El lunes, la perfidia de la primavera la llevó a regresar de golpe al invierno, y amaneció con lluvia, frío y un viento inclemente que hizo trizas los tiernos brotes de los árboles, excesivamente confiados en su afán por retoñar. Los osados, concupiscentes gorriones de los parques, que sólo tienen presente la lujuria, eran zarandeados de acá para allá, arremolinados fuera de su ruta y de sus metas, y prorrumpían en irritadas chácharas contra la inconstancia del tiempo.
Saludé a Red Baker por el camino; sacudía la cola de costado cual bandera de batalla. Me miró como se mira a un viejo amigo, entornando los ojos para protegerse de la lluvia.
—De ahora en adelante —le dije— seguiremos siendo buenos amigos, pero me parece de recibo avisarte que nuestras sonrisas, creo, ocultarán una disputa enconada, un conflicto de intereses.
Bien pude añadir algo más, pero era evidente que él estaba deseoso por dar fin a sus tareas y guarecerse cuanto antes.
El Morph llegó puntual. Tal vez me estuviera esperando; es lo más probable.
—Asco de día —comentó, y la gabardina aleteaba en torno a sus piernas henchida por el viento—. Tengo entendido que estuvo de visita en casa de mi jefe.
—Necesitaba asesoramiento. Y también me invitó a tomar el té.
—Es muy capaz de una cosa así.
—Ya sabe usted lo que pasa con los consejos. Uno los acepta solamente si concuerdan con lo que ya tenía previsto hacer.
—Parece que se trata de una inversión.
—Mi Mary quiere comprar muebles nuevos. Cuando una mujer quiere algo, empieza por presentarlo como si fuera una buena inversión.
—No sólo las mujeres. Yo hago lo mismo.
—Ah, claro, pero es que el dinero es suyo. Quiere hacer algunas compras, ver si encuentra alguna ganga…
En la esquina de High Street vimos cómo arrancaba el viento un rótulo de latón en la fachada de la juguetería de Rapp, para hacerlo rodar por media calle con el estrépito de un accidente de circulación.
—Me han comentado que su jefe está pensando en irse de viaje a Italia.
—No lo sé. Y me parece extraño que no lo haya hecho antes, porque esas familias suelen estar muy unidas.
—¿Tiene tiempo para tomarse un café?
—Tendrá que ser deprisa. Después de tanto día festivo seguramente tendré una mañana de mucho ajetreo.
—¡Oh, vamos! La vida hay que vivirla. Y un amigo íntimo del señor Baker bien puede tomarse un rato libre para paladear una taza de café.
Conste que no lo dijo con el tono de mala intención que parece revestir por escrito. Ese hombre es capaz de decir cualquier cosa con absoluta inocencia.
En todos estos años no había entrado ni una sola vez al Foremaster Grill para tomar una taza de café. Seguramente era el único de toda la ciudad que no lo frecuentaba. Nos acomodamos en sendos taburetes ante la barra y la señorita Lynch —había sido compañera mía de clase cuando éramos pequeños— nos sirvió los cafés sin derramar una gota en el platillo. Con los dos platos golpeó una diminuta jarrita de leche; la señorita Lynch hizo rodar sobre el mostrador dos azucarillos como si fueran dos dados y hubiera salido el uno doble, de modo que Morph exclamó:
—Los ojos de la serpiente; la banca gana.
Señorita Lynch… Ay, señorita Lynch. Lo de «señorita» ya formaba parte inseparable de su nombre, de su propia persona. Supongo que jamás conseguirá amputárselo. Se le enrojece la nariz más y más a cada año que pasa, pero es por culpa de la sinusitis, no por darle al frasco.
—Buen día, Ethan —dijo—. ¿Estáis celebrando algo?
—Es él quien me ha traído —respondí, y a modo de experimento, por probar a ser amable, añadí—: Annie.
Volvió la cabeza como si alguien acabara de disparar un tiro al aire y, a medida que la idea se concretó y se le metió en la cabeza, sonrió muy despacio; podrá parecer increíble, pero volvió a ser la misma que cuando estábamos en quinto de primaria, la naricilla roja incluida.
—Me alegro de verte, Ethan —dijo, y se sonó con una servilleta de papel.
—Cuando me enteré, me sorprendió —dijo Morph. Tomó el azucarillo entre los dedos. Tenía las uñas impecables—. Uno se forma una idea, se le afinca en la cabeza y termina por convencerse de que es verdad. Cuando no es así, uno se queda de pasta.
—No sé de qué me habla.
—Ya. Yo creo que tampoco. Malditos envoltorios… ¿Por qué no los pondrán sueltos en un cuenco?
—Será porque la gente usaría muchos más.
—Supongo que sí. Una vez conocí a un tipo que vivió una temporada sólo a base de azúcar. Iba al expendedor automático. Diez centavos por una taza de café. Se tomaba la mitad y la rellenaba de azúcar. Al menos, no se murió de hambre el buen hombre.
Como de costumbre, me pregunté si el tipo en cuestión no sería el propio Morph: un Morph, eso sí, extraño, encallecido, sin hacerse la manicura. Creo que era un hombre con muy buena educación, aunque debida tan sólo a sus procesos, a su técnica de pensamiento. Su erudición ocultaba un dialecto mundano, el lenguaje de los brillantes, duros, descarados literatos.
—¿Por eso echa solamente un terrón de azúcar? —le pregunté.
—Cada cual tiene su teoría —sonrió—. Igual da que un tipo sea de lo más beat, que sus teorías tendrá. Y una teoría te puede llevar al huerto por el mero hecho de seguirla, en vez de seguir las señales de tráfico. Me temo que eso es lo que me llamó a engaño con respecto a su jefe.
Había transcurrido una eternidad desde la última vez en que tomé café fuera de casa. Aquello no era gran cosa. En realidad, era un mejunje que ni siquiera sabía a café, pero estaba caliente. Y como se me derramó una gota en la camisa, también sé que era marrón.
—Creo que no entiendo bien lo que me quiere decir.
—Trato de averiguar de dónde sale esa idea. Supongo que será porque él me dijo que lleva aquí cuarenta años, que no es poco. Creo que si hubiera dicho treinta y siete o treinta y ocho, fantástico, pero cuarenta suena raro.
—Sigo sin ligar…
—Es que eso nos llevaría a 1920. ¿Sigue sin captarlo? Cuando uno trabaja en un banco hay que calar enseguida a la gente, ponerse a cubierto, pillar a los posibles embaucadores. ¿No me entiende? Muy pronto se encuentra uno con un conjunto de reglas inapelables. Ya ni siquiera se piensa en ello: todo encaja automáticamente. Y uno se puede equivocar. Tal vez viniera en 1920. Yo podría ser el que está equivocado.
Me terminé el café.
—Hora de que me largue —dije.
—También usted me desorienta —dijo Morph—. Si me hiciera preguntas, difícil sería que yo se las contestase. Pero no hace preguntas, de modo que se lo puedo decir con toda paz. En 1921 se aprobó la primera ley de emergencia sobre la inmigración.
—¿Y qué?
—En 1920 pudo haber llegado. En 1921 es improbable que pudiera.
—¿Y?
—Pues… que será mi cerebro de alimaña, pero me da en la nariz que llegó después de 1921 y por la puerta de atrás. Por eso no puede volver a su patria: porque le resulta imposible conseguir un pasaporte para salir del país.
—Dios, cómo me alegro de no ser banquero.
—Pues seguramente sería mejor que yo. Yo en el fondo hablo demasiado. Si regresa es que estoy equivocado. Espere, yo también me voy. Le invito al café.
—Adiós, Annie —le dije.
—No dejes de volver, Ethan. Nunca te dejas ver por aquí.
—Descuida, lo haré.
Al cruzar la calle, Morph tomó la palabra.
—Que su eminencia el siciliano no se entere de que ando por ahí diciendo que es carnaza de expatriación, ¿de acuerdo?
—¿Y por qué iba yo a decírselo?
—¿Porque lo he dicho yo? A propósito: ¿qué lleva en ese estuche?
—La pluma del sombrero de caballero templario. Está amarillenta. Voy a ver si me la pueden blanquear.
—¿Pertenece usted a la orden?
—Son cosas de familia. En realidad, somos masones desde antes de que George Washington alcanzase el grado de Gran Maestre.
—¿En serio? ¿Y el señor Baker también?
—También es propio de su familia, sí.
Habíamos llegado al callejón. Morph buscó en los bolsillos la llave de la puerta posterior del banco.
—Será por eso que al abrir la caja de seguridad parece una reunión en una logia. Lo mismo daría que sujetásemos cirios encendidos. Parece una ceremonia sagrada.
—Morph —le dije—, esta mañana está usted que se sale. Parece que la Pascua no lo ha purificado en absoluto.
—Lo sabré de aquí a una semana, ocho días a lo sumo. De veras. A las nueve de la mañana en punto nos ponemos los dos ante el sacramento más sagrado. Entonces se acciona la cerradura sincronizada y el padre Baker se postra de hinojos, o hace una simple genuflexión, y abre la caja fuerte y todos nos prosternamos ante el Gran Dios Moneda.
—Morph, está usted como una cabra.
—Quién sabe. Maldita sea la cerradura. Se podría abrir con un picahielos, pero no con la llave que le corresponde. —Meneó la llave en el cerrojo y la emprendió a empellones con la puerta, hasta que por fin la pudo abrir. Sacó un kleenex del bolsillo y lo embutió en el ojo de la cerradura.
A punto estuve de preguntarle si eso no era peligroso.
Respondió sin necesidad de que formulase yo la pregunta.
—Este maldito trasto no se abre ni a la de tres. Claro que Baker se cuida muy mucho de comprobar que está cerrado en cuanto abre la caja fuerte. Insisto en que no transmita mis dudosas sospechas a Marullo, ¿entendido? Es demasiado solvente.
—Entendido, Morph —le dije, y me volví hacia la puerta de la tienda, hacia mi lateral del callejón. Miré en derredor, por si rondaba el gato que tanto se empeña en entrar, pero no vi ni rastro.
Una vez dentro, la tienda me pareció transformada, distinta. Vi cosas que jamás había visto, mientras se me pasaron por alto cosas que de siempre me habían preocupado e irritado incluso. ¿Por qué no iba a ser así? Basta con mirar el mundo con ojos nuevos, e incluso con gafas nuevas, para que —¡presto!— el mundo se rehaga por completo y cobre otro aspecto distinto.
La válvula floja de la vieja cisterna goteaba entre susurros. Marullo era incapaz de cambiarla por la sencilla razón de que no se medía el consumo de agua, de modo que daba igual que perdiera. Me dirigí a la entrada de la tienda y tomé una pesa de un kilo de la anticuada balanza de platillos. Volví al retrete y colgué la pesa de la cadena, enganchándola de la ranura por la anilla de madera de roble. Se descargó la cisterna y siguió vaciándose. Volví a la parte delantera de la tienda y agucé el oído; distinguí con toda claridad el ruido del agua que rezongaba y se precipitaba en el inodoro. Es un ruido inconfundible. Coloqué de nuevo la pesa en su sitio, sobre la balanza, y ocupé el que me correspondía, en el púlpito, tras el mostrador. Mi congregación de fieles esperaba alineada en los estantes. Pobres diablos; era imposible que se largasen de allí. Me fijé en particular en la careta de Mickey Mouse que sonreía desde la caja, en el banco de los preparados para el desayuno. Me acordé de la promesa que le había hecho a Allen. Tomé el artilugio con el que se pescan los objetos de las estanterías más altas, una especie de pinza unida a un palo de escoba, y enganché una de las cajas para colocarla bajo mi chaqueta, en la trastienda. De vuelta al público, el siguiente Mickey Mouse de la hilera me sonreía igual que el anterior.
Metí la mano tras las latas de conserva y saqué la bolsita de lino gris donde guardamos los cambios de la caja registradora. Me acordé de otra cosa de repente y metí la mano más adentro aún, hasta encontrar el viejo y grasiento revólver del calibre 38 que estaba allí desde siempre. Era un Iver Johnson con baño de plata, aunque estaba bastante descascarillado. Lo abrí. Los proyectiles estaban verdes de herrumbre. El tambor estaba tan atorado de grasa antiquísima que cedió con bastante dificultad. Guardé el arma deteriorada, y posiblemente peligrosa, en el cajón de debajo de la caja registradora; saqué un delantal limpio, me lo até a la cintura doblando en un pliegue la parte superior para que no se viesen las cintas.
¿Hay acaso alguien que alguna vez no se haya preguntado por las decisiones, las hazañas, las campañas de los poderosos de la tierra? ¿Nacen tal vez del raciocinio, las dicta la virtud o bien —al menos algunos— son mero producto de un accidente, una ensoñación, un capricho de la imaginación, de los cuentos que nosotros mismos nos contamos? Por lo que a mí respecta, sé de sobra cuánto tiempo llevo dedicado a un juego de la imaginación, pues sé al dedillo que comenzó con los consejos impartidos por Morph de cara a un atraco perfecto. Había repasado y meditado sus palabras con un placer infantil que los adultos por lo general no reconocerían jamás. Era un juego, una partida en paralelo a la vida de la tienda: todo lo que había acontecido parecía encajar con toda exactitud en su sitio. El inodoro cuya cisterna perdía agua, la careta de Mickey Mouse que quería Allen, el relato del modo de apertura de la caja fuerte. Nuevas curvas, nuevos ángulos encajaban uno a uno en su sitio, como el kleenex metido a presión en el cerrojo del callejón, en la puerta de atrás del banco. Poco a poco, el juego fue cobrando nuevas dimensiones, aunque hasta esta mañana fuera única y exclusivamente en mi imaginario. Colocar la pesa de un kilo en la cadena del retrete fue la primera contribución física que hice a ese ballet mental. Sacar la vieja pistola fue la segunda. Empecé a preguntarme por el modo de sincronizarlo todo. El juego aumentaba también por lo que a la exactitud se refiere.
Aún uso el viejo reloj de plata, reloj de ferroviario, marca Hamilton, que perteneció a mi padre. Las manecillas son gruesas y los dígitos grandes y negros. Es un magnífico reloj para dar la hora, ya que no por su belleza. Esta mañana me lo guardé en el bolsillo de la camisa antes de ponerme a barrer la acera de delante de la tienda. Y verifiqué la hora, de modo que a las nueve menos cinco tenía ya la puerta abierta y había dado los primeros escobazos decididos por la acera. Es asombroso la basura que se acumula en un simple fin de semana. Como había llovido, la basura era más bien un barrizal.
Qué maravilloso instrumento de precisión es nuestro banco, igualito que el reloj de ferroviario que fuera de mi padre. A las nueve y cinco, el señor Baker llegó por sotavento, por Elm Street. Harry Robbit y Edith Alden debían de estar al tanto, pues salieron del Foremaster Grill y se unieron con él a mitad de la calle.
—Buen día, señor Baker —le grité—. Buen día, Edith. Buen día, Harry.
—Buen día, Ethan. ¡Vas a tener que pegar un manguerazo!
Y entraron en el banco.
Dejé apoyada la escoba a la entrada de la tienda, tomé el peso de la báscula, me coloqué tras la caja registradora, abrí el cajón y seguí con el resto de mi rápida pero decidida pantomima. Me metí en la trastienda, colgué el peso de la cadena del retrete. Me remetí el delantal bajo la cinturilla, me puse la gabardina, salí a la puerta de atrás y la abrí una rendija. Cuando la manecilla negra del minutero de mi reloj cruzó la frontera de las doce, comenzó a tronar la campana de los bomberos. Conté ocho pasos por el callejón y mentalmente conté otros veinte. Moví la mano, pero no los labios; dejé que pasaran diez segundos, moví la mano de nuevo. Todo esto lo vi en la imaginación; seguí contando mientras con las manos hacía ciertos gestos. Veinte pasos rápidos y decididos, y otros ocho más. Cerré la puerta del callejón, me quité la gabardina, me desenganché el delantal; fui al retrete, quité la pesa de la cadena, dejó de correr el agua; volví al mostrador, abrí el cajón, tomé el estuche del sombrero, lo cerré y aseguré bien la tapa, me planté a la entrada de la tienda. Pasaban dos minutos y veinte segundos de las nueve en punto. No estuvo mal del todo, aunque con más práctica podría hacerlo, sin duda, en menos de dos minutos.
Iba por la mitad de la acera, sin terminar de barrerla, cuando se presentó Stoney, el jefe de policía. Venía del Foremaster Grill.
—Buen día, Eth. ¿Me pone cuanto antes un cuarto de mantequilla, medio de panceta, una botella de leche y una docena de huevos? A mi mujer se le ha terminado todo de golpe.
—Por descontado, jefe. ¿Qué, cómo van las cosas? —le dije a la vez que le preparaba el pedido y se lo iba metiendo en una bolsa de papel.
—Pues todo bien —respondió al punto—. Vine hace un momento, pero oí que estaba usted ocupado en el retrete.
—Me va a costar una semana entera soltar el lastre de tanto huevo duro.
—Muy cierto —dijo Stoney—. Así son las cosas. Cuando a uno le toca, no hay quien se lo impida.
De modo que esa parte funcionaba a pedir de boca.
A punto estaba de marcharse, pero dijo:
—¿Qué le pasa a su amigo, a Danny Taylor?
—No tengo ni idea. ¿Se ha metido en una buena?
—No, al contrario. Tenía una pinta espléndida, se le veía muy aseado. Estaba yo sentado en el coche patrulla, y se me acercó para que le certificara una firma.
—¿Para qué?
—Ni idea. Llevaba dos papeles, pero estaban doblados. No llegué a ver de qué se trataba.
—¿Dos papeles?
—Sí, dos. Firmó dos veces y se la certifiqué las dos.
—¿Estaba sobrio?
—O al menos lo parecía. Se había cortado el pelo y llevaba una corbata.
—Ojalá me lo pudiera creer, jefe.
—Lo mismo digo. Pobre tipo. Supongo que nunca dejan de intentarlo. Bueno, me voy. Tengo que ir pronto a casa. —Y salió al galope. La mujer de Stoney es veinte años más joven que él. Seguí barriendo el grueso de la basura depositada en la acera.
Me sentí francamente mal. Imagino que la primera vez siempre se hace difícil.
No me había equivocado al suponer que la clientela sería abundante. A la mitad de la ciudad se le había terminado las provisiones. Como nuestro reparto de frutas y verduras no llegaba hasta eso del mediodía, no había mucho entre lo cual elegir. Sin embargo, a pesar de lo poco que había, los clientes me tuvieron toda la mañana sin resuello.
Marullo llegó a eso de las diez y, para variar, me echó una mano: se dedicó a pesar y envolver y cobrar con la caja registradora. No había echado una mano en la tienda desde mucho tiempo atrás. Sobre todo se dedicaba a echar un vistazo antes de marcharse por donde había venido, como un terrateniente absentista. En cambio, esta mañana me echó una mano al abrir las cajas y cajones de productos frescos nada más llegaron. Me pareció que estaba inquieto, que me estudiaba atentamente cuando creía que yo estaba distraído. No tuvimos tiempo para charlar, pero no dejé de notar sus ojos clavados en mí. Pensé que sería por estar al tanto del soborno que yo había rechazado. Tal vez Morph estuviera en lo cierto. Hay una determinada clase de hombres que, si se enteran de que uno ha sido honrado, buscan cuál ha sido la falta de honradez que provocó el gesto. Esa actitud del que recela, del que piensa «¿qué tajada sacará ése de todo esto?», debe de ser particularmente poderosa en los hombres que se la juegan como si la vida misma fuese una partida de póquer. La idea me causó una sonrisa, sólo que muy en el fondo. Ni siquiera afloró una burbuja a la superficie.
A eso de las once llegó mi Mary, resplandeciente con un vestido nuevo de algodón estampado. Estaba guapa y feliz, aunque también sin resuello, como si acabase de hacer algo grato a la par que peligroso. Y así era. Me dio un sobre marrón de papel manila.
—Pensé que te iba a hacer falta —dijo. Dedicó a Marullo esa sonrisa superficial y deslumbrante, de pájaro, que suele dedicar a los que no le caen bien. Y Marullo no le caía bien, ni le gustaba lo más mínimo. Siempre lo achacó al hecho de que a una mujer es imposible que le caiga bien el jefe o la secretaria de su marido.
—Gracias, cariño —le dije—. Muy atento por tu parte. Siento no poder llevarte ahora mismo a dar un paseo en barco por el Nilo.
—Ya se ve que estás muy ocupado.
—¿No se te ha terminado a ti la mitad de la despensa?
—Desde luego que sí. Mira, te traigo la lista. ¿Lo traerás todo esta noche? Ya sé que ahora estás demasiado ajetreado para ponerme el pedido.
—Vale, pero nada de huevos duros.
—No, cariño. Al menos, hasta el año que viene.
—Los conejitos de Pascua estuvieron muy liados.
—Margie quiere que vayamos esta noche a cenar en el Foremaster. Dice que nunca tiene ocasión de agasajarnos.
—Por mí, excelente —le dije.
—Dice que su casa es muy pequeña.
—¿De veras lo es?
—No te dejo trabajar —dijo ella.
Marullo no quitaba ojo del sobre que yo tenía en la mano. Me lo guardé en el bolsillo por debajo del delantal. Se había percatado de que era un sobre de banco. Adiviné que andaba a la caza, con la mente venteando como un terrier en pos de las ratas del basurero municipal.
—No he tenido la oportunidad de agradecerle el detalle de los huevos, señor Marullo —dijo Mary—. A los chicos les gustaron horrores.
—Sólo quise desearles una feliz Pascua —dijo—. Viste usted como la primavera misma.
—Ah, muchas gracias. Me he mojado por el camino. Creí que ya no llovería, pero ha vuelto a caer un chaparrón.
—Llévate mi gabardina, Mary.
—No, no. Ni mucho menos. Seguro que escampa enseguida. Tú sigue atendiendo a tus clientes.
La cosa fue a peor. El señor Baker entró a echar un vistazo, vio toda la gente que estaba haciendo cola y se largó.
—Volveré más tarde —dijo.
Y siguieron viniendo sin cesar hasta el mediodía. Luego, como sucede tantas veces, la clientela dejó de acudir de golpe. Todo el mundo estaba almorzando. Disminuyó el tráfico en la calle. Por vez primera en toda la mañana, no hubo nadie a la espera de que lo atendiera. Bebí más leche del envase que había abierto. Todo lo que tomaba de la tienda, lo anotaba y lo descontaba después de mi paga. Marullo me dejaba las provisiones a precio de mayorista. La diferencia es grande. De otro modo, mucho dudo que hubiéramos podido vivir de mi salario.
Se apoyó en el mostrador y cruzó los brazos, aunque en esa postura le dolían. Se metió las manos en los bolsillos hasta que también así terminaron por dolerle.
—Me alegro mucho de que me haya echado una mano —le dije—. Nunca vi tantas apreturas en la tienda. Claro que no podían seguir tirando de los restos de una ensalada de patatas del día anterior.
—Trabajas de maravilla, muchacho.
—No. Sólo trabajo.
—Qué va. Por algo vuelven siempre. Es porque les caes en gracia.
—Están acostumbrados a verme. Siempre me tienen aquí. —Y tenté la suerte con una pequeña prueba—. Me imagino que arde usted en deseos de ver el caluroso sol de Sicilia. En Sicilia hace calor. Lo sé porque estuve allí durante la guerra.
—Aún no me he decidido —dijo Marullo, y apartó la mirada.
—¿Por qué no?
—Es que hace mucho tiempo que falto de allí. Son cuarenta años. Allí no conozco a nadie.
—Pero tiene parientes.
—Tampoco ellos me conocen a mí.
—A mí me encantaría tomarme unas vacaciones en Italia, pero sin rifle y sin mochila de reglamento. Cuarenta años realmente son mucho tiempo. ¿En qué año llegó usted?
—En 1920. Hace una eternidad.
Así pues, Morph parecía haber dado en el clavo. Tal vez los banqueros, los policías y los agentes de aduana desarrollan un instinto especial para estas cosas. Se me ocurrió entonces otra prueba de mayor calado. Abrí el cajón y saqué el viejo revólver para dejarlo sobre el mostrador. Marullo se llevó las manos a la espalda.
—¿Qué es eso que tienes ahí, muchacho?
—Se me ocurrió que le va a hacer falta un permiso, si es que no lo tiene. La Ley Sullivan, sobre la tenencia de armas, es bastante explícita.
—¿De dónde ha salido?
—Del mismo sitio de siempre.
—No lo había visto nunca. No me pertenece. Debe de ser tuyo.
—No, no es mío. Nunca lo había visto hasta ahora. Pero de alguien tiene que ser. Como resulta que está aquí, ¿no le parece procedente solicitar el permiso? ¿Está seguro de que no es suyo?
—Te digo que no lo había visto jamás. No me gustan las armas.
—Tiene gracia, porque pensé que a todos los capitostes de la mafia les encantaban las armas.
—¿Qué quieres decir con eso de la mafia? ¿Insinúas que yo soy de la mafia?
Hice un chiste todo lo inocente que pude.
—Según tengo entendido, todos los sicilianos son mafiosos.
—Eso es una bobada. Ni siquiera he tenido tratos con la mafia.
Volví a guardar el revólver en el cajón.
—Vivir para ver… —dije—. Bien, puede estar seguro de que yo no lo quiero. Quizá lo mejor sea entregárselo a Stoney, contarle que ha aparecido detrás de alguna cosa, porque así ha sido.
—Eso es lo que tienes que hacer —dijo Marullo—: No lo había visto en toda mi vida. No lo quiero. No me pertenece.
—Entendido —dije—. Se lo entregaré.
Conforme a la ley Sullivan, hacen falta unos cuantos papeles para conseguir un permiso de armas. Casi tantos, de hecho, como para sacarse un pasaporte.
Mi jefe tenía un hormigueo por todo el cuerpo. Tal vez eran demasiadas las cosas de poca monta que habían ocurrido todas juntas.
La anciana señorita Elgar, princesa real de New Baytown, llegó muy tiesa, con el velamen desplegado a todo trapo. Entre la señorita Elgar y el mundo en general hay dos hojas de cristal irrompible, con un espacio intermedio. Vino a llevarse una docena de huevos. Como me conoce desde que yo era un crío, nunca me ha visto de otra manera. Me di cuenta de que le sorprendía tanto como le complacía el que yo hubiera aprendido a contar las vueltas.
—Te lo agradezco, Ethan —me dijo. Deslizó la mirada sobre el molinillo del café y sobre Marullo, prestando a ambos la misma atención—. ¿Qué tal está tu padre, Ethan?
—Muy bien, señorita Elgar —repuse.
—Preséntale mis respetos, sé buen chico.
—Cómo no, señora. Faltaría más. —No tenía yo la menor intención de corregir su sentido del tiempo. Dicen que todos los domingos aún pone en hora el reloj de su abuelo y le da cuerda, aunque lo tiene electrificado desde hace muchos años. No puede ser nada malo vivir de esa manera, suspenso en el tiempo. No puede ser nada malo, una sucesión interminable de tardes en las que siempre es ahora. Antes de salir hizo una acusada reverencia dirigiéndose al molinillo de café.
—Como una cabra —dijo Marullo cuando se largó, y se apretó el índice contra la sien.
—No cambia nadie. Nadie sale perjudicado.
—Tu padre ha muerto. ¿Por qué no se lo dices?
—Aunque me creyera, se le olvidaría. Siempre me pregunta por él. No hace tanto tiempo que dejó de preguntarme por mi abuelo. Según dicen, era muy amiga del viejo chivo.
—Está como una cabra —remató Marullo. En cambio, por la razón que fuera, sin duda emparentada con la insólita relación que con el tiempo tenía la señorita Elgar, Marullo había recuperado el dominio de sí mismo. Cuesta trabajo darse cuenta de lo sencillo o complicado que puede ser un nombre. Una vez estás demasiado seguro, lo más normal es que te hayas equivocado. Por experiencia y por la fuerza de la costumbre, creo que Marullo había limitado su manera de tratar a los hombres a tres actitudes elementales: la orden, la lisonja, el soborno. Y parece claro que las tres debían de haberle salido a pedir de boca, no pocas veces, para fiarse de ellas por completo. En sus tratos conmigo, a saber en qué momento había perdido la primera de las tres opciones.
—Eres un buen muchacho —dijo—. Y te tengo también por buen amigo.
—Al viejo Capitán, es decir, a mi abuelo, le gustaba decir que «quien quiera un amigo, que no lo ponga a prueba».
—Inteligente.
—Es que lo era.
—Muchacho, me he pasado el domingo entero pensando. Hasta en la iglesia estuve pensando, sin dejar de darle vueltas.
Sabía que le había preocupado el asunto del soborno, o al menos me lo parecía, de modo que me adelanté para ahorrarle algo de tiempo.
—Habrá sido en ese espléndido regalo, ¿no?
—Sí. —Me miró con admiración—. También tú eres bien listo.
—Pero no tanto como para trabajar por mi cuenta.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Doce años ya?
—Exacto. Demasiado tiempo. Y ya va siendo hora de cambiar, ¿no se lo parece?
—Y nunca te has llevado ni una moneda suelta; nunca te has llevado nada de género sin dejarlo anotado en la libreta.
—A mí la honradez me parece esencial.
—No te lo tomes a broma. Lo que digo es cierto. Yo me encargo de las cuentas. Lo sé mejor que nadie.
—Puede ponerme la medalla en la solapa. Mejor a la izquierda.
—Todo el mundo roba. Unos más, otros menos. Pero tú no.
—A lo mejor estoy agazapado, a la espera de robárselo todo.
—No hagas chistes. Lo que digo, lo digo en serio.
—Alfio, tiene usted una alhaja. No me saque demasiado brillo. A lo mejor se nota que es falsa.
—¿Por qué no nos asociamos?
—¿Con qué base? ¿Con lo que yo gano?
—A lo mejor se nos ocurre algo.
—Entonces no podría robarle a usted sin robarme mis propios dineros.
Se rió con ganas.
—Eres listo, muchacho. Pero no eres un ladrón.
—No ha prestado atención a lo que acabo de decirle. A lo mejor tengo planeado quedarme con todo.
—Eres honesto, muchacho.
—Eso es justo lo que trato de decirle. Cuando más honesto soy, nadie me cree. Le voy a decir una cosa, Alfio: para ocultar nuestros motivos, hay que decir la verdad.
—¿Qué me estás diciendo?
—Ars est celare artem.
Movió los labios para decir algo y se echó a reír.
—¡Ja! —exclamó—. ¡Ja, ja, ja! Hic erat demonstrandum.
—¿Le apetece una coca-cola bien fría?
—¡Me sentaría fatal! —dijo, y se señaló con ambas manos el abdomen.
—No tiene usted edad para tener problemas de estómago. Ni siquiera tiene cincuenta años.
—Tengo exactamente cincuenta y dos. Y tengo problemas de estómago, te lo aseguro.
—Como quiera. Pero en tal caso, cuando vino aquí, si es que fue en 1920, tenía doce años. A lo que se ve, en Sicilia empiezan pronto a enseñar el latín.
—Yo cantaba en el coro de la iglesia.
—Yo también portaba la cruz del coro. Voy a tomar una coca-cola, Alfio —le dije—. Usted piense en una forma de que yo compre una parte del negocio, que la estudiaré encantado. Pero le advierto por adelantado que no tengo dinero.
—Ya veremos.
—Sin embargo, voy a tener dinero.
Me clavó la mirada en la cara, como si no pudiera quitármela de encima.
—Io lo credo —dijo Marullo en voz baja.
El poder, que no la gloria, me inundó por entero. Abrí una coca-cola y, con el primer trago, miré a través de la botella castaña hacia los ojos de Marullo.
—Eres un buen muchacho —dijo por enésima vez, y me estrechó la mano antes de largarse de la tienda.
Impulsivamente, lo llamé.
—¿Cómo tiene el brazo?
—Ya no me duele —dijo volviéndose para mirarme con aire de asombro. Y siguió su camino hablando para sus adentros—: Ya no me duele —repitió.
De pronto volvió sobre sus pasos, visiblemente excitado.
—Tienes que aceptar ese dinero.
—¿Qué dinero?
—Ese cinco por ciento.
—¿Para qué?
—Tienes que aceptarlo. Podrías comprarme una participación del negocio. Poco a poco, puedes hacerte con tu parte. Pero tienes que proponer que sea el seis por ciento.
—Nanay.
—¿Cómo que no, si yo te digo que sí?
—No lo necesito, Alfio. Si me hiciera falta, lo hubiese aceptado, pero es que no lo necesito.
Lanzó un hondo suspiro.
El ajetreo de la tarde no fue tanto como a la mañana, aunque tampoco fue poca cosa. Siempre se hacía una pausa entre las tres y las cuatro; por lo corriente, de veinte minutos o media hora, nunca sabré el porqué. Luego, la cosa va a más, pero se trata de gente que vuelve a casa del trabajo, o amas de casa que entran a última hora para comprar algo con lo que improvisar la cena.
En ese rato de placidez se presentó el señor Baker. Esperó, contempló el queso y las salchichas de la cámara frigorífica, hasta que se fueron de la tienda dos clientas, dos compradoras torpes, de las que ni siquiera saben qué andan buscando, de las que manosean toda la mercancía, con la esperanza de que algo les salte a los brazos y les pida a gritos que lo compren.
Por fin terminaron la transacción y se fueron.
—Ethan —me dijo—, ¿sabe usted que Mary ha retirado mil dólares?
—Sí, señor. Ella misma me dijo que ésa era su intención.
—¿Y sabe usted para qué?
—Claro que sí. Hace meses que no habla de otra cosa. Ya sabe usted cómo son las mujeres. Se estropea un poco el mobiliario, pero en el momento en que deciden comprar otros muebles nuevos, resulta que los viejos se desvencijan de repente.
—¿No le parece una estupidez gastar ese dinero precisamente en este momento? Ayer le dije que iba a surgir una gran oportunidad
—El dinero es de ella, señor.
—No hablo de jugárselo, Ethan. Hablaba de inversiones seguras. Creo que con esos mil dólares podría haber comprado los muebles dentro de un año sin perder los mil dólares en cuestión.
—Señor Baker, dese cuenta de que no puedo prohibir a mi mujer que se gaste su propio dinero como le venga en gana.
—¿No se le ocurrió persuadirla de lo contrario, razonar con ella?
—No, no se me ocurrió.
—Eso es muy propio de usted, Ethan. Igualito que su padre. Y son bobadas sin fundamento. Si he de ayudarlo a que de nuevo levante la cabeza, no puedo admitir esas bobadas sin fundamento.
—Como diga, señor.
—Si por lo menos a su mujer le diera por comprar aquí… Pero no, irá a esos establecimientos de descuento y pagará en efectivo. No quiero ni pensar qué comprará. Los comerciantes de aquí tal vez le cobrasen más, pero si se presenta alguna complicación seguro que se la resuelven sobre la marcha. Tendría que imponerse usted, Ethan. Obligue a que vuelva a depositarlo. O dígale que ponga su dinero en mis manos. De eso, le aseguro que jamás se arrepentiría.
—Es el dinero que le dejó su hermano en herencia, señor.
—Ya lo sé. Cuando vino a retirar esa cantidad traté de convencerla. De pronto, su mirada se volvió vaga y azul. Dijo que le apetecía mirar por ahí. Y digo yo: ¿no puede ir a mirar lo que quiera sin llevar mil dólares en el bolso? Si ella no es tan sensata, usted debería hacer gala de más sentido común.
—Será que me falta la práctica, señor Baker. Verá usted: desde que nos casamos, nunca hemos tenido dinero.
—Pues entonces más le vale aprender. Y más le vale aprender deprisa. De lo contrario, el dinero no le va a durar mucho tiempo. Las ganas de gastar, para algunas mujeres, son iguales que una droga.
—No creo que Mary tenga ocasión de adquirir ese hábito, señor.
—Descuide, ya verá cómo sí. Deje que sepa a qué sabe la sangre y se volverá una asesina.
—Señor Baker, no creo que lo pueda decir en serio.
—Yo tampoco.
—Nunca ha existido esposa más cuidadosa con el dinero. A la fuerza tuvo que serlo.
Por la razón que fuera, él había desencadenado una tempestad.
—Es usted quien me decepciona, Ethan. Si vamos a hacer algo juntos, es preciso que imponga su criterio y que mande dentro de su propia casa. Creo que podrían haber esperado un poco para comprar muebles nuevos.
—Yo sí. Ella no.
Se me ocurrió que tal vez los banqueros adquieran una mirada dotada de rayos X en cuestiones de dinero. Me pareció posible que el señor Baker estuviera viendo el sobre a través de mis ropas.
—Trataré de razonar con ella, señor Baker.
—Ya, pero será si no se lo ha gastado todo. ¿Está ahora en casa?
—Dijo que iba a tomar un autobús a Ridgehampton.
—¡Dios del Cielo! ¡Despídase de los mil dólares!
—Ya, pero aún le queda algo de capital.
—Ésa no es la cuestión. El dinero es la única manera que tiene usted de entrar en el negocio.
—Dinero llama a dinero —susurré.
—Así es. Si lo pierde de vista, seguirá siendo un simple dependiente el resto de su vida.
—Lamentaría que así fuese.
—Más le vale ser usted el que imponga las normas en casa.
—Las mujeres son curiosas, señor. A lo mejor, como ayer habló usted de hacer inversiones a ella se le metió en la cabeza que es bien fácil de hacer.
—Pues póngale los puntos sobre las íes, porque sin dinero es imposible hacer dinero.
—¿Le apetece una coca-cola bien fría, señor?
—Sí, gracias.
No quiso beber directamente a morro. Tuve que abrir un paquete de vasos de papel. Al menos se sosegó un poco. Murmuró como el trueno cuando se bate en retirada.
Entraron dos señoras de color que viven al otro lado de las vías del tren. El señor Baker tuvo que tragarse la coca-cola y la rabia.
—Hable con ella —me dijo enfurecido, y salió con aire de enojo antes de cruzar la calle para encaminarse a su casa. Me pregunté si la cólera tendría alguna relación con la suspicacia, pero no me lo pareció. No, creo que estaba colérico sólo porque se dio cuenta de que había perdido la costumbre de mandar. No es tan raro enfurecerse con alguien que no hace caso de tus consejos.
Las señoras de color eran de trato amable. Al otro lado de la vía del tren hay una comunidad de negros que son muy buena gente. No vienen a comprarnos mucho, pues tienen su propia tienda; sólo de vez en cuando vienen a hacer alguna que otra compra con mero afán de comparar, por ver si sus lealtades raciales no les salen demasiado caras. Más que compras hicieron preguntas sobre los precios. Las comprendí. Además, eran hermosas mujeres, con sus piernas largas, esbeltas, bien torneadas. Es una maravilla lo que puede hacer por el cuerpo humano la carencia de la desnutrición en la infancia. Y, ya que hablo de eso, por el espíritu también.
Antes de la hora de cierre llamé a Mary.
—Pichoncito, voy a llegar un poco tarde.
—No te olvides de que cenamos con Margie en el Foremaster.
—Descuida, no me olvido.
—¿Cuánto vas a tardar?
—Diez minutos, un cuarto de hora. Quiero bajar al puerto y echar un vistazo a la draga.
—¿Para qué?
—Estoy pensando en comprarla.
—¡Caramba!
—¿Quieres que compre algo de pescado?
—Si ves algún lenguado que tenga buena pinta… No creo que haya mucho más.
—De acuerdo. Voy pitando.
—No quiero que tardes. Tienes que bañarte y cambiarte de ropa. Vamos al Foremaster, ya sabes.
—No tardaré, mi bella, mi adorada. No veas la reprimenda que me ha echado el señor Baker por dejarte gastar los mil dólares.
—¿Cómo se le ocurre al viejo chivo?
—¡Mary, Mary! ¡Que las paredes tienen oídos!
—Dile de mi parte lo que puede hacer con sus sermones.
—No puede hacer nada. Además, él cree que eres una cabeza de chorlito.
—¿Cómo?
—Y que yo soy una tontería andante. Ya sabes cómo soy.
Mary rió con su risa adorable. Es algo que aún me pone la carne de gallina de puro placer y me eriza el alma.
—Date prisa, cariño —dijo—. No tardes en venir.
Y es de ver cómo se siente uno cuando le dicen eso. Cuando colgué, me quedé un momento pegado al teléfono, sin fuerzas, conmovido, feliz, si es que se puede estar así al mismo tiempo. Traté de recordar cómo era la vida antes de Mary, pero no pude; quise pensar en cómo sería sin ella y tampoco logré imaginarla. Sería una condición luctuosa, un tarjetón bordeado de negro. Todo el mundo, en un momento u otro, escribe su epitafio. El mío sería: «Adiós, cobarde».
Ya se había puesto el sol tras las colinas del oeste, aunque una gran nube algodonosa aún prendía toda su luz y la proyectaba sobre el puerto, sobre el rompeolas y el mismo mar, de modo que, a lo lejos, la espuma de las olas adquiría tintes rosáceos. Los pilares del muelle son columnas formadas por tres troncos cada una, sujetos por una abrazadera de hierro, ordenados de mayor a menor, protegidos por pilotes para que no los magulle el hielo del invierno. En lo alto de cada una se veía una gaviota inmóvil, por lo común un macho de plumaje blanco, inmaculado, y alas gris claro. Me pregunto si cada uno es dueño de su sitio, si puede alquilarlo o venderlo a su antojo.
Habían entrado a puerto algunos barcos pesqueros. Conozco a todos los pescadores, los conozco desde siempre. Y Mary tenía razón. Sólo traían lenguado. Le compré cuatro estupendas piezas a Joe Logan y esperé a que me los filetease, deslizando el cuchillo por la espina con la facilidad con que hubiera hendido el agua. Si hay en primavera un tema de conversación que no falla, es cuándo llegará el rodaballo. De pequeños decíamos que cuando florecen los lirios aparece el rodaballo, pero no es infalible. Me da la impresión de haberme pasado la vida oyendo que los rodaballos aún no han llegado, o que ya han emigrado a otros caladeros. Y es de ver qué bellos son cuando se los consigue, esbeltos como la trucha, limpios, plateados como la misma plata. Joe Logan no había pescado ni uno solo.
—A mí lo que me gusta es el pez globo —dijo Joe—. Tiene gracia: tú lo llamas así y nadie los quiere ver ni en pintura, pero como los llames «pollo de mar» te los quitan de las manos.
—¿Cómo está tu hija, Joe?
—Pues parece que mejora, pero enseguida vuelve a decaer. Me está matando.
—Qué lástima. Lo siento.
—Si hubiera alguna cosa que se pudiera hacer…
—Lo sé. Pobrecilla. Aquí tengo una bolsa de papel. Pon los lenguados dentro. Y dale recuerdos de mi parte, Joe.
Me miró un buen rato a los ojos, como si esperase extraerme algún consuelo, algún medicamento.
—Desde luego, Eth —me dijo—. Se los daré.
A este lado del rompeolas faenaba la draga del condado, aspirando el fango con la gigantesca maquinaria, a la vez que las bombas lo propulsaban a lo largo de las tuberías dispuestas sobre los pontones para depositarlo tras los mamparos renegridos y alquitranados, en la orilla. Llevaba encendidas todas las luces de posición, así como dos faros rojos para indicar que estaba faenando. Un pálido cocinero, de blanco gorro y delantal, se acodó con los brazos desnudos sobre la balaustrada y contempló las aguas turbulentas, en las cuales escupió de vez en cuando. El viento soplaba de tierra, esparciendo el hedor a barro y a conchas putrefactas, a algas podridas, con el dulce aroma a canela de una tarta de manzana recién horneada. La gran pala de la draga subía y bajaba majestuosamente, ahondando en el canal de entrada.
Como un relámpago de color rosa, las velas de un yate esbelto captaron el último resplandor del día, viraron, perdieron la luz. Volví a caminar y doblé a la izquierda, por delante de la nueva dársena y del viejo club náutico, de la Sala de la Legión Americana, con los cañones pintados de marrón y montados en los flancos de la escalinata.
A pesar de lo avanzado de la hora aún seguían trabajando en el astillero, tratando de repintar y reparar todos los barcos antes de que llegase el verano. El insólito frío de ese comienzo de la primavera había atrasado los trabajos de pintura, calafateado y barnizado.
Dejé atrás el astillero y los tinglados y bajé por el trecho que cubre la maleza en dirección al puerto, pero cambié de idea y volví sobre mis pasos hacia la desvencijada chabola en que vivía Danny Taylor. Y silbé una vieja tonada, por más que a él con toda seguridad no le hiciese ninguna gracia.
Y así fue, porque en la chabola no había nadie, si bien yo estuve seguro, con tanta certeza como si lo estuviera viendo, de que Danny estaba escondido entre la maleza, tal vez entre los grandes maderos esparcidos por doquier. Como sabía además que iba a regresar en cuanto yo me hubiera largado, saqué el sobre de papel manila del bolsillo y lo coloqué sobre su catre antes de marcharme sin dejar de silbar, aunque no sin parar un momento para decir en voz baja.
—Adiós, Danny. Buena suerte.
Volví silbando por las calles, hasta Porlock y las grandes mansiones de Elm Street, por donde llegué a la mía, a la casa de los Hawley.
Encontré a mi Mary en el ojo de una tormenta, rotando lentamente, en calma, en medio de los residuos, desplazando a cada paso potentes rachas de viento. Dirigía toda esa devastación vestida sólo con la combinación de nylon blanco y unas chinelas; llevaba el cabello recién lavado, sujeto con rulos en toda la cabeza, como una larga ristra de salchichas finas. No recuerdo cuándo fue la última vez en que salimos a cenar a un restaurante. No nos lo podíamos permitir, habíamos perdido la costumbre. La excitación de Mary contagiaba a los chicos, situados en la linde de su personal huracán. Les dio de cenar, les ordenó asearse, emitió órdenes, rescindió órdenes. El burro de la plancha estaba en la cocina, con mis mejores prendas de vestir ya planchadas y colgadas del respaldo de las sillas. De vez en cuando, Mary tascaba su galope desaforado para darle una pasada con la plancha al vestido que se pensaba poner. Los chicos estaban demasiado excitados para cenar nada, pero cumplieron las órdenes.
Tengo cinco trajes de los mejores, que no es mal número para ser un mero dependiente. Los conté tal como estaban, colgados del respaldo de las sillas. Se llamaban Azul Viejo, Duke Marrón George, Gris de Dorian, Negro de Funeral y, cómo no, Dobbin.
—¿Cuál te parece que me ponga, tesoro?
—¿Tesoro? ¡Ah! Verás… No es una ocasión formal, es lunes por la noche… Yo diría que el Dulce Marrón George o el Dorian, sí, mejor el Dorian. Es bastante serio sin ser serio del todo.
—¿Y la pajarita de lunares?
—Por supuesto.
—¡Papá! —nos interrumpió Ellen—. ¡No te puedes poner una pajarita! Ya eres demasiado viejo para eso.
—No es verdad. Soy joven, alegre y alocado.
—Vas a ser el hazmerreír de todos. Me alegro de no ir con vosotros.
—Yo también me alegro. ¿De dónde sacas la idea de que soy tan viejo que se reirán de mí por llevar la pajarita?
—Bueno, es que no eres viejo, pero sí lo eres para llevar pajarita.
—Eres una pequeña conformista.
—Si tú te empeñas en ser el hazmerreír…
—Eso es lo que quiero ser. Mary, ¿tú no quieres que sea un hazmerreír?
—Dejad en paz a vuestro padre, que se tiene que bañar. Te dejé una camisa encima de la cama.
—Voy por la mitad de mi redacción sobre «Yo amo América» —dijo Allen de pronto.
—Eso está bien. Me alegro, porque apenas llegue el verano te voy a poner a trabajar.
—¿A trabajar?
—En la tienda.
—¡Ah! —No pareció precisamente entusiasmado.
Ellen prorrumpió en una exclamación, pero una vez le prestamos atención ya no dijo nada. Mary repitió las ochenta y cinco cosas que debían hacer los chicos, y las que no, mientras no estuviéramos en casa. Me metí en el cuarto de baño.
Trataba de ponerme la pajarita de lunares, la única pajarita de lunares que tengo, cuando Ellen se apoyó en el quicio de la puerta.
—Estarías estupendamente si fueras más joven —dijo con terrible feminidad.
—Cariño, cuando te cases se las vas a hacer pasar canutas a tu feliz marido.
—En el instituto, ni siquiera los del último curso se pondrían una cosa así.
—El primer ministro de Inglaterra, Macmillan, sí que la usa.
—Eso es distinto. Papi, ¿es trampa copiar algo de un libro?
—Explícate.
—A ver: si una persona… Si yo estuviera escribiendo mi redacción y tomase parte de un libro, ¿qué pasaría?
—Pues que depende de cómo lo hagas.
—Según tú dices, explícate.
—¿No será «como dices tú»?
—Sí.
—Pues si lo pones entre comillas y añades una nota a pie de página refiriendo quién lo ha escrito, daría más dignidad y autoridad a tu trabajo. Creo que la mitad de lo que se escribe en América son citas, cuando no son antologías. ¿Ahora te gusta más mi corbata?
—Supongamos que no pusiera las comillas.
—Entonces sería un robo como cualquier otro. No habrás hecho eso, ¿verdad?
—No.
—Entonces, ¿qué problema tienes?
—¿Te pueden meter en la cárcel?
—Podrían… Si recibes dinero a cambio de hacerlo. No lo hagas, mi niña. Ahora, ¿qué te parece mi corbata?
—Pues que eres imposible —dijo.
—Si piensas reunirte con el resto de la familia, puedes decirle al tarugo de tu hermano que le he traído la dichosa careta de Mickey Mouse, y que me da vergüenza.
—La verdad es que nunca escuchas con atención.
—Sí que lo hago.
—No, no es verdad. Y un día te vas a arrepentir.
—Adiós, Leda. Saludos al cisne.
Se alejó con languidez, voluptuosa y pequeña en su niñez. Las niñas me vuelven loco. A fin de cuentas, resultan ser niñas.
Mi Mary estaba radiante, hermosísima. Una luz interior se le derramaba por todos los poros. Me tomó del brazo cuando íbamos caminando por Elm Street, bajo las copas de los árboles, a la luz de las farolas. Juro que nuestros pasos eran medidos al avanzar con la misma ternura y el orgullo de los purasangres cuando llegan a la jaula de salida.
—¡Es preciso que vengas a Roma! Egipto ya no es suficientemente grande para ti. Te llama el gran mundo.
Se rió. Juro que su risita cristalina hubiera hecho justicia a nuestra propia hija.
—Tenemos que salir más a menudo, cielo.
—¿Cuándo?
—Cuando seamos ricos.
—¿Y eso? ¿Cuándo ha de ser?
—Pronto. Voy a enseñarte a llevar zapatos de tacón.
—¿Y encenderás los puros con billetes de diez?
—No, de veinte.
—Me gustas.
—Caramba, señora. Debería decírmelo más a menudo. ¿No ve que me pongo colorado?
No hace mucho tiempo que los dueños del Foremaster colocaron unas vidrieras con vistas a la calle, rematadas por cuadraditos de cristal de botella, con el afán de dar al lugar un aire más anticuado y auténtico. Y lo consiguieron, sin duda. Lo curioso es que las personas que se sientan en las mesas de los miradores se ven con la cara distorsionada por las aguas del cristal. Una cara es todo mentón, otra es un enorme ojo vacío. Sin embargo, fue un buen subrayado de la autenticidad del Foremaster, igual que los geranios y lobelias que decoraban los alféizares.
Margie nos estaba esperando, perfecta anfitriona de los pies a la cabeza. Nos presentó a su acompañante, un tal señor Hartog, de Nueva York, con bronceado de lámpara de rayos solares y una dentadura que parecía tomada de Country Gentelman. El señor Hartog me recordó un envoltorio cubierto de laca, pero es cierto que contestaba a todas las frases con una risa de admiración. Ésa fue su aportación a la charla. No estuvo nada mal.
—¿Qué tal les va? —dijo Mary.
El señor Hartog rió.
—Espero que esté al tanto de que su acompañante es una bruja.
El señor Hartog rió. Reinaba el buen humor.
—He pedido una mesa junto al ventanal —dijo Margie—. Es aquélla.
—También has encargado flores en especial, Margie.
—Mary, algo tengo que hacer para devolveros vuestras muchas amabilidades.
Siguieron por ese derrotero hasta después de que Margie nos acomodara en la mesa. El señor Hartog se reía a cada pausa; era claramente un hombre de buen conformar. Me propuse cambiar alguna palabra con él, pero tendría que ser más adelante.
La mesa estaba puesta con elegancia, un mantel muy blanco y una cubertería de plata que no lo era, pero que parecía especialmente plateada.
—Yo soy la anfitriona —dijo Margie—, y eso significa que mando yo, de modo que martinis para todos, tanto si quieren como si no.
El señor Hartog rió.
Llegaron los martinis no en vasos pequeños, sino en copas grandes como bañeras, adornadas con cortezas de limón. El primer trago sabe un poco a picadura de vampiro, pero surtió sus efectos anestésicos, tras lo cual se suavizaba la copa y al final sabía realmente bien.
—Vamos a tomar dos —dijo Margie—. La comida está muy bien, pero tampoco es como para tirar cohetes.
Les conté entonces que desde siempre he tenido la intención de abrir un bar en el que sólo se pudiera servir un segundo martini. Seguro que me haría de oro.
Volvió a reírse el señor Hartog. Aparecieron sobre la mesa otras cuatro bañeras cuando yo todavía paladeaba la primera cáscara de limón.
Con el primer sorbo de la segunda copa, el señor Hartog adquirió el don del habla. Tenía una voz grave pero vibrante, como la de un actor, o un cantante tal vez, o la de un vendedor de un producto que nadie quiere comprar. Tenía una voz de cama.
—La señora Young-Hunt me ha dicho que se dedica usted a los negocios —dijo—. Ésta es una ciudad fascinante, todavía sin estropear, sin explotar apenas.
A punto estaba de explicarle exactamente en qué consistían mis negocios cuando Margie tomó la palabra.
—El señor Hawley es uno de los valores en alza en el condado.
—¿De veras? ¿Y a qué se dedica, señor Hawley?
—A todo —dijo Margie—. Absolutamente a todo, aunque no de un modo manifiesto, como comprenderá usted. —Le brillaba el alcohol en los ojos. Miré a los de Mary, que empezaban a iluminarse. Por eso deduje que ellos dos ya se habían tomado un par de copas antes de que llegásemos nosotros, o que al menos Margie lo había hecho.
—Eso me ahorra el tener que desmentirlo —dije.
El señor Hartog volvió a sus risas.
—Tiene usted una esposa encantadora. Con eso, ya tiene ganada la mitad de la batalla.
—No, ésa es toda la batalla completa.
—Ethan, le harás creer que reñimos y nos peleamos de continuo.
—¡Pues claro que lo hacemos! —Ventilé media copa de un trago y noté el calor que me subía por dentro, hasta detrás de los ojos. Y me quedé mirando el culo de botella de uno de los pequeños paneles del ventanal. Brillaba en ella la llama de las velas y parecía girar despacio. Tal vez fuera autohipnosis, pues oí de pronto mi propia voz como si no me perteneciera.
—Margie es la Bruja del Este. Un martini no es una copa. Es una poción. —El brillo del cristal me tenía hechizado.
—¡Oh, no! Siempre me había tenido por Ozma. ¿No era mala la Bruja del Este?
—Ya lo creo que lo era.
—¿Y no se derritió al final?
A través de las desigualdades del cristal vi caminar a un hombre por la acera. Estaba deformado por las distorsiones, pero llevaba la cabeza ladeada a la izquierda y caminaba de un modo curioso, con la parte exterior de los pies. Así caminaba Danny.
Me vi levantarme de un salto y correr tras él; me vi llegar hasta la esquina de Elm Street, pero ya había desaparecido. Tal vez se hubiera escondido en el jardín trasero de la segunda casa. «¡Danny, Danny! —lo llamé—. Devuélveme ese dinero. Por favor, Danny, dámelo. No lo tomes. Está envenenado. ¡Yo lo envenené!».
Oí una risa: era el señor Hartog.
—Pues prefiero ser Ozma, la verdad —dijo Margie.
Me sequé las lágrimas con la servilleta.
—Tendría que limitarme a beber el alcohol, y no humedecerme los ojos con él. Quema.
—Se te han puesto rojos los ojos —dijo Mary.
No pude volver del todo al espíritu de la cena, a pesar de lo cual me oí hablar y contar anécdotas y escuché a mi Mary reír que daba gloria, de modo que es de suponer que estuve divertido, encantador incluso, por más que me fuera imposible volver del todo a la mesa. Y creo que Margie se dio perfecta cuenta. Me miraba como si me formulase una pregunta disimulada, maldita sea. Era una bruja.
No sé qué platos cenamos. Sí recuerdo el vino blanco, de modo que seguramente fue pescado. El cristal quebradizo giraba como una hélice. Y luego tomamos brandy, de modo que seguramente tomé café. Y luego terminó todo.
Al salir, cuando Mary y el señor Hartog se adelantaron unos pasos, Margie me abordó de inmediato.
—¿Adónde has ido?
—No sé a qué te refieres.
—A que no estabas del todo presente con nosotros. Sólo estuviste en parte.
—¡Vade retro, bruja!
—Entendido, primo —dijo ella.
De camino a casa busqué por las sombras de los jardines. Mary iba cogida de mi brazo, con paso algo inseguro.
—¡Qué bien lo he pasado! —dijo—. Nunca me había divertido tanto.
—Ha estado bien.
—Margie es la perfecta anfitriona. No sé cómo voy a organizar yo una velada que esté a la altura.
—Desde luego que lo es.
—Y tú, Ethan… Sabía que puedes ser muy gracioso, pero es que hoy no hemos parado de reír con tus chistes. El señor Hartog me ha dicho que le entró la risa floja cuando te oyó hablar del señor Red Baker.
¿Les había contado yo eso? Seguramente. ¡Ay, Danny! ¡Devuélveme el dinero, por favor!
—Eres todo un espectáculo —me lisonjeó mi Mary. Y en la entrada de casa la sujeté tan fuerte que se quejó—. Estás bebido, amor. Me haces daño. Por favor, no despertemos a los chicos.
Tenía la intención de esperar a que se durmiera para salir luego a la chita callando, ir a la chabola, localizarlo, e incluso echarle a la policía encima, pero comprendí que era inútil. Danny se había largado. Supe que ya no lo iba a encontrar. Y me quedé acostado, a oscuras, viendo cómo bailaban las manchas rojas en el agua de mis ojos. Supe lo que había hecho yo, tal como lo sabía Danny. Pensé en la matanza de los conejos. Tal vez sólo se sufra la primera vez. Eso hay que afrontarlo. En el mundo de los negocios y en la política, el hombre debe abrirse paso entre sus semejantes a mandoble partido, soltando hachazos a diestro y siniestro, si ha de ser el rey de la Montaña. Una vez en lo más alto puede mostrarse magnánimo, bondadoso, pero antes ha de llegar allí.