Margie Young-Hunt era una mujer atractiva, bien informada, lista; tan lista que sabía de calle cuándo y cómo enmascarar su inteligencia. Sus matrimonios habían fracasado, los dos maridos le habían fallado, uno por débil, otro por serlo aún más: no en vano se le murió. Las citas con hombres ya no se le presentaban por azar. Las apañaba, mantenía vivas sus relaciones mediante frecuentes llamadas telefónicas, cartas, tarjetas postales repletas de buenos deseos, e incluso concertaba encuentros que luego parecían casuales. Llevaba a los enfermos caldo hecho en casa, no se olvidaba de los cumpleaños de nadie. Por medios tan simples mantenía al mundo al tanto de su existencia.
Más incluso que cualquier otra mujer de la ciudad conservaba el vientre liso, el cutis limpio y reluciente, los dientes resplandecientes, tensa la línea del mentón. Parte apreciable de sus ingresos se le iba en el esmero con que se cuidaba las uñas y el cabello, en los masajes, los potingues y los ungüentos de toda condición. «Debe de ser más vieja de lo que aparenta», decían otras mujeres de la ciudad.
Cuando los músculos de sus senos dejaron de responder al efecto de las cremas, los masajes, los ejercicios, se los empezó a sostener vistosamente en su sitio de tal modo que lucían altos y briosos. Cada vez le costaba más tiempo maquillarse. Su cabello tenía todo el brillo y la docilidad, la ondulación que prometen los anuncios televisivos. Cuando salía con alguien, cenaba, bailaba, reía, se mostraba divertida, entretenía a su acompañante con una red de mínimos imanes, ¿y quién iba a percatarse de su frialdad en la repetición de los gestos? Tras un margen de tiempo más o menos decente y de una inversión no desdeñable, se acostaba con él si es que discretamente le venía en gana. Luego, vuelta a sus trabajos de reparación de las relaciones. Tarde o temprano, la cama que compartía con quien se prestara y lo mereciera había de ser la trampa donde cazara la presa que le garantizase su futura seguridad, su paz de ánimo definitiva. Sin embargo, esa hipotética presa se le escapaba una y otra vez de las fauces de terciopelo y seda. Cada vez más, sus hombres eran los casados, los enfermos, los cautos, los vacilantes. Y Margie sabía mejor que nadie que se le empezaba a agotar el tiempo. Las cartas del tarot no daban respuesta cuando buscaba consejo para sí.
Margie había conocido a muchos hombres, a la mayor parte con un punto de culpa, o a hombres de vanidad herida, desesperados, de modo que había terminado por sentir un notorio desprecio por sus presas, como le sucede a un cazador profesional de alimañas dañinas. Era fácil manejar a esos hombres, valerse de sus miedos y vanidades. En el fondo, tanto les apetecía a ellos caer en el engaño que ella había dejado de tener la menor sensación de saborear el triunfo, de modo que sólo experimentaba cierta compasión teñida de repugnancia. Tales eran sus amigos y conocidos. Los protegía incluso del posible descubrimiento de que eran sus amigos y sus conocidos. Les daba lo mejor de sí precisamente porque ellos no le pedían nada a cambio. Los mantenía en secreto, porque en el fondo no era tanta la admiración en que se tenía a sí misma. Danny Taylor era uno de ellos, y Alfio Marullo otro, y el jefe de policía Stonewall Jackson Smith un tercero, y había bastantes más. Confiaban en ella; Margie también tenía entera confianza en ellos, de modo, que su existencia secreta era la única muestra de cálida honestidad en que podía refugiarse para reparar fuerzas. Estas amistades hablaban con ella libremente, sin temores ni rebozos, porque para ellos Margie era una especie de Pozo de Andersen: receptiva en todo momento, nunca crítica, callada. Como todo el mundo tiene sus vicios secretos, es probable que Margie Young-Hunt tuviera una virtud secreta. Debido a este sigiloso motivo, es probable que supiera de New Baytown, e incluso del condado de Wessex, más que ninguna otra persona, y es más posible aún que ese conocimiento no estuviera deformado porque ella no quería, ni podía, usarlo en provecho propio. En cambio, en otros muchos sentidos aprovechaba todo lo que le caía en mano.
Su proyecto, sus ideas respecto a Ethan Allen Hawley, empezó a formarse de un modo casual, quizás por no tener nada mejor que hacer. En cierto modo, Ethan no se equivocó cuando supuso que era pura malicia, una suerte de manera maliciosa de que Margie probara sus poderes. Muchos de los hombres tristes que acudían a ella en busca de consuelo, de aliento, estaban maniatados por la impotencia, inmovilizados, desamparados por los traumas sexuales que infectaban todas las demás parcelas de sus vidas. Y a ella le resultaba facilísimo irlos liberando mediante lisonjas y palabras de animo, ponerlos en condiciones de hacer frente una vez más a sus esposas, provistas todas de un látigo de siete colas. Sentía verdadero afecto por Mary Hawley, y a través de ella comenzó a tomar conciencia de Ethan, maniatado por otra clase de trauma, por una serie de ataduras socioeconómicas que le habían mermado la fuerza y arrancado las certezas. Como no tenía trabajo, ni amor, ni hijos, se preguntaba si sería capaz de liberar y encauzar a ese hombre disminuido hacia una nueva finalidad. Era un juego, una suerte de rompecabezas, una prueba, producto no de la bondad, sino sólo de la curiosidad y la pereza. Ethan era un hombre de marca mayor. Dirigirlo, encauzarlo, sería buena prueba de su propia superioridad, algo que cada vez necesitaba de un modo más apremiante.
Es probable que fuera ella la única persona en condiciones de apreciar la hondura del cambio que se obraba en Ethan, y eso le daba miedo, pues lo creía resultado de sus atenciones. Al ratón le crecía melena de león. Ella advertía los músculos bajo la tela de sus trajes, notaba la crueldad que empezaba a despuntar en su mirada. Así tuvo que sentirse el bondadoso Einstein cuando su soñado concepto de la naturaleza de la materia reventó sobre Hiroshima.
Margie sentía un gran afecto por Mary Hawley, pero no le tenía la menor simpatía, ninguna compasión. La desgracia es una fatalidad natural que resulta aceptable para las mujeres, sobre todo cuando recae sobre otras mujeres.
En su pequeña e inmaculada vivienda, situada en medio de un jardín grande y descuidado cerca del Puerto Viejo, se inclinó hacia el espejo donde se maquillaba para inspeccionar sus herramientas, y atravesó con la mirada la capa de crema, polvos, cosméticos, pestañas cargadas de rímel, para ver las arrugas ocultas, la falta de elasticidad de la piel. Notó que los años ascendían por ella como la marea en torno a una roca, en medio de una mar en calma. Existe todo un arsenal en la madurez, en los años intermedios, pero para formarlo se requiere una destreza, un tesón del que ella aún carecía. Era preciso que lo adquiriese antes de que la armazón de la juventud y la vitalidad apasionada se desmoronase del todo y la dejara desnuda, podrida, ridícula. Su éxito radicaba en que nunca bajaba los brazos, ni siquiera cuando estaba sola. A modo de experimento, dejó que su boca adoptase de un modo espontáneo el gesto que apetecía, que sus párpados cayeran a media asta. Bajó la barbilla que siempre llevaba bien alta y apareció una soga trenzada de hebras lacias. Ante sus ojos en el espejo, veinte años se le vinieron encima de golpe, y se estremeció cuando un gélido susurro vino a decirle lo que le estaba esperando. Se había retrasado más de la cuenta. Una mujer debe tener un escaparate en el cual envejecer, con sus luces, sus detalles de atrezzo, su terciopelo negro, sus hijos, y encanecer y engordar, soltar risas falsas y cometer alguna pillería, gozar del amor, de la protección, de abundante dinero de bolsillo, de serenidad, de un marido no demasiado exigente o bien de un testamento no menos sereno, pero menos exigente, que le dejase un buen capital. Una mujer que envejece sola es un desperdicio inútil, una obscenidad arrugada sin esclavos jorobados que reclamen sus dolores y le administren friegas para paliarlos.
Se le formó en la boca del estómago la ardiente punzada del miedo. Había tenido suerte con su primer marido. Era un débil, y ella no tardó en descubrir la válvula de su debilidad. Él estaba rendidamente enamorado de ella, de modo que cuando quiso divorciarse él ni siquiera incluyó una cláusula relativa a una nueva boda por parte de ella en el convenio de divorcio que le aseguraba el pago de una generosa pensión.
Su segundo marido creyó que ella era dueña de una gran fortuna, y en cierto modo así era. No le dejó gran cosa a su muerte, pero con la pensión del primero pudo seguir viviendo con desahogo, vestir con elegancia, dedicarse a disfrutar del ocio. Si su primer marido llegase a morir… Ésa era la punzada del miedo. Ésa era la pesadilla nocturna y diurna, mental, en forma de cheque.
E n enero lo había visto en el cruce de Madison Avenue con la calle Cincuenta y siete. Le pareció viejo y demacrado.
A ella le obsesionó que él pudiera morir. Si el muy cabrón se le muriese cualquier día, dejaría de recibir su dinero. Creyó que posiblemente era ella la única persona del mundo capaz de rezar de todo corazón por la salud del infeliz.
Su rostro flaco y silencioso, sus ojos mortecinos volvieron a la pantalla de su memoria y rozaron la punzada ardiente que tenía en la boca del estómago. Si el muy hijo de puta se muriese…
Inclinada hacia el espejo, Margie se detuvo y lanzó su voluntad como si fuese una jabalina. Alzó el mentón, desaparecieron las sogas del cuello; se le acrecentó el brillo de los ojos, se le adhirió mejor la piel al cráneo, se le enderezaron los hombros. Se puso en pie y dio unos pasos de vals, con destreza, sobre la gruesa alfombra roja. Estaba descalza, se había pintado relucientes las perfiladas uñas de los pies. Tenía que darse prisa, hacer algo antes de que fuese ya tarde.
Abrió el armario de par en par y sacó el hermoso, provocativo vestido que tenía reservado para el fin de semana del Cuatro de julio, los zapatos de tacón tan escueto como un lápiz, las medias tan finas que era como si no las llevara. No había en ella ni rastro de languidez. Se vistió con la rapidez y la eficacia con que afila un carnicero el cuchillo, y se contempló de arriba abajo en un espejo de cuerpo entero, del modo en que un carnicero prueba el filo del cuchillo apretándolo contra el pulgar. Velocidad sí, pero nada de precipitación, velocidad para alcanzar al hombre que no ha de esperar, y luego… la lentitud indiferente y casual de la dama culta, elegante, moderna, desbordante de confianza en sí misma, la dama de las bellas piernas, de los inmaculados guantes blancos. Ninguno de los hombres con que se cruzó dejó de reparar en ella. El camionero de Miller Brothers lanzó un silbido de admiración al cruzar a su paso con su carga de leña, y dos muchachitos del instituto la miraron con descaro, con ojos de Valentino, tragando dolorosamente la saliva que les inundó las bocas entreabiertas.
—¿Tú has visto eso? —dijo uno.
—Pues claro —repuso el otro.
—¿Te gustaría…?
—¡Ya te digo!
Una dama no vagabundea por ahí, y menos en New Baytown. Es preciso que vaya a un sitio definido, que tenga cosas que hacer, por insignificantes que sean sus quehaceres. Mientras transitaba a pasos cortos por High Street, saludó de gesto y de palabra a algunos transeúntes, a los que repasó automáticamente.
El señor Hall: vivía de prestado desde tiempo atrás.
Stoney: un hombre duro, viril, pero ¿qué mujer podría vivir con el salario o la pensión de jubilación de un policía? Además, era amigo suyo.
Harold Beck, con sus más que abundantes propiedades inmobiliarias, sólo que Harold era más raro que un perro verde. Y más marica que nadie. Probablemente lo sabía todo el mundo menos él.
MacDowell: «Cómo me alegro de verle, señor. ¿Qué tal está Milly?». Imposible: escocés, agarrado, atado a su mujer. Un inválido, sólo que de esos que nunca mueren. Todo un misterio, además, pues nadie conocía el valor aproximado de sus bienes.
Donald Randolph, el de los ojos húmedos: espléndido en la barra de un bar, en el taburete de al lado. Todo un caballero en el bar, cuyos buenos modales persistían con la borrachera. Inútil del todo, a no ser que una quisiera instalarse para siempre en el taburete de un bar.
Harold Luce: se rumoreaba que era pariente del dueño de la revista Time, pero ¿de quién emanaban semejantes rumores, sino de sus propios labios? Un hombre duro como el pedernal, famoso por una sabiduría que se basaba en el hecho, bien sencillo, de carecer de toda capacidad de habla.
Ed Wantoner: un mentiroso, un tramposo, un ladrón. Al parecer, dueño de una fortuna. Y su esposa estaba a punto de morir, pero lo malo era que Ed no se fiaba ni de su sombra. No se fiaba ni de su perro: lo tenía siempre atado, por más que aullase.
Paul Strait: toda una potencia del partido republicano. Su mujer se llamaba nada menos que Butterfly, y no era un apelativo cariñoso. Butterfly Strait, nombre recibido en la pila bautismal. Por éstas que son cruces. A Paul le iban muy bien las cosas mientras el estado de Nueva York tuviera un gobernador republicano. Era dueño del vertedero municipal, donde costaba un cuarto de dólar descargar un camión de basura. Según se contaba, cuando las ratas llegaron a ser tan grandes y tan numerosas que la cosa se puso peligrosa, Paul vendió entradas para disfrutar del privilegio de liarse a tiros con las ratas, amén de alquilar linternas y rifles debidamente cargados con cartuchos del 22. Tenía tal pinta de presidente que en media ciudad lo apodaban Ike. En cambio, una vez en que estaba comedida, tranquilamente borracho, Danny Taylor lo había bautizado «el más noble de los Pauls», y se le quedó el sobrenombre. El noble Paul pasó a ser su nombre siempre que él no estuviera presente.
Marullo: está más enfermo que antes. Ya se ha puesto de color gris. Los ojos de Marullo eran los de un hombre al que le hubieran descerrajado un tiro en las tripas con un revólver del 45. Había pasado por delante de su tienda sin entrar siquiera. Margie sí entró en la tienda contoneando su trasero respingón.
Ethan estaba conversando con un desconocido, un hombre más bien joven, de cabellos oscuros, elegantes pantalones de universitario fino y un sombrero de ala estrecha. Rondaría los cuarenta años; parecía un tipo duro, concentrado, muy atento a lo que estaba haciendo. Estaba apoyado sobre el mostrador, como si fuese a examinarle a Ethan las amígdalas.
—¡Hola! Ya veo que estás ocupado, así que volveré más tarde —dijo Margie.
Una mujer de paseo, sin nada mejor que hacer, puede entretenerse con infinidad de cosas de poca monta, pero legítimas todas ellas, en un banco. Margie cruzó la boca del callejón y entró en el templo de mármol y acero lustrado.
Joey Morphy iluminó con su sonrisa toda la ventanilla de la caja, incluidos los barrotes, nada más verla. Qué sonrisa, qué personaje, qué buen compañero de juergas, qué desastroso candidato a marido. Margie lo tenía por un solterón de los pies a la cabeza, recalcitrante, capaz de morir luchando por seguirlo siendo. Para Joey no habría una tumba de dos plazas.
—Por favor, señor —le dijo ella—, ¿tiene dinerito fresco, que no esté en salmuera?
—Discúlpeme, señora, que voy a ver si hay. Estoy casi seguro de que algo habrá en algún sitio. ¿Cuánto quiere que le sirva?
—Pues unos doscientos gramos, señor mío. —Sacó una chequera del bolso de cabritilla blanca y extendió un cheque por valor de veinte dólares.
Joey se echó a reír. Le gustaba Margie. De vez en cuando, aunque tampoco muy a menudo, la sacaba a cenar y se acostaba con ella. En cambio, también le agradaba su compañía, su sentido del humor.
—Señora Young-Hunt —le dijo—, esto me recuerda lo que me contó un amigo que estuvo en México con Pancho Villa. ¿Lo recuerda?
—No lo he visto en mi vida.
—Se lo digo en serio, es una anécdota que me contó ese tipo. Me dijo que cuando Pancho estaba por el norte del país, hizo imprimir en la casa de la moneda tantos billetes de veinte pesos que sus hombres renunciaron a contarlos. Tampoco es que se les dieran los números nada bien, la verdad sea dicha. Tuvieron que optar por pesarlos en una balanza.
—Joey —dijo Margie—, la autobiografía es superior a tus fuerzas.
—Caramba, señora Young-Hunt. No se trata de eso, no. Por aquel entonces yo no pasaba, creo, de los cinco o seis años de edad. Es una anécdota. Y sucede que una dama espléndidamente dotada, india pero a fin de cuentas bien provista, se presentó ante él y le dijo: «Mi general, ha ejecutado usted a mi marido y me ha dejado convertida en una pobre viuda con cinco hijos. ¿Le parece una bonita manera de iniciar una revolución popular?».
»Pancho Villa revisó los atributos de la dama tal como hago yo ahora.
—Tú no estás hipotecado, Joey.
—Lo sé, no es más que una anécdota. Total, que Pancho va y le dice a uno de sus lugartenientes: «Pésale cinco kilos de dinero, que se los lleve».
»Cinco kilos en billetes son un buen montón. Se los ataron con una hebra de alambre y la mujer salió llevando en alto la bala de pasta. El lugarteniente dio entonces un paso al frente, saludó y dijo: “Mi general (mi gral, decían ellos), nosotros no hemos ejecutado a su marido. Lo que pasa es que estaba como una cuba. Lo hemos metido en la cárcel, a la vuelta de la esquina”.
»Pancho no había quitado ojo de encima de la señora que se marchaba con el mazo de billetes. Y dijo: “Pues vayan a pegarle un tiro. No vamos a darle una decepción a la pobre viuda”.
—Joey, eres imposible.
Es una historia verdadera. Yo me lo creo. —Dio la vuelta al cheque—. ¿Lo quiere en billetes de veinte, de cincuenta o de cien?
—Casi como que me los das de uno en uno.
Se lo pasaban bien juntos.
El señor Baker asomó por la puerta de su despacho, de cristal esmerilado.
Por ése sí que valía la pena apostar. Baker le hizo una vez una proposición gramaticalmente impecable, pero bastante oscura. El señor Baker era el mismísimo Don Dinero en persona. Desde luego que tenía esposa, pero Margie conocía de sobra a los Baker de este mundo. Siempre podrían encontrar una razón moral de verdadero peso para hacer lo que les viniera en gana. Se alegró de haberlo rechazado en su día. Así, aún estaba pendiente de resolución.
Recogió los cuatro billetes de cinco dólares que le había entregado Joey, nuevecitos, e hizo ademán de aproximarse al canoso banquero, pero en ese preciso instante el hombre al que vio antes conversar con Ethan apareció sin hacer ruido, pasó por delante de ella, mostró una tarjeta de visita y entró sobre la marcha al despacho del señor Baker, cuya puerta se cerró en el acto.
—Caramba, que me aspen —le dijo ella a Joey.
—Sería aspar a la más bella del condado de Wessex —dijo Joey—. ¿Te apetece salir esta noche? ¿Vamos a bailar, a cenar y todo eso?
—No puedo —repuso ella—. ¿Quién era ése?
—No lo había visto en mi vida. Yo diría que es uno de esos inspectores que hacen auditorías. En este momento me siento feliz de ser honrado, y más aún de saber sumar y restar.
¿Sabes una cosa, Joey? El día menos pensado vas a convertir a una mujer fiel en una espléndida fugitiva.
—Eso espero, señora. A Dios rogando…
—Hasta la vista.
Salió, atravesó el callejón y volvió a entrar en la tienda de Marullo.
—Hola, Eth.
—Hola, Margie.
—¿Quién era ese apuesto desconocido?
—¿Hoy no has venido con la bola de cristal?
—¿Agente secreto?
—Peor aún. Margie, ¿a todo el mundo le da tanto miedo la pasma? Aunque no haya hecho nada de nada, me dan un miedo tremendo.
—¿Era detective esa alhaja de hombre, ese trocito de la Santa Cruz con rizos?
—No exactamente. Dijo que era agente federal.
—¿En qué andas metido, Ethan?
—¿Metido? ¿Andar metido yo?
—¿Y qué quería?
—Sólo sé qué me preguntó. No sé lo que quería.
—¿Y qué te preguntó?
—Desde cuando conozco a mi jefe. Quién más lo conoce por aquí. Cuándo llegó a New Baytown.
—¿Qué le contestaste?
—Que cuando ingresé en el ejército para combatir al enemigo no lo conocía. Que a mi vuelta él ya estaba aquí. Que cuando me arruiné se quedó él con la tienda y me dio un puesto de trabajo.
—¿Tú de qué crees que se trata?
—A saber.
Margie se había esforzado por leer algo en sus ojos. «Se las está dando de tonto —pensó—. Me pregunto qué querría ese tipo realmente».
—No me crees, lo presiento —dijo él en voz tan baja que ella se asustó—. ¿Sabes qué te digo, Margie? Nadie se cree nunca la verdad.
—¿Toda la verdad? Cuando troceas un pollo, Eth, toda la carne es de pollo, pero hay vetas claras y vetas oscuras.
—Supongo que sí. Con sinceridad, estoy preocupado, Margie. Necesito este puesto de trabajo. Si algo le sucediera a Alfio, me vería de patitas en la calle.
—Oye, ¿no se te olvida que vas a ser rico?
—Eso es difícil de tener en cuenta cuando resulta que no lo soy.
—Ethan, a ver si te acuerdas de otra cosa. Fue por primavera, casi en Pascua. Entré en la tienda y me llamaste Hija de Jerusalén.
—Estábamos a Viernes Santo.
—Veo que lo recuerdas. Bueno, pues lo he encontrado. Es de san Mateo. Es muy hermoso. Y da miedo.
—Sí.
—¿Y qué tripa se te rompió?
—Mi tía abuela Deborah. Me crucificaba una vez al año. Todavía no ha terminado.
—Ahora estás de broma, pero aquel día ibas en serio
—No, no iba en serio. Y ahora tampoco.
—La buena fortuna que te eché —comentó Margie con aire juguetón—, empieza a convertirse ahora en realidad.
—Ya lo sé.
—¿Y no te parece que me debes algo?
—Desde luego.
—¿Cuándo me lo piensas pagar?
—¿Te importa que pasemos a la trastienda ahora mismo?
—No creo que fueras capaz.
—¿En serio?
—No, Ethan, y tú tampoco te lo crees. No has echado un polvo rápido, ni te has dado un revolcón en un pajar en toda tu vida.
—Siempre estoy a tiempo de aprender.
—No serías capaz de darte al fornicio ni por más que quisieras.
—Al menos, podría intentarlo.
—Haría falta amor u odio para excitarte, y cualquiera de los dos lleva consigo un procedimiento lento y laborioso.
—Puede que tengas razón. ¿Cómo lo sabías?
—Nunca sé cómo lo sé.
Él abrió la puerta de la cámara, sacó una coca-cola que de inmediato se revistió de una capa de escarcha, la abrió y se la pasó a Margie mientras abría otra.
—¿Qué es lo que quieres de mí?
—Nunca he conocido a un hombre como tú. Tal vez desee saber qué se siente al ser amada u odiada con tanta intensidad.
—¡Eres una bruja! ¿Por qué no silbas, a ver si sopla un vendaval?
—No sé silbar, pero puedo desencadenar una tormenta en la mayoría de los hombres sólo con enarcar las cejas. ¿Qué tal voy? ¿Te prendo el fuego, o no?
—Puede que sí.
Él la estudió atentamente, sin tratar de disimular su inspección.
—Estás hecha como un cobertizo de ladrillos —dijo—. Suave, lisa, fuerte, bien hecha…
—¿Cómo lo sabes, si nunca me has tocado?
—Si alguna vez llego a tocarte, más te vale salir por piernas.
—Amor mío.
—¡Vamos! No me vengas con ésas. Bastante engreído soy para saber el calibre de mi propio atractivo. ¿Qué es lo que quieres? Desde luego, eres un pedazo de mujer, pero también, muy lista. ¿Qué andas buscando?
—Ya eché la suerte, y ahora resulta que es verdad.
—Así que quieres tu parte.
—Sí.
—Ahora sí te creo. —Levantó los ojos al cielo—. Mary de mi corazón —comenzó a decir—, contempla a tu marido, a tu amante, a tu querido amigo. Guárdame de todo mal, del mal de dentro y del mal que viene de fuera. Rezo y suplico tu ayuda, Mary, porque el hombre tiene extrañas y levantiscas necesidades, y lo acosa el dolor eterno, el afán de esparcir su simiente por doquier. Ora pro me.
—Ethan, eres un falsario.
—Ya lo sé. ¿No puedo al menos ser un falsario humilde?
—Ahora sí que me das miedo. Antes no me pasaba eso.
—Pues no entiendo por qué.
Ella lo miraba con ojos de pitonisa. Él se dio cuenta.
—Marullo…
—¿Qué pasa con él?
—Eso te pregunto.
—Enseguida estoy con usted, señora. Media docena de huevos, un trozo de mantequilla, eso es. ¿Y quiere café?
—Sí, me gusta en lata. Me gusta tenerlo en el estante. ¿Qué tal es Whumpdum, esa marca de carne picada en lata?
—No la he probado. Dicen que es muy buena. Enseguida estoy con usted, señor Baker. ¿No se llevó alguna vez la señora Baker esa carne picada en lata?
—Pues no tengo ni idea, Ethan. Yo como a diario lo que me ponen delante. Señora Young-Hunt, a cada día que pasa la encuentro a usted más guapa.
—Es muy amable, señor.
—No, es que es verdad. Además, viste usted que da gusto.
—Lo mismo pensaba yo de usted. Quiero decir, no es que sea usted un Adonis, pero tiene un sastre magnífico.
—Supongo que sí, que lo es. Por lo menos, cobra como si lo fuera.
—¿Se acuerda de aquél que dijo que «los modales hacen al hombre»? Pues ya no es así. Ahora son los sastres los que hacen al hombre, a la imagen que les venga en gana.
—El problema de un traje de buen corte y buena hechura es que dura demasiado. Éste ya tiene diez años.
—Increíble, señor Baker. Por cierto, ¿qué tal la señora Baker?
—Tan bien como para quejarse. ¿Por qué no va a visitarla, señora Young-Hunt? A veces se siente bastante sola. No hay muchas personas de su generación que sean capaces de conversar con inteligencia. Ah, y conste que fue Wickham quien lo dijo. Es el lema de Winchester College.
—Muéstreme otro banquero en toda Norteamérica —dijo Margie volviéndose a Ethan— que sepa decir una cosa así.
El señor Baker se tornó más rubicundo.
—Mi mujer es suscriptora de la serie «Los grandes libros». Es una gran lectora. Por favor, no deje de ir a visitarla.
—Me encantaría. Póngame las cosas en una bolsa, señor Hawley. Las recogeré más tarde, cuando vuelva a casa.
—Como diga, señora.
—Es una mujer todavía joven, de muy buen ver y realmente excepcional —dijo el señor Baker.
—Mary y ella se llevan muy bien.
—Ethan, dígame una cosa. ¿Ha venido por aquí ese hombre del gobierno?
—Sí.
—¿Y qué quiere?
—No lo sé. Me hizo algunas preguntas acerca del señor Marullo. No pude darle las respuestas que apetecía.
El señor Baker se desprendió de la imagen de Margie con la misma lentitud con que una anémona de mar se desprende de la cáscara de un cangrejo íntegramente succionado.
—Ethan, ¿ha visto a Danny Taylor últimamente?
—No, la verdad es que no.
—¿Y sabe dónde está?
—No tengo ni idea.
—Tengo que ponerme en contacto con él. ¿No se le ocurre dónde puede estar?
—No lo he visto desde… Bueno, desde el mes de mayo. Sé que iba a intentar someterse de nuevo a una cura.
—¿No sabe usted dónde?
—No me lo dijo. Sólo sé que quería intentarlo.
—¿En una institución pública?
—Pues no lo creo, señor. Me pidió dinero prestado.
—¿Cómo dice?
—Que le presté algo de dinero.
—¿Cuánto?
—Perdón, ¿cómo dice usted?
—Disculpe, Ethan. Ustedes son viejos amigos. Lo lamento. ¿Tenía más dinero?
—Yo creo que sí.
—¿No sabe cuánto?
—No, señor. Sólo me pareció que tenía algo más de lo que yo le presté.
—Si llega a enterarse de su paradero, ¿me hará el favor de decírmelo?
—Si me enterase se lo diría, señor Baker. Tal vez lo mejor confeccione una lista de esos sitios donde se puede hacer la cura y que llame por teléfono.
—¿Le prestó ese dinero en metálico?
—Sí.
—Entonces, no servirá de nada. Se habrá registrado con un nombre falso.
—¿Por qué iba a hacer una cosa así?
—Cuando son de buena familia, siempre hacen lo mismo. Ethan, y ese dinero… ¿se lo sacó a Mary?
—¿A ella no le importó?
—Nunca supo para qué era.
—Veo que aprende usted deprisa.
—Es que aprendo de usted, señor.
—Bien, pues no lo olvide.
—Es posible que vaya aprendiendo poco a poco. Sobre todo, lo que más aprendo es lo mucho que no sé.
—Eso es buena cosa. ¿Qué tal está Mary?
—Perfectamente. Como un roble. Ojalá pudiera llevármela de vacaciones, eso sí. Hace años que no salimos de la ciudad.
—Ya llegará el momento, Ethan. Yo creo que iremos a Maine a pasar el Cuatro de julio. Ya no aguanto tanto ruido.
—Supongo que tienen suerte ustedes los banqueros. ¿No ha estado recientemente en Albany, señor Baker?
—¿De dónde saca esa idea?
—No sé, en alguna parte la habré oído. Es posible que la señora Baker se lo dijera a Mary.
—Imposible. Ella no lo sabía. Por favor, piense en dónde la ha podido oír.
—A lo mejor sólo han sido imaginaciones mías.
—Esto me preocupa, Ethan. Piense a fondo, trate de recordar dónde ha oído una cosa así.
—No puedo, señor. Además, ¿qué más dará, si no es verdad?
—Le voy a decir confidencialmente por qué me preocupa. Es porque, lisa y llanamente, es verdad. Me citó el gobernador. Se trata de un asunto muy serio. Me pregunto dónde podrá estar la filtración.
—¿No lo habrá visto alguien allí?
—Pues… Ahora que lo pienso, no lo creo. Fui y volví en avión, en el día. Esto es grave. Voy a decirle algo más. Si se airea, sabré de dónde viene.
—En tal caso, no deseo saber nada más.
—Ya no tiene posibilidad de elección. Si está enterado de mi viaje a Albany… Las autoridades del estado están revisando a fondo los asuntos internos del condado y de la ciudad.
—¿Por qué?
—Supongo que será porque el olor ha llegado hasta Albany.
—¿No es una cuestión política?
—Todo lo que haga el gobernador es en mayor o menor medida una cuestión política.
—Señor Baker, dígame una cosa: ¿por qué no puede saberse?
—Le voy a decir por qué. En otras partes del estado se ha corrido la voz, y cuando llegaron los investigadores indicados la mayor parte de los registros habían desaparecido.
—Ya entiendo. Ojalá no me hubiera dicho nada. Yo no soy un parlanchín, pero preferiría no haber sabido nada.
—En ese sentido, Ethan, lo mismo preferiría yo.
—Las elecciones serán el 7 de julio. ¿Se sabrá con anterioridad?
No lo sé. Depende de las autoridades del estado.
¿Cree que Marullo tiene algo que ver con todo eso? No me puedo permitir el lujo de perder mi trabajo.
—No lo creo, la verdad. Ése era un agente federal, del Departamento de Justicia. ¿No le pidió usted sus credenciales?
—No se me ocurrió. Me mostró la placa, pero no me tomé la molestia.
—Pues debería, Ethan. Eso siempre hay que hacerlo.
—En tal caso, ¿no sería mejor que se quedase usted el fin de semana?
—Oh, eso es lo de menos. Durante los festejos del 4 de julio nunca pasa nada. Si hasta los japoneses atacaron Pearl Harbour en fin de semana. Sabían que no habría nadie allí.
—Ojalá pudiera llevar a Mary a alguna parte.
—Es posible que más adelante pueda. Ahora, quiero que se estruje la sesera y que trate de averiguar dónde para Taylor.
—¿Por qué? ¿Tan importante le parece?
—Lo es. Ahora mismo, no puedo decirle el porqué.
—Pues de veras le digo que ojalá pueda encontrarlo.
—Si pudiera dar con él, tal vez ni siquiera tenga necesidad de este trabajo.
—Si es así, le aseguro que lo intentaré por todos los medios.
—Así me gusta, Ethan. Seguro que lo hará. Si lo localiza, no deje de llamarme a cualquier hora del día o de la noche.