11

New Baytown es una hermosa ciudad. Su puerto marítimo, en tiempos tan importante, se resguarda de los vendavales del nordeste gracias a una isla cercana a la costa. La localidad se encuentra esparcida por un dédalo de aguas interiores que bañan las mareas, que a cada flujo y reflujo se lanza en desaforadas carreras por los estrechos canales que se comunican con el puerto y con el mar abierto. No es que sea una ciudad demasiado populosa ni urbanizada. Con la salvedad de las grandes casas de los balleneros, desaparecidos tiempo atrás, las viviendas son pequeñas y coquetas, distribuidas por espléndidas calles jalonadas de árboles vetustos: robles, arces, olmos, nogales y algún ciprés que otro. Exceptuando los viejos olmos de las primeras calles, la madera local tiende a ser de roble. En otro tiempo, los robledales vírgenes eran tantos, y tan amplios, que varios astilleros se aprovisionaban en ellos para fabricar las planchas y las quillas, las sobrequillas y las cuadernas.

Al igual que las personas, las comunidades pasan por fases de salud y de enfermedad; también experimentan la juventud y la senectud, las rachas de esperanza y de desolación. Hubo una época en que un puñado de localidades como New Baytown proporcionaban el aceite de ballena que daba luz a todo el mundo occidental. Las lámparas de los estudiosos, incluso en Oxford y en Cambridge, se surtían de esta producción americana. Luego brotó en Pensilvania el petróleo, el llamado aceite de la piedra, y la baratura del queroseno, el aceite de carbón, vino a sustituir al aceite de ballena e impuso el retiro forzoso a los cazadores del mar. El abatimiento o la desesperación azotaron New Baytown, la totalidad de cuya población activa trabajaba en barcos de cuatro mástiles, dedicados a la ballena. Tal vez la ciudad se hundiera entonces en el sopor y ya no reaccionase jamás. Crecieron otras ciudades no muy lejanas, prosperaron gracias a otros productos y energías. La serpiente de los habitantes que salían a rastras de Nueva York pasó por New Baytown de puntillas, pasó de largo, dejándola abandonada a sus recuerdos. Como suele ser común, los habitantes de New Baytown se convencieron de que así eran felices. Se libraron, por así decir, del ruido y de los desperdicios de los veraneantes, del chusco resplandor de los rótulos de neón, de los gastos de los turistas, de su desenfado. Sólo se construyeron unas cuantas casas nuevas a orillas de las espléndidas aguas interiores de la región. No obstante, esa serpiente de población siguió extendiéndose, y todo el mundo se dio cuenta de que tarde o temprano vendría a engullir la localidad de New Baytown. Ese desenlace comenzó a ser algo que los lugareños anhelaban y detestaban al mismo tiempo. Las ciudades colindantes se habían enriquecido, desbordaban gracias al botín de los turistas, se hinchaban de despojos, resplandecientes de lujo gracias a las casas de los nuevos ricos. La vieja Baytown seguía dedicada a la artesanía, la cerámica, los pensamientos, al tiempo que la maldita progenie de Lesbos, con sus anchos pies, se dedicaba a tejer telas caseras a mano, a las pequeñas intrigas domésticas. En todo New Baytown se hablaba de los viejos tiempos, de los lenguados en abundancia, del día en que llegarían los rodaballos.

Entre los juncos de los canales anidaban los ánades y criaban sus flotillas de vástagos, mientras las ratas almizcleras excavaban sus guaridas subterráneas y nadaban con destreza a primera hora de la mañana. Sobrevolaban el cielo las águilas calzadas, dispuestas a caer en picado sobre los peces; las gaviotas se llevaban las almejas y las ostras prendidas en el pico hasta lo más alto, antes de dejarlas caer para partirlas y devorar su contenido. Aún surcaban las aguas algunas nutrias como susurros secretos de escurridizo pelaje; se colaban los conejos silvestres por los jardines, se desplazaban las ardillas grises como oleadas por las calles de la localidad. Aleteaban los faisanes, tosían al cacarear. Las garcetas azules se posaban sobre el agua como agudos estoques; de noche, los alcaravanes chillaban como espectros solitarios.

Llega tarde la primavera a New Baytown y más aún tarda en llegar el verano, pero cuando de veras se presentan lo hacen con sonidos suaves, silvestres, especiales, amén de llegar cargadas de olores y sentimiento. A comienzos de junio, el mundo de la fronda y la hierba y las flores parece estallar de golpe, y cada crepúsculo es distinto del anterior. Con la caída de la tarde lanza la codorniz el repicar de su nombre escueto; con la noche, los chotacabras tejen una densa pantalla de trinos y piares. Engordan los robles, se cargan de follaje, sueltan sobre la hierba sus flores tachonadas. Los perros de las distintas casas se juntan y se van de parranda, vagan divertidos, felices, por el bosque, y a veces tardan días enteros en regresar a sus hogares.

En junio, acicateado por el instinto, el hombre siega la hierba, acribilla de semillas la tierra, se enzarza en combates sin cuento con los topos y los conejos, las hormigas y los escarabajos, las aves y todos los demás seres que se reúnen dispuestos a arrebatarle su jardín. Mira la mujer los rizados pétalos de una rosa, se derrite un poco y suspira, y es su piel la que se torna pétalo y son estambres sus ojos.

Junio es alegría, frescura y calor, humedad y algarabía debida al crecimiento, a la reproducción de todo lo que resulta dulce y perjudicial, de todo el que construye y del que rapiña y estropea. Las jovencitas de pantalones ajustados deambulan por High Street tomadas de la mano, los transistores al hombro, musitándose canciones de amor al oído. Los chicos, rebosantes de savia, se acomodan en los taburetes del bar del Tanger’s Drugstore a ingerir futuros granos y espinillas por una pajita. Miran a las chicas con ojos de carnero degollado, o con un punto de descaro, y terminan por hacer comentarios desdeñosos mientras les crujen los dentros de las ganas.

En junio, los hombres de negocios entran como si tal cosa en el bar de Al and Sue o en el Foremaster, en principio con la sola idea de tomarse una cerveza, pero se quedan a empapuzarse de whisky y terminan por emborracharse sudorosos según avanza la tarde. Incluso por la tarde llegan los coches polvorientos hasta la desolada puerta de entrada a una casa recóndita, despintada, donde todas las persianas están bajadas; se halla al final de Mill Street, y es allí donde Alice, la furcia del lugar, recibe a los hombres acosados por el mes de junio y trata por las tardes sus problemas. Durante el día entero, los botes de remos anclan cerca del rompeolas y son felices los hombres y las mujeres que tratan de arrancar la cena de las entrañas del mar.

Junio es un mes para pintar y podar, para hacer planes y proyectos. Raro es el hombre que no lleva a casa bloques de hormigón o ladrillos, y que no esboza en el dorso de un sobre su propia versión del Taj Mahal. Un centenar de botes yacen panza abajo y quilla al aire sobre la arena, relucientes de pintura antióxido los cascos, al lado de sus dueños sonrientes y muy puestos, con la mirada perdida en las lentas, inmóviles balas de heno. Aún sujeta la escuela a las intransigentes criaturas, y así habrá de ser casi hasta fin de mes; cuando llega la hora de los exámenes, toman cuerpo las rebeliones y menudean los catarros hasta ser epidemia, plaga que desaparece justo el último día de clase.

Germina en junio la feliz simiente del verano. «¿Adónde iremos a pasar el glorioso Cuatro de julio? Ya va siendo hora de planear nuestras vacaciones». Junio es el padre de todas las posibilidades, de los polluelos de pato que nadan valerosos tal vez hasta las fauces de las tortugas asesinas, de las lechugas que crecen ansiosas camino de la sequía, de los tomates que tienden sus zarcillos desafiantes hacia las larvas de la plaga y de las familias que equiparan los méritos de la arena y las quemaduras con los de las inquietas noches en la montaña, donde resuena la sinfonía de los mosquitos. «Este año pienso dedicarme sólo a descansar. No pienso fatigarme. Este año no pienso consentir que los chiquillos hagan de mis dos semanas de vacaciones un infierno sobre ruedas. Me paso el año trabajando. Ahora me toca a mí. Trabajo todo el año como un burro de carga». Los planes de las vacaciones ganan al recuerdo, y todo va como la seda en el mundo entero.

Mucho tiempo llevaba dormida New Baytown. Los hombres que la gobernaban política, moral, económicamente, tanto habían perpetuado sus costumbres que ya se habían sentado como norma. El intendente del municipio, el ayuntamiento entero, los jueces, los oficiales de policía eran eternos. El primero, responsable de intendencia, vendía maquinaria al propio municipio; los jueces amañaban las multas de tráfico, y desde tanto tiempo atrás que ya nadie recordaba si era práctica ilegal; al menos, los manuales hablaban de cohecho. Todos los hombres poseen una dimensión moral. Sólo sus vecinos carecen de ella.

El amarillo de la tarde tenía el cálido aliento del verano. Unos cuantos paseantes tempraneros, los que no tienen hijos que los sujeten hasta el final de curso, se desplazaban por la calle como extraviados, desconocidos unos de los otros. Pasaban algunos coches, algunos de los cuales llevaban a remolque un bote, una lancha neumática e incluso alguna motora de gran eslora en una camioneta. Ethan hubiera distinguido a los veraneantes con los ojos cerrados. Todos le compraban fiambres, queso en porciones, galletas, sardinas en lata.

Joey Morphy se acercó a tomar un refresco a media tarde, como hacía a diario desde que entró el buen tiempo. Agitó la botella en dirección al mostrador.

—Tendría que montar una pequeña expendeduría de refrescos —dijo.

—Ya, y ponerme dos brazos ortopédicos, o dividirme en dos dependientes, por geminación espontánea. Vecino Joey, se olvida usted de que yo no soy el dueño del negocio.

—Pues debería serlo.

—¿Es preciso que le cuente la triste historia de cómo murieron los reyes?

—Ya conozco esa historia. No supo usted distinguir su espárrago del agujero en que se encontraba, de acuerdo con los libros de contabilidad doble. Tuvo que aprender a golpes, pero aprendió. ¿No es cierto?

—De poca cosa me ha servido.

—Si ahora la tienda fuera suya, buen dinero ganaría.

—Pero es que no lo es.

—Si abriese un negocio similar en el local de al lado, se quedaría con toda la clientela.

—¿Qué le hace pensar tal cosa?

—Pues bien sencillo: que todo el mundo compra a quien bien conoce. Eso se llama buena voluntad, y le aseguro que funciona.

—Antes no fue así. Todos me conocían, al menos en la ciudad. Y me fui a la ruina.

—Razones técnicas. No supo cómo proceder a la compra.

—Puede que siga sin saberlo.

—Sí que lo sabe. Lo malo es que ni siquiera va a reconocer que ha aprendido. Lo malo del caso es que sigue teniendo la actitud mental de un fracasado. Juéguesela, señor Hawley. Juéguesela, Ethan.

—Gracias.

—Me cae usted bien. ¿Cuándo se marcha Marullo a Italia?

—No me lo ha dicho. Escuche, Joey: ¿cuánto dinero tiene? No, no me lo diga. Es mejor así. Ya sé que de estas cosas no conviene hablar con los clientes.

—Por un amigo puedo saltarme la regla, Ethan. Desconozco cuáles son todos los asuntos en que anda metido, pero si la cuenta que tiene con nosotros significa algo, yo diría que está forrado. Ha metido mano en asuntos de toda clase: una propiedad aquí, un terreno allá, casas en primera línea de playa, y tiene un manojo de hipotecas más gordo que su antebrazo.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo tiene todo depositado en la caja de seguridad. Ha alquilado una de las más grandes. Cuando viene a abrirla, él tiene una llave y yo tengo la otra. Debo reconocer que he echado un vistazo. Mucho me temo que soy un fisgón.

—Pero todo eso es natural, ¿cierto? Quiero decir… A todas horas se entera uno en los diarios de cosas parecidas, en fin, de drogas y escándalos y cosas por el estilo.

—No sabría decirle. Él no suelta prenda sobre sus negocios. Saca algo de metálico, ingresa otro tanto. Y no sé en qué otro banco puede tener cuenta. Se fijará en que no le doy cifras.

—Tampoco se las he pedido yo.

—¿Me permite tomar una cerveza?

En el local no tenemos permiso para el consumo de bebidas alcohólicas. Se la puedo poner en un vaso de papel y tendrá que tomársela fuera.

—No le pediría que infringiera la ley.

—¡Al cuerno! —Ethan le abrió una lata—. Si entra alguien, procure que no se le vea.

—Gracias. La verdad, Ethan, es que he pensado mucho en usted.

—¿Por qué?

—Pues será porque soy un metomentodo. El fracaso es un estado de ánimo. Se parece a una de esas trampas de arena que excavan las hormigas león. El insecto que cae en ella en todo momento resbala hacia el interior. Hay que dar un salto tremendo para lograr salir de ella. Y usted tiene que dar ese salto, Eth. Cuando consiga salir, se dará cuenta de que el éxito también es, ante todo, un estado de ánimo.

—¿Será también una trampa?

—Si lo fuera, desde luego que le resultará bastante más llevadera.

—Supongamos que un hombre da el salto, pero que hace tropezar a otro que cae en la trampa.

—Sólo Dios ve caer a los gorriones, pero ni siquiera Él hace algo por remediarlo.

—Ojalá entendiera qué es lo que trata usted de decirme.

—Ojalá lo supiera yo también, porque en tal caso quizás intentase yo hacer lo propio. Los cajeros de banco no llegamos a presidentes. Los que tienen un buen fajo de acciones sí pueden conseguirlo. Imagino que lo que trato de decirle es que se agarre a todo lo que se le ponga a tiro. Tal vez no vuelva a presentarse la ocasión.

—Es usted todo un filósofo, Joey. Un filósofo de las finanzas.

—No me lo eche en cara. Cuando algo nos falta, pensamos en ello. Cuando el hombre está solo, le da por pensar. Usted sabe que la mayoría de la gente vive en un noventa por ciento del pasado, en un siete por ciento del presente, y que sólo les queda un margen del tres por ciento para el futuro. El viejo Satchel Paige, gran jugador de béisbol, dijo algo muy oportuno al respecto. Dijo lo más sabio que he oído nunca. «No mires atrás», dijo. «Algo puede estar por alcanzarte de lleno». Bueno, tengo que volver. El señor Baker se marcha mañana a Nueva York a pasar unos días. Está más ajetreado que nunca.

—¿Y a qué se debe?

—¡Qué sé yo! No obstante, yo clasifico las cartas. Últimamente ha recibido muchas de Albany.

—¿Anda metido en política?

—Yo sólo clasifico las cartas. No las leo. ¿Siempre tiene tan poca clientela como ahora?

—A eso de las cuatro apenas viene nadie. De aquí a diez minutos empiezan a venir más clientes.

—¿Lo ve? Algo lleva aprendido. Me juego cualquier cosa a que eso no lo sabía antes de arruinarse. En fin, hasta la vista. Agárrese al anillo de oro y dé una vuelta gratis.

La pequeña erupción de las compras, esa afluencia de clientela entre las cinco y las seis, se produjo con puntualidad. El sol, debido al horario de verano para ahorrar el consumo eléctrico, aún estaba alto; cuando Ethan introdujo en la tienda los cajones de la fruta y cerró la puerta de entrada y las persianas verdes, las calles estaban iluminadas como a media tarde. Consultó la lista, hizo acopio de los artículos que debía llevar a casa y los colocó en una bolsa grande de papel de estraza. Ya sin el delantal, con la chaqueta y el sombrero puestos, se sentó en el mostrador y contempló los estantes de sus fieles congregados.

—¡Hoy no hay mensaje! —dijo—. Recuerden solamente las palabras de Satchel Paige. Creo que tengo que aplicarme el cuento y no mirar atrás.

Tomó las hojas dobladas que llevaba en la cartera y fabricó un pequeño sobre de papel encerado, en el cual las guardó. Abrió la portezuela esmaltada que daba al motor de refrigeración del expositor y deslizó el sobrecito en un rincón, detrás del compresor, antes de cerrar la portezuela.

Debajo de la caja registradora, en un estante, descansaba el listín telefónico de Manhattan, polvoriento, con las esquinas dobladas, pues se guardaba allí por si fuera preciso hacer un pedido de emergencia a los proveedores. En la U encontró «United States»; bajo la J, «Justicia, Departamento de»… Fue bajando el dedo por la columna; dejó atrás el «Tribunal de Justicia de la División Antitrust», la «División de Aduanas», la «Central de Arrestos», el «FBI»; debajo, encontró el «Departamento de Inmigración y Naturalización, 20 West Broadway, BA 7-0300. Fuera de horarios de oficina, OL 6-5888».

—OL 6-5888 —se dijo en voz alta—, OL 6-5888, porque ya es tarde. —Y habló con sus latas de conservas, pero sin dignarse mirarlas siquiera—. Si se hace todo como es debido, a nadie se puede perjudicar.

Ethan se acercó a la puerta del callejón, salió y la cerró. Fue con la bolsa de comestibles, atravesando la calle, al Foremaster Grill. El bar era una barahúnda de clientes que tomaban copas, pero no estaba tan ruidoso el vestíbulo donde se encontraba el teléfono público. Allí ni siquiera estaba el empleado. Cerró la puerta acristalada, dejó la bolsa de comestibles en el suelo, colocó unas cuantas monedas sobre la repisa, insertó una y marcó la O.

—Operadora. ¡Ah, operadora! Quiero poner una conferencia con Nueva York.

—¿Quiere marcar directamente, por favor?

Y lo hizo.

Ethan regresó del trabajo con la bolsa de comestibles. ¡Qué gratas son esas largas tardes! El césped de la entrada estaba tan crecido y lujuriante que sus pasos quedaron impresos en la hierba. Dedicó a Mary un beso largo y húmedo.

—Caperucita —le dijo—, el césped está demasiado crecido. ¿Crees que podría convencer a Allen de que lo corte?

—Es que tiene exámenes. Ya sabes cómo son esas cosas, con el fin de curso a la vuelta de la esquina.

—¿Qué son esos chillidos ultraterrenos que se oyen desde la habitación?

—Está ensayando con su aparato de proyectar la voz. Tiene previsto actuar en el instituto en la fiesta de fin de curso.

—Pues tendré que cortar yo el césped.

—Lo siento, cariño, pero ya sabes cómo son.

—Sí, creo que empiezo a comprender cómo son.

—¿Estás de mal humor? ¿Has tenido mucho trabajo?

—Veamos… No, creo que no ha sido para tanto. Pero llevo todo el día de pie, y sólo de pensar en ponerme a empujar el cortacéspedes de un lado a otro no es que me entren ganas de reír mucho que digamos.

—Tendríamos que tener uno eléctrico. Los Johnson tienen uno que se conduce sentado.

—Tendríamos que tener más bien un jardinero con su ayudante y todo. Mi abuelo los tenía contratados. ¿Dices que se conduce sentado? En ese caso, a lo mejor Allen sí estaría dispuesto a cortar el césped.

—No seas malo con él. Sólo tiene catorce años. A esas edades, todos son así.

—¿Quién te parece el responsable de esa falacia según la cual los niños son tan monos?

—Pues sí que estás de mal humor.

—Veamos… Sí, creo que estoy de mal humor. Y todo ese griterío me está poniendo de los nervios.

—Es que está ensayando.

—Ya me lo has dicho.

—No la vayas a tomar con él, ¿eh?

—De acuerdo, pero te aseguro que me aliviaría si me desquitara con él.

Ethan abrió la puerta del cuarto de estar, donde Allen daba voces a duras penas reconocibles con una lengüeta vibrante que se había colocado sobre la lengua.

—¿Qué demonios es eso?

Allen se escupió en la palma de la mano.

—Venía en la caja de Peeks. Es para aprender ventriloquia.

—¿Te has comido los cereales?

—No, no me gustan. Papá, tengo que ensayar.

—Un momento. —Ethan tomó asiento—. ¿Qué piensas hacer de tu vida?

—¿Eh?

—Te hablo del futuro. ¿O es que de eso no os dicen nada en el instituto? El futuro está en tus manos.

Ellen se coló dentro de la sala y, como una gata, se hizo un ovillo en el sofá. Soltó una risita afilada como el acero.

—Quiere dedicarse a la televisión —dijo.

—Un chico de sólo trece años ganó ciento treinta mil dólares en un programa concurso de preguntas y acertijos.

—Luego resultó que estaba amañado —dijo Ellen.

—¿Y qué? Sigue teniendo en el bolsillo ciento treinta de los grandes.

—¿No te molestan los aspectos morales del caso? —dijo Ethan en voz baja.

—Sigue siendo un montón de pasta.

—¿No te parece deshonesto?

—Caramba, todo el mundo lo hace.

—¿Y los que se ofrecen en bandeja de plata, pero nadie los desea? Esos son los que no tienen ni honestidad ni dinero.

—Ése es el riesgo que hay que correr. Todo depende de por dónde sople el viento.

—Así que sopla el viento, ¿no? —dijo Ethan—. ¡Y encima se ha llevado al guano tu buena educación! ¡Ponte derecho! ¿Ha desaparecido de tu lenguaje la palabra «señor»?

—No, señor.

—¿Cómo te van las cosas en clase?

—Creo que bien.

—Ibas a escribir una redacción sobre el tema de tu amor por América. ¿Acaso tu determinación de destruirla ha puesto fin al proyecto?

—¿Destruirla, señor? No lo entiendo.

—Con toda honestidad, dime una cosa. ¿Es posible que te agrade algo deshonesto?

—Joder, papá, si lo hace todo el mundo.

—Pues mal de muchos, consuelo de tontos.

—A estudiar en serio sólo se dedican algunos cerebrines. Por cierto, terminé la redacción.

—Muy bien, porque me gustaría leerla.

—Ya la envié.

—Tendrás una copia.

—No, señor.

—¿Y si se pierde en el correo?

—No se me había ocurrido. Papá, me gustaría ir de campamento, como hacen todos los demás chicos de la clase.

—No nos lo podemos permitir. Y tampoco van todos los demás. Sólo algunos afortunados.

—Ojalá tuviéramos dinero… —Se miró las manos y se humedeció los labios.

Ellen entornó los ojos, concentrada.

Ethan miró a fondo a su hijo.

—Yo voy a hacer que sea posible —dijo.

—¿He oído bien, señor?

—Creo que puedo conseguirte un empleo, este verano, en la tienda.

—¿Cómo, trabajo?

—¿No deberías preguntar, más bien, «qué clase de trabajo»? Te encargarás de los recados, limpiarás los estantes, barrerás la acera y, si lo haces bien, hasta es posible que puedas atender a los clientes.

—Es que quiero ir de campamento.

—Pero también quieres ganar cien mil dólares.

A lo mejor gano ese concurso de redacción. Por lo menos será un viaje a Washington. Unas cortas vacaciones, después de pasar todo el año en clase.

—¡Allen! Hay normas de conducta, de cortesía, de honestidad, e incluso de energía, ya lo creo, que no cambiarán nunca. Es hora de que te enseñe a respetarlas, por lo menos de boquilla. Así que vas a ponerte a trabajar.

El chico lo miró con descaro.

—Ni se te ocurra.

—¿Cómo has dicho?

—Las leyes de protección del menor. Ni siquiera podría conseguir un permiso de trabajo antes de los dieciséis. ¿O quieres que infrinja las leyes?

—¿Tú de veras crees que todos los chicos y chicas que echan una mano a sus padres son a medias esclavos y a medias delincuentes?

La ira de Ethan resultó tan desnuda y tan despiadada como el amor mismo. Allen apartó la mirada.

—No quise decir eso, señor.

—Espero que no. Y no lo volverás a decir. Te has pasado por el arco del triunfo a veinte generaciones de los Hawley y los Allen. Y eran hombres de palabra, de honor. Tal vez un día estés a la altura y merezcas que se te considere así.

—Sí, señor. ¿Puedo subir a mi habitación?

—Sí, puedes.

Allen subió la escalera lentamente.

Cuando desapareció, Ellen desenroscó las piernas como si fueran una hélice. Se incorporó y se bajó la falda sobre las rodillas, como una señorita bien educada.

—Últimamente he leído los discursos de Henry Clay. Era muy bueno.

—Desde luego. —¿Los recuerdas?

—La verdad es que no. Ha pasado mucho tiempo desde que los leí.

—Es fenomenal.

—Pero no me parece una lectura adecuada para una chica de tu edad.

—Es que es fenomenal.

Ethan se levantó del sillón.

El cansancio de un largo día a punto estuvo de sujetarlo sentado en donde estaba.

En la cocina se encontró a Mary, con los ojos enrojecidos y enojada.

—Te he oído —dijo—. No entiendo qué te crees que estás haciendo. No es más que un chiquillo.

—Por eso es el momento de empezar, cariño.

—A mí no me vengas con cariños. No pienso aguantar a un tirano.

—¿A un tirano? ¡Dios del Cielo!

—No es más que un chiquillo. Te has ensañado con él.

—Creo que ahora se siente mejor.

—No entiendo qué quieres decir. Lo has aplastado como si fuera un insecto.

—No, cielo. Sólo le he enseñado a mirar el mundo tal como es, porque se empezaba a construir un mundo bastante falso.

—¿Quién te crees que eres? ¿Por qué piensas que sabes cómo es el mundo?

Ethan se encaminó hacia la puerta de atrás.

—¿A dónde vas?

—A cortar el césped.

—Creí que estabas cansado.

—Lo estoy. O lo estaba. —La miró por encima del hombro, al otro lado de la mosquitera—. El hombre es un ser solitario —dijo, y le dedicó una sonrisa antes de ir a buscar el cortacéspedes.

Mary oyó las hojas de la máquina, el ronroneo con que cortaban la hierba suave y flexible.

Se detuvo el ronroneo ante la puerta.

—Mary, Mary, mi amor —gritó Ethan—. Te adoro.

Y el ronroneo de las hojas afiladas siguió su camino por el césped crecido.