna de mención. Luego exploré el día que se avecinaba, en busca de acontecimientos que aún no se habían producido. Acto seguido me dediqué a realizar una rutina que aprendí del mejor oficial que he conocido nunca. Se llamaba Charley Edwards, comandante de mediana edad, tal vez ya pasado de vueltas, aunque no mucho, para ser oficial de combate en el frente, si bien era de los mejores. Tenía familia numerosa, una esposa guapa, cuatro chicos muy seguidos, y el corazón a veces le rebosaba y le dolía de amor, de nostalgia por ellos, cuando se dejaba ganar por la mano. Fue él quien me lo contó porque le vino en gana. En su mortífero oficio no podía permitirse que su concentración quedara desgarrada, alabeada por el amor, y para que no le sucediera eso había ideado el siguiente método: por la mañana, siempre y cuando no lo arrancase del sueño una llamada de alerta, abría el ánimo y el corazón a los suyos. Se detenía en todos ellos uno por uno; reparaba en cómo eran, en cómo se comportaban; los acariciaba, los besaba, les garantizaba su amor una vez más. Era como si tomara objetos de valor incalculable de una vitrina, los contemplase uno por uno, los acariciara, los besara y volviera a guardarlos a cada cual en su sitio. Todo el procedimiento le llevaba media hora escasa cuando disponía de ella; después, ya no tenía que —no podía— pensar en su familia a lo largo del día entero. Era capaz de dedicar toda su concentración, libre de conflictos, de pensamientos y sentimientos encontrados, al cometido que tenía entre manos: a matar hombres. Era el mejor oficial que he conocido en la vida. Le pedí permiso para utilizar ese procedimiento, y me lo dio con generosidad. Cuando lo mataron, sólo pude pensar en que había llevado una vida llena de bondad, de eficacia. Había gozado de sus placeres, había saboreado su amor, había pagado sus deudas. ¿Cuántos son los que puedan decir lo mismo?

No siempre utilizaba el método del comandante Charley, pero un día como este jueves, cuando toda mi atención debiera estar concentrada e indivisa en la medida de lo posible, desperté al rayar el alba, entreabrió la puerta la luz, y visité a mi familia tal como lo hubiera hecho el comandante Charley.

Los repasé por orden cronológico, empezando por mi tía Deborah. Así se llamaba por la profetisa Débora, del Libro de los Jueces de Israel. Tengo leído que los jueces eran por entonces caudillos militares. Tal vez hiciera honor al origen de su nombre. Acaudillaba en efecto las falanges del pensamiento. Mi júbilo al aprender cosas sin beneficio aparente se lo debía a ella por completo. Por severa que fuese, era una mujer rebosante de curiosidad, que experimentaba poca o ninguna simpatía por todo el que no fuera de natural curioso. A ella consagré toda mi obediencia. Rendí un espectral homenaje al viejo Capitán e incliné la cabeza en deferencia ante mi padre. Incluso cumplí el deber de visitar ese desocupado agujero del pasado que había conocido en vez de madre. A ella nunca la llegué a conocer. Murió antes de que yo tuviera tiempo, y sólo dejó esa oquedad en el pasado, allí donde debiera haber tenido su sitio.

Sin embargo, algo me preocupaba. Ni la tía Deborah ni el viejo Capitán, ni tampoco mi padre, acudieron con claridad a mi evocación. Eran difusas sus facciones, escurridizas, en lugar de aparecer nítidas como en las fotografías. En fin, tal vez sea que en la memoria palidecen los recuerdos igual que los ajados ferrotipos. El fondo engulle a las figuras que estaban en primer plano. No podría retenerlos por siempre en la memoria.

Luego debí haber reparado en Mary, pero la dejé para más tarde.

Me centré en Allen. No pude dar con su rostro de chiquillo, con aquella cara llena de alegría y viveza que antaño me convenció de la perfectibilidad del hombre. Sólo se presentó tal como era con el tiempo: un jovenzuelo malhumorado, presumido, resentido, distante y amigo de los secretos, sumido en el sufrimiento y la perplejidad de su pubertad, época terrible, llena de torturas, en la que se ve animado a morder a todo el que le rodea, incluido a sí mismo, como si fuese un perro atrapado en un cepo. Ni siquiera en mi imagen mental pudo desprenderse de su triste desazón, de modo que lo dejé aparte no sin antes decirle que lo sé. Que recuerdo lo mal que se pasa, que es inevitable, que no puedo hacer nada por ti. Sólo te puedo asegurar de que terminará tarde o temprano. Y ya lo sé, eso es algo que no te puedes creer. Ve en paz, ve con todo mi cariño aun cuando durante todo este tiempo no podamos soportarnos el uno al otro.

Ellen me procuró un ramalazo de complacencia. Será hermosa, más incluso que su madre, pues cuando cristalicen sus rasgos faciales en una forma definitiva tendrá la extraña autoridad de la tía Deborah. Sus estados de ánimo, sus crueldades, sus momentos de nerviosismo son los ingredientes precisos para que sea una mujer bella y deseada. Lo sé muy bien, pues no en vano la vi caminar en sueños con el talismán rosaceo pegado al pecho, como si fuese una mujer en la plenitud de la edad. Y así como el talismán fue y es importante para mí, así lo es para Ellen. Tal vez sea Ellen la que porte y transmita todo lo que en mí hay de inmortal. Y en mi salud la estreché entre mis brazos y ella, fiel a su manera de ser, me hizo cosquillas en la oreja y soltó una risita. Mi Ellen. Mi hija.

Volví la cabeza hacia Mary, que dormía sonriente a mi derecha. Ése es su sitio en la cama, de modo que cuando llega el momento oportuno y a ella le apetece, puede buscar refugio apoyando la cabeza sobre mi hombro derecho, con lo cual me deja libre la mano izquierda libre para acariciarla.

Pocos días antes me había hecho un corte en el dedo índice con el cuchillo curvo de la tienda, y se me había formado una dureza en la base de la yema. Le acaricié con ella la hermosa línea que recorría el hombro hasta la oreja, aunque despacio y suave, para no sobresaltarla, y con la firmeza necesaria para que no le hiciera cosquillas. Suspiró, que es lo que hace siempre: una aspiración profunda, amplia, y luego una lenta y exuberante espiración. A algunas personas les molesta el despertar, pero no es el caso de Mary. Siempre acude al día con la esperanza de que le depare algo bueno. A sabiendas de que así despierta, trato de hacerle una pequeña ofrenda que justifique su convicción. Y trato de reservar las ofrendas para las grandes ocasiones, como la que acababa de ocurrírseme de repente.

Abrió los ojos, velados por el sueño.

—¿Ya es la hora? —preguntó, y miró por la ventana para ver si el día ya despuntaba. Sobre la cómoda hay un cuadro: árboles en torno a un lago, una vaca que se encuentra paciendo a la orilla. Divisé la cola de la vaca desde la cama y supe que, en efecto, ya era de día.

—Te traigo buenas nuevas que te darán gran alegría, mi ardilla voladora.

—Tú estás loco.

—¿Te he mentido yo alguna vez?

—A lo mejor.

—¿Estás despierta para que te dé las buenas nuevas?

—No.

—Entonces, espero.

Se volvió sobre el hombro izquierdo y se le formó un pliegue hondo en sus carnes suaves.

—Eres un bromista. Si me vas a decir que piensas cubrir el césped con una capa de cemento…

—Para nada.

—O que piensas montar un criadero de grillos…

—Ni mucho menos. Pero veo que al menos recuerdas los viejos planes que he ido descartando.

—¿Es una broma?

—En fin, es una cosa tan extraña y tan mágica que vas a tener que armarte de valor para creértela.

Tenía límpida la mirada, despierta del todo, y vi que los labios le temblaban un poco por las comisuras, como si se preparase a reír.

—Cuéntame.

—¿Conoces a un individuo de extracción italiana que se llama Marullo?

—Tú estás loco… O te haces el tonto.

—Ya lo verás. El tal Marullo se ha ausentado de la ciudad por un tiempo.

—¿Adónde ha ido?

—No me lo dijo.

—¿Cuándo piensa regresar?

—Deja de hacerme preguntas, que me confundes. Eso tampoco me lo dijo. Lo que sí me dijo, y ante mis protestas me lo ordenó, es que hagamos uso de su automóvil y nos vayamos a hacer un viajecito durante los días festivos que se avecinan.

—Me estás tomando el pelo.

—¿Te iba yo a contar una mentira que luego te entristezca?

—Pero… ¿por qué?

—Eso no te lo puedo decir. Lo que sí te puedo jurar, y te doy mi palabra de boy scout o mi más solemne juramento ante el Papa de Roma, es que el Pontiac con tapicería de armiño, con el tanque lleno de gasolina virgen, espera vuestras órdenes, mi Alteza Real.

—¿Y a dónde vamos a ir?

—Eso, mi adorado insecto de esposa, es lo que tú decidirás, y te tomarás todo el día de hoy, el de mañana y el sábado para planearlo.

—Pero es que el lunes es festivo. Son dos días enteros.

—En efecto.

—¿Nos lo podemos permitir? A lo mejor hemos de encontrar un motel o algo así.

—Podamos o no podamos, vamos a ir. Tengo unos ahorrillos.

—Tonto, conozco de sobra tus ahorrillos. No puedo hacerme a la idea de que nos haya prestado el coche.

—Yo tampoco, pero así es.

—No te olvides de que trajo dulces por Pascua.

—Eso es pura muestra de senilidad.

—Me pregunto qué es lo que busca.

—Eso es indigno de mi mujercita. A lo mejor sólo quiere que lo queramos un poco.

—Voy a tener que hacer un millón de cosas.

—Ya lo sé. —Me la imaginé en el momento de arar las posibilidades como si su ánimo fuera una pala excavadora. Supe que ya no disfrutaba de su atención, y que seguramente no podría recuperarla. Tal vez fuera mejor así.

Durante el desayuno, antes de tomarme la segunda taza de café, Mary ya había elegido y descartado la mitad de los lugares de recreo de toda la costa este de Norteamérica. Mi pobre amada no se había divertido gran cosa en estos últimos años.

—Cloe —le dije—, sé que me va a costar trabajo recabar de nuevo tu atención. Se nos ha ofrecido una inversión de gran importancia. Quiero que me cedas algo más de tu dinero La primera inversión va sobre ruedas.

—¿Está enterado el señor Baker?

—Ha sido idea suya.

—Entonces, tómalo. Firma un cheque y lo sacas tú.

—¿No quieres saber a cuánto asciende?

—Pues creo que no.

—¿No quieres saber de qué inversión se trata? ¿No quieres conocer las cifras, las fluctuaciones, las gráficas, las ganancias probables, el bullarengue fiscal y todo lo demás?

—No entendería ni jota.

—Desde luego que lo entenderías.

—En tal caso, será que no tengo ganas de entender nada.

—No me extraña que te llamen la zorra más pérfida de Wall Street. Esa mentalidad financiera fría como el hielo, cortante como el mejor de los diamantes… Da miedo.

—Nos vamos de viaje —dijo ella—. Nos vamos dos días de viaje.

¿Cómo demonios iba a abstenerse un hombre de amarla, de adorarla incluso?

—¿Quién es Mary… y qué es ella? —canturreé, y recogí las botellas de leche ya vacías antes de irme a trabajar.

Tuve la necesidad de ponerme al día con Joey, más que nada por saber cómo andaba, pero seguramente llegué con un momento de retraso o con otro de antelación. Entraba en el café cuando enfilé yo por High Street. Le seguí y ocupé el taburete contiguo al suyo, ante la barra.

—Me ha hecho aficionarme a la costumbre, Joey.

—Buen día, señor Hawley. El café es francamente bueno.

Saludé a mi antigua compañera de clase.

—Buen día, Annie.

¿Te vas a convertir en cliente habitual, Eth?

—Pues eso parece. Una taza, por favor. Solo.

—¿Sólo? Negro sí que está.

—Negro es el ojo de la desesperación.

—¿Cómo?

—Que lo tomaré solo.

—Como veas una gota de leche en ese café, Eth, te sirvo otro.

—¿Y cómo van las cosas, Morph?

—Igual que siempre, sólo que peor.

—¿Quiere que nos cambiemos de empleo, el suyo por el mío?

—Por mí, encantado. Y más antes de un fin de semana tan largo como el que se avecina.

—No es usted el único que tiene problemas. A los clientes también les gusta aprovisionarse de comida en sus casas.

—Supongo que sí. No me había parado a pensarlo.

—Artículos para ir de picnic, encurtidos, salchichas y, Dios nos libre, malvaviscos a porrillo. ¿Y tiene mucho trabajo?

—Como el 4 cae en lunes y hace un tiempo espléndido, espero que no me lo diga de broma. Aún peor es que a Dios Todopoderoso le haya dado por descansar y largarse a una zona de recreo en la montaña.

—¿Me habla del señor Baker?

—Hombre, no le iba a hablar de James G. Blaine ni de politicastros por el estilo.

—Quiero verle. Necesito que nos veamos —dije.

—Pues a ver si es capaz de pescarlo al vuelo, porque últimamente da más saltos que una moneda de cuarto de dólar dentro de una pandereta.

—Puedo llevarle unos sandwiches a su puesto de combate, Joey.

—Es posible que se lo pida.

—Esta vez le invito yo —dije.

—De acuerdo.

Cruzamos la calle juntos y entramos en el callejón.

—Lo encuentro bajo de ánimo, Joey.

—Es que lo estoy. A veces me fatiga el dinero de los demás. Tengo una cita estupenda para el fin de semana, pero es probable que me encuentre tan cansado que no sepa estar a la altura de las circunstancias. —Metió un envoltorio de chicle en la cerradura, entró y se despidió—. Hasta luego —dijo antes de cerrar la puerta.

La sujeté para que no se cerrase.

—¡Joey! ¿Hoy no quiere un sandwich?

—No, gracias —contestó desde el interior en penumbra, con olor a cera para la madera del suelo—. Tal vez el viernes sí. El sábado, con toda seguridad.

—¿No cierra al mediodía?

—Ya se lo dije antes. El banco puede que cierre, pero Morphy siempre sigue al pie del cañón.

—Venga a verme si quiere algo.

—Gracias. Gracias, señor Hawley.

Esa mañana no tuve nada que decir a mi tropa de los estantes, salvo un sencillo «¡Buen día, señores! ¡Descansen!». Momentos antes de las nueve, con el delantal puesto y la escoba en ristre, estaba barriendo la acera.

El señor Baker es tan puntual que se le oye dar las horas. Seguro que lleva un muelle en el pecho, al que debe dar cuerda sin falta. Las ocho cincuenta y seis, cincuenta y siete a lo sumo, y cruza la calle; las ocho cincuenta y ocho, y apareció caminando por Elm Street; las ocho cincuenta y nueve, y estaba ante la puerta acristalada, donde yo, con la escoba en las manos, tuve que salir a su encuentro.

—Señor Baker, deseo hablar con usted. Buen día, Ethan. ¿Puede esperar un minuto? Pase, pase.

Lo seguí al interior y vi todo aquello que Joey me había descrito como una ceremonia religiosa. Estaban prácticamente en posición de firmes cuando la manecilla del reloj señaló las nueve en punto. Se oyó un clic y un zumbido en la puerta reforzada de la caja de seguridad. Joey marcó los números místicos e hizo girar la rueda que desplaza los cerrojos. Se abrió de golpe el sanctasanctórum de un modo suntuoso, y el señor Baker recibió el saludo de todo el dinero allí reunido. Me mantuve al margen, al otro lado de la balaustrada, como un humilde feligrés que esperase a recibir un sacramento.

El señor Baker se dio la vuelta.

—Bien, Ethan. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Deseo —le dije en voz baja— hablar con usted en privado, pero no puedo salir de la tienda y dejar a la clientela sin atender.

—¿Se trata de algo que no puede esperar?

—Pues me temo que no.

—Tendría que contar usted con un ayudante en el negocio.

—Ya lo sé.

—Si dispongo de algún momento libre, me pasaré a verle sin falta. ¿Alguna noticia de Taylor?

—Todavía no, pero ya he tendido mis redes.

—Trataré de acercarme…

—Gracias, señor —le dije, aunque ya estaba seguro de que vendría.

Así fue. En menos de una hora, decidió esperar hasta que se fueron los clientes a los que atendía en esos momentos.

—A ver, Ethan. ¿De qué se trata?

—Señor Baker. Con los médicos y los abogados, o los propios sacerdotes, se sabe que han de guardar secreto en relación con sus asuntos profesionales. ¿Sucede lo mismo con un banquero?

—¿Ha oído alguna vez que un banquero comentase los asuntos particulares de un cliente, Ethan?

—No.

—Bueno, pues alguna vez haga la prueba, y a ver qué saca en limpio. Al margen de esa costumbre inveterada, Ethan, yo soy su amigo.

—Lo sé. Será que estoy un poco intranquilo. Y es que hace quizás demasiado tiempo desde la última vez que tuve un respiro.

—¿Un respiro?

—Voy a poner las cartas boca arriba, señor Baker. Marullo anda en apuros.

Se acercó más hacia mí.

—¿Qué clase de apuros?

—Con exactitud, señor, no lo sé. Debe de ser un asunto de entrada ilegal en el país.

—¿Cómo lo sabe, Ethan?

—Él mismo me lo dijo, aunque no con esas palabras. Ya sabe usted cómo es.

Me di cuenta de que mentalmente daba un salto, tomaba las piezas sueltas, las hacía encajar.

—Siga —dijo—. Eso implica la expatriación.

—Pues mucho me temo que sí. Pero es que él se ha portado bien conmigo, señor Baker. Yo no haría nada que le pudiera perjudicar.

—Pero es que a veces hay que pensar en uno mismo, Ethan. ¿Qué es lo que le ha propuesto?

—No se trata de una mera proposición. Tuve que ir atando cabos hasta sacar algo en claro, pues habló mucho sin decir nada. Estaba de los nervios. Sin embargo, deduje que si tuviera cinco mil en efectivo, podría comprarle la tienda.

A juzgar por lo que dice, da la impresión de que tiene previsto darse a la fuga. Pero eso usted no lo sabe. No, señor. La verdad es que no sé nada. En tal caso, no hay peligro de que nadie lo acuse de complicidad. ¿No le ha dicho nada en concreto?

—No, señor.

—¿Y cómo ha llegado a calcular esa cifra?

—Muy sencillo, señor. Es todo lo que tenemos.

—Pues tal vez pudiera conseguir el negocio por una cantidad inferior.

—Puede ser.

Con rápida mirada repasó la tienda como si la tasara.

—Si no se equivoca en sus suposiciones, se encuentra usted en condiciones óptimas para hacer un buen negocio.

—Eso no se me da nada bien.

—Sabe muy bien que no me gustan los tratos bajo mano. Tal vez pudiera hablar con él.

—Es que ha salido de la ciudad.

—¿Y cuándo ha de regresar?

—No lo sé, señor. Recuerde que sólo se trata de una impresión, pero creo que podría aparecer en cualquier momento y, si yo tuviera el dinero en metálico, cerrar un trato. Me tiene simpatía, ¿sabe?

—Lo sé.

—No quisiera aprovecharme de la situación.

—Siempre podrá vendérselo a otro. Con gran facilidad podría conseguir diez mil… de cualquiera.

—Entonces a lo mejor peco de excesivo optimismo.

—No se achique, Ethan. Tiene que pensar en lo primordial.

—De eso quería hablarle. Es el dinero de Mary.

—Lo es. Bien, ¿y qué es lo que tiene en mente?

—Pues había pensado que podría prepararme algunos papeles, y dejar la fecha y la cantidad en blanco. Yo podría retirar el dinero mañana viernes.

—¿Por qué el viernes?

—Bueno, sigue siendo una suposición, pero algo dijo el acerca de que todo el mundo está fuera durante los días festivos. Supuse que él podría aparecer entonces. ¿No tiene usted su número de cuenta?

—No, por Dios. Retiró todo su efectivo hace poco tiempo. Según dijo, iba a comprar unas acciones. No me llamó la atención, pues eso mismo ya lo ha hecho otras veces y siempre volvió a hacer ingresos superiores a la cantidad retirada en cada ocasión. —Miró largo y tendido a una miss Rheingold de vivos colores, que anunciaba la cerveza de la misma marca desde un cartel colgado sobre el mostrador de los fiambres, pero no reaccionó ante la sonrisa de su invitación—. ¿Sabe usted que corre un terrible riesgo?

—¿Qué quiere decir?

—Por una parte, podría vender el negocio a media docena de personas; por otra, tal vez esté hasta el cuello de hipotecas. No se han hecho las pertinentes indagaciones.

—Quizás podría enterarme de la situación en el registro del condado. Sé que está usted muy ocupado, señor Baker. Estoy aprovechándome de la amistad que mantiene usted de antaño con mi familia. Además, es usted el único amigo que tengo, el único, quiero decir, que entiende de estos asuntos.

—Llamaré a Tom Watson para que me informe sobre el título de propiedad. Maldita sea, Ethan. Es un mal momento. Mañana por la noche quisiera emprender un corto viaje. Si es cierta su suposición y él es un estafador en potencia, podría quedarse usted no ya de patitas en la calle, sino compuesto y sin novia, si me permite la expresión.

Tal vez lo mejor sea que renuncie al empeño. De todos modos, señor Baker, se lo digo muy en serio: estoy harto de ser un mero dependiente de tienda.

—Yo no le he dicho que renuncie. Sólo le dije que corre un riesgo.

—Mary sería tan feliz si yo fuera el dueño de la tienda… En fin, supongo que tiene usted razón: no debo arriesgar un dinero que en el fondo es de ella. Creo que mi deber es llamar a los hombres de la policía federal.

—Eso le llevaría a perder toda la ventaja que aún pueda tener.

—¿Cómo?

—Si se procede a su deportación, podría vender sus haberes por medio de un agente, y esta tienda costaría mucho más de lo que usted puede pagar. Ni siquiera está usted seguro de que él esté por largarse. ¿Cómo va a decírselo a los agentes federales si ni siquiera lo sabe con certeza? Ni siquiera sabe si ellos lo han descubierto

—Eso es verdad.

—En honor a la verdad, usted no sabe nada acerca de él, al menos con una mínima certeza. Todo lo que me ha dicho no pasa de ser un puñado de vagas sospechas, ¿no es cierto?

—Así es.

—Pues es mejor que las olvide.

—¿No sería un desastre si pagase en efectivo sin que al menos quedara constancia del pago?

—Podría hacer un apunte en el cheque. Por ejemplo, «para invertir en el negocio con A. Marullo». Así quedaría constancia de sus intenciones.

—Supongamos que todo queda en agua de borrajas.

—En tal caso, vuelva a depositar el dinero en el banco.

—¿Le parece que vale la pena correr ese riesgo?

—Todo es un riesgo, Ethan. De hecho, llevar tanto dinero encima ya es un riesgo.

—De eso me ocupo yo.

—Lamento tener que irme de viaje.

Lo que antes comenté acerca del momento oportuno, y de cómo elegirlo, seguía siendo verdad. Durante todo ese rato no entró nadie en la tienda, pero apenas llegamos a este punto apareció media docena de personas: tres mujeres, un hombre de edad avanzada, dos mozalbetes.

—Le daré el dinero en billetes de cien —dijo el señor Baker acercándoseme, en voz muy baja—. Y tomaré nota de la numeración de los billetes. Si lo pescan con ellos, los podrá recuperar.

Saludó con seriedad a las tres mujeres, dijo un sucinto «Buen día, George» al anciano y pasó los dedos por los hirsutos cabellos de los dos chicos. El señor Baker es un hombre muy inteligente.