6

Siempre he tenido por costumbre aplazar alguna decisión para meditarla en el futuro. Un buen día, cuando me encuentro con un rato de tiempo libre y me dispongo a afrontar el problema, descubro que está ya completamente resuelto, solucionado, con el veredicto emitido e inapelable. Seguramente es algo que le pasa a todo el mundo, pero no tengo forma de comprobarlo. Es como si en las oscuras, desoladas cavernas de mi mente, un jurado sin rostro se hubiera reunido para emitir su fallo. Siempre he pensado que esta zona secreta e insomne de mi ser era una especie de charca negra, profunda, sin ondulaciones de ninguna especie, un lugar del que brota la vida, aunque sólo llegan a aflorar a la superficie algunas formas precisas. O tal vez se trate de una gran biblioteca en la que se registra todo lo que le ha sucedido a la materia viva desde el primer instante en que comenzó a existir.

Creo que algunas personas tienen más fácil acceso que otras a ese lugar. Por ejemplo, los poetas. En otros tiempos, cuando tenía que repartir los diarios por la vecindad y no tenía despertador, ideé una forma de enviar una señal y recibir una respuesta. Acostado en la cama, de noche, me veía de pie ante la orilla de esa charca negra. Imaginaba que tenía en las manos una piedra blanca, circular. Sobre la superficie de la piedra, con grandes caracteres, escribía: cuatro de la madrugada. Y entonces la tiraba al agua y la veía hundirse, dando vueltas y más vueltas, hasta que desaparecía. Era un método que siempre daba resultado. Me despertaba siempre a las cuatro en punto, ni un minuto antes, ni un minuto después. Más adelante lo utilicé para despertarme a las cuatro menos diez o a la cuatro y cuarto. Y no me falló nunca.

A veces, algo extraño, algo repulsivo asoma a la superficie, como si fuera una serpiente de mar o un kraken surgido de las profundidades abisales.

Hace tan sólo un año, Dennis, el hermano de Mary, murió en nuestra casa. Tuvo una muerte espantosa, a consecuencia de una infección de la glándula tiroides que le exprimió por dentro los zumos del miedo, convirtiéndolo en una persona violenta, aterrorizada, salvaje. Su bondadosa cara de caballo, típicamente irlandesa, se volvió una máscara bestial. Cuando lo atacaban las pesadillas de muerte tuve que ayudar a sujetarlo, a calmarlo, a sosegarlo en la medida de lo posible. Así fueron las cosas durante una semana entera, hasta que los pulmones comenzaron a encharcársele. No quise que Mary lo viera morir. Nunca había visto morir a nadie; esta muerte, según sabía yo, podría borrar del todo el dulce recuerdo de un hombre bueno, de su hermano. En un momento determinado, cuando estaba sentado junto a su lecho de muerte, surgió un monstruo del fondo de mi charca oscura. Lo odié en el acto. Quise matarlo, arrancarle el cuello de un mordisco. Se me tensaron los músculos de la mandíbula, creo que incluso le mostré los dientes, como un lobo ante su presa, antes de lanzarse al ataque.

Cuando todo hubo terminado, presa del pánico y de la culpabilidad le confesé al viejo doctor Peele mis sentimientos cuando vino a firmar el certificado de defunción.

—No me parece nada raro —me contestó—. Tal vez sea una simple regresión a los tiempos de la jauría, cuando un miembro herido o enfermo constituía un peligro para todos los demás. Algunos animales, y desde luego la mayoría de los peces, desgarran y devoran al hermano que se halla en inferioridad de condiciones.

—Pero yo no soy un animal… Ni menos aún un pez.

—No, claro que no. Tal vez por eso mismo le resulta tan extraño. Pero así son las cosas. Eso sigue siendo así.

El doctor Peele es un buen hombre, un viejo cansado. Lleva cincuenta años asistiéndonos en los partos y en los entierros.

Con respecto a ese Congreso en las Tinieblas… debe de llevar en marcha muchísimas horas. A veces, un hombre parece cambiar de tal manera que la gente dice: «No puede ser. Eso no concuerda con su personalidad». Tal vez no sea así. Puede que se trate de otro enfoque, o que las presiones, ya sean de arriba o de abajo, hayan modificado notablemente su forma de ser. Se suele ver a menudo en la guerra: un cobarde que se transforma en un héroe, un valiente que se desploma envuelto en llamas. Y en los periódicos a veces viene la noticia de que un bondadoso padre de familia ha hecho trizas a su mujer y a sus hijos a golpes de hacha. Yo creo que un hombre cambia en todo momento. Sin embargo, hay ocasiones en que ese cambio resulta mucho más manifiesto. Si quisiera profundizar lo suficiente, seguramente podría rastrear las semillas de mi transformación hasta el momento de mi nacimiento, o incluso antes. De un tiempo a esta parte es como si las cosas pequeñas hubieran empezado a formar el patrón de las cosas más importantes. Es como si los acontecimientos y las experiencias me hubieran llevado a empujones en una dirección contraria a la normal, o a la que estaba habituado a considerar como normal: la dirección de un simple dependiente de una tienda, del fracaso, del hombre sin verdaderas esperanzas, sin arrestos, vencido y anulado incluso por las responsabilidades propias del tener que alimentar y vestir a su familia, aprisionado por hábitos y actitudes que consideraba morales, incluso virtuosos. Y podría ser incluso que sintiera cierta complacencia por el hecho de ser lo que llamaba «un hombre bueno».

Desde luego, sabía muy bien qué estaba ocurriendo a mi alrededor. No hacía ninguna falta que me lo contase Marullo. Es imposible vivir en una ciudad del tamaño de New Baytown y no darse cuenta. Tampoco me paraba a pensar demasiado en ello. El juez Dorcas amañaba las multas de tráfico a cambio de favores. No era ningún secreto. Y un favor llama a otro favor. El secretario del ayuntamiento, que también trabajaba en Maquinaria para la Construcción Budd, vendía maquinaria al ayuntamiento a un precio desorbitado. Parte de esa maquinaria ni siquiera era necesaria. Si se anunciaba la pavimentación y urbanización de una nueva calle, resultaba que el señor Baker y Marullo y otra media docena de empresarios destacados habían comprado las parcelas con anterioridad a la creación del plan. Todas estas cosas eran propias de la misma naturaleza, pero siempre he pensado que no tenían nada que ver con mi naturaleza. Marullo y el señor Baker, y el viajante de comercio y Margie Young-Hunt y Joey Morphy, todos a una, me habían dado cada cual su empujoncito, sumados todos los cuales aquello fue un empellón muy considerable, para que reservase un poco de tiempo libre y me parase a pensarlo más a fondo.

Mi adorada esposa ronroneaba en sueños con una arcaica sonrisa en los labios y ese resplandor adicional, de satisfacción y solaz, que irradia después del amor. Una reposada plenitud.

Debiera haber tenido bastante sueño después de haberme pasado la noche anterior merodeando por ahí, pero no era el caso. He observado que es muy difícil que me entre el sueño cuando sé que a la mañana siguiente podré dormir hasta bastante tarde. Las manchitas rojas daban vueltas ante mis ojos; la luz de la calle proyectaba sobre el techo las desnudas ramas de los olmos, trazando lentas y majestuosas sombras como cordeles enredados, pues soplaba la brisa de primavera. Estaba entornada la ventana y las cortinas blancas se henchían como las velas de un barco anclado. Mary se empeña en tener las cortinas blancas, y las lava a menudo. Le dan una sensación de decencia y de seguridad. Simula enojarse un poco cuando le digo que es su alma de irlandesa encariñada de las cortinas de puntillas.

También me sentía a gusto, satisfecho, pero así como Mary se había dormido como un tronco, yo no tenía ganas de dormir. Deseaba seguir saboreando al máximo mi bienestar. Me apetecía pensar en el concurso de trabajos escolares sobre el tema «Yo amo a América» en el que iban a participar mis hijos. Sin embargo, tras estas y otras cuestiones quería pensar sobre todo en lo que me estaba ocurriendo a mí, en lo que podría hacer al respecto, de modo que como es natural empecé por el final y descubrí que el siniestro jurado de las profundidades ya había tomado mi decisión. Allí estaba, trazada con total seguridad. Era como estar entrenándose para una carrera y encontrarse de repente en la línea de salida, con los tacos en las suelas de las zapatillas. Ya no hay vuelta atrás, ni posibilidad de elección. Uno echa a correr en cuanto oye el disparo de salida. Descubrí que estaba con los tacos puestos, a la espera de que sonase el disparo. Y, al parecer, iba a ser el último que se enterase. Durante todo el día la gente había comentado el buen aspecto que tenía, dando a entender que me encontraban distinto, más animado, cambiado. Ese viajante de comercio por la tarde me había parecido un tanto azorado. Y Joey tuvo la necesidad de pedir disculpas por algo que había hecho yo. Y Margie Young-Hunt… Tal vez era de largo la más avispada, con su sueño de la serpiente de cascabel. De algún modo, antes de que yo tuviera la menor idea al respecto, ella había descubierto una certeza en mí. Y el símbolo era la serpiente de cascabel. De pronto me di cuenta de que estaba sonriendo en la oscuridad. Después, confusa, recurrió a la artimaña más vieja del mundo: la amenaza de la infidelidad, un señuelo lanzado a la marea que fluye para averiguar qué clase de peces se alimentan ahí. No recordé el secreto susurro de su cuerpo escondido; no, la imagen que persistía en mí era la de sus manos como garras, que ponían en evidencia su edad y su nerviosismo y la crueldad que invade a ciertas personas cuando pierden el control de una situación.

A veces me encantaría conocer la naturaleza de los pensamientos nocturnos. Son parientes muy cercanos de los sueños. A veces consigo dirigirlos por donde quiero, pero otras veces ellos toman la delantera y se abalanzan sobre mí como una manada de caballos briosos, indomables.

También hizo acto de presencia Danny Taylor. No tenía ganas de pensar en él porque me iba a entristecer, pero a pesar de todo se presentó en mis pensamientos. Tuve que utilizar un ardid que me enseñó un viejo y rudo sargento, y que da resultado. En la guerra hubo un día y una noche y otro día que eran de una sola pieza, una sola unidad cuyas partes estaban soldadas por la suciedad y la inmundicia que suelen rebozar ese infernal asunto que es la guerra. Mientras aquello sucedía no estoy muy seguro de haberme dado cuenta de la agonía, porque estaba atareado, estaba indeciblemente cansado; después, esa unidad compuesta por un día y una noche y otro día volvió sobre mí una y otra vez, en mis pensamientos nocturnos, hasta convertirse en algo semejante a ese punto de demencia que se conoce como fatiga de batalla y que antes también se llamaba neurosis de guerra. A pesar de todos mis intentos, a pesar de haber empleado toda suerte de trucos, no lograba vencerla. Se me había metido de tal modo en la cabeza que no me la podía quitar de encima. De día se ocultaba y de noche me atacaba una vez más. Una vez, bastante achispado de whisky, se lo dije a mi sargento, un viejo profesional del ejército que había prestado servicio en guerras que ya ni siquiera recordamos que hubieran tenido lugar. Si hubiera llevado puestas todas sus condecoraciones, no le habría cabido sitio para los botones de la guerrera. Se llamaba Mike Pulaski, era polaco de Chicago y no tenía ningún parentesco con el héroe. Por fortuna, también él estaba pasablemente borracho; de lo contrario, se hubiera cerrado en banda debido a la inveterada convicción de que no se debe confraternizar de ese modo con un superior.

Mike me dejó hablar largo y tendido, mirando fijamente a un punto situado entre mis ojos.

—Sí —me dijo—, sé bien qué se siente. Lo malo es que uno se empeña en quitárselo de la cabeza, y eso no sirve de nada. Lo que hay que hacer es acogerlo con los brazos abiertos.

—¿Qué quieres decir, Mike?

—Es un poco largo y trabajoso… Hay que empezar por el principio y recordar todo lo que puedas, paso a paso, hasta el final. Cada vez que vuelve, repites el proceso de cabo a rabo, sin saltarte ningún paso intermedio, hasta el final. De ese modo consigues que se canse, y empiezan a desaparecer algunos trozos. No ha de pasar mucho tiempo hasta que todo el asunto desaparece como por ensalmo.

Lo probé y dio resultado. No sé si los sabios reductores de cabezas expertos en lo que llaman psicología están al tanto, pero deberían saberlo.

Cuando apareció Danny Taylor en plena noche, le apliqué el tratamiento del sargento Mike.

Cuando los dos éramos chicos —de la misma edad, el mismo tamaño, el mismo peso— íbamos juntos al almacén de grano y forraje que estaba en High Street y nos subíamos a la balanza. Una semana, yo pesaba doscientos gramos más que Danny; a la semana siguiente me alcanzaba. Pescábamos juntos, íbamos juntos de caza, nadábamos juntos, salíamos con las mismas chicas. La familia de Danny gozaba de una buena posición, como casi todas las familias de abolengo que había en New Baytown. La casa de los Taylor es la que está en Porlock Street, la blanca de las columnas estriadas. Los Taylor también fueron dueños de una casa de campo a unos seis kilómetros de la ciudad.

Donde nosotros vivimos, el campo forma una serie de colinas suaves y cubiertas de arbolado, unas con pinos bajos y otras con robles de segunda generación, nogales, unos cuantos cedros. Antes de que yo naciera, los robles eran verdaderos monstruos, tan corpulentos que para los barcos del astillero local se habían cortado las quillas, las cuadernas, las planchas a corta distancia del mar, hasta que desapareció todo el arbolado. En ese terreno lleno de ondulaciones la casa de los Taylor ocupaba el centro de un gran prado, el único trecho realmente llano en muchos kilómetros a la redonda. Tuvo que ser en otro tiempo el fondo de un lago, porque era liso como una mesa y estaba rodeado por colinas bajas. Hace más o menos sesenta años la casa se quemó y nunca fue reconstruida. De chicos, Danny y yo íbamos por allí a andar en bicicleta. Jugábamos en el sótano de piedra; con los ladrillos de los cimientos nos construimos una especie de chabola. Aquellos jardines debían de haber sido una maravilla. Entre la maleza que volvía por sus fueros se veían aún las avenidas flanqueadas por los árboles, indicios de setos y canteros. Aquí y allá quedaba un tramo de balaustrada de piedra; una vez, encontramos un busto que representaba al dios Pan sobre una base cónica. Se había caído boca abajo, enterrando los cuernos y la barba en el suelo arenoso. Lo pusimos en pie, lo limpiamos, nos entretuvimos con él durante un tiempo, pero al final nos ganaron la ambición y las muchachas. Al final lo llevamos a Floodhampton y se lo vendimos a un quincallero por cinco dólares. Debía de ser una pieza de valor, tal vez muy antigua.

Danny y yo éramos amigos, pues todos los chicos tienen amigos. Un buen día llegó su nombramiento para la Academia Naval. Lo vi una vez de uniforme y no lo volví a ver durante varios años. New Baytown era y es una ciudad cerrada, pequeña. Todo el mundo supo que a Danny lo expulsaron de la academia y nadie dijo nada. Murieron los Taylor, en fin, igual que murieron los Hawley. Yo soy el único que queda, aparte de Allen, mi hijo. Danny no volvió hasta que todos los suyos hubieron muerto. Y cuando volvió era un borrachín de tomo y lomo. Al principio traté de ayudarlo, pero no me quiso a su lado. No se dejó ayudar por nadie. A pesar de todo, seguíamos teniendo una amistad muy estrecha.

Repasé todo lo que pude recordar hasta esa misma mañana, hasta el momento en que le di un dólar para que fuese a encontrar su alivio en el olvido de siempre.

La estructura de mi transformación consistía en sensaciones, en percibir las presiones de fuera, el deseo de Mary, los deseos de Allen, la ira de Ellen, la ayuda del señor Baker. Sólo muy al final, cuando todo está montado y preparado, coloca el pensamiento un techo al edificio y aporta las palabras que lo expliquen y lo justifiquen. ¿Y si mi humilde e interminable condición de dependiente de tienda no fuera una virtud ni mucho menos, sino simple pereza moral? Para lograr cualquier éxito hace falta valor. Quizás yo sólo fuese un hombre tímido, temeroso de las consecuencias. En una palabra, un perezoso. En nuestra ciudad, los negocios que triunfan no son complicados ni siniestros. Y tampoco se trata de triunfos muy resonantes, ya que quienes los llevan a cabo han puesto límites artificiales a sus actividades. Sus delitos son de poca monta; sus éxitos no son gran cosa. Si el gobierno de la ciudad y el ambiente empresarial de New Baytown fueran objeto de una investigación a fondo, saldría a la luz que se han quebrantado cien disposiciones legales y mil normas morales, pero siempre en forma de pequeños delitos: fechorías de menor cuantía. Derogaban una parte del Decálogo y mantenían el resto en pie. Y cuando uno de nuestros triunfadores había logrado lo que quería, o lo que necesitaba, recuperaba su virtud con la misma facilidad que si se mudara de camisa, sin que en apariencia sus delitos lo hubieran perjudicado lo más mínimo, suponiendo, claro está, que nadie lo hubiera descubierto. ¿Reparaba alguno de ellos en ese detalle? No lo sé. En cambio, si era posible condonar las pequeñas fechorías por decisión propia, ¿por qué no cometer un delito rápido, violento, valiente? ¿Es acaso menos criminal el asesinato por presión lenta y continua que la puñalada rápida y misericordiosa? Yo no me siento culpable por los alemanes que haya matado. Supongamos que durante un tiempo limitado yo derogase todas las reglas, no sólo algunas. Una vez logrado el objetivo, ¿no podríamos volver a asumirlas como si tal cosa? No cabe duda de que los negocios son una especie de guerra. Así las cosas, ¿por qué no desencadenar una guerra total en busca de la paz? El señor Baker y sus amigos no mataron a mi padre a tiros, pero sí le asesoraron, y cuando su estructura financiera se vino abajo ellos heredaron lo suyo. ¿No es eso una especie de asesinato? ¿Acaso alguna de las grandes fortunas que tanto admiramos se ha amasado sin crueldad? No se me ocurre ninguna que esté libre de eso.

Y si yo dejara a un lado las normas, al menos por un tiempo, sé que me quedarían cicatrices, sin duda, pero ¿serían peores que las cicatrices del fracaso que ya llevaba en la piel? Seguir con vida es tener cicatrices.

Todos estos razonamientos no pasaban de ser más que una veleta en lo alto del edificio de la intranquilidad y la desazón. Estaba claro que se podía hacer, pues ya se había hecho en otras ocasiones. Sin embargo, si me diera por abrir esa puerta, ¿la podría volver a cerrar después? No estaba tan seguro. No podía saberlo mientras no la abriese. ¿Lo sabía el señor Baker? ¿Había reparado en eso el señor Baker? El viejo Capitán estaba convencido de que los Baker le habían pegado fuego al Belle-Adair para cobrar el seguro. ¿Podría ser ésa la razón de que el señor Baker quisiera ayudarme, sumada al infortunio de mi padre? ¿Eran ésas sus cicatrices?

Lo que estaba sucediendo se podría describir como un gran barco que es remolcado y empujado y arrastrado de acá para allá por muchos remolcadores pequeños. Cuando virase en redondo por efecto de la marea y los remolcadores, debería fijar un nuevo rumbo y poner las máquinas en marcha. En el puente de mando, que es el centro de operaciones, es preciso formular una pregunta: «Muy bien, sé adónde quiero ir. ¿Qué he de hacer para llegar allí? ¿Dónde están las rocas que acechan mi curso? ¿Qué tiempo tendré en la singladura?».

Uno de los escollos fatales que yo conocía bien era la conversación. Son muchos los que se traicionan antes de ser traicionados por otros. Y es debido a una suerte de melancólico afán de gloria, aunque sea la gloria del castigo. El pozo de Andersen es el único confidente digno de toda confianza. El pozo de Andersen.

Llamé a voz en cuello al viejo Capitán.

—¿Nos ponemos en marcha, señor? ¿Es un buen rumbo el que llevamos? ¿Me servirá para llegar a donde deseo?

Por vez primera me negó la orden.

—Tendrás que averiguarlo por tus propios medios. Lo que a uno le sirve, a otro le mata. Y no lo sabrás hasta después.

El viejo cabronazo podía haberme echado una mano, pero tal vez hubiera servido de poco. O de nada. Nadie busca consejos, sino corroboraciones.