Cuando caminaba por Elm Street y doblé por el camino de gravilla, me detuve a contemplar la vieja casa. Parecía diferente. La sentía mía. No de Mary, ni de mi padre, ni del viejo Capitán, sino mía. Podía venderla, quemarla o quedarme con ella.
Había subido tan sólo dos peldaños de la escalera del fondo cuando se abrió de golpe la mosquitera y salió Allen dando alaridos.
—¿Dónde está el Peeks? ¿Has traído el Peeks?
—No —dije. Y… ¡oh, maravilla de maravillas!, no se puso a gritar para expresar su contrariedad, su sensación de pérdida. No apeló a su madre para confirmar que yo se lo había prometido.
—Vaya —dijo, y se marchó en silencio.
—Buenas tardes —le dije cuando ya estaba de espaldas.
—Buenas tardes —dijo como si fueran palabras de una lengua extranjera que acabara de aprender.
Mary entró en la cocina.
—Te has cortado el pelo —dijo. Identifica cualquier rareza mía con un corte de pelo o un achaque de fiebre.
—No, rulito mío. No me he cortado el pelo.
—Bueno, pues he trabajado como una máquina para tener la casa a punto.
—¿A punto?
—Ya te dije que Margie viene a cenar.
—Lo sé, pero ¿a qué viene tanto bullicio y tanto festejo?
—No hemos tenido un invitado a cenar desde hace siglos.
—Es cierto, muy cierto.
—¿Te vas a poner el traje oscuro?
—No, me pondré el gris, el Old Dobbin.
—¿Por qué no te pones el oscuro?
—No quiero que se arrugue. Mañana lo llevaré a la iglesia.
—Te lo puedo volver a planchar mañana por la mañana.
—No, es igual. Me pondré el Old Dobbin, el traje más bonito que se puede encontrar en todo el país.
—¡Chicos! —gritó—. ¡No toquéis nada! Acabo de poner las nueces sobre la mesa. ¿Seguro que no quieres ponerte el traje oscuro?
—No.
—Margie vendrá toda peripuesta.
—A Margie le gusta el Old Dobbin.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque ella misma me lo dijo.
—Imposible.
—Escribió una carta al director del periódico para explicarlo.
—Por favor, no me tomes el pelo. ¿Vas a ser amable con ella?
—Voy a galantear con ella.
—Pensé que te gustaría ponerte el traje oscuro… precisamente como viene ella…
—Escucha, florecita. Cuando llegué, lo mismo me daba ponerme un traje u otro, o no ponerme nada. En un santiamén has conseguido que me sea imposible ponerme otra cosa que el Old Dobbin.
—¿Por pura maldad?
—Claro.
—¡Oh! —exclamó en el mismo tono que había usado Allen.
—¿Qué hay para cenar? Quiero ponerme una corbata que haga juego con la carne.
—Pollo asado, ¿o es que no lo hueles?
—Supongo que sí. Mary, yo… —pero no dije más. ¿Para qué? Es imposible domeñar un instinto nacional. Había comprado un pollo de oferta en el Safe Rite Store. Más barato que los de Marullo. Claro que yo los compraba al por mayor; le he explicado a Mary cómo funcionan las ofertas en las cadenas de establecimientos. La oferta atrae al cliente, que luego se lleva una docena de cosas que no están de oferta, simplemente por tenerlas al alcance de la mano. Lo sabe todo el mundo y todo el mundo hace igual.
El sermón que le iba a endilgar a Mary Flor de Loto murió antes de nacer. El nuevo Ethan Allen Hawley sigue la corriente a toda tontería nacional y las utiliza en provecho propio cuando puede.
—Espero que no te ofendas por haber sido desleal —dijo Mary.
—Cariño, ¿qué puede tener un pollo de virtuoso o pecaminoso?
—Estaba muy barato.
—Creo que has hecho lo que correspondía… como sabia esposa que eres.
—Ya te estás burlando de mí.
Allen me estaba esperando en mi dormitorio.
—¿Puedo mirar tu espada de caballero templario?
—Claro. Está en el rincón del armario.
Sabía perfectamente dónde estaba. Mientras me desvestía, la sacó de la vaina de cuero y expuso la hoja plateada a la luz, contemplando su noble postura en el espejo.
—¿Cómo va el trabajo para el concurso?
—¿Eh?
—Supongo que habrás querido decir: «¿Qué dices, papá?».
—Sí, papá.
—Dije que cómo va el trabajo para el concurso.
—Ah. Bien.
—¿Vas a hacerlo?
—Claro.
—¿Claro?
—Claro, papá.
—También puedes mirar el sombrero. Está en esa funda de cuero, la grande, en el estante. La pluma está un poco amarillenta.
Me metí en la vieja bañera, grande y ancha, con patas en forma de garras de león. En los viejos tiempos las hacían tan amplias para bañarse con toda comodidad. Con un cepillo me froté la piel para quitarme los residuos de Marullo y de todo el día, y me afeité en la bañera sin mirarme al espejo, palpándome con las yemas de los dedos. Cualquiera diría que es un acto bastante romano y decadente. Mientras me peinaba me miré al espejo. Hacía mucho tiempo que no me veía la cara. Es muy posible afeitarse todos los días y no verse nunca la cara, sobre todo si a uno le da igual. La belleza es puramente superficial; además, la belleza ha de venir de dentro. Por lo que a mí concierne, más vale que sea cierto lo segundo. No es que tenga una cara fea. Para mí, lo único que pasa es que no es interesante. Hice unas cuantas muecas y renuncié a seguir mirándome. No me salieron ni nobles ni amenazantes, ni orgullosas ni cómicas. Era la misma cara de siempre, por más muecas que hiciera.
Cuando volví al dormitorio, Allen se había puesto el sombrero emplumado del caballero templario. Si a mí me da ese aire de tonto, más vale que desista. La funda de cuero estaba abierta en el suelo. Tiene un refuerzo de cartón forrado de terciopelo que parece un cuenco de cereales vuelto del revés.
—Me pregunto si se podrá blanquear una pluma de avestruz o si tendré que conseguir una nueva.
—Si compras una nueva, ¿me puedo quedar con ésta?
—¿Por qué no? Por cierto, ¿dónde se ha metido Ellen? No he oído su dulce voz de pito.
—Está redactando su composición sobre «Yo amo a América».
—¿Y tú?
—Yo me lo estoy pensando. ¿Vas a traer una caja de Peeks?
—Lo más probable es que se me olvide. ¿Por qué no pasas tú por la tienda y la coges, eh?
—De acuerdo. ¿Te importa que te haga una pregunta… papá?
—Con mucho gusto.
—¿Es verdad que en otros tiempos éramos dueños de toda High Street, salvo de dos manzanas?
—Lo es.
—¿Y que teníamos barcos balleneros?
—En efecto.
—¿Por qué no los tenemos?
—Porque los perdimos.
—¿Cómo fue?
—Los perdimos, sin más.
—Eso es un chiste.
—Si te paras a pensarlo, es un chiste bastante serio. Basta con diseccionarlo.
—En la escuela estamos diseccionando a una rana.
—Me alegro por vosotros. No tanto por la rana. ¿Cuál de estas bellas corbatas me he de poner?
—La azul —dijo sin ningún interés—. Oye, cuando hayas terminado de vestirte, ¿puedes… tienes tiempo para subir al desván?
—Si es importante, sacaré el tiempo de donde sea.
—¿Vendrás?
—Vendré.
—De acuerdo. Entonces, subo a encender la luz.
—Estoy contigo en dos momentos. Lo que tarde en ponerme la corbata.
Sus pasos sonaron a hueco en la escalera del desván, que no tiene alfombra.
Si me pongo a pensar en la corbata mientras me la anudo, resulta que la corbata tiene tendencia a rotar; en cambio, si dejo que mis dedos hagan el nudo sin el concurso de mi pensamiento, lo hacen a la perfección. Encomendé el nudo a mis dedos y me puse a pensar en el desván de la vieja casa de los Hawley, mi casa, mi desván. No se trata de una cárcel siniestra y llena de telarañas, no está repleto de objetos rotos y abandonados. Tiene unas ventanas de cristales pequeños, tan antiguos que la luz se torna de un color lavanda y el exterior parece estar hecho a aguas, como un mundo submarino. Los libros que están guardados ahí arriba no esperan su turno para ir a la basura o para ser donados al Instituto de Ayuda a los Marineros. Esperan cómodamente en las estanterías a que alguien los redescubra. Y las sillas, algunas pasadas de moda, otras con los muelles saltados, son amplias y blandas. Tampoco es un sitio polvoriento. La limpieza de la casa exige la limpieza del desván, y como suele estar cerrado casi nunca entra mucho polvo. Me acuerdo de niño, revolviendo entre las láminas brillantes de los libros o, cuando estaba vapuleado por el sufrimiento, refugiándome en la espectral semivida que exige la soledad del desván, donde me tumbaba en una de esas enormes sillas blandas, a la luz entre violeta y lavanda que se filtraba por los cristales. Allí estudiaba las vigas labradas con azuela que sostenían el techo, me fijaba en cómo se unían entre sí, ensambladas unas con otras mediante espigas de roble. Cuando llueve, sea fina llovizna o sea rugiente diluvio en el tejado, el desván es un sitio hermoso y seguro. Luego, los libros teñidos de luz, los libros de láminas de niños ya crecidos, se podrían pudrir y desaparecían: Chatterboxes y la serie de Rollo, mil actos de Dios —Incendios, Inundaciones, Maremotos, Terremotos, todos ellos con abundantes ilustraciones—; el Infierno de Gustave Doré, con los cantos de Dante intercalados a modo de ladrillos cuadrados; los desgarradores cuentos de Hans Christian Andersen, la violencia y la crueldad espeluznantes de los hermanos Grimm, la Morte d’Arthur con los majestuosos dibujos de Aubrey Beardsley, una criatura maltrecha, enfermiza, extraña elección para ilustrar al grandioso y varonil Malory.
Recuerdo haber pensado qué sabio era H. C. Andersen. El rey contaba sus secretos al brocal de un pozo, sus secretos estaban a salvo. Un hombre que cuenta secretos o historias debe pensar en quién le escucha o le lee, ya que una historia tiene tantas versiones como lectores. Cada cual toma lo que quiere o lo que puede, y así cambia la historia a su medida o a su antojo. Unos escogen algunos pasajes y descartan el resto, otros tamizan la historia en el cedazo de sus prejuicios, o bien la pintan a su gusto. Una historia ha de tener sus puntos de contacto con el lector, lograr que éste se sienta a sus anchas en ella. Sólo así podrá admitir las maravillas. El cuento que yo pueda contarle a Allen ha de estar construido de manera diferente a partir del mismo cuento que le haya contado a mi Mary, que a su vez habré de rehacer para Marullo si es que a Marullo se lo cuento. Pero quizás es mucho mejor el pozo de Andersen. Solamente recibe, y el eco que devuelve es tenue y efímero.
Creo que todos nosotros, o casi todos nosotros, somos los custodios de esa ciencia del siglo XIX que denegaba la existencia a todo aquello que no pudiera ser medido ni explicado en sus propios términos. Las cosas que no éramos capaces de explicar seguían existiendo, pero seguramente sin contar con nuestros parabienes. No veíamos siquiera aquello que no podíamos explicar; entretanto, gran parte del mundo quedaba abandonada a manos de los niños, los dementes, los locos y los místicos, a quienes interesa más lo que existe que cualquier porqué. Son muchas las cosas viejas y maravillosas que se guardan en el desván del mundo, y que ahí están porque no las queremos a nuestro alrededor, pero tampoco nos atrevemos a desprendernos de ellas.
Una sola bombilla sin pantalla cuelga de una de las vigas del techo. El piso del desván está hecho de planchas de pino trabajadas a mano, de unos diecisiete centímetros de anchura por cuatro de grosor, que constituyen un excelente soporte para las hileras de baúles y cajas bien apiladas, de lámparas envueltas en papel, jarrones y toda suerte de adornos en el exilio. Y la luz se derramaba suavemente sobre generaciones de libros en anaqueles abiertos, limpios todos ellos, sin una mota de polvo. Mi Mary es severa e inflexible con la suciedad, y tan ordenada como un sargento de primera. Los libros están dispuestos por tamaños y colores.
Allen apoyó la frente sobre el canto superior de una estantería y contempló los libros de abajo. Tenía la mano derecha en la empuñadura de la espada del caballero templario, con la punta hacia abajo como un bastón.
—Qué estampa tan simbólica, hijo mío. Podía ser un cuadro titulado «La juventud, la guerra y la sabiduría».
—Quería preguntarte… Dijiste que aquí había libros donde buscar material.
—¿Qué clase de material?
—Ah, pues retazos de patriotismo… para la composición del concurso.
—Entiendo. Retazos de patriotismo. A ver qué te parece esto: «¿Es tan cara la vida o tan dulce la paz como para comprarlas al precio de las cadenas y la esclavitud? ¡No lo permita Dios Todopoderoso! Desconozco qué camino tomarán los otros, pero en lo que a mí se refiere… ¡dadme la libertad o dadme la muerte!».
—¡Fantástico! ¡Me viene que ni pintado!
—Seguro que sí. En aquellos tiempos, la tierra era hogar de gigantes.
—Me hubiera gustado vivir en aquel entonces. Barcos piratas. ¡La bomba! ¡Izad la bandera! Arcones llenos de oro y damas con vestidos de seda y joyas. De veras, ojalá hubiera vivido en aquel entonces. Algunos de nuestros antepasados lo hicieron, ¿no? Tú mismo lo dijiste.
—La suya era una suerte de piratería elegante. Los llamaban corsarios. No creo que fuera todo tan bonito como lo pintan desde lejos. Carne en salazón y galletas. En la tierra, en aquellos tiempos también había escorbuto.
—No me importaría. Yo me apropiaría del oro y me lo traería a casa. Supongo que eso ya no está permitido.
—No. Ahora es algo más organizado y más amplio. Diplomacia, lo llaman ahora.
—Hay un chico en la escuela que ganó dos premios en la televisión: primero cincuenta, luego doscientos dólares. ¿Qué te parece?
—Que debe de ser un chico listo.
—¿Listo? Para nada. Dice que todo es puro truco. Hay que aprenderse el truco y sacarle un buen partido.
—¿Sacarle partido?
—Claro. Por ejemplo, eres inválido o mantienes a tu madre criando ranas. Eso le da un interés particular al público. Entonces te eligen. Tiene una revista en la que salen todos los concursos que se celebran en el país. ¿Puedo comprarla, papá?
—Bueno. Ya no hay piratería, pero es de suponer que el impulso persiste.
—¿Qué quieres decir?
—Eso es hacerse con algo por la cara. Riqueza sin esfuerzo.
—¿Puedo comprar la revista?
—Creí que esas cosas estaban de capa caída después de los escándalos del soborno.
—Diablos, no. Quiero decir… No, señor. Lo han cambiado un poco, eso es todo. Me gustaría sacar tajada del botín.
—Porque de un botín se trata, ¿no es verdad?
—La pasta es la pasta. Lo de menos es de dónde la saques.
—En eso no creo. Al dinero no le duele, pero sí le duele al que lo amasa de esa forma.
—No veo por qué. No es contrario a la ley. Si hasta algunas de las personas más importantes del país…
—Charles, hijo mío, hijo mío…
—¿Por qué me llamas Charles?
—¿Tienes que hacerte rico, Allen? ¿Se trata de una obligación?
—¿A ti te parece que me gusta vivir sin una motocicleta? Deben de ser como mínimo veinte los chicos que ya tienen moto. ¿Y qué te parece que se siente cuando tu familia ni siquiera tiene coche, y para qué hablar de un televisor?
—Me sorprendes profundamente.
—Tú no lo entiendes, papá. Un día, en clase, hice una redacción para explicar que mi abuelo era capitán de un ballenero.
—Así es.
—La clase entera se rió de mí. ¿Sabes cómo me llaman ahora? Ballewley. ¿Qué te parece?
—Lamentable.
—No lo sería tanto si tú fueras abogado o trabajaras en un banco o algo así. ¿Sabes lo que voy a hacer con la primera tajada que saque del botín?
—No. ¿Qué?
—Te voy a comprar un coche para que no te sientas un pobre diablo al ver que todos los demás tienen coche.
—Muchas gracias, Allen —le dije. Tenía la boca seca.
—Oh, de nada. De todos modos, yo aún no me puedo sacar el permiso de conducir.
—En ese estante encontrarás todos los grandes discursos de la nación, Allen. Cuento con que leas alguno.
—Lo haré. No me queda más remedio.
—Desde luego que sí. Que te vaya bien y encuentres lo que buscas.
Bajé en silencio la escalera y me humedecí los labios por el camino. Allen tenía toda la razón. Me sentía como un pobre diablo.
Cuando me senté en mi sillón, bajo la lámpara de lectura, Mary me trajo el periódico.
—Eres un gran consuelo con tanto contoneo —le dije.
—Ese traje te sienta muy bien.
—Eres buena perdedora y buena cocinera.
—La corbata te hace juego con los ojos.
—Algo te traes entre manos. Se te nota. Te cambio tu secreto por otro secreto.
—Pero si no tengo secretos —dijo.
—¡Pues te lo inventas!
—No puedo. Vamos, Ethan. Cuéntamelo.
—¿Algún chiquillo curioso nos escucha?
—No.
—Bien: hoy vino a verme Margie Young-Hunt. Se le había terminado el café, según dijo. Creo que está coladita por mí.
—Vamos, cuéntame.
—Pues nos pusimos a hablar de echarme las cartas y le dije que sería interesante que me las echase otra vez, a ver si salía el mismo resultado.
—¡No!
—Sí. Y dijo que sería interesante, sin duda.
—Pero si a ti no te gustan esas cosas.
—Sí que me gustan. Cuando son halagüeñas…
—¿Crees que lo hará esta noche?
—Si me ofreces un centavo por mis pensamientos, te diré que viene precisamente por eso.
—¡Ni mucho menos! Viene porque yo la invité.
—Pero la invitaste después de que ella te tendiese una celada.
—No le tienes ningún aprecio.
—Al contrario: me empieza a caer muy bien. E incluso siento respeto por ella.
—Ojalá supiera cuándo hablas en serio y cuándo estás de broma.
Llegó Ellen tan sigilosa que fue imposible saber si había estado escuchando en secreto, pero sospecho que sí. Ellen es una niña, niña, niña; se le nota a la legua. Es dulce y tristona, es alegre y delicada, se pone enfermiza cuando más falta le hace. Está en esa etapa en que la masa de harina empieza a asentarse. Puede que llegue a ser bonita, puede que no. Le gusta apoyarse, se apoya mucho en mí, me hace llegar su aliento, pero su aliento es dulce y suave como el de una vaca. También es muy tocona.
Ellen se apoyó en el brazo de mi sillón; con su hombro fino y pequeño me rozó el mío. Me pasó un dedo sonrosado por dentro de la manga de la chaqueta y me acarició el vello de la muñeca cosquilleándomelo. El vello rubio de su brazo brillaba como el oro a la luz de la lámpara. Es bastante engañosa, pero en el fondo todas las niñas de veras lo son.
—Llevas las uñas pintadas —le dije.
—Mamá me deja con tal de que sea esmalte rosa. Tú tienes las uñas ásperas.
—¿En serio?
—Pero las tienes limpias.
—Me las he cepillado.
—No me gustan nada las uñas sucias, como las de Allen.
—A lo mejor es que no te gusta Allen tal como es.
—Desde luego.
—Me alegro por ti. ¿Por qué no lo asesinas?
—Qué tonto eres… —Me hizo cosquillas detrás de la oreja. Probablemente ya ha empezado a poner muy nerviosos a algunos chicos.
—Tengo entendido que ya estás trabajando en tu redacción.
—Te lo ha dicho ese canalla.
—¿Te está saliendo bien?
—¡Desde luego! ¡Requetebién! Ya te la dejaré leer cuando la haya terminado.
—Será un honor. Veo que te has vestido muy elegante para la ocasión.
—¿Esta antigualla? Quiá. Me guardo el vestido nuevo para mañana.
—Buena idea. Mañana habrá chicos.
—Odio a los chicos. De veras que los odio.
—Ya lo sé. Tu lema es la hostilidad. A mí tampoco es que me caigan muy bien, la verdad. Ahora deja de sobarme. Quiero echar un vistazo al periódico.
Se alejó haciendo aspavientos como una estrella del cine de los años veinte, y se vengó de inmediato.
—¿Cuándo vas a ser rico?
Desde luego, es capaz de hacer pasar muy malos ratos a los hombres. Instintivamente estuve a punto de sujetarla y darle una azotaina, pero eso era exactamente lo que ella quería. Estoy convencido de que se había puesto sombra de ojos. Había en sus ojos tanta compasión como la que se advierte en la mirada de una pantera.
—El viernes que viene —le dije.
—Vaya, pues ya podías darte prisa. Estoy harta de ser pobre.
Y se largó a toda velocidad. Además, está claro que le ha dado por escuchar detrás de las puertas. De veras la quiero, y es extraño, porque tiene todas las cualidades que detesto en los demás. Sin embargo, la adoro.
Estaba visto que no iba a poder leer el periódico. Ni siquiera tuve tiempo de desdoblarlo cuando llegó Margie Young-Hunt. Iba peripuesta, arreglada de peluquería. Supongo que Mary sabrá cómo se hacen esas cosas, porque yo no tengo ni idea.
Por la mañana, la Margie que vino a por café me salió al paso como una trampa para osos. Esa misma tarde, en beneficio de Mary se presentó como una santa. Si le botaba el trasero, yo no llegué a verlo. Si llevaba algo bajo el vestido, lo disimulaba a la perfección. Fue la invitada ejemplar —para otra mujer—: dispuesta a ayudar, encantadora, llena de cumplidos, atenta, modesta. Me trató como si yo hubiera envejecido cuarenta años desde la mañana. Es de ver qué maravilla son las mujeres. Me llena de admiración todo lo que hacen, aunque no se me alcance el porqué.
Mientras Margie y Mary intercambiaban sus letanías y cortesías de rigor —«¿qué te has hecho en el pelo?», «me encanta», «qué bien te sienta ese color; no deberías cambiártelo nunca»—, es decir, las inofensivas señales de reconocimiento que intercambian las mujeres, pensé en el cuento más femenino que haya oído jamás. Se encuentran dos mujeres. Una exclama: «¿Qué te has hecho en el pelo? Si parece una peluca». Y la otra responde: «Es que es una peluca», a lo cual dice la primera: «Caramba, pues nadie lo diría».
Tal vez se trate de respuestas y estímulos más profundos de lo que nosotros conocemos, de lo que jamás llegaremos a conocer.
La cena consistió en una serie de exclamaciones sobre las excelencias del pollo asado por parte de la invitada y humildes negativas por parte de la anfitriona. Ellen estudió a la primera con ojo crítico, tomando buena nota de todos los detalles del peinado y del maquillaje. Comprendí entonces a qué edad tan temprana comienzan las mujeres con ese minucioso examen que después les sirve de base para eso que llaman su intuición. Ellen rehuía mi mirada. Sabía que había disparado a matar y esperaba una venganza. Muy bien, querida y salvaje hija mía: me vengaré de la más cruel de las maneras que puedas imaginar. Y la más sencilla: olvidándolo en el acto.
Y fue una buena cena, demasiado condimentada, abundante, como deben ser las cenas con invitados, con una montaña de platos que de ordinario no se utilizan. Y café, brebaje que no solemos tomar después de la cena.
—¿No te quita el sueño?
—Nada me quita el sueño.
—¿Ni siquiera yo?
—¡Ethan!
Luego, la guerra silenciosa y moral de los platos.
—Deja que te ayude.
—Ni muchísimo menos. Eres nuestra invitada.
—Bueno, deja por lo menos que los lleve.
Mary buscó con la mirada a los chicos y su espíritu los acorraló con la bayoneta calada. Ellos se dieron cuenta de la que se avecinaba, pero sin poder evitarla.
—Siempre se encargan los chicos —dijo—. Les gusta ayudar. Y lo hacen tan bien que me siento orgullosa de ellos.
—Pues qué maravilla. Esas cosas ya no se suelen ver.
—Lo sé. Nos sentimos muy afortunados de que sean tan serviciales.
Me pareció leer sus pensamientos de hurón, los dos en busca de una manera de salir del atolladero, ideando el modo de armar un lío, de declararse enfermos, de dejar caer los platos antiguos al suelo. Mary también debió de leer sus malignas mentes, porque enseguida añadió:
—Y lo más notable es que nunca rompen nada, ni siquiera cascan una copa.
—Pues qué suerte tienes —dijo Margie—. ¿Cómo les habéis enseñado?
—No les hemos enseñado. Lo hacen con espontaneidad. Ya sabes: hay gente que espontáneamente es torpe; Allen y Ellen son espontáneamente hábiles con las manos.
Miré de reojo a los chicos para ver cómo llevaban la situación. Los dos se dieron cuenta de que estaban atrapados. Creo que incluso se preguntaron para sus adentros si Margie Young-Hunt se había dado cuenta. Aún andaban en busca de una salida, de modo que les tiré encima la viga del techo.
—Claro que les encanta oír los cumplidos. Pero así sólo los retrasamos. Si no se ponen manos a la obra, se perderán el comienzo de la película.
Margie tuvo la elegancia de no soltar la carcajada y Mary me lanzó una veloz, asombrada mirada de admiración. Ni siquiera nos habían pedido permiso para ir al cine.
Aunque los chicos ya adolescentes no hagan ruido, todo está más tranquilo cuando se marchan. Es como si hicieran hervir el aire que los rodea. Cuando se fueron, la casa entera pareció soltar un suspiro de alivio. No es de extrañar que los poltergeists sólo infesten las casas en las que hay adolescentes.
Los tres rodeábamos con cautela el tema que, como bien sabíamos cada cual por su cuenta, se avecinaba de manera irremisible. Me dirigí hacia la vitrina y saqué tres copas de cristal de tallo largo, en forma de lirio retorcido, traídas de Inglaterra a saber cuándo. Y serví el licor de una frasca cubierta por una cesta de mimbre ya descolorido con el tiempo.
—Ron de Jamaica —dije—. Los Hawley eran marineros.
—Debe de ser muy añejo —comentó Margie Young-Hunt.
—Tiene más años que tú, que yo y que mi padre.
—Te hará saltar la tapa de los sesos —dijo Mary—. Bueno, pues que siga la fiesta. Ethan sólo saca ese licor en los casamientos y en los funerales. ¿A ti te parece correcto, cariño? Quiero decir, antes de Pascua…
—El sacramento no es coca-cola, cielo.
—Mary, nunca había visto a tu marido tan contento.
—Será por la buena suerte que le predijiste —dijo Mary—. Ha cambiado de la noche a la mañana.
Realmente, es de ver el miedo que puede llegar a dar el ser humano, un amasijo de indicadores, diales y registros, de los cuales sólo podemos leer e interpretar algunos, y seguramente sin demasiada exactitud. Un desgarrón de dolor rojo y en llamas se me formó en las entrañas y ascendió hasta alancear y rasgar un punto situado justamente bajo mis costillas. Un vendaval me ensordeció momentáneamente con su rugido y me zarandeó como si fuera un barco a la deriva, desmantelándome sin darme tiempo siquiera a recoger el trapo. Sentí un amargo regusto a sal y vi cómo la estancia en que me encontraba comenzaba a vibrar y se bamboleaba. Todas las señales avisaban desatadas del peligro, daban alaridos para advertirme del desastre, de la catástrofe. Me dio semejante oleada de dolor cuando pasaba por detrás de donde estaban sentadas las damas y me doblegó de golpe, atenazándome en una agonía tremenda; con la misma rapidez que vino desapareció. Me enderecé y seguí mi camino y ellas ni siquiera llegaron a darse cuenta de lo ocurrido. Entiendo muy bien que en otro tiempo la gente creyera que el demonio era capaz de apoderarse de uno. No estoy muy seguro de no creer en ello. ¡La posesión! El nacimiento furioso de algo ajeno, extranjero a cada nervio que resiste y que pierde la batalla y se acomoda de nuevo, resignado, para hacer las paces con el invasor. Violación. Ésa podría ser la palabra, si uno es capaz de pensar en el sonido de una espada contorneada de llamas azules como un soplete.
La voz de mi amor llegó hasta mí.
—No hace mal a nadie escuchar cosas agradables —decía.
Probé mi voz, que me salió fuerte, normal.
—Un poco de esperanza, aunque sea infundada, no hace mal a nadie —dije, y guardé la frasca en la vitrina antes de volver a mi silla y beberme de un sorbo la mitad de la copa de ron añejo, fragante, y sentarme con las piernas cruzadas y las manos sobre el regazo.
—Yo es que no le entiendo —dijo Mary—. Siempre ha detestado a los que echan la suerte, siempre se ha reído de ellos. De veras, es que no le entiendo.
Tenía las terminaciones nerviosas crujientes como la hierba seca cuando la azota el viento, y los nudillos de las manos blancos de la presión.
—Trataré de explicárselo a la señora Young, quiero decir a Margie —dije—. Mary proviene de una noble y sin embargo empobrecida familia irlandesa.
—Tampoco éramos tan pobres.
—¿No se le nota en la manera de hablar?
—Bueno, ahora que lo dice…
—En fin. Mary es una santa, o al menos debiera serlo. Su abuela era una buena cristiana. ¿No es verdad, Mary?
Me pareció que una mínima hostilidad empezaba a transpirar en mi cielo. Seguí a lo que iba.
—Sin embargo, no tuvo el menor inconveniente en creer en los cuentos de hadas, los gnomos y demás, aunque de acuerdo con la estricta teología cristiana, la más inflexible, una cosa no casa con otra.
—Pero eso es diferente.
—Pues claro que lo es, cariño. Prácticamente todo es diferente. ¿O es que se puede descreer de algo que desconoces?
—Anda con cuidado —dijo Mary—. Te va a tender una trampa a base de palabras.
—No haré tal cosa. Yo no sé nada de la suerte ni de quien echa la suerte. ¿Cómo no iba a creer en ello? Creo que existe porque es algo que sucede.
—Pero en cambio no crees que sea cierto.
—Lo cierto es que hay millones de personas que lo practican y otros tantos que pagan por ello. Basta con saber eso para tener interés, ¿no crees?
—Pero tú no…
—¡Espera! No es cuestión de que descrea: es cuestión de que desconozco. Puede que sea parecido, pero no es lo mismo. No sé qué viene primero, si la suerte o el echar la suerte.
—Creo que ya entiendo lo que quiere decir…
—¿De veras? —Mary no parecía contenta.
—Supongamos que la adivina fuera sensible y percibiera cosas que de todos modos van a suceder. ¿Es eso lo que quieres decir?
—Es distinto. ¿Cómo lo pueden saber las cartas?
—Las cartas —dije— ni siquiera pueden moverse si alguien no las vuelve.
Margie no me miró, pero noté que había percibido el creciente nerviosismo de Mary y que deseaba recibir instrucciones.
—¿No podríamos hacer una prueba? —pregunté.
—Mira, tiene gracia. Estas cosas parece que se resienten de las pruebas y nada más verlas salen volando, pero no perdemos nada con probar. ¿Se te ocurre algo con qué probar?
—No habéis tocado ninguna de las dos las copas de ron. —Levantaron los vasos a la vez, dieron un sorbo, los dejaron en la mesa. Me terminé la mía y fui a por la frasca.
—Ethan, ¿te parece que debes…?
—Sí, amorcito. —Me volví a llenar la copa—. ¿Por qué no puedes echar las cartas con los ojos cerrados?
—Porque hay que leerlas.
—¿Qué pasaría si Mary y yo las volviéramos y tú las leyeras?
—Ha de haber cierta intimidad entre las cartas y quien las echa, pero no lo sé… Podríamos probar.
—Creo que si lo hacemos hemos de hacerlo como corresponde —dijo Mary. Siempre es así. No le gusta cambiar nada. No le gustan los pequeños cambios siquiera. Con los grandes se maneja mejor que nadie; se pone histérica con un pequeño tajo en el dedo, pero podría comportarse con toda calma y naturalidad ante un degüello. Tuve un palpito de inquietud, porque había hablado de todo eso con Margie y era como si quisiéramos dar la impresión de que se nos acababa de ocurrir.
—Ya hablamos de eso esta mañana.
—Así es, cuando fui a por café. Llevo todo el día dándole vueltas. Me he traído las cartas.
Mary tiene una cierta tendencia a confundir la seriedad con el enojo y el enojo con la violencia, y la violencia le da pánico. Se lo puede agradecer a unos tíos carnales suyos, violentos en demasía, y es una verdadera pena. Me di cuenta de que cada vez tenía más miedo.
—No hagamos el bobo con esto —dijo—. Juguemos al tute, ¿eh?
Margie se dio cuenta de la táctica; probablemente la hubiera utilizado ella también alguna vez.
—Por mí, de acuerdo.
—Mi suerte está echada. Voy a ser rico. Dejémoslo estar.
—¿Lo ves? Te dije que él no cree en eso. Te lía con sus palabras, te enreda y luego se niega a jugar. A veces me pone histérica.
—¿En serio? Pues no se te nota. Siempre eres mi cariñosa esposa.
Es curioso cómo a veces se sienten corrientes y contracorrientes subterráneas. No siempre, sólo a veces. Mary no utiliza la mente para el pensamiento organizado; tal vez por eso mismo sea más receptiva a las impresiones. Noté que comenzaba a crecer la tensión entre nosotros tres. Se me pasó por la cabeza la idea de que tal vez no fuera tan buena amiga de Margie, que tal vez nunca se sintiera a sus anchas con ella.
—De veras me gustaría saber lo de las cartas —dije—. Soy un ignorante. Siempre he sabido que es cosa de gitanas. ¿Eres gitana? Creo que nunca he tratado a ninguna.
—Su apellido de soltera es ruso —dijo Mary—, pero proviene de Alaska.
Así se explicaban sus pómulos salientes.
—Me siento culpable de un secreto que nunca te he contado, Mary —dijo Margie—. Nunca te expliqué cómo llegamos a Alaska.
—Antes era de los rusos —dije—. Nosotros se la compramos.
—Sí, pero ¿sabíais que era una prisión, como Siberia, aunque para delitos más graves?
—¿Qué clase de delitos?
—Los peores. Mi bisabuela fue condenada a Alaska por brujería.
—¿Qué hacía?
—Invocaba a las tormentas.
—Ya veo que tú lo llevas en la sangre —dije riendo.
—¿Invocar a las tormentas?
—Echar las cartas. Puede que sea lo mismo.
—Ya estás de broma otra vez —dijo Mary—. Eso no es cierto.
—Puede que esté de broma, Mary, pero es verdad. Ése es el peor de los delitos, peor que el asesinato. Todavía tengo sus documentos, sólo que están en ruso, claro.
—¿Sabes hablar ruso?
—Sólo un poco.
—Puede que la brujería aún sea el peor de los delitos —dije.
—¿Ves lo que quiero decir? —dijo Mary—. Salta de una cosa a otra y nunca se sabe lo que está pensando de veras.
Ayer por la noche… Se levantó de la cama antes que fuera de día y se marchó a dar un paseo.
—Soy un pillo —dije—. Un bribón de siete suelas, un truhán empedernido.
—Me gustaría ver a Margie echar las cartas. Pero a su manera, sin que tú te metas para nada. Si seguimos charlando, volverán los chicos a casa y luego no podremos.
—Disculpadme un momento —dije, y subí la escalera a mi dormitorio. La espada estaba sobre la cama y la sombrerera abierta en el suelo. Entré en el cuarto de baño y tiré de la cadena. Se oye correr el agua por toda la casa. Humedecí una toalla con agua fría y me la apreté contra la frente y sobre todo contra los ojos. Era como si se me salieran de las cuencas debido a la presión interior. El agua fría me sentó bien. Me senté sobre la tapa del inodoro y apoyé la cara sobre la toalla húmeda. Cuando se calentó, volví a mojarla. Al atravesar el dormitorio, tomé el sombrero emplumado del caballero templario y bajé la escalera tras encasquetármelo.
—Oh, qué tonto eres —gritó Mary. Me pareció contenta y aliviada. Se disipó del todo la tensión.
—¿Se pueden blanquear las plumas de avestruz? —pregunté—. Ésta se ha vuelto amarilla.
—Creo que sí. Pregúntale al señor Schulz.
—Se la llevaré el lunes.
—Me gustaría que Margie echase las cartas —dijo Mary—. De veras, me encantaría.
Dejé el sombrero en el poste que remataba la balaustrada de la escalera. Pareció un almirante borracho, si es que tal cosa existe.
—Trae la mesa de cartas, Eth. Hace falta mucho espacio.
La tomé del armario del vestíbulo y desplegué las patas.
—A Margie le gustan las sillas de respaldo recto.
Alcancé una silla del comedor.
—¿Tenemos que hacer algo? —pregunté.
—Concentraros —dijo Margie.
—¿En qué?
—A ser posible, en nada. La baraja está en mi bolso, en el sofá.
Siempre había pensado que las cartas para adivinar la suerte son gruesas, grasientas, alabeadas, con las esquinas rotas; éstas en cambio estaban limpias y relucientes, como si las recubriese una capa de plástico. Eran más largas y más estrechas que las cartas de una baraja normal; eran muchas más de cincuenta y dos. Margie se sentó muy erguida ante la tabla y las distribuyó sobre la mesa. Imágenes de colores vivos e intrincados dibujos. Los nombres estaban en francés: l’empereur, l’ermite, le chariot, la justice, le mat y le diable; la tierra, el sol, la luna y las estrellas, y palos de espadas, copas, bastos y oros, creo, si es que deniero significa dinero, aunque el símbolo era una rosa heráldica y cada palo tenía su roi, reine y chevalier. Vi luego cartas extrañas, cartas escalofriantes: una torre alcanzada por un rayo, una rueda de la fortuna, un hombre que colgaba de la horca por un pie, llamado le pendu, y la Muerte, la mort, un esqueleto con una guadaña.
—Un poco siniestro —dije—. ¿Las imágenes tienen el significado que parece?
—Depende de la relación que se establezca entre ellas. Si caen boca abajo, se invierte el significado.
—¿Y hay variación de significado?
—Sí. Ésa es la interpretación.
En el momento en que tuvo las cartas en la mano, Margie se volvió muy seria. Bajo la luz, sus manos revelaban lo que yo había visto antes: que era más vieja de lo que aparentaba.
—¿Dónde lo has aprendido? —pregunté.
—Observando a mi abuela. Después empecé a hacerlo en las fiestas y reuniones. Supongo que por ganas de llamar la atención.
—¿Y de veras crees en ello?
—No lo sé. A veces salen cosas extraordinarias. No lo sé, no.
—¿Podrían ser las cartas un ritual de concentración, un mero ejercicio psíquico?
—A veces creo que sí. Cuando descubro que otorgo valor a una carta que antes no lo tenía, es cuando más exacta resulta.
Sus manos eran como dos seres vivos mientras barajaban y cortaban y barajaban y volvían a cortar las cartas, antes de pasármelas a mí para que cortase el mazo.
—¿A quién le leo?
—A Ethan —exclamó Mary—. A ver si sale igual que ayer.
Margie me miró.
—Cabello rubio —dijo—. Ojos azules. ¿Tienes menos de cuarenta años?
—Por muy poco.
—El rey de bastos. —Encontró la carta en el mazo—. Éste eres tú. —Una figura de rey con corona y manto, con un cetro enorme, rojo y azul, y la inscripción Roi de Bâton debajo. Lo colocó boca arriba y volvió a barajar. Luego volvió las cartas con rapidez y comenzó a hablar con voz de soniquete. Una carta sobre mi carta—. Ésta te cubre. —Otra cruzada encima—. Ésta te cruza. —Una encima—. Ésta te corona. —Una debajo—. Ésta es tu cimiento. Ésta ante ti, ésta detrás. —Había formado una cruz de cartas sobre la mesa. Rápidamente levantó cuatro en fila, a la izquierda de la cruz—. Tú, tu casa, tus esperanzas, tu futuro —dijo. La última carta era el hombre colgado boca abajo, le pendu. Desde donde yo estaba situado parecía estar del derecho.
—Pues vaya futuro.
—Puede significar la salvación —dijo ella. Con el dedo índice se recorrió al perfil del labio inferior.
—¿Hay dinero ahí? —preguntó Mary.
—Sí… Lo hay —dijo ella distraída. Y de pronto recogió las cartas, las barajó una y otra vez y las volvió a echar de nuevo, murmurando el ritual para sus adentros. No parecía estudiar las cartas una a una, sino que se esforzaba por ver el grupo en su conjunto. Tenía la mirada brumosa, lejana.
«Un buen truco», pensé. Un éxito seguro en los clubes femeninos… O en cualquier parte. Ese mismo aspecto debía de tener la Pitonisa: fría, serena, desconcertante. Si uno consigue tener a la gente en tensión, con la respiración contenida, expectante, durante un buen rato, podrá lograr que crean cualquier cosa. No se trata de teatro, ni menos aún de sobreactuar, sino de una técnica, de un cálculo acorde con el tiempo. Esa mujer estaba dilapidando su talento con viajantes de comercio, pero ¿qué quería de nosotros, o de mí? De súbito recogió las cartas, las golpeó hasta apilar el mazo y las guardó en una caja roja cuya etiqueta decía I. MULLER & CIE, FABRIQUE DE CARTES.
—No puedo —dijo—. A veces sucede.
—¿Has visto algo —preguntó Mary con el corazón en vilo— que no quieres decirnos?
—¡Oh, no! ¡Os lo diré ahora mismo! Una vez, cuando era yo pequeña, vi a una serpiente mudar de piel. Era una serpiente de cascabel de las montañas Rocosas. Vi muy bien toda la operación. Hace un momento, mientras miraba las cartas, las vi desaparecer y vi de nuevo a esa serpiente que mudaba de piel, por una parte polvorienta y destrozada, por otra fresca y nueva. Tú misma puedes sacar las conclusiones.
—Parece que hayas entrado en trance —dije—. ¿Te había ocurrido alguna otra vez?
—Tres veces.
—¿Y tuvo algún sentido en esas ocasiones?
—No, al menos que yo sepa.
—¿Siempre la serpiente?
—¡Oh, no! ¡También otras cosas! Pero siempre igual de descabelladas.
—Tal vez —dijo Mary con entusiasmo— sea un símbolo del cambio de suerte que se le avecina a Ethan.
—¿Es él una serpiente de cascabel? —preguntó Margie.
—¡Ah, ya entiendo lo que quieres decir!
—Se me encogen las tripas sólo de pensarlo —dijo Margie—. Hace tiempo me gustaban bastante las serpientes, pero cuando crecí terminé por aborrecerlas. Me ponen la carne de gallina. Mejor será que me vaya.
—Ethan puede acompañarte a casa.
—No, de ninguna manera.
—Con mucho gusto.
Margie sonrió a Mary.
—Tú sujétalo aquí a tu lado —le dijo—. No sabes lo que es quedarte sin uno.
—Tonterías —dijo Mary—. Podrías conseguir un marido con sólo mover el dedo meñique.
—Eso es lo que hice antes. No sirve de nada. Si se consiguen con tanta facilidad, no vale la pena conservarlos. Ya te digo: sujétalo en casa. A lo mejor vienen a quitártelo. —Se puso la chaqueta mientras hablaba: rápida en marcharse, desde luego—. Una cena deliciosa. Espero que volváis a invitarme. Siento lo de la suerte, Ethan.
—¿Nos vemos mañana en la iglesia?
—No. Esta noche me voy a Montauk.
—Pero si hace frío y está lluvioso.
—Me encantan las mañanas allí, frente al mar. Buenas noches.
Y sin darme tiempo para abrirle la puerta se marchó como si algo la persiguiera.
—No sabía que tuviera pensado marcharse esta noche —dijo Mary.
Y no pude decirle que ella tampoco lo tenía pensado.
—Ethan —dijo al cabo—, ¿qué has sacado en claro de lo de las cartas?
—Si no nos ha leído una sola…
—Te olvidas de una cosa: dijo que habría dinero. Pero ¿qué sacas en claro? Yo creo que vio algo que no quiso decirnos. Vio algo y se asustó.
—Puede que tal vez viera una serpiente y se le quedara metida en la cabeza.
—¿Tú no crees que tuviera… algún significado?
—Bollito de nata, tú eres la experta en esto de la adivinación. ¿Cómo iba yo a saberlo?
—Bueno, da lo mismo. Estoy contenta de que no te resulte antipática. Creí que la detestabas.
—Soy un tramposo —dije—. Oculto mis verdaderos pensamientos.
—No, señor: a mí no me ocultas nada. Se van a quedar hasta el segundo pase.
—¿Cómo has dicho?
—Los chicos. Siempre se quedan al segundo pase. Ah, y estuviste fabuloso con lo de los platos.
—Soy engañoso —dije—. Y, a su debido tiempo, tengo aviesas intenciones sobre tu honor.