4

Ese sábado por la mañana pareció estar cortado por un patrón especial. Me pregunto si cada día no tendrá el suyo. Fue un día retraído, ensimismado. Me vino a las mientes el mínimo susurro gris de mi tía Deborah: «Jesús está muerto, claro que sí. Es el único día, en todos los días del año, en que Él está muerto. Todos los hombres y todas las mujeres también están muertos. Jesús está en los infiernos. Pero mañana… ¡Ah, mañana! Espera a mañana, espera y verás».

No la recuerdo con demasiada claridad, tal como sucede con esas personas tan cercanas y a las que, sin embargo, apenas conocimos a fondo. Sin embargo, me leía las Sagradas Escrituras como si fuesen el periódico de cada día, y supongo que ella las veía de ese modo, como algo que había venido sucediendo eternamente, pero que siempre resultaba nuevo y emocionante. Cada Pascua, Jesús de veras se levantaba entre los muertos. Era una explosión esperada, pero siempre nueva. Para ella no había ocurrido dos mil años antes, sino ahora mismo. Y algo de eso me transmitió, desde luego.

No recuerdo haber tenido nunca ganas de abrir la tienda. Creo que detestaba cada una de esas mañanas perezosas, desmañadas. Ese día, en cambio, tuve deseos de ir. Quiero a mi Mary con todo mi corazón, en ciertos aspectos más que a mi propia vida, pero también es cierto que no siempre le presto toda la atención que debiera. Cuando me hace la crónica de las prendas de vestir, de la salud, de las conversaciones que le gustan y que la iluminan, no la escucho en absoluto. Algunas veces le da por exclamar: «¡Pero si tienes que saberlo! Te lo dije, estoy segura. ¡Recuerdo perfectamente que te lo dije el jueves por la mañana!». Y así tiene que haber sido, sin duda. Desde luego que me lo dijo. Hay algunas cosas sobre las cuales me lo cuenta todo.

Esta mañana no sólo no la escuchaba, sino que deseaba marcharme cuanto antes. Tal vez yo mismo tuviera ganas de hablar, sólo que no tenía nada que decir. Para ser justos, ella tampoco me presta atención, y a veces es mejor que así sea. Escucha el tono de voz, la entonación, y de ahí deduce lo que le digo, mi estado de salud, mi estado de ánimo, si estoy cansado o contento. Es una manera de atender como otra cualquiera. Ahora que me paro a pensarlo, ella no me escucha porque yo no le hablo a ella, sino que hablo con un oscuro oyente que está en mi interior. Y, en realidad, tampoco se dirige a mí cuando habla. Claro que cuando se trata de los chicos o cuando se presenta una de esas crisis infernales, todo cambia.

He pensado muy a menudo en que la forma de hablar varía según sea la naturaleza de quien escucha. Yo suelo hablar con los muertos, como mi tía Deborah, la de Plymouth Rock, o el viejo Capitán. Me encuentro a menudo discutiendo con ellos. Recuerdo que una vez, durante una fatigosa conversación, interpelé al viejo Capitán de este modo:

—A ver, ¿tengo que hacerlo?

—Pues claro que sí —me respondió con toda claridad—. Y no cuchichees.

Él no discutía. Nunca. Decía que era mi deber hacerlo, y asunto concluido. No tiene nada de misterioso, nada de místico. Es como pedir consejo o dar una disculpa por esa parte interior de uno mismo que está segura, resuelta.

En lo que se refiere puramente a decir, que es otra forma de preguntar, mis artículos envasados y embotellados, los de la tienda, son mudos y sirven a las mil maravillas. Igual sucede con un animal que pasa, o un pájaro. No discuten, no repiten.

—¿Ya te marchas? —dijo Mary—. Si aún tienes media hora. Eso es lo que pasa cuando uno se levanta tan temprano.

—Tengo un montón de cajas por abrir —le dije—. Montañas de cosas por poner en los estantes antes de la hora de abrir. Grandes decisiones. ¿Los encurtidos y los tomates deben ir en el mismo estante? ¿Está reñido el melocotón en almíbar con las peras? Ya sabes qué importancia tiene en un atuendo la combinación de los colores.

—Te burlas hasta de tu sombra —dijo Mary—. Pero me alegro. Te prefiero así que de mal humor. Hay tantos hombres gruñones por ahí…

Y era temprano, en efecto. Red Baker aún no había salido a la calle. Es tan puntual que se puede poner el reloj en hora observando sus paseos. Todos los perros lo son. Daría comienzo a su majestuoso recorrido dentro de media hora exactamente. Y Joey Morphy tampoco había asomado la jeta. El banco no abriría sus puertas, pero eso no quería decir que Joey no estuviera allí dentro, trabajando en los libros de cuentas. La ciudad estaba muy tranquila; mucha gente se había marchado a pasar fuera el fin de semana de Pascua. Junto con el Cuatro de julio y el Día del Trabajo, son las principales vacaciones de la gente. La gente se marcha incluso cuando no quiere. Creo que hasta los gorriones de Elm Street se habían marchado fuera.

En cambio, vi a Stonewall Jackson Smith en su puesto. Salía de tomar una taza de café en el Foremaster Grill. De tan magro y quebradizo que era, las pistolas y las esposas parecían desmesuradamente grandes. Lleva la gorra de oficial ladeada, con garbo, y se monda los dientes con una afilada pluma de ganso.

—Pues sí que trabajas, Stoney. Un largo día de trabajo duro, que es lo suyo para ganar un buen dinero.

—¿Cómo dices? —dijo—. Si no hay nadie en la ciudad.

Quiso decir, en realidad, que ojalá tampoco estuviera él.

—¿Algún delito, Stoney? ¿Alguna cosa divertida?

—Nada, todo en calma —dijo—. Unos muchachos se estrellaron con un coche en el puente. Pero qué diablos: el coche era de su propiedad. El juez les hará pagar las reparaciones del puente. ¿Te has enterado del robo del banco en Floodhampton?

—No.

—¿Ni siquiera por televisión?

—Todavía no tenemos televisor. ¿Se llevaron mucho?

—Trece mil, según dicen. Fue ayer, antes de cerrar. Eran tres. Alarma en los cuatro estados. Willie ha salido a patrullar por la autovía, renegando como un condenado.

—Pero si duerme de sobra.

—Lo sé, pero yo no. Estuve fuera toda la noche.

—¿Y crees que los atraparán?

—Supongo que sí. Cuando hay dinero de por medio, los suelen atrapar. Las compañías de seguros no dejan de dar la lata. Nunca se rinden.

—Sería cojonudo que a uno no lo atrapasen.

—Desde luego —dijo.

—Stoney, me gustaría que le echaras un vistazo a Danny Taylor. Parece que estuviera muy enfermo.

—Es sólo cuestión de tiempo —dijo Stoney—. Pero haré lo que pueda. Es una pena. Buen tipo. Buena familia.

—A mí me mata verlo así. Le tengo un gran aprecio.

—En fin, pues no se puede hacer nada por él. Va a llover, Eth. Willie detesta tener que mojarse.

Por vez primera desde que alcanzo a recordar, entré en el callejón con verdadero placer y abrí la puerta de atrás incluso con emoción. El gato estaba pegado a la puerta, a la espera. No recuerdo una sola mañana en que ese gato flaco y eficiente haya dejado de esperarme pegado a la puerta, una sola mañana en que no le haya tirado un palo o lo haya ahuyentado de otro modo. Por lo que alcanzo a saber, nunca se ha colado en la tienda. Debe de ser macho, porque tiene las orejas desgarradas de tanta pelea nocturna. ¿Son extraños los gatos, o se parecen tanto a nosotros que nos resultan tan curiosos como los monos? Puede que sean seiscientas u ochocientas las veces en que ese gato ha intentado entrar, siempre sin conseguirlo.

—Te tengo preparada una cruel sorpresa —dije al gato. Estaba sentado de tal modo que la cola trazaba un círculo a su alrededor, y le asomaba entre las patas delanteras. Entré en la tienda a oscuras, saqué un envase de leche del estante, lo abrí y vertí un poco en un tazón. Llevé el tazón a la trastienda, lo deposité en el suelo y dejé la puerta entreabierta. Me miró con gravedad, miró la leche y se largó pasando por la valla de la parte posterior del banco.

Todavía lo estaba mirando cuando apareció Joe Morphy por el callejón; tenía ya en la mano la llave de la puerta de atrás del banco. Tenía mala cara y estaba desaliñado, como si no hubiera pegado ojo en toda la noche.

—Hola, señor Hawley.

—Creí que hoy no abría.

—Parece que no voy a cerrar nunca. Un error de treinta y seis dólares en los libros de asiento. Ayer trabajé hasta la medianoche.

—¿Faltan?

—No, sobran.

—Pues eso no está mal.

—¿Cómo dice? ¡Es un desastre! He de encontrar de dónde sobran.

—¿Tan honrados son los bancos?

—Los bancos lo son. Algunos hombres no lo son tanto. Si quiero tomarme un descanso, he de encontrar dónde está el error.

—Ojalá entendiera yo de cuentas y negocios.

—Yo se lo puedo explicar todo en un pispás. El dinero llama al dinero.

—Pues no me sirve de mucho.

—A mí tampoco. Pero le puedo dar consejo.

—¿Por ejemplo?

—Nunca acepte la primera oferta. Si alguien quiere vender, seguro que tiene sus motivos. Las cosas sólo tienen el valor que les dé quien las quiera comprar.

—¿Ese es un curso acelerado?

—Lo es, pero no tiene ningún sentido sin la primera premisa.

—¿Qué el dinero llama al dinero?

—Eso nos deja fuera a muchos.

—¿No hay gente que pide préstamos?

—Sí, pero para eso hay que tener crédito, garantías, y ésa es una forma de tener dinero aunque uno no lo tenga.

—Me parece que mejor será que siga con la tienda.

—Eso creo. ¿Se ha enterado de lo del banco de Floodhampton?

—Me lo contó Stoney. Tiene gracia, porque ayer mismo hablábamos de eso, ¿recuerda?

—Tengo un amigo allí. Eran tres tipos: uno con acento muy marcado, otro con cojera. Tres tipos. Seguro que los pillan. Les doy como mucho una semana. Dos a lo sumo.

—¡Perra suerte!

—No sé. No son muy listos. Y no ser muy listo es un delito que está penado por la ley.

—Siento lo de ayer.

—Olvídelo. Hablo demasiado. Ahí tiene usted otra regla: no hable demasiado. Yo nunca me lo meto en la cabeza. A propósito, tiene usted muy buen aspecto.

—Pues no sé por qué, porque no he dormido mucho.

—¿Alguien enfermo en casa?

—No. Ya sabe usted, ha sido una de esas noches…

—Ya, si lo sabré yo…

Barrí la entrada de la tienda y levanté las persianas sin saber si me gustaba lo que hacía o si lo odiaba. Las reglas de Joey no dejaban de darme vueltas en la cabeza. Y comenté el asunto con los amigos de los estantes, tal vez en voz alta, puede que no. No estoy seguro.

—Queridos socios —dije—, si todo es tan sencillo, ¿por qué no hay más personas que lo hagan? ¿Por qué casi todo el mundo comete los mismos errores una y otra vez? ¿Siempre habrá que olvidarse de algo? Puede que, en el fondo, la verdadera debilidad sea una forma de bondad. Marullo dice que el dinero no tiene corazón. ¿No cabe decir entonces que cualquier detalle de bondad sería una debilidad imperdonable en un hombre de dinero? ¿Cómo es posible conseguir que un tipo normal y corriente, un buen hombre, vaya y mate a otros tipos estupendos en la guerra? Desde luego que ayuda si el enemigo es diferente o habla diferente. Pero… ¿y la guerra civil? Los yanquis devoraban recién nacidos y los rebeldes mataban de hambre a los prisioneros. Eso sirve de ayuda. Enseguida me ocupo de ustedes, me refiero a las remolachas en rodajas y a los champiñones en lata. Ya sé que quieren que hable de ustedes. Eso les pasa a todos. Pero estoy a punto, sólo será un momento. Enseguida haré la debida referencia, eso es. Si las leyes del pensamiento son las leyes de las cosas, la moral también es relativa, y los modales, y el pecado… son relativos, cómo no, en un universo relativo. Así ha de ser. No hay forma de escaparse. Ahí tienen el punto de referencia.

—A ver, ustedes, los cereales con la careta de Mickey Mouse en la caja y el artilugio de un ventrílocuo en la etiqueta y los diez centavos de turno. Voy a tener que llevármelos a casa, pero por ahora quédense donde están y escuchen con atención. Lo que le dije a Mary en broma es una verdad como un templo. Mis antepasados, los muy respetados armadores, dueños de barcos, capitanes de altura, recibieron órdenes de asaltar los negocios durante la Revolución y también en 1812. Todo muy patriótico y muy virtuoso. Sin embargo, para los británicos eran piratas: la tajada que sacaban se la quedaban ellos. Ése es el origen de la fortuna de la familia, la que perdió mi padre. De ahí venía el dinero que llama al dinero. Podemos estar bien orgullosos.

Traje una caja de salsa de tomate, la rajé y apilé las encantadoras latas en el estante vacío.

—Puede que ustedes no lo sepan, porque a fin de cuentas son bastante extranjeras para entendernos. El dinero no sólo no tiene corazón, sino que tampoco tiene honor ni memoria. El dinero se vuelve automáticamente respetable si se retiene por un tiempo. No deben pensar ustedes que estoy haciendo una denuncia del dinero. No, lo admiro demasiado. Caballeros, permítanme presentarles a algunos recién llegados a nuestra comunidad. Veamos, creo que los voy a colocar aquí, junto a los botes de ketchup. Den la bienvenida a estos pepinillos en vinagre tan de andar por casa, que se sientan como en la suya. Neoyorquinos de nacimiento, cortados en rodajas y enlatados. Estaba hablando de dinero con estos amigos de aquí. Una de nuestras mejores familias… ¡Seguro que conocen el apellido! Yo creo que lo conoce todo el mundo. En fin, pues tuvieron su gran oportunidad para hacer fortuna vendiendo carne de vacuno a los británicos cuando nuestro país estaba en guerra con Gran Bretaña, y su dinero es tan admirado como cualquier otro, tanto como admirada es la propia familia. Y hay otra dinastía, probablemente la de los banqueros más grandes que existen, cuyo fundador compró trescientos rifles al ejército. El ejército los había rechazado porque eran defectuosos y entrañaban cierto peligro, de modo que los pudo comprar a precio de ganga, puede que a cincuenta centavos la pieza. Al poco tiempo, el general Frémont estaba listo para emprender su heroica campaña por el Oeste, y compró esas armas a ciegas, sin haberlas visto, por veinte dólares cada una. No se llegó a saber nunca si explotaron o no en manos de sus tropas. Y ése era dinero que llama al dinero. Poco importa cómo se haga el dinero con tal de que se haga y luego se utilice para hacer más. No soy un cínico. Nuestro amo y señor, Marullo, el del apellido de la Roma antigua, tiene toda la razón. En lo que al dinero atañe, las reglas ordinarias de conducta se llaman andana. ¿Que por qué hablo con los comestibles? Pues puede que sea porque ustedes son la discreción en persona. Ustedes no van por ahí repitiendo mis palabras, ni se dedican a cotillear. El dinero es un asunto grosero y desagradable sólo cuando uno lo tiene. A los pobres les resulta fascinante. ¿No les parece que si uno se siente de pronto particularmente interesado por el dinero debería conocer al menos algo de su naturaleza, carácter y tendencias? Mucho me temo que sean muy pocos los hombres, si es que los hay, y seguro que serán grandes artistas o avaros miserables, que se interesen por el dinero en sí. Y ya pueden descartar de una patada a los avaros que están condicionados por el miedo.

Para entonces, había un montón considerable de cajas de cartón en el suelo. Las llevé a la trastienda para recortarlas y guardarlas. Mucha gente se lleva ahora la compra a casa en esas cajas. Como diría Marullo, «así nos ahorramos bolsas, muchacho».

Otra vez esa palabra, «muchacho». Ahora ya no me importa. Quiero que me llame «muchacho», que me considere un «muchacho». Mientras apilaba las cajas, alguien llamó estrepitosamente a la puerta. Consulté mi viejo reloj de plata, un reloj de ferroviario, y me di cuenta de que por vez primera en toda la vida no había abierto la tienda a las nueve en punto. Eran ya las nueve y cuarto nada menos. Toda esa discusión con los comestibles me había distraído. A través de la puerta de hierro y cristal vi que era Margie Young-Hunt. La verdad es que nunca la había mirado, nunca me había parado a inspeccionarla. Tal vez por eso se dedicaba a echar las cartas, para asegurarse de que yo tuviera conocimiento de su existencia. No debería cambiar demasiado deprisa.

Abrí la puerta.

—No era mi intención sobresaltarlo.

—Pero es que ya voy tarde.

—¿De veras?

—Claro. Ya pasan de las nueve.

Entró caminando despacio, como si fuera la dueña del lugar. Se le marcaba el trasero de un modo agradable, redondeado, rebotando lentamente, subiendo y bajando con cada paso que daba. Por delante también iba más que bien provista, de modo que no tenía que preocuparse por hacerlas resaltar. Margie era lo que Joey llamaría «un buen bocado», y no me extrañaría que mi hijo Allen dijera lo mismo. Quizá me acababa de fijar bien en ella por primera vez. Tenía unas facciones regulares, la nariz un poco larga, los labios perfilados de modo que parecían más anchos de lo que eran en realidad, sobre todo el de abajo. Llevaba el cabello teñido de un hermoso color castaño que en la naturaleza nunca se presenta por sí solo, pero que le quedaba de maravilla. Tenía el mentón de aspecto frágil, algo huidizo, pero las mejillas y los pómulos anchos resultaban bastante musculosos. Había dedicado gran atención a sus ojos. Los tenía de ese color avellana que se torna azul o acero según sea la luz. Era el suyo un rostro duradero, que había aguantado lo suyo y seguiría aguantando lo que hiciera falta. Su mirada revoloteaba de los comestibles a mí y vuelta a empezar. Imaginé que era una muy atenta observadora, dotada además de una memoria excelente.

—Espero que no tengas el mismo problema que ayer.

Se rió.

—No… no. No recibo a un viajante de comercio todos los días. Esta vez me he quedado sin café.

—Suele pasar.

—¿Qué quieres decir?

—Que los primeros diez clientes de cada mañana son los que se han quedado sin café.

—¿De veras?

—Te lo digo totalmente en serio. Ah, y quiero darte las gracias por haberme enviado a tu viajante de comercio.

—Fue idea suya.

—Ya, pero lo mandaste tú. ¿Qué clase de café deseas?

—Cualquiera. Siempre me sale fatal, da lo mismo qué marca use.

—¿Lo mides?

—Sí, pero me sale fatal. El café no se me da nada bien.

—Prueba con esta mezcla. —Tomé un bote de la estantería y ella tendió el brazo para recogerlo. Con ese mínimo gesto, todas las partes de su cuerpo se movieron, se desplazaron, se hicieron presentes con nitidez y discreción. Hola, estoy aquí, soy la pierna. Encantado de conocerle, soy el muslo. Pero a mí no me gana: soy el vientre suave. Todo era nuevo, recién visto por vez primera. Contuve la respiración. Mary dice que una mujer puede emitir señales o no, según desee. De ser así, Margie tenía un sistema de comunicaciones que iba desde la punta de su zapato de charol hasta la curva de su melena de color castaño.

—Parece que hoy estás mejor que ayer.

—Es que ayer me dio muy fuerte, no sé por qué.

—A mí me sucede lo mismo. Y muchas veces ni siquiera sé por qué…

—Ayer estuviste muy bien cuando me echaste las cartas.

—¿Me guardas rencor por eso?

—No. Sólo que me gustaría saber cómo lo hiciste, eso es todo…

—Tú no crees en esas cosas.

—No se trata de creer o descreer. Dijiste algunas cosas con las que diste en el clavo. Son cosas en las que he pensado, cosas que he hecho…

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, que ya va siendo hora de cambiar.

—Sigues pensando que hice trampa con las cartas, ¿no es eso?

—Eso es lo de menos. Si las amañaste… ¿por qué lo hiciste? ¿Lo has pensado?

Me miró a los ojos con suspicacia. Una mirada interrogante, para sondearme.

—Sí… —dijo con voz queda—. O sea, no, nunca he pensado en eso. Si las amañé… ¿por qué lo hice? Eso sería como desentrampar la trampa.

El señor Baker asomó por la puerta.

—Buen día, Margie. Ethan, ¿ha pensado en mi sugerencia?

—Desde luego que sí. Y me gustaría hablar con usted.

—Cuando quiera, Ethan.

—Durante la semana no puedo salir. Ya sabe usted que Marullo apenas viene casi nunca. ¿Estará mañana en su casa?

—Después de misa, seguro. Buena idea. Tráigase a Mary, pueden venir a eso de las cuatro. Mientras las señoras hablan de sombreros de Pascua, nosotros hacemos un aparte y…

—Quiero hacerle un centenar de preguntas. Creo que será mejor que las apunte.

—Siempre y cuando sepa yo la respuesta, no deje de hacérmelas. Muy bien. Hasta mañana. Buen día, Margie.

—Es un comienzo muy veloz —dijo Margie cuando se hubo marchado el señor Baker.

—Puede que sólo sea el calentamiento previo. ¿Sabes qué sería interesante? ¿Y si echases las cartas con los ojos vendados o algo así, por ver cuánto se parece el resultado a lo de ayer?

—¡No! —dijo—. Eso no saldría bien. ¿Me estás tomando el pelo, o lo dices en serio?

—Tal como veo yo las cosas, no es cuestión de creer. Yo no creo en la percepción extrasensorial, ni en los relámpagos, ni en la bomba de hidrógeno, ni siquiera en las violetas, ni en los bancos de peces… pero sé que existen. No creo en los fantasmas, pero los he visto.

—Ahora te burlas de mí.

—No.

—No me pareces el mismo de siempre.

—Es que no lo soy. Tal vez nadie sea el mismo durante mucho tiempo.

—¿Y eso por qué ha sido, Eth?

—No lo sé. Tal vez porque me he hartado de ser dependiente de una tienda.

—Ya iba siendo hora.

—¿A ti de veras te gusta Mary?

—Desde luego. ¿Por qué me lo preguntas?

—Es que no pareces de la misma clase de… En fin, Margie, que eres muy diferente de ella.

—Sí, ya te entiendo. Pero me gusta. La amo.

—Yo también.

—Pues qué suerte.

—Sí, sé que tengo suerte.

—No, me refería a ella. Bueno, voy a preparar ese café que me sale fatal. Pensaré en lo de las cartas.

—Cuanto antes, mejor. No dejes que se enfríe.

Salió taconeando, meneándosele las nalgas como si las tuviera de caucho. No la había visto nunca, jamás, hasta ese momento. Me pregunto a cuántas personas he mirado en toda mi vida sin haberlas visto nunca. Da miedo pensarlo. Otra vez el punto de referencia. Cuando dos personas se encuentran, cada una es transformada por la otra, de modo que después del encuentro son dos personas distintas. Tal vez eso signifique… Demonios, qué complicado. Convine conmigo mismo en que sólo iba a pensar en esas cosas de noche, cuando no pudiera dormir. Haberme olvidado de abrir la tienda a la hora en punto me ha dado miedo. Es como que se te caiga el pañuelo en el lugar del crimen, o las gafas de esos como se llamen, los de Chicago. ¿Qué significa eso? ¿Qué crimen? ¿De qué asesinato hablo?

A mediodía me hice cuatro sandwiches de jamón y queso, con lechuga y mayonesa. Jamón y queso, jamón y queso… Cuando un hombre se casa, es como si viviera en los árboles. Me llevé dos de los sandwiches y una botella de coca-cola a la puerta de atrás del banco y se los pasé a Joey.

—¿Qué, ha aparecido el error?

—Todavía no. Estoy tan cerca que ya no veo ni dos en un burro.

—¿Por qué no lo deja para el lunes?

—No puedo. Los bancos son así de jodidos.

—A veces, cuando uno deja de pensar en algo, surge por sí sola la respuesta.

—Lo sé. Gracias por los sandwiches. —Miró dentro para cerciorarse de que llevaban lechuga y mayonesa.

El sábado por la tarde, antes de Pascua, el negocio es como «un cementerio», que diría mi augusto y analfabeto hijo. Sin embargo, sucedieron dos cosas que al menos me demostraron que dentro de mí, en el fondo, muy debajo de la superficie, se estaban produciendo algunos cambios. Dicho de otro modo, ayer mismo, o cualquier otro día anterior, no hubiera hecho lo que hice. Es como mirar muestras de papel de pared. Supongo que acababa de desplegar una muestra nueva.

Lo primero fue que apareció Marullo. La artritis lo traía a mal traer. No dejó de flexionar los brazos en ningún momento, como si fuera un levantador de pesas.

—¿Qué, cómo van las cosas?

—Regular, Alfio. —Nunca lo había llamado por su nombre de pila.

—Se ha marchado todo el mundo de la ciudad.

—Me gusta más que me llame «muchacho».

—Pues creí que no te gustaba.

—A todo se le coge el gusto, Alfio.

—Se han largado todos… —Debían de quemarle los hombros como si tuviera arena caliente en las articulaciones.

—¿Cuánto tiempo hace que vino de Sicilia?

—Cuarenta y siete años. Es mucho tiempo.

—¿No ha vuelto nunca?

—No.

—¿Por qué no va de visita?

—¿Para qué? Todo ha cambiado.

—¿No siente curiosidad?

—No mucha.

—¿No tiene allí familiares?

—Claro, mi hermano y sus hijos, y los hijos de sus hijos.

—¿Y no siente deseos de verlos?

Me miró, creo yo, como miré yo a Margie, como si me viese por primera vez.

—¿Qué estás pensando, muchacho?

—Que me da pena verlo sufrir por culpa de la artritis. Que en Sicilia hace calorcillo. Que a lo mejor le aliviaría sus dolores.

—¿Y a ti qué te pasa? —dijo mirándome con recelo.

—¿Qué quiere decir?

—Pareces cambiado.

—Ah, será porque me han dado una buena noticia.

—No vas a dejarme, ¿no?

—De momento, no. Si usted quisiera hacer un viaje a Italia, le podría prometer que me quedaría hasta entonces.

—¿Cuál es la buena noticia?

—Aún no puedo decírselo. Está así, así… —Puse la palma de la mano boca abajo y la hice oscilar.

—¿Asunto de dinero?

—Podría ser. Mire, usted ya es bastante rico. ¿Por qué no regresa a Sicilia y les enseña cómo son los norteamericanos ricos de verdad? Empápese de sol. Yo me ocuparé del negocio. Sabe que de mí se puede fiar.

—¿No me vas a dejar plantado?

—No, demonios. Me conoce usted lo suficiente para saber que yo no le dejaría plantado.

—Has cambiado, muchacho, y no entiendo por qué.

—Ya se lo he dicho. Hágame caso, vaya a jugar con los bambinos.

—Aquello no es para mí —dijo, pero me di cuenta de que la idea se le había prendido. Y también me di cuenta de que esa noche volvería a repasar los libros de cuentas. Es un cabronazo desconfiado.

Acababa de marcharse cuando —bueno, igualito que ayer— vino el representante de BBD & D.

—No vengo con asuntos de negocios —dijo—. Me quedo a pasar el fin de semana en Montauk. Pensé hacerle una simple visita de cortesía.

—Pues me alegro —dije—. Quiero darle esto. —Le tendí la billetera con el billete de veinte asomando una esquina.

—Pero si es un obsequio… Ya le dije que no he venido por asuntos de negocios.

—¡Tómela!

—¿Qué insinúa?

—Para mí, eso equivale a un contrato.

—¿Qué sucede? ¿Está enojado?

—Desde luego que no.

—¿Entonces…?

—¡Tómela! Aún no han llegado todas las ofertas.

—Caramba… ¿Le ha hecho Waylands una oferta mejor?

—No.

—Pues ¿quién ha sido? ¿Las malditas casas de descuento?

Le metí el billete de veinte dólares bien doblado en el bolsillo de la chaqueta, por detrás del pañuelo que sobresalía en pico.

—Me quedo con la billetera —le dije—. Es bonita.

—Mire, no puedo hacerle una oferta sin hablar antes con el jefe del despacho. No cierre el trato hasta el martes. Yo le llamaré por teléfono. Si digo que soy Hugh, ya sabrá que soy yo.

—Es usted quien paga la conferencia.

—Bueno, pues déjelo abierto, ¿de acuerdo?

—Está abierto —le dije—. ¿Qué, va a pescar?

—Solamente echo el anzuelo para pescar mujeres. Traté de llevarme a Margie, un bocado para chuparse los dedos, seguro, sólo que no se ha dejado convencer. Y por poco me rompo la cabeza, no vea cómo lo intenté. Ya se ve, no entiendo a las mujeres.

—Cada vez son más curiosas, más incomprensibles.

—Bien lo puede usted decir —dijo, y hace quince años por lo menos que no oía esa expresión. Me pareció preocupado—. No haga nada mientras no reciba noticias mías —añadió—. Caramba, y yo que pensé que las tenía tiesas con un chico del campo…

—Yo a mi jefe lo trato como merece.

—Bobadas. Lo único que ha hecho ha sido mejorar la apuesta.

—Si de veras necesita hablar del caso, diga que me he negado a aceptar un soborno.

Creo que eso es buena demostración de que he cambiado. El tipo me empezó a mirar con respeto. Eso me gustó. Me encantó. El tío pensaba que yo era como él, sólo que más hábil.

Estaba a punto de cerrar la tienda cuando me llamó Mary.

—Ethan —me dijo—. No te enojes, pero…

—¿Qué pasa, pajarito bobo?

—Bueno, es que está tan sola que pensé que… En fin, he invitado a Margie a cenar.

—¿Y por qué me iba a enojar?

—¿No estás enojado?

—Qué carajo, pues no.

—No digas palabrotas. Mañana es Pascua.

—Ahora que me acuerdo, plánchate el mejor vestido que tengas. Vamos a visitar a Baker a las cuatro.

—¿A su casa?

—Sí, a tomar el té.

—Pues tendré que ponerme lo mismo que me pongo para ir a la iglesia.

—Buena idea, pimpollito de repollo.

—¿No estás enojado por lo de Margie?

—Te quiero —le dije. Y es verdad. De veras la quiero. Recuerdo haber pensado en qué demonios puede llegar a convertirse un hombre.