Cuando desperté, mi vieja y soñolienta Mary ya estaba levantada y la casa olía a café y a panceta recién hecha. Y difícil hubiera sido encontrar un día más apto para la resurrección: un día verde y azul y amarillo. Desde la ventana del dormitorio se veía que todo resucitaba por momentos: la hierba, los árboles… Habían elegido para ello la estación idónea. Me puse mi bata de Navidad y mis zapatillas de cumpleaños. En el cuarto de baño encontré la gomina de Allen y me apliqué un poco, de modo que la cabeza, peinada y cepillada, se me quedó como una gorra tirante.
El desayuno del domingo de Pascua es como una orgía de huevos y panqueques, con la panceta rizada y crujiente encima de todo lo demás. Me acerqué de puntillas a Mary y le di un par de palmadas en el trasero cubierto de seda.
—Kyrie eleison! —le dije.
—¡Ay! —respondió—. No te había oído. —Me miró la bata de arriba abajo, el estampado de cachemira—. Qué bien te sienta —dijo—. Es una pena que no te la pongas más a menudo.
—Es que no tengo tiempo. No he tenido tiempo.
—Bueno, da lo mismo. Te sienta muy bien.
—Más le vale. La elegiste tú. ¿Están durmiendo los chicos a pesar de estos deliciosos olores?
—No, no. Están fuera, escondiendo los huevos. Me pregunto qué querrá el señor Baker…
Esa brusquedad con que cambia de tema nunca dejará de asombrarme.
—El señor Baker, el señor Baker… ¡Ah! Probablemente sólo quiere echarme una mano para que me labre una fortuna.
—¿Se lo has contado? ¿Lo de las cartas?
—No, claro que no. Pero a lo mejor lo ha adivinado por su cuenta. —Y entonces le hablé en serio—. Escucha, melocotoncito. ¿A ti te parece que tengo una buena cabeza para los negocios?
—¿Qué quieres decir? —Tenía un panqueque a punto de darle la vuelta y se le quedó del derecho.
—El señor Baker cree que debo invertir la herencia de tu hermano.
—Bueno, si lo dice el señor Baker…
—Un momento, un momento. Yo no quiero hacer tal cosa. Es tu dinero, tu seguridad.
—¿No sabe el señor Baker más que tú de estas cosas, cariño?
—No estoy tan seguro. Sólo sé que mi padre creía saber. Por eso trabajo para Marullo.
—Con todo, yo creo que el señor Baker…
—¿Te dejarás guiar por mí, amor de mi vida?
—Pues claro que sí…
—¿En todo?
—¿Ya te estás haciendo el tonto?
—Te lo digo completamente en serio. Totalmente en serio.
—Te creo, pero no puedes ir por ahí poniendo en duda lo que dice el señor Baker. Si es… si es…
—Es el señor Baker, y punto. Escucharemos todo lo que nos quiera decir, y entonces… Seguiré convencido de que lo mejor es que ese dinero se quede en el banco, justamente donde está a buen recaudo.
Allen entró corriendo por la puerta de atrás, como si fue se catapultado por una honda.
—Marullo —dijo—. El señor Marullo está ahí fuera. Dice que quiere hablar contigo.
—Y ahora… ¿qué será? —preguntó Mary.
—Bueno, pues dile que entre.
—Ya lo hice. Y dice que quiere verte fuera.
—Ethan, ¿qué sucede? No puedes salir así, en bata. Estamos en domingo de Pascua.
—Allen —dije—, dile al señor Marullo que no estoy vestido. Dile que venga más tarde. De todos modos, si tiene prisa dile que entre por la puerta de la calle. Si lo que quieres es verme a solas…
Allen salió corriendo.
—No sé qué tripa se le habrá roto. A lo mejor han robado en la tienda.
Allen volvió a la carrera.
—Dice que entra por la puerta de la calle.
—Escucha, querido: no permitas que te arruine el desayuno. ¿Me has entendido?
Atravesé la casa y abrí la puerta de la calle. Marullo esperaba en el porche, vestido con sus mejores galas para el ser vicio dominical: es decir, traje negro y reloj con gruesa leontina de oro.
Se había quitado el sombrero negro y lo sujetaba en la mano; me sonreía con nerviosismo, como un perro en territorio desconocido.
—Adelante, pase.
—No —dijo él—. Sólo quería decirte una cosa. Me he enterado de que ese tipo te ofreció un soborno.
—¿Sí?
—Y sé además que lo rechazaste sin contemplaciones.
—¿Quién se lo ha dicho?
—No lo puedo revelar. —Volvió a sonreír.
—Bueno, ¿y qué tiene de particular? No me vendrá a decir que debí aceptarlo, ¿eh?
Dio un paso adelante y me estrechó la mano dos veces con gran ceremonia.
—Eres un buen tipo —me dijo.
—Puede ser que no me ofreciera lo suficiente.
—¿Estás de guasa? Eres un buen tipo, eso es todo. Eres de ve ras un buen tipo. —Metió la mano en su abultado bolsillo lateral y sacó una bolsita—. Ten. —Me dio una palmada en el hombro y, sumamente azorado, se dio la vuelta y se largó; caminaba veloz pese a la cortedad de sus piernas. La nuca de obeso se le había enrojecido por encima del tieso cuello almidonado.
—¿Qué quería?
Miré la bolsita: huevos de Pascua coloreados. En la tienda teníamos un gran tarro lleno de esos mismos huevos.
—Trajo un regalo para los chicos.
—¿Marullo? ¿Un regalo? No me lo puedo creer.
—Pues así es.
—Pero… ¿por qué? Si nunca había hecho nada parecido…
—Creo que simplemente me aprecia.
—¿Hay algo de lo que no esté enterada?
—Patito mío, hay ocho millones de cosas que ninguno de los dos sabe. —Los chicos estaban mirando desde la puerta abierta. Les tendí la bolsita—. Un regalo de un admirador. Y no os los zampéis antes del desayuno…
—Me gustaría saber de qué se trata —comentó Mary mientras nos vestíamos para ir a la iglesia.
—¿Lo de Marullo? Pues tengo que reconocer, capullito de alhelí, que a mí también me gustaría saberlo.
—Una bolsita de dulces baratos…
—¿No crees que puede haber una razón de peso, y encima bien sencilla?
—No te entiendo.
—Se murió su mujer. No tiene ni hijos, ni familiares, ni perro que le ladre. Está haciéndose viejo. Puede ser… Bueno, a lo mejor es que se siente solo.
—Pero nunca había venido a casa. Deberías aprovechar te de que se siente solo y pedirle un aumento de sueldo. Él no va a visitar al señor Baker. Me pone nerviosa.
Me acicalé como las flores del campo con un traje oscuro, negro: el traje de ir a los entierros, con camisa y cuello almidonado tan blancos y resplandecientes que devolvían al sol la misma luz del sol, y una corbata azulada, con prudentes lunares blancos.
¿Y Margie Young-Hunt? ¿Habría sido ella la que conjurase tormentas ancestrales? ¿De dónde había obtenido Marullo su información? Sólo podía habérselo dicho el señor Bugger a la señora Young-Hunt y ésta al señor Marullo. Margie Young, en ti no tengo puesta mi confianza, aunque no sepa explicar por qué razón, Pero hay una cosa que sí sé a ciencia cierta, que me sé de corrido, y es que en ti ni tengo puesta ni puedo poner mi confianza, Margie Young. Y con esa cantinela en la cabeza me entretuve por el jardín en bus ca de una flor blanca para ponérmela en el ojal, como corresponde a la Pascua de Resurrección. En un rincón, entre los cimientos y la inclinada puerta del sótano, hay un sitio al resguardo, donde la tierra se calienta gracias a la caldera y está expuesta a todo el sol del invierno. Allí crecen las violetas blancas, traídas del cementerio donde crecen silvestres sobre las tumbas de mis antepasados. Escogí tres capullos resplandecientes para mi amor; hice un ramillete con sus propias hojas pálidas y las até con un poco de papel de aluminio.
—¡Qué bonitas! —exclamó Mary—. Espera a que encuentre un alfiler, que me las pondré para ir a la iglesia.
—Son las primeras, las primerísimas, mi gallinita ciega.
Soy tu esclavo. Cristo ha resucitado. Vivimos en el mejor de los mundos posibles.
—Por favor, no tontees con lo más sagrado, cielo.
—¿Qué diantre te has hecho en el pelo?
—¿Te gusta?
—Me encanta. Péinate siempre así.
—No estaba segura de que te gustara. Margie me dijo que ni siquiera te darías cuenta. Ya verás cuando se lo cuente. —Se colocó un cuenco de flores sobre la cabeza, la ofrenda vernal a Eostre—. ¿Te gusta?
—Me encanta.
Les tocó el turno a los jóvenes: inspección de oídos, narices, brillo del calzado, hasta los más nimios detalles. Se resistieron en todo momento. Allen llevaba tan engominado el cabello que no podía pestañear. Tenía los tacones de los za patos sin limpiar, pero había puesto un cuidado infinito en peinarse un mechón de modo que se le encrespase sobre la frente como una ola de verano.
Ellen estaba hecha una niña primorosa. Todo su ser estaba en orden, al menos en sus aspectos visibles. Volví a tentar la suerte.
—Ellen —le dije—, veo que te has cambiado el peinado. Te sienta bien. ¿No estás de acuerdo, Mary?
—Ah, es que se le empieza a subir el pavo —dijo Mary.
Fuimos en procesión por el sendero de entrada hasta Elm Street, donde doblamos a la izquierda, hacia Porlock, que es donde está nuestra parroquia, la vieja iglesia de cúpula blanca, íntegramente robada a Christopher Wren. Y formábamos parte de la corriente cada vez más densa; todas las mujeres, al pasar, se deshacían en lenguas al comentar lo atinado del sombrero que llevaba cada una de las demás.
—He diseñado un sombrero pascual —dije—. Una simple coronita de espinas, de oro, con gotitas de rubí sobre la frente.
—¡Ethan! —me reprendió Mary con severidad—. Que te pueden oír.
—No, ya me imagino que no les gustaría mucho el diseño.
—Eres peor que una calamidad —dijo Mary, y estuve de acuerdo: mucho peor. Sin embargo, me pregunté cómo reaccionaría el señor Baker si le hiciera un comentario sobre su cabello.
El arroyuelo familiar afluyó uniéndose con otros semejantes y pasó por majestuosos saludos hasta convertirse en río y desembocar en la iglesia Episcopaliana de St. Thomas, una iglesia tirando entre media y alta, puede que más ortodoxa de lo debido.
Cuando llegue el día en que deba impartir una lección a mi hijo sobre los misterios de la vida, que no me cabe duda de que ya conoce al dedillo, que no se me olvide instruirle sobre el cabello. Armado de una palabra amable sobre su cabello podrá ir todo lo lejos que ansíe su corazoncito concupiscente. Sin embargo, tendré que hacerle una advertencia. Podrá liarse a puntapiés o a tortazos con ellas, podrá dejar las, maltratarlas o lo que le dé la gana, pero jamás —jamás— deberá meterse con sus peinados. Con ese saber en la yema de los dedos puede llegar a ser el rey.
Los Baker se nos habían adelantado al subir la escalera. Intercambiamos decorosos saludos.
—Tengo entendido que vendrán a tomar el té con nosotros.
—Sí, desde luego. Le deseo un feliz domingo de Pascua.
—¿Ése es Allen? Dios mío, cómo ha crecido. Y Mary Ellen también, desde luego. Es imposible seguirles la pista. Qué rápido crecen…
Hay algo muy querido en la iglesia en la que uno creció desde chiquillo. Conozco todos los rincones secretos, todos los olores secretos de St. Thomas. En esa pila fui bautizado y ante esa balaustrada confirmado; en ese reclinatorio se han acomodado los Hawley sabe Dios desde hace cuánto, y no lo digo por decir. Debí de quedar hondamente impresionado por la sacralidad, pues recuerdo perfectamente cada una de las profanaciones, y eso que fueron muchas. Creo que podría recorrer todos los sitios donde están grabadas mis iniciales con un clavo. Cuando Danny Taylor y yo perforamos todas las letras de una palabra especialmente obscena en el Libro de las Oraciones, nos pilló el señor Wheeler y nos castigó se veramente, pero tuvieron que revisar luego todos los misales y los libros de oraciones y de himnos para asegurarse de que no había otras por el estilo.
Una vez, en ese sitial que hay bajo el atril, sucedió algo espantoso. Llevaba yo los encajes de monaguillo, portaba la cruz y cantaba con rotunda voz de soprano. Era una ocasión especial en la que oficiaba el obispo, un viejecito simpático, calvo como una cebolla cocida, que para mí resplandecía de santidad. Fue así que, embebido de inspiración devota, encajé el pie de la cruz en su soporte al final de la procesión y se me olvidó asegurarla con el pasador de bronce. Mientras procedía a la segunda lectura vi espeluznado que la pesada cruz de bronce se mecía antes de caer a plomo sobre la calva del santo. El obispo se desplomó como una vaca en el matadero tras el mazazo que le asestan. Perdí mi sitial en el coro, que fue a parar a un muchacho que no cantaba tan bien como yo y al que llamábamos Pata de Mofeta Hill. Ahora es antropólogo en algún lugar del Oeste. El incidente vino a de mostrarme que no basta con las intenciones, sean buenas o malas. Siempre hay otra cosa —la suerte o el destino— que se encarga de los accidentes.
Permanecimos sentados durante todo el servicio religioso y nos enteramos de la buena nueva de que Cristo efectivamente había resucitado entre los muertos. Como siempre, me produjo un escalofrío. Comulgué de todo corazón. Allen y Mary aún no estaban confirmados, de modo que se mostraron bastante inquietos e incluso levantiscos, y tuvimos que lanzarles una mirada asesina para poner coto a sus desmanes. Cuando la mirada de Mary destila hostilidad es capaz de taladrar incluso la coraza de los adolescentes.
Luego, a la clara luz del sol, nos dimos la mano y nos saludamos y nos dimos la mano y nos deseamos lo mejor para la estación pascual a toda la comunidad de vecinos. A todos los que habíamos saludado al entrar volvimos a saludarlos al salir, mera continuación de la liturgia o letanía prolongada en forma de decoro y buenos modales, callada súplica de que se nos tome en cuenta y se nos muestre el debido respeto.
—Buen día. ¿Qué tal está usted en un día tan hermoso?
—Muy bien, muchas gracias. ¿Y su madre de usted?
—Pues se va haciendo vieja, la verdad. Ya sabe usted, los dolores y las penurias de la vejez. Le diré que me ha preguntado por ella.
Las palabras carecen de sentido salvo en términos de sentimiento. ¿Hay alguien que actúe a resultas del pensamiento, o es el sentimiento el que estimula la acción y a veces el pensamiento la pone en práctica? Al frente de nuestro pequeño desfile, al sol, caminaba el señor Baker sin pisar las grietas de la acera. Su madre, que llevaba muerta veinte años, estaba sana y salva: según la superstición, no le había partido la columna. Y la señora Baker, de nombre de pila Amelia, correteaba a su lado procurando mantenerse a la par pese a su zancada desigual, con pasos titubeantes: una mujercita me nuda, un avecilla de ojos brillantes, aunque fuese un ave que se alimentara de semillas.
Allen, mi hijo, caminaba junto a su hermana, aunque ambos trataban de dar la impresión de ser dos perfectos desconocidos. Creo que ella lo desprecia y él la detesta. Es algo que puede durar toda su vida, mientras aprendan a disimularlo tras una nube rosada de palabras cariñosas. Dales el almuerzo, mi hermana, mi esposa; dales sus huevos duros con encurtidos, dales sus sandwiches de mantequilla de cacahuete con mermelada, sus aromáticas manzanas rojas, y déjalos en libertad en el mundo, que crezcan y se multipliquen.
Y eso es justamente lo que hacía ella. Ellos dos caminaban con sus bolsas de papel, cada uno hacia su propio mundo individual y distinto.
—¿Te ha gustado el servicio, cariño?
—¡Oh, desde luego! Siempre me gusta. Tú en cambio… A veces me pregunto si de veras crees… No, lo digo en serio. Es que, a veces, tus chistes y tus bromas…
—Arrima tu silla, gargarita cariñín.
—Tengo que preparar el almuerzo.
—Al diablo el almuerzo.
—A eso justamente me refiero. A tus bromas.
—El almuerzo no es sagrado, que yo sepa. Si hiciera más calor te llevaría en un bote de remos hasta más allá de la rompiente, a pescar pargos.
—Pero si vamos a casa de los Baker… ¿Tú sabes si crees o no en la Iglesia, Ethan? ¿Por qué me llamas siempre con esos nombres tan tontos? Apenas usas mi verdadero nombre…
—Así me ahorro el tedio de andar repitiendo siempre lo mismo, pero en el fondo de mi corazón tu nombre resuena claro como una campana. ¿Que si creo? ¡Vaya una pregunta! ¿Que si extraigo una por una todas las frases del credo del Concilio de Niza, cargado como una bala de fusil, para inspeccionarlas una por una? No. No me parece necesario. Es una cosa singular, Mary. Si mi mente y mi alma y mi cuerpo estuvieran tan resecos de fe como un haba seca, esa frase que dice «El Señor es mi pastor, nada me falta, pues Él me con duce a verdes praderas…», tendría el poder de revolverme las tripas y estremecerme el pecho y encenderme una luz en el cerebro.
—No te entiendo.
—Buena chica. Yo tampoco. Digamos que cuando era un bebé de pecho, con los huesos aún blandos y maleables, me pusieron dentro de una cajita cruciforme y episcopaliana y así cobré forma. Luego, cuando salí de la caja tal como sale un pollo del cascarón, ¿a quién iba a extrañar que conserva se la forma de cruz? ¿No te ha llamado la atención que los pollos tengan una cierta forma de huevo?
—Dices cosas horrorosas, inclusive a los niños.
—Y ellos a mí. Anoche mismo, Ellen me dijo: «Papá, ¿cuándo seremos ricos?». Pero no le dije lo que sé: «Seremos ricos muy pronto, y tú que tan mal administras la pobreza igual de mal has de administrar la abundancia». Y es muy cierto. En la pobreza, es una envidiosa. En la abundancia bien podría ser una esnob. El dinero no cambia la enfermedad, sino que sólo modifica los síntomas.
—No hables de esa forma de tus propios hijos. ¿Qué dirás de mí en ese caso?
—De ti digo que eres una bendición, querida; eres la luz que alumbra mi vida brumosa.
—Pareces borracho… O embriagado al menos.
—Lo estoy.
—No lo estás. Te lo notaría en el aliento.
—Ya lo estás oliendo, cielito.
—¿Qué te está pasando?
—Ah, por fin te das cuenta, ¿no? Un cambio, un tremendo huracán de cambios. Y sólo percibes las olas más alejadas del centro.
—Me empiezas a preocupar, Ethan. De veras que sí. Estás como loco.
—¿Te acuerdas de mis condecoraciones?
—¿De tus medallas… de la guerra?
—Me las concedieron por locuras, por salvajadas. No hubo en el mundo otro hombre que tuviera tan poco amor al crimen como yo. Sin embargo, fabricaron otra caja y me embutieron en ella a la fuerza. El momento, las circunstancias exigían que asesinase a otros seres humanos, y vaya si lo hice.
—Estábamos en guerra y lo hiciste por tu patria.
—Siempre hay una suerte de momento. Yo hasta ahora he rehuido el mío. Fui un soldado excelente, calabacita mía. Listo, rápido, implacable: una unidad eficaz en tiempo de guerra. Tal vez en estos momentos pudiera llegar a ser una unidad no menos eficaz.
—Estás intentando decirme algo.
—Por triste que parezca, así es. Y a mí me suena a disculpa. Espero que no lo sea.
—Voy a preparar el almuerzo.
—Yo no tengo hambre después del desayuno pascual que nos hemos zampado.
—Bueno, algo picarás. ¿Te fijaste en el sombrero de la señora Baker? Debe de habérselo comprado en Nueva York.
—¿Qué se ha hecho en el pelo?
—¿Te has fijado? Se lo ha puesto casi de color fresa.
—«Para ser la luz que ilumine a los gentiles y la gloria de tu pueblo, Israel».
—¿Por qué se habrá empeñado Margie en ir a Montauk en esta época del año?
—Le encanta madrugar.
—Pero si nunca se levanta temprano… Suelo bromear con ella al respecto. ¿Y de veras no te ha parecido rarísimo que Marullo trajera huevos de Pascua?
—¿Pones en relación una cosa con la otra? Margie se levanta temprano, Marullo trae huevos de Pascua.
—No seas tonto.
—No estoy tonteando. Para variar, al menos por una sola vez, no tonteo. Si te cuento un secreto, ¿prometes no decírselo a nadie?
—¡Ya estás de broma otra vez!
—De veras que no.
—En ese caso, te lo prometo.
—Creo que Marullo va a hacer un viaje a Italia.
—¿Y cómo lo sabes? ¿Te lo ha dicho él?
—No, no exactamente. Pero dos y dos son cuatro, y esto es fácil de deducir.
—Pero entonces te quedarías solo en la tienda. Tendrás que buscar a alguien que te ayude.
—Me las puedo arreglar.
—Ahora mismo ya lo haces prácticamente todo. Necesitas que alguien te eche una mano.
—Recuerda que no es seguro y que además es un secreto.
—Oh, nunca olvido una promesa.
—Pero harás insinuaciones.
—Ethan, de veras que no.
—¿Sabes lo que eres? Una conejita con flores en la cabeza.
—Sírvete lo que quieras en la cocina. Voy a ponerme cómoda.
Cuando se marchó, me repantigué en mi sillón y oí en lo más secreto del oído: «Señor, ten la bondad de permitir que tu siervo parta en paz y hágase en mí según tu palabra». Y maldita sea si no me quedé dormido como una piedra en ese mismo instante. Me precipité al abismo de las tinieblas allí mismo, en medio del cuarto de estar. No me suele ocurrir a me nudo. Y como había pensado antes en Danny Taylor, con Danny Taylor soñé. No éramos pequeños ni grandes; tan sólo estábamos crecidos y nos encontramos en el lecho seco del lago, con los cimientos de la casa vieja y la entrada del sótano. Era a comienzos de verano, pues me llamó la atención lo gruesas que eran las hojas y lo espesa que era la hierba, tanto que se doblaba por su propio peso. Y hacía uno de esos días en los que uno se siente pesado, como loco. Danny se colocó tras un enebro joven, derecho y esbelto como una columna. Oí su voz distorsionada y espesa, como si me dijera algo bajo el agua. Estuve entonces con él y lo vi derretirse, deshacerse dentro de su esqueleto. Con las palmas de las manos traté de impedir que se fuera de su cuerpo, intenté volverlo a su sitio, tal como uno trata de retener el cemento húmedo cuando se sale del molde, pero me resultaba imposible. Su esencia misma se me escapaba entre los dedos. Dicen que un sueño sólo precisa de un instante. Éste se prolongaba, duraba, se extendía; cuanto más me esforzaba yo, más se me fundía Danny.
Cuando me despertó Mary, estaba yo jadeando debido al esfuerzo.
—Fiebre de primavera —dijo—. Es el primer síntoma. Cuando yo era una niña aún en edad de crecer, dormía tan to que mi madre mandó llamar al doctor Grady. Ella pensaba que había contraído la enfermedad del sueño, pero sólo estaba creciendo y era primavera.
—He tenido una pesadilla diurna. No le deseo a nadie que tenga un sueño así.
—Es toda esta confusión… Anda, ve a peinarte y lávate la cara. Se te ve cansado, cariño. ¿Te encuentras bien? Ya casi es hora de que nos vayamos. Sin duda que lo necesitabas. Apenas has dormido un par de horas esta noche. Ay, cuánto me gustaría saber qué es lo que tiene en mente el señor Baker.
—Lo sabrás, cielo. Y prométeme que escucharás con atención cada una de sus palabras.
—Pero a lo mejor quiere hablar a solas contigo. Ya sabes que a los hombres de negocios no les hace gracia que los escuchen las señoras.
—Pues no podrá salirse con la suya. Yo quiero que estés presente.
—Sabes bien que no tengo experiencia en los negocios.
—Lo sé… Pero él va a hablar de tu dinero.
Es imposible conocer a gente como los Baker, a menos que uno los conozca de nacimiento. Tener cierto trato con ellos tener incluso amistad, es harina de otro costal. Yo los conozco porque los Hawley y los Baker eran idénticos por la sangre, lugar de origen, experiencia, fortunas previas. Así se forma una especie de núcleo amurallado y cerrado por un foso que lo defiende contra los desconocidos. Cuando mi padre perdió el dinero de la familia, no me vi del todo fuera. Para los Baker sigo siendo un Hawley perfectamente acepta ble quizás durante lo que me quede de vida, pues de algún modo se sienten emparentados conmigo. No obstante, soy un pariente pobre. Los caballeros sin dinero poco a poco de jan de ser caballeros y la nobleza les vuelve la espalda. Allen, mi hijo, no conocerá a ningún Baker; su hijo, a su vez, será un marginado, poco importa cuáles sean su apellido y antecedentes familiares. Nos hemos convertido en hacendados sin tierras, comandantes sin tropas, jinetes de a pie. No podemos sobrevivir. Tal vez sea ésa una de las razones por las cuales sobrevenía en mí la transformación. Ni quiero ahora ni he querido nunca el dinero por sí mismo, pero el dinero es necesario para mantener el lugar que a uno le corresponde en la categoría a la que estoy acostumbrado, en la que más cómodo me siento. Todo esto debe de haberse desarrollado en un lugar oscuro al que no tiene acceso mi pensamiento consciente. No afloró en calidad de idea, sino de convicción.
—Buenas tardes —dijo la señora Baker—. Cuánto me alegro de que hayan venido. Mary, nos tiene usted muy descuidados. ¿No les ha parecido un día glorioso? ¿Les gustó el servicio religioso? Para ser clérigo, me parece un hombre interesantísimo.
—Es cierto que no les vemos a ustedes prácticamente na da de un tiempo a esta parte —dijo el señor Baker—. Me acuerdo en cambio de su abuelo sentado en ese mismo sillón, contándonos que esos cerdos de los españoles habían hundido el Maine. Se le derramaba el té, sólo que no era té. El viejo capitán Hawley solía aguar un poco el ron con unas gotas de té. Era un hombre truculento, algunos dicen que incluso pendenciero.
Noté que en un primer momento Mary se sentía turbada por tanta cordialidad, pero que luego se mostraba complacida. Obviamente, no sabía que yo la había ascendido a la categoría de heredera. Una reputación por tener dinero es algo casi tan negociable como el dinero en sí.
La señora Baker, a la cual le temblaba la cabeza a menudo de forma muy visible debido a un trastorno nervioso, sirvió el té en tazas tan finas y frágiles como los pétalos de magnolia. La mano con que lo sirvió era la única parte de ella que no estaba aquejada por el temblor.
El señor Baker agitó el té con ademán pensativo.
—No sé si me gusta más el té o la ceremonia de servirlo —dijo—. Me gustan todas las ceremonias, incluidas las más tontas.
—Creo que lo entiendo —dije—. Esta mañana me sentí muy cómodo durante el servicio religioso porque no contenía sorpresas de ninguna clase. Antes de oírlas, sabía cuáles iban a ser las palabras.
—Ethan, durante la guerra… Escúchenme bien, señoras, a ver si logran recordar algo parecido a esto; durante la guerra fui asesor del secretario de Guerra. Pasé algún tiempo en Washington.
—Fue odioso —dijo la señora Baker.
—Bien, pues se organizó un gran té para militares, una fiesta monstruo, tal vez con quinientos invitados. La dama de mayor rango era la esposa de un general de cinco estrellas; la seguía en importancia la esposa de un teniente general. La esposa del Secretario, que hacía las veces de anfitriona, pidió a la dama de cinco estrellas que sirviera el té y a la de tres estrellas que sirviera el café. La primera se negó a hacerlo porque, según sus palabras textuales, «Todo el mundo sabe que el café tiene más categoría que el té». ¿Han oído alguna vez cosa semejante? —y soltó una risita—. Tal como se desarrolló la reunión, el whisky tuvo más categoría que todo lo de más.
—En aquel sitio no había paz ni tranquilidad —dijo la se ñora Baker—. Todo el mundo se veía obligado a trasladarse a otro lugar antes de tener tiempo de forjarse unos hábitos o unas relaciones sociales.
Mary refirió una anécdota sobre un té irlandés en Boston, donde el agua hervía continuamente sobre el fuego y el té se servía con cucharones de estaño.
—No lo dejaban en infusión. Lo hierven —dijo—. Es un té capaz de desprender el barniz de las mesas.
Cualquier discusión o acción seria requiere sus preliminares rituales; cuanto más grave sea el asunto a tratar, más prolongado a la par que ligero habrá de ser el preludio. Cada uno de los presentes ha de aportar su detalle, su nota de color. Si Mary y la señora Baker no hubieran tomado parte de tan seria discusión, ya habrían establecido su propio patrón de charla. El señor Baker había vertido el vino de las libaciones en la tierra de la conversación, cosa que también había cumplido mi Mary con creces, de modo que estaba complacida y emocionada con tantas atenciones. Nos quedaba a la señora Baker y a mí hacer nuestra aportación a la charla; me pareció lo más decente ocupar el último lugar entre los presentes.
Ella aprovechó su turno y bebió de la fuente de la tetera, igual que todos los demás.
—Me acuerdo de cuando existían docenas de clases de te —comentó muy animada—. Todo el mundo tenía recetas casi para todo. Creo que no había hierba, ni hoja ni flor, que no se preparase en una infusión de una clase u otra. Ahora no quedan más que dos, el de India y el de China, y de la China hay bien poco. ¿Se acuerdan de los taninos y la manzanilla, del azahar y la flor de… y del té de encaje?
—¿Qué es el té de encaje? —preguntó Mary.
—Agua caliente y leche caliente a partes iguales. Con una pizca de azúcar. A los niños les encanta, porque no sabe a le che aguada. —Así concluyó su aportación la señora Baker.
Me tocaba la vez, y tenía la intención de hacer algunos comentarios cuidadosamente modulados, para que no tuvieran mayor relevancia, sobre el archifamoso Boston Tea Party, pero no siempre se puede hacer lo que uno se propone. Se cuelan las sorpresas sin esperar ningún permiso.
—Me quedé dormido al volver de la iglesia —me oí decir—. Y soñé con Danny Taylor. Un sueño horroroso. Recordarán ustedes a Danny…
—Pobre hombre —dijo el señor Baker.
—En otros tiempos éramos más que hermanos. Yo no te nía hermanos, claro. Supongo que en cierto modo éramos como hermanos de sangre. Claro que no lo cumplo a rajatabla, pero sigo pensando que debería ser el guardián de mi hermano Danny.
Mary se enojó conmigo por haber roto el decurso de la conversación. Se tomó una pequeña revancha.
—Ethan le da dinero. A mí no me parece bien; está claro que sólo se lo gasta en emborracharse.
—¡Caramba! —exclamó el señor Baker.
—Me pregunto… De todos modos, fue una pesadilla de mediodía. Es muy poco lo que le doy, un dólar muy de vez en cuando. ¿Qué otra cosa va a hacer con un dólar, si no es emborracharse? Quizás con una cantidad decente podría curarse.
—Nadie se atrevería a hacer una cosa así —exclamó Mary—. Eso sería igual que matarlo. ¿No le parece, señor Baker?
—Pobre diablo —dijo el señor Baker—. Y siendo de tan buena familia como eran los Taylor… Me pone enfermo ver lo así, pero Mary tiene razón. Lo más probable es que bebiera hasta quitarse la vida.
—Eso es lo que hace. Pero no hay peligro en lo que a mí se refiere. No dispongo de dinero suficiente que darle.
—Es una simple cuestión de principios —dijo el señor Baker.
La señora Baker aportó una gota de salvajismo femenino.
—Debiera estar recluido en una institución en la que pu dieran cuidarlo debidamente.
Los tres estaban molestos conmigo. Ojalá me hubiera limitado a contar alguna anécdota sobre el Boston Tea Party.
Es extraño cómo le da a uno la ventolera de ponerse a jugar a tontas y a locas, a la gallina ciega o a ponerle la cola al burro, en lugar de emplear todas sus capacidades de observación para hallar un camino seguro en un campo de minas, de planes secretos y obstáculos sumergidos. Yo entendía bien el sentido de la casa de los Baker y de la casa de los Hawley, las paredes y las cortinas oscuras, las fúnebres plantas de caucho que nunca veían la luz del sol, los retratos y los grabados y los recuerdos de tiempos pasados en la loza y en las piezas de artesanía marinera, en telas y maderas, que los anclan en la realidad y en la permanencia. Las sillas cambian de acuerdo con el estilo y la comodidad; en cambio, las cómodas y las mesas, las bibliotecas y los escritorios nos remiten a un sólido pasado. Los Hawley éramos más que una familia: éramos una casa. Por eso se aferraba el pobre Danny al prado de los Taylor. Sin él, sin familia, pronto sin apellido siquiera… Por el tono, la inflexión de las voces y los deseos, las tres personas allí presentes lo habían suprimido de un plumazo. Tal vez haya hombres que requieran de una casa solariega y una historia familiar para cerciorarse de que realmente existen, aun que no pase de ser ésa una vinculación bastante frágil. En la tienda, yo no pasaba de ser un mero dependiente, un fracasado, mientras que en mi casa era un Hawley; así pues, también yo debía sentirme inseguro. Un Baker podría tenderle la mano a un Hawley. Sin mi casa solariega, también yo podría haber sido víctima de una supresión tajante. No se trataba de una relación de hombre a hombre, de igual a igual, sino de casa a casa. Me dolía la supresión de Danny Taylor, expulsado del mundo real, pero no podía impedirla. Ese pensamiento me espabiló y me templó al mismo tiempo. Baker iba a tratar de reponer a los Hawley mediante la participación de Baker en la supuesta herencia de Mary. Así pues, me encontraba en la misma linde del campo de minas. Se endureció mi corazón y se predispuso en contra de mi generoso benefactor. Lo noté endurecerse, volverse cauto, peligroso. Y al mismo tiempo fue naciendo en mí la sensación del combate, las leyes del salvajismo controlado, la primera de las cuales dice así: que incluso tu defensa tenga la apariencia de un ataque.
—Señor Baker —le dije—, no hace falta entrar en detalles. Conoce usted mejor que yo la lentitud y la precisión con que perdió mi padre la fortuna de los Hawley. Yo estaba lejos, en la guerra. ¿Cómo sucedió?
—No fue ésa su intención, desde luego, pero su criterio…
—Sé que era un hombre con poca maña para las cosas de este mundo, pero ¿cómo sucedió?
—Bueno, aquella fue una época de inversiones alocadas. Y él invirtió sin ton ni son.
—¿No recibió asesoramiento?
—Invirtió sus fondos en municiones, un activo que ya es taba anticuado. Cuando se rescindieron los contratos, perdió su dinero.
—Usted estaba en Washington. ¿Tenía usted conocimiento de esos contratos?
—Sólo de un modo general.
—Y, sin embargo, no hizo inversión alguna.
—Así es.
—¿Asesoró usted a mi padre a ese respecto?
—Yo estaba en Washington.
—¿Sabía usted que para invertir había pedido un préstamo hipotecario, con la garantía de los bienes inmobiliarios de los Hawley?
—Sí, lo sabía.
—¿Y no lo disuadió?
—Es que yo estaba en Washington.
—Pero su banco ejecutó la hipoteca.
—Un banco no tiene posibilidad de elegir, Ethan. Usted lo sabe bien.
—Desde luego. Pero no deja de parecerme una lástima que usted no pudiera asesorarlo debidamente.
—No debería usted culparlo de nada, Ethan.
—Ahora que lo entiendo, no lo culpo de nada. No era mi intención cargarle la culpa, pero es que tampoco estaba al tanto de lo ocurrido.
Creo que el señor Baker había preparado una manera de abordar el asunto. Una vez perdida la oportunidad, tuvo que buscar a tientas, y deprisa, otra maniobra de abordaje. Tosió, se sonó con un pañuelo de papel que extrajo de un paquete de bolsillo, se secó los ojos con otro, limpió las gafas con un tercero. Cada cual tiene su método para ganar tiempo. Sé de más de uno al que le lleva sus buenos cinco minutos el mero acto de cargar y encender la pipa. Cuando lo vi preparado, insistí:
—Ya sé que no tengo derecho a pedirle ninguna ayuda, pero es usted quien ha sacado a relucir el asunto de la dilatada relación de sociedad que hubo entre nuestras familias.
—Buena gente —dijo—. Por lo común, hombres de criterio excelente, conservadores…
—Pero no tanto como para serlo a ciegas, señor mío —le dije—. Creo más bien que una vez decidían cuál era la ruta idónea, la seguían hasta el final.
—Desde luego que sí —reconoció.
—¿Le parece que llegaban hasta el final aun cuando se tratase de hundir al enemigo… o de quemar un barco?
—Recibían órdenes, por descontado.
—En 1801, señor mío, tengo entendido que se les interrogó acerca de quién era el enemigo.
—Después de una guerra siempre llegaba la hora de los reajustes.
—Seguramente. Pero no hablo por hablar de viejas cuestiones. Con toda franqueza, señor Baker, mi deseo es… recuperar mi fortuna.
—Ése es el espíritu que hay que tener, Ethan. He llegado a pensar, aunque no por mucho tiempo, que había perdido usted el tacto de los Hawley.
—Pues tal vez así fuese, o a lo mejor no llegué a desarrollarlo. Usted me ha ofrecido su ayuda. ¿Por dónde empezamos?
—Lo malo es que, para empezar, necesita un cierto capital.
—Ya, pero… si lo tuviera, ¿por dónde empezaría?
—Esto debe de resultar aburrido para las señoras —dijo el señor Baker—. Tal vez debiéramos pasar a la biblioteca. A las señoras, los negocios se les hacen fatigosos.
La señora Baker se puso en pie.
—Justamente estaba pensando en pedirle a Mary que me eche una mano y me dé su opinión para elegir el papel pintado con el que quiero empapelar el dormitorio grande. Tengo las muestras arriba, Mary.
—Yo quisiera que Mary se enterase…
Ella sin embargo los secundó, como era en el fondo de esperar.
—No entiendo ni palabra de negocios —comentó—. Pero sí de papeles de pared.
—Pero es que esto te importa, querida.
—Es que me confundo, Ethan. Ya sabes que así es.
—Puede que yo me confunda más sin ti, querida.
Es probable que el señor Baker hubiera insinuado a su se ñora la idea del papel pintado. Dudo que sea su esposa quien elige los papeles. Ninguna mujer en su sano juicio hubiera elegido el papel siniestro y geométrico de la sala en que nos encontrábamos.
—Cómo íbamos diciendo —prosiguió una vez estuvimos a solas—, su problema, Ethan, estriba en el capital. Pero es que su casa está libre de cargas. Podría hipotecarla.
—Eso ni lo sueñe.
—Si así lo desea, lo puedo respetar. Pero es la única garantía de que dispone. Por otra parte, está el dinero de Mary. No es gran cosa, pero con un poco de dinero se puede obtener otro poco más.
—No quiero ni tocarlo. Es su dinero, su seguridad.
—Está en una cuenta conjunta, y aún no devenga intereses.
—Supongamos que venciera yo mis escrúpulos. ¿Qué idea tiene en mente?
—¿Tiene usted idea de a cuánto asciende el montante de su suegra?
—No, pero yo diría que no es moco de pavo.
Volvió a limpiarse las gafas con gran cuidado.
—Lo que voy a decirle tiene un estricto carácter confidencial.
—Por supuesto.
—Por suerte, sé que no es usted un bocazas. Ninguno de los Hawley lo han sido, tal vez con la sola excepción de su padre. Ahora bien: como hombre de negocios que soy, estoy al tanto de que New Baytown va a prosperar. Cuenta con todo lo necesario: el puerto, las playas, las aguas interiores… Cuando esto empiece, no habrá quién lo pare. Un buen hombre de negocios debe contribuir al progreso de su ciudad.
—Y obtener de paso pingües beneficios.
—Naturalmente.
—¿Por qué no habrá progresado hasta ahora?
—Yo creo que eso lo sabe usted de sobra: los fósiles del ayuntamiento. Viven anclados en el pasado. Ellos impiden la llegada del progreso.
Siempre me ha interesado, y mucho, enterarme del punto hasta el cual la ganancia de un beneficio puede ser algo filantrópico. Despojado de su rebozo progresista, de benefactor de la comunidad, el señor Baker estaba justamente en el lugar que le correspondía: él y otros, aunque muy pocos, prestarían su apoyo al desarrollo de las administraciones lo cales de la ciudad al menos mientras no pudieran comprar o controlar directamente todas las futuras instalaciones. Entonces sí que darían puerta al consistorio y al administrador general del mismo para dejar que el progreso campase por sus respetos, momento en el cual, y sólo entonces, se llegaría a descubrir que eran los dueños de todas las avenidas por las cuales habría de llegar tan poderoso caballero. Por puro sentimentalismo, el señor Baker estaba dispuesto a concederme una pequeña participación en todo esto. No sé si tenía previsto —o no— ponerme al día del calendario, o si tal vez su entusiasmo lo llevó a cometer una indiscreción, pero lo cierto es que me enteré en medio de tantas vaguedades. Las elecciones municipales tendrían lugar el 7 de julio. Para entonces, el grupo partidario de lo nuevo tendría bajo su estricto control las ruedas del progreso.
Dudo mucho que haya en el mundo un solo hombre al que no le agrade dar consejos. Como quiera que yo mantuve mi pequeña reticencia, mi maestro se volvió por momentos más vehemente y más concreto.
—Eso tendré que pensarlo, señor —dije—. Lo que a usted le parece cosa de coser y cantar, para mí es un misterio. Y claro está que tendré que hablarlo con Mary.
—Ahí es donde creo que se equivoca —dijo él—. En esto de los negocios hoy en día hay demasiadas faldas.
—Ya, pero es que se trata de su herencia.
—Lo mejor que puede usted hacer por ella es amasar algún dinero y luego darle una sorpresa. Eso sin duda que ha de gustarle.
—Espero no parecerle un desagradecido, señor Baker. Soy duro de mollera. Tendré que meditarlo. ¿Se ha enterado de que Marullo tiene previsto marchar a Italia?
Se afiló el brillo de sus ojos.
—¿Para quedarse?
—No, sólo una temporada.
—Pues confío que tome las medidas precisas para protegerlo a usted, caso de que algo sucediera. Ya no es un hombre joven. ¿Ha redactado testamento?
—No lo sé.
—Si apareciera por aquí un hatajo de parientes suyos, podría encontrarse usted sin empleo.
Me protegí con una suerte de vaguedad.
—Es mucho lo que me ha dado que pensar, señor Baker —le dije—. Sin embargo, me gustaría saber si puede darme alguna idea respecto al momento en que haya de empezar todo esto que me propone.
—Una cosa puedo decirle con toda seguridad: el progreso en gran medida depende de los transportes.
—Bueno, la construcción de las grandes autovías ya está en marcha.
—Pero tardarán en llegar hasta aquí. Los hombres con el dinero que deseamos atraer querrán viajar por avión.
—Y aquí no hay aeropuerto.
—Exactamente.
—Por si fuera poco, ni siquiera tenemos sitio para un aeropuerto. A menos que allanemos las colinas de los alrededores…
—Eso resultaría prohibitivo. Solamente en mano de obra se dispararía el coste.
—En tal caso, ¿qué plan tiene?
—Ethan, tendrá que confiar en mí y disculparme. Por ahora no puedo decírselo. En cambio, sí le puedo prometer que si logra reunir algo de capital me ocuparé personalmente de que participe en el proyecto. Y también le aseguro que existe una situación muy definida, aunque pendiente de solución.
—Supongo que es más de lo que merezco.
—Las familias de abolengo han de ayudarse unas a otras.
—¿Marullo forma parte del grupo?
—Desde luego que no. Él va a su aire, con su gente.
—No les va nada mal, ¿eh?
—Mejor de lo que me parece saludable. No me hace ninguna gracia que se nos cuelen por todas partes estos extranjeros.
—Y el 7 de julio es el día de la verdad.
—¿Yo he dicho eso?
—No, serán imaginaciones mías.
—Sin duda.
Con eso, volvió Mary de sus papeles de pared. Cumplimos con los deberes que marca la cortesía y nos despedimos. Volvimos despacio a casa.
—Qué agradables han estado, ¿no crees? ¿Qué te ha dicho él?
—La misma historia de siempre. Que debería hacer uso de tu dinero para empezar al menos. Y no pienso hacerlo.
—Sé lo que estarás pensando de mí, cariño. Pero te aseguro que si no sigues su consejo, es que eres tonto.
—No me gusta, Mary. Supongamos que se equivoca. Te quedarías sin protección.
—Ethan, te voy a decir una cosa. Si no lo haces tú, saco yo el dinero y se lo llevo en mano.
—Dame unos días para pensarlo. No quiero que te compliques tú en un asunto de negocios.
—Ni siquiera es necesario. El dinero está en una cuenta conjunta. Ya sabes lo que dijeron las cartas.
—Ay, Señor… Otra vez las cartas.
—Digas lo que digas, yo me lo creo.
—Si yo perdiera tu fortuna, me detestarías.
—No. ¡Tú eres mi fortuna! Ya lo dijo Margie.
—Lo que dijo Margie permanecerá en mi memoria en le tras rojas hasta el día en que me muera. Amén.
—No bromees con eso.
—Puede que no sea una broma. No dejes que la suerte eche a perder la dulzura de tu fracaso.
—No creo que un pellizco de dinero eche nada a perder. No es una cantidad desmesurada; sólo lo suficiente. —No le contesté—. ¿No opinas lo mismo?
—Oh, hija del príncipe —le dije—, no hay tal cosa. Nunca es suficiente. Sólo rigen dos medidas: o no tener nada o no tener lo suficiente.
—Eso no es verdad.
—Es verdad. ¿Te acuerdas del multimillonario de Texas que murió hace poco? Vivía en una habitación de hotel, con lo puesto en una maleta. No dejó testamento, ni herederos, pero su fortuna no era suficiente. Cuanto más tienes, menos te llega.
—Entonces —dijo con sarcasmo— dirás que te parece pecaminoso por mi parte que quiera unas cortinas nuevas para el cuarto de estar y una caldera tan grande como para que cuatro personas se puedan dar un baño el mismo día sin que le falte agua caliente para lavar los platos.
—No pretendía hacer un discurso contra el pecado, mi cántara de leche y miel. Me limitaba a exponer una verdad, una ley natural.
—A veces parece que no tengas el menor respeto por el natural del ser humano.
—Es que no me refiero al natural del ser humano, mi Mary, sino sólo a la naturaleza en general. Las ardillas almacenan nueces en cantidad diez veces superior a la necesaria. El topo, con el estómago lleno a reventar, aún se llena los carrillos como sacos sin fondo. Y, ya puestos, ¿sabe alguien qué cantidad de la miel fabricada por las abejas es la que con sumen las propias abejas, con toda su sabiduría?
Cuando Mary se halla confusa o perpleja, la cólera se le sale por las orejas tal como expulsa tinta un calamar, y se oculta entonces tras la negra nube que genera.
—Me pones mala —dijo—. No puedes tolerar que cada cual tenga su trocito de felicidad.
—Amor mío, no se trata de eso. Lo que más miedo me da es una infelicidad desesperada, el pánico que el dinero trae consigo, los celos, la envidia.
Inconscientemente, tal vez tuviera miedo de lo mismo, pues me dio un codazo, buscó un lugar sensible y lo encontró, antes de hincar en él sus afiladas palabras:
—Mira tú, el dependiente de una tienda que no tiene un chavo y que se preocupa de lo malo que será todo cuando se haga rico. Te comportas como si pudieras hacerte con una fortuna enorme en cuanto te venga en gana.
—Es que creo que es así.
—¿Cómo?
—He ahí el quid de la cuestión.
—No tienes ni idea. De lo contrario, ya habrías dado ese paso. Te estás tirando un farol, como siempre. Eres un farolero.
El ánimo de herir despierta la ira. Noté que me subía esa fiebre por momentos. Desagradables palabras, insidiosas como el veneno, se agitaron en mi interior. Un odio amargo me embargó el alma.
—¡Mira! —exclamó Mary de pronto—. ¡Allá va! ¿La ves?
—¿Dónde… qué…?
—Acaba de pasar tras los árboles para meterse en nuestro jardín.
—¿Qué era, Mary? ¿De qué me hablas? ¿Qué has visto?
En la penumbra del atardecer la vi sonreír con su indescriptible, femenina sonrisa. La llaman sabiduría, sólo que no es eso exactamente. Es más bien una capacidad de comprensión que hace innecesaria la sabiduría.
—No has visto nada, Mary.
—He visto una trifulca que asomaba… y se largó.
La rodeé con el brazo y la traje hacia mí.
—Demos la vuelta a la manzana antes de entrar en casa.
Paseamos por el túnel de la noche. No volvimos a decir nada. Ni falta que hacía.