De pequeño me gustaba cazar y dar muerte a los animales pequeños. Lo hacía con entusiasmo y alegría. Abatía a los conejos y las ardillas, a los pájaros pequeños; después, abatía patos y gansos silvestres, a los que dejaba convertidos en montones distorsionados de huesos y sangre, plumas y pellejo. Ponía en semejantes empeños una especie de creatividad salvaje, sin el menor rastro de odio, de rencor o de culpa. La guerra me quitó luego el apetito de la destrucción. Tal vez fui como un niño al que se le ha permitido hartarse de dulces y golosinas. La explosión de un arma de fuego dejó de producirme un grito de pura felicidad.
A principios de esta primavera, dos conejos saltarines comenzaron a hacer visitas diarias a nuestro jardín. Lo que más les gustaban eran los claveles de mi Mary. Se los comían hasta dejar las corolas peladas.
—Tendrás que acabar con ellos —me dijo Mary.
Saqué mi escopeta de calibre 12, pegajosa de grasa, y encontré unos viejos cartuchos abombados del numero cinco. Al atardecer, me senté en los escalones de la puerta de atrás y, en cuanto los conejos se me pusieron a tiro, los despanzurré a los dos de un solo disparo. Luego enterré los despojos sanguinolentos bajo uno de los grandes lilos de flores color malva. Me puse fatal del estómago.
Lisa y llanamente, había perdido la costumbre de matar. Un hombre es capaz de acostumbrarse a todo: asesinar, enterrar, incluso ejecutar. El potro de tortura también es poco más que un trabajo cuando uno logra acostumbrarse.
Cuando se acostaron los niños, le dije a Mary:
—Voy a salir a dar una vuelta.
Mary no me preguntó ni adónde ni por qué, tal como hubiera hecho pocos días antes.
—¿Volverás tarde?
—No, no tardaré.
—No te esperaré despierta. Estoy que me caigo de sueño —dijo.
Fue como si, luego de aceptar una orden sobre el camino que debía seguir, hubiera avanzado mucho más que yo. Yo seguía entristecido por lo de los conejos. Tal vez sea natural que cuando un hombre ha destruido algo, trate de restablecer el equilibrio creando otra cosa. ¿Era ése el impulso que me guiaba?
A tientas, llegué hasta la perrera maloliente en que vivía Danny Taylor. En un platillo, junto a su catre del ejército, ardía una vela.
Danny tenía mala pinta: tenía la cara macilenta y demacrada, como si estuviera enfermo. La piel le brillaba como el peltre. Hubiera sido difícil no sentirse enfermo sólo de notar el olor de un lugar tan sucio, el tufo de un hombre que más bien era un guiñapo bajo un cobertor andrajoso. Tenía los ojos abiertos, vidriosos. Casi esperé que se pusiera a barbotar y a delirar. Me sorprendió que hablase con toda claridad, en el tono y con la voz de Danny Taylor.
—¿Qué se te ha perdido por aquí, Eth?
—He venido a ayudarte.
—Venga ya. Eso no se le ocurre ni al que asó la manteca.
—Estás enfermo.
—¿Y te parece que no me he dado cuenta? Eso lo sé mejor que nadie. —Buscó a tientas bajo el catre y sacó una botella de Old Forester. Le quedaba un tercio—. ¿Quieres un trago?
—No, Danny. Ese whisky es del caro.
—Es que uno tiene amigos.
—¿Quién te lo dio?
—Eso no es asunto tuyo, Eth. —Bebió un lingotazo y logró aguantarlo, aunque por un instante no pareció cosa fácil. Pronto le volvió la color. Se rió—. Mi amigo quería hablar de negocios, pero yo le di esquinazo. Me quedé dormido como un tronco antes de que pudiera decirme lo que me quería decir. No sabía qué poco necesito. ¿Tú quieres hablar de negocios, Eth? Te lo digo porque me puedo volver a dormir en un santiamén.
—¿No tienes el menor afecto por mí, Danny? ¿No me tienes confianza? ¿No tienes… algún sentimiento por mí?
—Pues claro que sí, pero a la hora de la verdad has de saber que soy un borracho, y lo que más quiere un borracho es su botella. Eso sí que despierta sentimientos.
—Si pudiera juntar el dinero, ¿estarías dispuesto a hacer una cura?
Lo que más miedo me daba era la rapidez con que había recuperado la normalidad, la tranquilidad con que aparentemente volvía a ser el mismo de siempre.
—Podría decir que sí, Eth. Pero tú no sabes cómo somos los borrachos. Me quedaría con tu dinero para la cura y me lo bebería en un pispás.
—Supongamos que yo pagara directamente al hospital o algo así.
—Estoy intentando decirte las cosas bien claras. Iría con mis mejores intenciones, y me escaparía al cabo de unos días. No se puede confiar en un borracho, Eth. Eso es lo que no consigues entender. Da lo mismo lo que diga, da lo mismo lo que haga… Siempre acabaría por largarme.
—¿Tú no quieres salir de ese pozo, Danny?
—Pues supongo que no. Supongo que tú sabes lo que quiero. —Volvió a empinar la botella y de nuevo me quedé atónito con la velocidad de su reacción. No sólo volvió a ser el viejo Danny que yo conocía bien, sino que sus percepciones parecieron agudizarse, aclararse tanto que de hecho me leyó el pensamiento—. Pero no te fíes —dijo—. Esto sólo dura un rato. El alcohol primero estimula y después deprime. Espero que no te quedes tanto como para ver la segunda parte. Ahora mismo, ni yo mismo me creo que eso vaya a suceder. Cuando estoy animado, nunca me lo creo. —Sus ojos, húmedos y luminosos a la luz de la vela, encontraron los míos—. Ethan —dijo—. Te has ofrecido a pagarme la cura. Pero tú no tienes el dinero, Ethan.
—Podría conseguirlo. Mary ha heredado algo de su hermano.
—¿Y me lo darías?
—Sí.
—¿Aun cuando te dijera que nunca debes fiarte de un borracho? ¿Aun cuando te asegurase que me quedaría con la pasta y te daría un buen disgusto?
—El disgusto ya me lo estás dando ahora, Danny. Ayer soñé contigo. Estábamos en la casa vieja, ¿recuerdas?
Alzó la botella y volvió a bajarla.
—No… Todavía no, Eth. No te fíes nunca de un borracho. Cuando el borracho… Cuando yo… esté más muerto que vivo, aún habrá algo inteligente en mí, algo activo, en funcionamiento… Y esa inteligencia no será tu amiga. Ahora mismo, en este preciso instante, soy un hombre que fue amigo tuyo. Te mentí cuando te dije que había perdido el sentido. Oh, desde luego que perdí el sentido, me quedé dormido como un tronco, pero en cambio sé muy bien dónde está la botella.
—Espera —le dije—, espera. Antes de que sigas… Si no, va a parecer que… Bueno, que vas a sospechar de mí. Fue Baker el que te trajo la botella, ¿no es cierto?
—Sí.
—Quiso que le firmases algo.
—Sí, pero yo perdí el sentido, me caí redondo. —Rió por lo bajo y de nuevo se llevó la botella a los labios. A la luz de la vela, apenas vi una minúscula burbuja. Había tomado nada más que una gota.
—Ésa es una de las cosas de que te quería hablar, Danny. ¿Era la casa vieja lo que venía buscando?
—Sí.
—¿Y cómo es que no la has vendido?
—Creí que ya te lo había dicho. La casa vieja me hace sentirme como un caballero. Sólo me falta portarme como tal.
—No la vendas, Danny. Aguanta.
—¿Y a ti qué más te da? ¿Por qué no la iba a vender?
—Por orgullo.
—A mí no me queda ni pizca de orgullo. Sólo tengo lo puesto.
—Sí que tienes orgullo. Cuando me pediste dinero, estabas avergonzado. Eso quiere decir que tienes orgullo.
—No, ya te lo dije. Eso fue un simple truco. Los borrachos son listos, te lo digo yo. A ti sí que te dio vergüenza, y me diste un pavo por pensar que yo estaba avergonzado. Yo sólo quería una copa.
—No la vendas, Danny. Tiene valor, y Baker lo sabe. Él no compra nada que no tenga verdadero valor.
—¿Por qué te parece que tiene valor?
—Es el único terreno suficientemente llano para la construcción de un aeródromo.
—Ya entiendo.
—Si aguantas, si eres capaz de conservarla, podría significar un nuevo comienzo para ti. No la sueltes, hombre. Podrías hacerte una cura. A tu regreso, tendrías algo para ir tirando.
—Pero no tendría algo en propiedad. No sé, a lo mejor es preferible venderla y bebérmela… «Cuando se rompa la rama, el columpio caerá, y con él caerán el bebé, la cuna y todo lo demás». Ya lo dice el refrán. —Lo dijo con voz chillona antes de echarse a reír—. ¿Tú quieres la casa, Eth? ¿Has venido por eso?
—Yo lo que quiero es que te pongas bien.
—Estoy bien.
—Quiero explicarte una cosa, Danny. Si fueras un mendigo y estuvieras sin blanca, serías libre de hacer lo que te diera la gana. Sin embargo, tienes algo que desea un grupo de ciudadanos progresistas, algo que necesita incluso.
—El prado de los Taylor. Y lo voy a conservar a toda costa. Yo también soy progresista. —Miró con afecto la botella.
—Danny, te lo he dicho bien claro: es el único lugar donde se puede construir un aeropuerto. Es un lugar clave. Lo van a conseguir al precio que sea… De lo contrario, tendrán que allanar las colinas, y dudo mucho que eso se lo puedan permitir.
—Pues entonces los tengo bien cogidos por el ying y por el yang, y se los pienso retorcer hasta hartar.
—Te olvidas de una cosa, Danny. Un hombre que sea dueño de una propiedad tan valiosa constituye un recipiente precioso. Tengo entendido que, según se cuenta por ahí, lo más amable sería acogerte a una institución en donde cuiden de ti como es debido.
—No se atreverán.
—Desde luego que se atreverán. Y encima se sentirán muy virtuosos. Ya sabes cuál es el procedimiento. El juez, lo conoces de sobra, te declararía incompetente para administrar tus bienes y propiedades. Nombraría un tutor, ya me imagino quién sería. Todo eso resultaría bastante costoso, de modo que habría que proceder a la venta de tus bienes para pagar las costas del procedimiento. Ahora sólo te falta adivinar quién estará dispuesto a comprar.
Le brillaban los ojos y me escuchaba con la boca entreabierta. Apartó la mirada.
—Tú sólo quieres asustarme, Eth. Has elegido un mal momento. Mejor será que me pilles por sorpresa a la mañana, cuando despierto congelado y el mundo es un vómito verdoso. Ahora mismo… tengo la fuerza de diez hombres porque tengo la botella al lado. —La blandió como una espada y entornó los ojos, que le formaron dos relucientes hendiduras a la luz de la vela—. ¿No te lo he dicho, Eth? Me parece que sí que te lo he dicho. Un borracho tiene una inteligencia maligna, especial…
—Y yo te he explicado qué es lo que va a ocurrir.
—Estoy de acuerdo contigo. Sé que es cierto. Me lo has hecho entender con toda claridad. Pero en vez de amedrentarme, has espabilado mis demonios. El que piense que un borracho es un desvalido, comete un craso error. Un borracho es un vehículo muy especial, dotado de habilidades especialísimas. Sé luchar, defenderme. Y ahora mismo casi hasta tengo ganas.
—¡Bien dicho! Eso es justo lo que yo quería oír.
Me miró por encima del cuello de la botella como si fuese el punto de mira de un rifle.
—¿Me prestarías el dinero de Mary?
—Sí.
—¿Sin garantías?
—Sí.
—¿A sabiendas de que tienes una posibilidad entre mil de que te lo devuelva?
—Sí.
—Hay una cosa fea, no, perversa, mejor dicho, en los borrachos, Eth. Y es que no te creo. —Se humedeció los labios—. ¿Pondrías el dinero en mis manos?
—Cuando tú quieras.
—Te he dicho que ni se te ocurra.
—Pero lo haré.
Esta vez empinó del todo la botella y del interior del cristal ascendió una gran burbuja. Cuando terminó el trago tenía los ojos más relucientes, aunque fríos e impersonales como los de una serpiente.
—¿Tendrás el dinero esta semana, Eth?
—Sí.
—¿El miércoles?
—Sí.
—¿Y no tendrás ahora un par de pavos?
A tanto sí me alcanzaba: tenía un billete de dólar, cincuenta centavos, un cuarto, dos de diez, una de cinco y tres centavos sueltos. Vertí toda la calderilla sobre su mano extendida.
Se terminó la botella y la dejó caer al suelo.
—No sé por qué, Eth, pero nunca me has parecido muy listo. ¿Tú sabes que una cura, por básica que sea, cuesta unos mil dólares?
—No hay problema.
—Esto tiene gracia, Eth. Esto no es una partida de ajedrez. ¡Esto es póquer! A mí el póquer antes se me daba muy bien. Estás apostando a que yo pondré mi prado por garantía. Estás apostando a que mil pavos de priva acabarán conmigo como una rata. Así, te encontrarás con el aeródromo en las manos sin haber movido un dedo.
—Eso es de muy mal gusto, Danny.
—Ya te lo avisé. Soy un tipo odioso.
—¿No eres capaz de creer que mis intenciones sean tal como te he explicado?
—No. Pero tengo una forma de… hacer que sea realmente como dices. ¿Te acuerdas de cómo era en los buenos tiempos, Eth? ¿Tú te crees que no me acuerdo de cómo eras tú? Tú eras un chico que llevaba un juez dentro. Muy bien. Me estoy quedando seco. La botella está vacía. Me largo. Mi precio son mil pavos.
—De acuerdo.
—En efectivo, el miércoles.
—Te los traeré.
—Nada de recibos, nada de firmas, nada de papeles. Y no vayas a pensar que me conoces, Eth, por cómo era en los viejos tiempos. Este amiguito de aquí al lado lo ha cambiado todo de los pies a la cabeza. No conozco la lealtad, ni la justicia. De aquí no te llevarás otra cosa que una carcajada en toda la jeta.
—Sólo te quiero pedir que lo intentes.
—Desde luego, eso te lo prometo, Eth. Pero también espero haberte convencido de que las promesas de un borracho valen lo que valen. Tú trae la pasta en metálico. Quédate todo el tiempo que quieras, mi casa es tu casa. Yo me largo. Nos vemos el miércoles, Eth.
Se levantó del viejo catre del ejército, tiró de cualquier manera el cobertor y salió caminando con paso inseguro. No se había abrochado el pantalón.
Me quedé sentado un rato, viento cómo goteaba la vela en la grasa sobre el platillo. Todo lo que me había dicho era la pura verdad, con una sola excepción. Y en esa excepción basaba yo mi apuesta. No había cambiado tanto como él creía. En algún rincón, al fondo de toda esa ruina, seguía estando Danny Taylor. Nunca llegué a pensar que él hubiera sido capaz de extirpar de sí al bueno de Danny. Yo amaba a ese Danny, y estaba dispuesto… a hacer lo que él me había dicho. De veras. Desde lo lejos le oí cantar con voz de falsete, alta y clara:
Apresúrate, mi barco, cual ave en el viento.
¡Adelante!, gritan los marinos.
Llevad al chico que ha nacido para rey
hasta la isla de Skye.
Al cabo de un rato a solas, apagué la vela de un soplido y volví a casa por High Street. Willie aún no se había dormido al volante del coche de la policía.
—Eth, me parece a mí que tú últimamente sales mucho —dijo.
—Ya sabes cómo son las cosas.
—Claro. La primavera, la juventud, los caprichos…
Mary estaba dormida y sonriente, pero cuando me colé en la cama a su lado se despertó a medias. Aún tenía metida la angustia en el estómago, una angustia fría, desgarradora. Mary se volvió de costado y me estrechó contra su cuerpo tibio, con olor a hierba.
Sentí que la necesitaba. Supe que la angustia menguaría, pero en ese momento tuve necesidad de ella. No sé si llegó a despertar del todo, pero incluso en sueños se dio cuenta de mi necesidad.
Y después, despierta del todo, me dijo:
—Supongo que tendrás hambre.
—Sí, Helen.
—¿Qué te apetece?
—Un sandwich. No, dos sandwiches de cebolla con pan de centeno.
—Tendré que tomarme uno para acompañarte.
—¿No te apetece?
—Claro que sí.
Bajó descalza la escalera y volvió al rato con los sandwiches, un envase de leche y dos vasos.
Era una cebolla bastante picante.
—Mary, está de vicio —empecé a decir.
—No hables con la boca llena.
—¿Me dijiste en serio que no querías saber nada de negocios?
—¿Por qué…? Pues claro.
—Tengo una pista. Y quiero mil dólares.
—¿Qué ha sido? ¿Alguna cosa que te ha dicho el señor Baker?
—Sí, en cierto modo. Pero se trata de algo privado.
—Pues extiende un cheque.
—No, cariño. Quiero que me los des en metálico. En el banco puedes decir que vas a comprar muebles nuevos, o alfombras, o lo que sea.
—Pero eso no es verdad.
—¿Lo harás?
—¿Es un secreto?
—Tú misma dijiste que así lo querías.
—Sí… Bueno… Sí, es mejor así. Esta cebolla pica que rabia. ¿Lo verá con buenos ojos el señor Baker?
—Si lo hiciera él, desde luego que sí.
—¿Y cuándo lo quieres?
—Mañana.
—No puedo con esta cebolla. Y eso que ya debo de oler a rayos.
—Hueles como huele el cielo. Y eres un tesoro.
—No consigo entender lo de Marullo.
—¿Qué quieres decir?
—Mira que venir a casa y traer esos huevos de chocolate…
—Los caminos del Señor son inescrutables.
—No seas sacrílego, que aún no ha terminado la Pascua.
—Sí que ha terminado. Ya es la una y cuarto.
—¡Dios del amor! Mejor será que nos durmamos.
—¡Ah! Justo lo que dice Shakespeare.
—Eres capaz de hacer chistes con cualquier cosa.
Sólo que no era un chiste. No se me quitaba la angustia que me estrujaba el estómago. No es que pensara en ella, pero me seguía doliendo. A veces debería preguntarme por qué me duele. Los hombres son capaces de acostumbrarse a lo que sea, pero eso lleva su tiempo. Una vez, hace ya bastantes años, trabajé en una fábrica de dinamita; mi trabajo consistía en transportar la nitroglicerina en un carrito. El sueldo era muy alto, porque se trata de un asunto delicado. Al principio me devanaba los sesos a cada paso que daba, pero al cabo de una semana me pareció que era un trabajo como cualquier otro. Incluso me acostumbraría con el tiempo a ser dependiente de una tienda. Hay algo deseable en todo lo que uno se acostumbre a hacer, por oposición a lo que se desconoce.
En la oscuridad, viendo bailar las manchas rojas en los ojos, me pregunté por eso que antes llamaban asuntos de conciencia, y no encontré ni rastro de una herida. Me pregunté si, una vez fijado mi rumbo, podría modificar mi ruta e incluso desviarme noventa grados de la brújula. Y pensé que no me resultaría difícil, sólo que no deseaba hacerlo.
Me encontraba en una nueva dimensión, y eso me fascinaba. Fue como descubrir un conjunto de músculos desconocido hasta el momento, o igual que convertir en realidad mi sueño de niño: poder volar. A menudo, soy capaz de repasar acontecimientos, escenas, conversaciones, y descubrir detalles que se me escaparon en un primer momento.
A Mary le había resultado extraño que Marullo viniera a casa a traer los huevos de chocolate. Yo me fío de la intuición de Mary, y más cuando algo le parece extraño. Me pareció que se trataba de un gesto de agradecimiento por no haberlo engañado. Sin embargo, el apunte de Mary me llevó a inspeccionar de nuevo todo el asunto en busca de algo que yo debía saber, pero que se me había pasado por alto. Marullo nunca daba una recompensa por algo pasado; sólo sobornaba con vistas al futuro. El único interés que pudiera tener por mí existía en la medida en que yo pudiera serle de alguna utilidad. Repasé sus instrucciones comerciales y la charla acerca de Sicilia. En algún punto había perdido su certeza, En cierto modo, necesitaba algo de mí, o al menos quería algo de mí. Había una manera de averiguarlo. Si le preguntara yo alguna cosa que él por lo común rehusara, y si consiguiera sonsacársela, entonces sabría sin lugar a dudas que había perdido pie y que se encontraba hondamente alterado. Dejé a Marullo a un lado y volví a Margie. Margie… Así se hace uno idea de la edad que tiene. «Margie, siempre estoy soñando contigo. Margie, daría un mundo por…».
Rebobiné las escenas de Margie sobre el fondo de las manchitas rojas que bailoteaban en el techo. Durante mucho tiempo, dos años tal vez, había existido una tal señora Young-Hunt que era amiga de mi esposa, parte de las conversaciones a las que yo no prestaba la menor atención. De pronto apareció Margie Young-Hunt, y luego Margie a secas. Sin duda había visitado la tienda antes del Viernes Santo, pero yo no lo recordaba. Ese día fue como si se hubiera anunciado. Antes es posible que ella no me viera, tal como tampoco yo la había visto a ella. Sin embargo, a partir de ese instante estaba presente en todo momento, moviéndose y contoneándose. ¿Qué querría? ¿Podía tratarse de pura maldad por parte de una mujer sin nada mejor que hacer? ¿O acaso obedecía a un plan? Me pareció, en efecto, que se había presentado ante mí, que me hizo tomar conciencia de ella y que me mantuvo sobre aviso al respecto. Me dio la impresión de que la segunda vez que me echó las cartas lo hizo con buena fe, con la intención de representar la misma función de siempre, con destreza y profesionalidad. Entonces sucedió algo, algo que lo echó todo a perder. Ni Mary ni yo habíamos dicho nada que pudiera haberle provocado esa tensión. ¿Había visto de veras la serpiente? Ésa sería seguramente la explicación más simple y tal vez la más exacta. Quizá se trataba de una mujer realmente intuitiva, una intrusa capaz de entrometerse en la mente de los demás sin su consentimiento. El hecho de que me hubiera sorprendido en plena metamorfosis me invitaba a creer que así era, aunque también podía haber sido por pura casualidad. En cualquier caso, ¿qué le hizo irse corriendo a Montauk cuando no era ésa su intención? ¿Qué le hizo reunirse con el viajante de comercio, contárselo todo a Marullo? No sé por qué, pero no me parecía una mujer capaz de decir cosas que no se había propuesto decir. En algún estante del desván había un libro sobre la vida de… ¿era Bering? No, Baranov, Alexander Baranov, el gobernador ruso, más o menos de 1800. Tal vez existiera alguna referencia a que en Alaska se encarcelaba a las brujas. Era una historia demasiado extraña para que se la hubiera inventado. Tendría que echar un vistazo a fondo. Pensé que tal vez pudiera subir en ese preciso instante, sin despertar a Mary.
En ese momento oí un crujido en la vieja escalera de roble. Luego otro, y un tercero. Comprendí que no era que la casa se hubiera reacomodado tras un cambio de temperatura. Debía de ser Ellen, que volvía a caminar en sueños.
Por supuesto que quiero a mi hija, por no decir que la adoro, pero a veces me da miedo: parece muy lista de nacimiento, a la vez que celosa y cariñosa. Siempre ha estado celosa de su hermano; a menudo tengo la sensación de que está celosa de mí. Siempre he pensado que su preocupación por el sexo empezó muy pronto. Es posible que los padres a la fuerza tengamos esa impresión. Cuando era muy chica, su desinhibido interés por los genitales masculinos nos hacía pasar mucha vergüenza. Entonces atravesó la etapa secreta de la transformación. Y no fue la suya esa angelical adolescencia que pintan en las revistas. La casa hervía de nerviosismo, las paredes vibraban de inquietud. He leído en alguna parte que en la Edad Media se pensaba que las adolescentes eran sospechosas de brujería. No estoy muy seguro de que no sea cierto. Durante una temporada fuimos víctimas de lo que, para restarle importancia, llamábamos las bromas de un poltergeist. Se caían los cuadros de los clavos, se estrellaban los platos contra el suelo. Se oían pisotones en el desván y golpes en el sótano. Desconozco cuál pudiera ser la causa, pero me interesó lo suficiente para no perder de vista a Ellen. No le quitaba ojo de encima en sus secretas idas y venidas. Parecía una gata noctámbula. Me cercioré de que no era ella la responsable de las caídas, los golpes, los pisotones; también descubrí que jamás se producían cuando ella estaba fuera de casa. Tal vez estuviera con la mirada perdida cuando aparecía el poltergeist, pero siempre estaba presente.
De niño, recuerdo haber oído contar que la vieja casa de los Hawley hace mucho tiempo estuvo habitada por el fantasma de uno de los ancestros piratas y puritanos de la familia. Sin embargo, de acuerdo con las versiones del caso, era un fantasma normal y corriente, que caminaba y se perdía y gemía como debe ser. La escalera crujía bajo su peso invisible; golpeaba quedo en una pared cuando era inminente una muerte, todo dentro del buen gusto. El poltergeist era en cambio algo muy diferente: malicioso, maligno, travieso y vengativo. Nunca rompía un objeto que no tuviera cierto valor. Un buen día se largó. Yo, la verdad, nunca llegué a creer en su existencia. Era más bien una broma de familia, con la particularidad de que existía. Allí estaban los cuadros rotos y la porcelana hecha añicos.
Cuando desapareció el poltergeist, Ellen empezó a caminar en sueños, como ahora. Oí sus pasos lentos pero inequívocos al bajar la escalera. Al mismo tiempo, mi Mary lanzó un profundo suspiro y murmuró algo a mi lado. Y se levantó un golpe de brisa que movió las sombras de las ramas llenas de brotes, proyectadas sobre el techo.
Me levanté de la cama en silencio y me puse el albornoz. Al igual que todo el mundo, estaba convencido de que no se debe despertar de repente a una sonámbula.
Esto que digo tal vez dé la impresión de que mi hija no me resultaba simpática, pero nada más alejado de la realidad. La quiero, sólo que me da un poco de miedo porque sencillamente no la entiendo.
Si uno pisa los peldaños de la escalera bien pegado a la pared, la escalera no cruje. Lo había descubierto cuando era un jovenzuelo, al volver a casa de madrugada después de rondar por las afueras de la ciudad. Todavía me aprovecho de ese conocimiento cuando no quiero molestar a Mary. Lo usé en ese momento; avancé en silencio pegado a la pared, recorriéndola con las yemas de los dedos para no perderme. Desde la calle entraba una luz tenue, filtrada por las cortinas de encaje, que disipaba la oscuridad incluso lejos de la ventana. Vi a Ellen. Parecía irradiar cierto resplandor, tal vez por la blancura de su camisón. Tenía el rostro en sombras, pero en sus brazos y en sus manos se reflejaba la luz. Se encontraba frente a la vitrina en la que se guardan los tesoros sin valor de la familia: los adornos tallados, las ballenas y los barcos con sus remos, sus arpones y su tripulación, el arponero de pie en la proa —todo ello tallado en barbas de ballena, o en dientes y colmillos de morsa—; una reproducción a escala del Belle-Adair, resplandeciente de barniz, con el velamen recogido y el cordaje polvoriento y oscuro. Había algunas piezas de chinoiserie que los capitanes de antaño se traían del Oriente luego de haber limpiado de ballenas los mares de China, piezas de ébano y marfil, diosecillos serios y sonrientes, Budas serenos y subidos de tono, flores talladas en cuarzo rosado, esteatita y jade —sí, jade bueno de verdad—, y tazas finísimas, traslúcidas, hermosas. Algunos de esos objetos tal vez tuvieran algún valor —por ejemplo, los caballitos informes que aún tenían vida propia—, en cuyo caso era mero accidente, sin duda era producto del azar. ¿Cómo iban a distinguir la veta de la ganga aquellos navegantes balleneros? ¿O acaso sí sabían distinguir lo valioso de lo que carecía de valor? ¿Y si eran muy capaces?
Para mí, la vitrina siempre había sido el sagrado lugar de los parenti: máscaras romanas de los ancestros, los lares y penates, un meteorito o una roca desprendida de la luna. Teníamos incluso una raíz de mandrágora: un hombrecillo perfecto, brotado del esperma de un ahorcado en el momento de la muerte, y también teníamos una sirena harto verosímil, bastante decrépita, pero confeccionada de un modo sumamente hábil, utilizando la parte superior de un mono y la parte inferior de un pez debidamente cosidas una con la otra. Con el paso de los años se había encogido, se le veían las puntadas en los bordes, pero en sus dientecillos afilados aún asomaba una sonrisa feroz.
Supongo que en todas las familias hay algo mágico, una especie de continuidad que enciende el ánimo, que es fuente de consuelo y de inspiración, una generación tras otra. En nuestro caso era… ¿cómo diría? Era una especie de piedra traslúcida, quizás de cuarzo, o de jade, o de esteatita. Tenía forma de círculo, de unos diez centímetros de diámetro y casi tres en la punta redondeada. Tallada en la superficie se veía una figura interminable, entrelazada, que parecía moverse, pero que no iba a ninguna parte. Tenía vida, pero carecía de cabeza y pies, de principio y fin. La superficie pulida de la piedra no era lisa al tacto, sino ligeramente adherente, como la carne, y siempre estaba cálida. Se veía su interior, pero no de través. Supongo que algún viejo marino de la familia se la habría traído de China. Era mágica: agradable de mirar, de tocar, de frotar contra la piel, de acariciar con los dedos. Esta piedra mágica y extraña vivía en el interior de la vitrina. De niño, de joven, de adulto, se me permitía tocarla, jugar con ella, manipularla, pero no llevármela a otro lugar. Su color y sus volutas, su textura misma, cambiaba según cambiaran mis necesidades. A veces me parecía un seno femenino; de chico se me antojaba el yoni, inflamado y dolorido. Es posible que más adelante evolucionara y que se convirtiera en un cerebro, incluso en un enigma, en algo carente de principio y fin, en algo en constante movimiento, la pregunta que es completa en sí misma, que no necesita respuesta que la destruya ni fronteras que la delimiten.
La vitrina tenía una cerradura de latón de los tiempos coloniales. La llave cuadrada, también de latón, siempre estaba puesta.
Mi hija adormilada tenía el mágico montículo en las manos, lo acariciaba con los dedos, lo mimaba con ternura, como si estuviera vivo. Oprimió la piedra contra su pecho todavía sin formar, se la apretó contra la mejilla, bajo la oreja, la rozó con los labios como si fuera un cachorrillo amamantándose, le tarareó una canción lenta como un gemido de placer y de anhelo. Había algo destructor en ella. Al principio me dio miedo que se le apeteciera estrellarla contra el suelo o esconderla en algún sitio, pero en ese momento vi que en sus manos la piedra era madre, amante e hija.
Me pregunté cómo podría despertarla sin que se sobresaltase. Pero… ¿por qué hay que despertar a los sonámbulos? ¿Por miedo a que se hagan daño? Nunca he oído que les suceda nada cuando están en trance, salvo cuando se les despierta. ¿Por qué iba a interferir? No estaba viviendo una pesadilla dolorosa, ni llena de miedos, sino un sueño evidentemente placentero, una asociación mental que iba más allá del despertar y de toda posibilidad de comprensión. ¿Qué derecho tenía yo a estropeárselo? Retrocedí despacio y tomé asiento en el sillón, decidido a esperar.
En penumbra, la estancia parecía hervir de partículas de luz brillante que se desplazasen de un lado a otro y revoloteasen como nubes de murciélagos. Supongo que en realidad no existían, que eran solamente aguijonazos de fatiga que nadaban en el fluido de mis órbitas oculares, pero resultaron convincentes, ya lo creo. Y parecía cierto que mi hija Ellen irradiase de veras un resplandor no sólo debido a la blancura de su camisón, sino también a su piel. Le vi la cara, y eso que no debiera haberme sido posible en la habitación oscurecida. No me pareció la cara de una chiquilla; tampoco es que fuera la de una persona mayor, pero me pareció madura y bien formada. Tenía los labios cerrados con firmeza, cosa que no solía hacer casi nunca.
Al cabo de un rato, Ellen depositó el talismán con gesto preciso en su sitio, con seguridad, y cerró la puerta acristalada de la vitrina antes de dar media vuelta a la llave de latón. Se volvió, pasó a mi lado y subió la escalera. Dos cosas es posible que imaginara: una, que no caminaba como una niña, sino como una mujer hecha y derecha; dos, que al desplazarse pareció abandonarla toda luminosidad. Puede que sean meras impresiones, criaturas de mi fantasía, pero hay una tercera que no puede serlo. Cuando subió la escalera no se oyó un solo crujido en ninguno de los peldaños. Debía de haber subido muy pegada a la pared, donde los pasos no suscitan quejas de la tablazón.
Al cabo de unos momentos la seguí y la encontré en la cama, dormida y bien tapada. Respiraba por la boca, con el sosiego de una niña dormida.
Seguí un impulso, bajé la escalera y abrí la vitrina. Tomé en las manos el montículo de piedra. Seguía cálido, impregnado del calor de Ellen. Tal como había hecho mil veces en mi niñez, recorrí con la punta del dedo el movimiento interminable e impreso en las circunvoluciones de la superficie. Me sentí reconfortado. Y me sentí por ello más próximo a Ellen.
Me pregunto si la piedra la había acercado también a mí y a los Hawley.