3

Mi mujer, mi Mary, se queda dormida con la misma facilidad con que se cierra la puerta de un armario ropero. Cuántas veces no la habré contemplado con envidia. Su hermoso cuerpo rebulle unos instantes como si estuviera acomodándose bien dentro de una crisálida. Suspira una sola vez y, nada más terminado el suspiro, se le cierran los ojos y los labios, sosegados, adoptan esa sabia y arcaica sonrisa propia de los antiguos dioses griegos. Sonríe durante toda la noche, mientras duerme. Y ronronea: no, no son ronquidos, sino ronroneos de gata. Por un instante sube de tal modo la temperatura de su cuerpo que la siento resplandecer a mi lado, en la cama. Luego, desciende bruscamente y ella se va. No tengo ni idea de a dónde se va, pero se evade. Dice que no sueña. Pero tiene que soñar, por descontado. Eso tan sólo significa que sus sueños no la molestan, o bien que la alteran tanto que los olvida antes de despertar. Le encanta dormir, el sueño siempre la recibe de buen grado. Ojalá me pasara igual. Yo trato de no dormirme al mismo tiempo que ansío conciliar el sueño.

He pensado que la diferencia podría estar en que mi Mary sabe que vivirá siempre, que se bajará del mundo de los vivos para ingresar en otra vida con la misma facilidad con que pasa del sueño a la vigilia. Es algo que sabe con todo su cuerpo, de un modo tan completo que ni siquiera ha de pensar en ello, tal como tampoco ha de pensar en respirar. Así pues, dispone de tiempo para dormir, tiempo para descansar, tiempo para dejar de existir al menos un rato.

En cambio, yo siento en mis huesos y en todos mis tejidos que un buen día, tarde o temprano, dejaré de vivir, de modo que lucho contra el sueño y me rebelo cuando me asedia, y lo imploro a la vez, e incluso trato de engatusarlo para que acuda a mí. El momento de mi sueño es un gran desgarramiento, una agonía. Lo sé porque he despertado en este preciso instante con la persistente sensación que deja un golpe terrible.

Y una vez dormido ando muy atareado. Mis sueños son los problemas del día llevados un paso más allá, hasta el absurdo, como hombrecillos que bailotean con sus cuernos y sus máscaras de animales.

Duermo mucho menos tiempo que Mary. Ella dice que necesita dormir muchísimo y yo estoy de acuerdo en que necesito bastante menos, pero lejos estoy de creerlo. El cuerpo almacena una determinada cantidad de energía, aumentada como es natural por los alimentos que se ingieren. Uno la puede invertir rápidamente, del modo en que algunos chicos se zampan las golosinas, o bien desenvolverla despacio. Siempre hay una niña pequeña que se reserva parte del pirulí, que aún le queda cuando los zampabollos ya no tienen nada. Creo que mi Mary vivirá mucho más que yo. Se habrá reservado parte de la vida para más adelante. Ahora que me paro a pensarlo, la mayoría de las mujeres vive más que los hombres.

El Viernes Santo siempre me ha trastornado. Ya de niño me invadía una gran tristeza no por la agonía de la crucifixión, sino al imaginar la arrasadora soledad del crucificado.

Y ya nunca se me ha desprendido esa pena que plantó en mí Mateo y que me fue leída con el tono seco y cortante de mi tía abuela Deborah, la de Nueva Inglaterra.

Tal vez este año haya sido peor que nunca. La verdad es que ésa es una historia que nos llega a lo más profundo. Hoy Marullo me ha dado una lección tal que por vez primera la he entendido: una lección sobre la naturaleza de los negocios. Inmediatamente después me han propuesto aceptar el primer soborno de mi vida. Es extraño decir una cosa así a mi edad, pero no recuerdo que haya ocurrido anteriormente. He de pensar a fondo en Margie Young-Hunt. ¿Es una mujer maligna? ¿Qué se propone exactamente? Sé que me ha prometido algo y que me amenaza si no lo acepto. ¿Es posible que un hombre piense de qué manera ha de vivir su vida, o tiene que seguir el camino trazado?

Son muchas las noches que he pasado tendido, despierto, oyendo el ronroneo de mi Mary a mi lado. Si miras a fondo a la oscuridad, empiezan a bailar ante tus ojos unas manchas rojas. Se hace largo. Mary se siente tan a gusto cuando duerme que siempre he tratado de proteger su sueño, aun cuando ese picor eléctrico me quemaba la piel. Se despierta si yo me levanto de la cama. Eso le preocupa. Como su única experiencia del insomnio ha sido en la enfermedad, tiende a pensar que yo no me encuentro bien.

Esta noche he tenido que levantarme y salir de la casa. Ella ronroneaba al respirar con gran dulzura; vi pintada en sus labios esa sonrisa arcaica. Quizás soñase con su buena suerte, con el dinero que yo estaba por ganar. Mary quiere sentirse orgullosa.

Es extraño que un hombre esté convencido de que puede pensar mejor en un lugar determinado. Yo tengo un lugar así, lo he tenido siempre, aunque sé que en él no me dedico exactamente a pensar, sino a sentir y experimentar y recordar. Es un lugar seguro; todo el mundo debe de tener un sitio parecido, aunque nunca he oído a nadie que lo diga. Los movimientos secretos, cautos, a menudo despiertan al que duerme, allí donde una acción normal e intencionada no lo despierta. También estoy convencido de que la mente del que duerme es capaz de colarse en los pensamientos de los demás. Me obligué a sentir la necesidad de ir al cuarto de baño; cuando llegó, me levanté y fui. Y después bajé a la planta baja sin hacer ruido, con la ropa bajo el brazo, y me vestí en la cocina.

Mary dice que yo comparto los problemas de los demás, problemas que en realidad no existen. Puede que así sea, pero sin embargo imaginé una escenita muy posible que se desarrollaría en la cocina en penumbra: Mary que despierta y que registra la casa entera en busca de mí, con cara de preocupación. Le dejé una nota en el bloc donde apuntaba las cosas de la tienda: «Cariño, estoy inquieto. He salido a dar una vuelta. Volveré enseguida». Creo que la dejé en medio de la mesa de la cocina, de modo que, si encendiera la llave de la luz nada más entrar, fuera lo primero que viese.

Abrí entonces la puerta de atrás sin hacer ruido y respiré el aire de la noche. Hacía frío, el aire olía a un residuo de blanca escarcha. Me envolví en una chaqueta gruesa y me puse un gorro de punto, de marinero, que me cubría las orejas. Gruñó el reloj eléctrico de la cocina. Eran las tres menos cuarto. Había estado en vela, tendido en la oscuridad, viendo las manchas rojas, desde las once de la noche.

Nuestra ciudad, New Baytown, es una localidad antigua y hermosa, una de las primeras poblaciones claramente definidas de toda Norteamérica. Sus primeros colonos y mis antepasados, tengo entendido, eran hijos de aquellos marineros inquietos, traicioneros, pendencieros, avaros, que tantos quebraderos de cabeza dieron a Europa en tiempos de la reina Isabel, que se adueñaron de las Antillas con el gobierno de Cromwell y acabaron por aposentarse aquí, en la costa norte, poseyendo incluso patentes de corso emitidas por Carlos Estuardo. Lograron combinar con éxito la piratería con el puritanismo, cosa que a fin de cuentas no es tan difícil como parece: en el fondo, no son tan distintas si bien se piensa, no en vano tienen ambas una fuerte aversión por todo lo que se les oponga y a las dos se les van los ojos tras la propiedad ajena. Una vez aunadas, dieron por resultado un hatajo de monos encallecidos, resistentes. Algo sé de ellos, porque mi padre se encargó de que algo supiera. Era una especie de descendiente aficionado a sus ancestros; siempre me ha llamado la atención que los ancestros carezcan de aquellas cualidades que son propias de quienes más admiran. Mi padre era un idiota amable, bien avisado, mal aconsejado, a veces brillante. Él solito se encargó de perder la tierra, el dinero, el prestigio y el futuro; a decir verdad, perdió todo lo que los Allen y los Hawley habían acumulado a lo largo de varios siglos, todo salvo los apellidos, que a fin de cuentas eran lo único que a mi padre de veras le interesaba. A mi padre le gustaba darme lo que él llamaba lecciones «de herencia». Por eso sé tantas cosas de los chicos de antaño. Puede que por eso mismo sea un simple dependiente en la tienda que posee un siciliano en una manzana que antaño fue propiedad de los Hawley. Ojalá no me fastidiara tanto. No fue la depresión ni los tiempos duros lo que nos arruinó.

Todo esto viene a cuento porque dije que New Baytown es una bonita ciudad. Doblé por Elm Street a la derecha en vez de doblar a la izquierda y caminé deprisa por Porlock, que es casi paralela a High Street. Willie el Flaco oficial de nuestra policía municipal, estaría dormitando en su coche patrulla en High Street; no me apetecía pasar con él esas horas de la noche. «¿Qué andas haciendo por ahí tan tarde, Eth? ¿Te has conseguido alguna cosa rica?». Willie el Flaco pasa mucho tiempo solo y le encanta charlar, pero después habla por los codos de lo que habló en privado. Unos cuantos escándalos de poca monta, pero al fin y al cabo desagradables, han surgido de la soledad de Willie. El policía que tiene el turno de día se llama Stonewall Jackson Smith. No es un apodo, ni tiene nada que ver con el general confederado. Lo bautizaron así, Stonewall Jackson, y eso lo distingue de todos los demás Smith. No sé por qué los policías municipales tienen que ser tan opuestos, pero ésa es la norma general. Stoney Smith es un tipo que ni siquiera dirá a qué día estamos, a menos que tenga que declarar bajo juramento en el estrado de los testigos. El jefe Smith supervisa los trabajos de la policía municipal con verdadera aplicación: estudia los últimos métodos y ha hecho el curso del F. B. I. en Washington. Supongo que es uno de los mejores policías que se pueden encontrar, alto y apacible, con los ojos como dos cuentas de metal. Si uno se va a dedicar a delinquir, el jefe es un hombre con el que conviene no toparse.

Todo esto viene a cuento porque dije que tomé por Porlock Street para no tener que pararme a charlar con Willie el Flaco. En Porlock se encuentran las casas más hermosas de New Baytown. A principios del siglo XVIII teníamos más de un centenar de barcos balleneros. Cuando volvían después de un año, a veces dos, tras haber llegado al Antártico o al mar de la China, regresaban cargados de aceite, muy enriquecidos. Habían atracado en infinidad de puertos del extranjero, de donde se traían objetos e ideas. Ésa es la razón de que haya tantos objetos chinos en las casas de Porlock Street. Algunos de aquellos capitanes y armadores tenían buen gusto. Gracias a su dinero se trajeron a los arquitectos ingleses que les construyeron sus casas. Por eso se nota tanta influencia de los hermanos Adam y tanto estilo renacimiento griego en Porlock Street. En Inglaterra estaba en boga ese estilo. Sin embargo, a pesar de los tragaluces y las columnas aflautadas, a pesar de los adornos griegos, nunca se olvidaron de poner un mirador en el techo. La idea era que las fieles esposas que apenas salían de casa subieran allí para esperar a los barcos de regreso a puerto, y es posible que algunas lo hicieran. Los Hawley y los Phillip, los Elgar y los Baker eran las familias más antiguas de la ciudad. Permanecieron en Elm Street; construyeron sus casas al estilo que ahora se llama americano primitivo, con techos puntiagudos y paredes de maderas ensambladas. Así es mi casa, la vieja casa Hawley. Y los olmos gigantes son tan antiguos como las casas.

Porlock Street ha conservado las farolas de gas, sólo que ahora han colocado bombillas eléctricas en el interior de los globos. En verano, los turistas vienen a admirar la arquitectura de la ciudad y lo que llaman «el encanto de lo antiguo». ¿Por qué tendrá que ser necesariamente antiguo lo que tiene encanto?

Olvido que los Allen de Vermont se emparentaron con los Hawley. Sucedió poco después de la Revolución. Podría averiguarlo, por supuesto. En el desván tiene que haber un registro. Para cuando murió mi padre, mi Mary estaba bastante harta de la historia familiar de los Hawley, de modo que propuso que guardásemos todas esas cosas en el desván: me di perfecta cuenta de cómo se sentía. Es fácil acabar hastiado de una historia familiar ajena. Mary ni siquiera nació en New Baytown. Procede de una familia de origen irlandés, pero no es católica. Siempre hace hincapié en esa menudencia. Una familia del Ulster, dice ella. Mary nació en Boston.

No, la verdad no es ésa. Yo la conocí en Boston. Aún nos veo a los dos, puede que con más claridad ahora que entonces: el nervioso, asustado subteniente Hawley disfrutaba de su permiso de fin de semana con la jovencita encantadora, de mejillas como pétalos de flor y perfumada de dulzura, triplicado todo ello por la guerra y los libros de texto. Qué serios éramos entonces, qué terriblemente serios. Yo iba a morir en combate y ella estaba dispuesta a dedicar la vida entera a mi heroico recuerdo. El nuestro fue uno más entre un millón de sueños idénticos, uniformes verde oliva y vestidos estampados. Y bien pudo terminar con la tradicional carta que dice «Querido: lo siento mucho, pero…» si ella no hubiera dedicado la vida entera a su guerrero. Sus cartas, dulces y llenas de tenacidad, me siguieron a todas partes, su letra redonda y nítida en tinta azul oscuro sobre papel azul claro. Todo el regimiento reconocía sus cartas, todos estaban contentos por mí, curiosos por mis venturas. Aunque no hubiera querido casarme con Mary, su constancia me hubiera obligado a ello, en aras de la perpetuidad del sueño universal de las mujeres bellas y fieles.

Ella no ha flaqueado jamás, ni siquiera en el transplante de las casas irlandesas de alquiler, en Boston, a la vieja casa de los Hawley, en Elm Street. No ha flaqueado ni siquiera en el lento desplome, en el abatimiento de mi negocio, ni durante el nacimiento de nuestros hijos, ni en la parálisis de mis largos años como dependiente de una tienda. Sabe esperar, ahora lo entiendo con claridad. Y creo que después de tantísimo tiempo se ha cansado de esperar. Hasta ahora, nunca había salido a relucir el hierro de sus deseos, porque mi Mary no es amiga de las burlas, y el desprecio no es su arma. Demasiado ajetreada ha estado siempre en capear de la mejor manera posible innumerables situaciones. Lo único que tiene esta crisis de notable es que no se haya producido antes. Qué veloces surgían las imágenes sobre el ruido de fondo de mis pasos triturando la escarcha en el silencio de la noche.

No hay motivo para sentirse culpable o caminar furtivo al recorrer de madrugada las calles de New Baytown. Willie el Flaco hará el chiste de siempre, pero la mayoría de las personas que me vieran caminar hacia la bahía a las tres de la mañana supondrá que me propongo ir a pescar y no se detendrá a preocuparse más del asunto. La gente de por aquí tiene toda suerte de teorías sobre la pesca, algunas de las cuales se guardan en secreto como viejas recetas de familia, de modo que estas cosas son respetadas y respetables.

El alumbrado público daba a la blanca escarcha que cubría los céspedes y las aceras, el brillo de millones de minúsculos diamantes. En esa escarcha se quedan marcadas las huellas, pero no había ninguna. Desde que era niño, siempre he sentido una curiosa emoción al caminar por la escarcha o la nieve sin hollar todavía. Es como ser el primero en llegar a un mundo nuevo, una profunda y satisfecha sensación de descubrimiento de algo limpio, nuevo, sin usar ni ensuciar aún. A los noctámbulos al uso, a los gatos, no les gusta caminar sobre la escarcha. Recuerdo que una vez, por una apuesta, caminé descalzo por un sendero cubierto de escarcha y me quemé como si fuera fuego. Ahora, con las botas de agua y los calcetines gruesos, dejo las primeras cicatrices en la blancura resplandeciente de la escarcha.

En la esquina de Porlock y Torquay, cerca de Hicks Street, donde está la fábrica de bicicletas, la escarcha inmaculada parecía herida por largas huellas de pasos arrastrados. Danny Taylor: un fantasma inquieto, con paso inseguro, siempre deseoso de estar en otra parte, a la cual llega casi a rastras, para desear enseguida estar en otra aún. Danny, el borracho del pueblo. Todos los pueblos tienen el suyo, digo yo. Danny Taylor —cuántas cabezas respetables se menean lentamente de un lado a otro y refunfuñan al oír su nombre—: de buena familia, una de las más antiguas, el último de su linaje, con una educación esmerada. ¿No tuvo alguna complicación en la Academia? ¿Por qué no se enmienda? Se está matando de tanto beber, y eso es una pena, porque Danny es un caballero. Da pena verlo mendigar para comprar alcohol. Es un consuelo que sus padres ya no vivan para verlo. Eso los mataría, sólo que ya están muertos. Pero eso son habladurías de New Baytown.

Danny me duele como una herida en carne viva de la que brota la culpa. Yo tendría que poder ayudarlo. Y lo he intentado, sólo que él no me deja. Danny es casi un hermano para mí, lo más parecido a un hermano que he tenido nunca: somos de la misma edad, crecimos a la par, con el mismo peso y la misma fuerza. Tal vez mi culpa se deba a que soy el guardián de mi hermano y no he sabido salvarlo. Mi sentimiento es tal que ni siquiera las excusas válidas sirven de alivio. Los Taylor son una familia de antigua raigambre, tanto como los Hawley o los Baker. No recuerdo ninguna excursión de mi infancia, ninguna visita al circo, competición o festejos de Navidad sin Danny a mi lado, tan cerca de mí como mi propio brazo. Quizás, si hubiéramos ido juntos a la universidad esto no habría ocurrido nunca. Yo fui a Harvard: disfruté con el estudio de otras lenguas, me sumergí en las humanidades, me alojé en lo antiguo, lo hermoso o lo impenetrable, regodeándome en la adquisición de un saber que luego me iba a resultar absolutamente inservible para dirigir un simple establecimiento comercial. Y siempre deseé que Danny pudiera estar a mi lado en esa brillante, apasionante peregrinación. Danny, en cambio, estaba hecho para el mar. Su ingreso en la Academia Naval estaba planeado, verificado, garantizado ya desde que éramos dos niños. Su padre se aseguraba la reserva de plaza cada vez que teníamos un nuevo representante en el Congreso.

Tres años con honores y luego la expulsión. Dicen que eso mató a sus padres, y la verdad es que destruyó la mayor parte de Danny. Todo lo que de él quedó es esa penuria que se arrastra por las calles, esa penuria noctámbula y errante que va mendigando monedas sueltas para pagarse un par de tragos de quitapenas. Creo que los ingleses dirían que lo echó todo a rodar, pero es él quien sigue rodando. Siempre duele más la rueda que la rodera. Danny es ahora un vagabundo nocturno, un madrugador, solitario, arrastrado. Cuando pide una moneda para quitapenas, con la mirada te suplica que lo perdones, porque él no puede perdonarse. Duerme en una cabana, en la trasera del astillero donde los Wilbur armaban sus barcos. Me agaché sobre sus huellas por ver si se encaminaba a casa o si acababa de salir. Por la forma del rastro pareció que acababa de salir, y supuse que me lo podría encontrar por tanto en cualquier parte. Willie el Flaco no lo iba a encerrar. ¿De qué le serviría?

Yo no tenía la menor duda del destino de mis pasos. Lo había visto, sentido, olfateado incluso antes de levantarme de la cama. El Puerto Viejo está muy deteriorado. Después de levantar el nuevo rompeolas y el muelle municipal, la arena y el fango se depositaron poco a poco hasta rellenar el que fuera gran caladero protegido por los dientes afilados del acantilado de Pentecostés. Y en otro tiempo hubo allí planchas de atraque y escalas de soga, galpones y tinglados, familias enteras de toneleros que fabricaban los contenedores para el aceite de ballena, diques donde sobresalían los baupreses de los balleneros y proyectaban sus mascarones de proa bajo la soberbia de sus estays. Eran por lo común navíos de tres mástiles con aparejos de vela cuadrada; el mástil de popa aparejaba maricangallas y vergas de cangreja. Eran barcos de casco hondo, hechos para bregar años en el mar, con cualquier temporal. El botalón del cuarto foque era una verga aparte, y el doble moco del bauprés servía de botavara.

Conservo un grabado al hierro donde aparece el Puerto Viejo abarrotado de barcos, y algunas fotografías borrosas, en estaño, aunque en realidad no las necesito. Conozco el puerto y conozco los barcos. Mi abuelo me lo reconstruyó con su bastón, hecho con el asta de un narval, y me hizo aprender la nomenclatura: llevaba el compás de los nombres con la contera del bastón, con el cual golpeaba el muñón lavado por las mareas de un pilar que en otros tiempos fuera el muelle de los Hawley. Era un viejo feroz, de patillas y bigote blancos. Yo lo quería tanto que me dolía.

—Muy bien —decía con un vozarrón tal que no necesitaba megáfono en el puente de mando—. Recita de cabo a rabo los aparejos, y que te oiga yo alto y claro. Detesto los cuchicheos.

Y yo me ponía a cantar, a la par que él golpeaba el pilar con su bastón de narval.

—Cuarto foque —decía yo, y él ¡zas!, con el bastón—. Foque exterior (¡zas!), foque interior (¡zas!), foque (¡zas, zas!).

—¡Alto y claro! ¡Estás cuchicheando!

—Periquito, juanete de proa, sobrejuanete, velacho… —y un ¡zas!, por cada nombre.

—¡Ahora las mayores! ¡Alto y claro!

—Vela de gavia… —¡zas!

Pero a veces, a medida que iba envejeciendo, se cansaba.

—Deja a un lado las mayores —decía—. A ver, cántame las velas de mesana.

—Sí, señor. Mesana, mesana real, de cangrejo, cangreja de popa…

—¿Y?

—Maricangalla.

—¿Con qué aparejo?

—Verga de cangrejo.

¡Zas, zas, zas! El bastón de narval no dejaba de golpear contra el pilar.

A medida que se fue volviendo duro de oído, acusaba a menudo a todo el mundo de hablar en cuchicheos.

—Cuando algo es verdad, o aunque no lo sea y lo dices en serio, o quieres que al menos parezca que es verdad, dilo alto y claro —gritaba él a voz en cuello.

Puede ser que al final de su vida al viejo Capitán le fallara el oído, pero no así la memoria. Era capaz de recitar el tonelaje y la derrota de todos y cada uno de los barcos, de veras, que zarparon del Puerto Viejo, y el cargamento que trajeron a la vuelta, y cómo se dividió, y lo curioso es que los buenos tiempos de la caza de la ballena ya casi habían terminado cuando él llegó a capitán. Al queroseno lo llamaban «aceite de zorrino»; las lámparas de queroseno eran «las hediondas». Cuando se generalizó el uso de la luz eléctrica ya no le importaban tanto las cosas, o quizás se conformaba sólo con los recuerdos. Su muerte no me sorprendió. El viejo me había enseñado sobre la muerte tantas cosas como sobre los barcos. Supe qué tendría que hacer, lo supe por dentro y por fuera.

En la linde del Puerto Viejo, anegados por el fango y la arena, allí donde estaba el muelle de los Hawley, siguen en pie los cimientos de piedra. Llegan hasta el nivel mismo de la marea baja; la marea alta bate contra la obra cuadrada. A unos tres metros del extremo hay un pequeño pasaje, de casi metro y medio de anchura y otro tanto de alto y algo más de profundidad. Tiene un remate abovedado. Tal vez fuera un desagüe en otro tiempo, pero ahora la boca de tierra está cegada por la arena y las rocas sueltas. Ése es mi sitio, ese sitio que todo el mundo necesita tener. En el Puerto Viejo ahora no hay más que las chabolas de los pescadores que van a la almeja, unas construcciones que se tambalean y que suelen estar desiertas en invierno, aunque los pescadores de la almeja son gente muy tranquila. Apenas dicen ni pío en todo el día; caminan cabizbajos, con los hombros encorvados.

Ése era el sitio al que me dirigía. Allí pasé la marea nocturna en la víspera de entrar en el ejército, y otra marea nocturna la víspera de mi boda con Mary, y buena parte de la noche en que nació Ellen, que tan mal se lo hizo pasar. Me ganaba el impulso de ir a sentarme allí dentro, a escuchar cómo batían las olas pequeñas contra la base de la piedra, a contemplar los dientes aserrados de las rocas de Pentecostés. Estando en cama, esa noche lo volví a ver mientras veía en realidad el bailoteo de las manchas rojas, y supe que debía ir a sentarme allí. Son los grandes cambios los que me llevan a ese sitio. Sólo los grandes cambios.

South Devon corre a lo largo de la costa. Hay luces que iluminan la playa, luces que pusieron allí las buenas gentes para impedir que los amantes se vean en un aprieto. Tendrán que irse a otra parte. Una ordenanza municipal indica que Willie el Flaco haga la ronda al menos una vez cada hora. No se veía ni un alma en la playa. Ni un alma, cosa extraña, porque casi siempre hay alguien que sale a pescar o que está pescando, o que vuelve de pescar, prácticamente a todas horas del día y de la noche. Me colé bajo el borde y encontré el saledizo de piedra para introducirme en la pequeña cueva. Apenas me había acomodado cuando oí pasar el coche de Willie el Flaco. Era la segunda vez que evitaba el cruzarme con él para no tener que pasar un buen rato de charla.

Parece una incomodidad y una rematada tontería el tener que sentarse con las piernas cruzadas en una oquedad en la roca, como un Buda parpadeante, pero la verdad es que las rocas se adaptan a mí o me adapto yo a sus contornos. Tal vez sea porque he ido tantas veces a pasar un rato largo, pero mis posaderas han ido tomando la forma de la piedra. En cuanto a que sea una tontería, no es cosa que me preocupe. A veces, las tonterías son cosas divertidísimas, como cuando los niños juegan a las estatuas o se mueren de risa. A veces, hacerse el tonto ayuda a romper el ritmo y te permite empezar de nuevo casi sin darte cuenta. Cuando me acosan las preocupaciones, me hago el tonto de modo que mi amor no se dé cuenta de que estoy preocupado. Todavía no me ha descubierto; si me ha descubierto, mejor dicho, nunca me enteraré. Son tantas las cosas que desconozco acerca de mi Mary… Entre ellas, ¿cuánto sabe acerca de mí? No creo que tenga conocimiento de mi sitio. ¿Cómo iba a saber nada al respecto, si nunca le he dicho nada a nadie? Ni siquiera tiene un nombre especial; yo sólo lo llamo mi sitio. No tengo ritual, ni fórmula, ni nada por el estilo. No es más que un rincón donde maravillarse ante las cosas y meditar sobre ellas. No hay un hombre que de veras conozca bien a los demás. Lo mejor que cabe hacer es suponer que son como uno mismo. Sentado ahora en el sitio, a resguardo del viento, viendo a la luz de las farolas de vigía cómo iba subiendo la marea, agua negra con la negrura del cielo, me pregunté si todos los hombres tienen un sitio semejante o si necesitan tenerlo, o si tal vez lo desean y no lo tienen. A veces he visto en los ojos de los demás cierta mirada, una expresión como de animal asustado, como si estuvieran necesitados de un lugar tranquilo y secreto donde puedan calmarse los estremecimientos del alma, donde el hombre es uno consigo mismo y pueda sentirlo de veras. Por supuesto, estoy al corriente de esas teorías que hablan de regresar al útero materno y del deseo de muerte, y puede que sean muy ciertas en el caso de algunos hombres, pero dudo mucho que se me puedan aplicar, salvo como una manera bien fácil de decir algo que de fácil no tiene nada. A todo lo que sucede en el sitio yo le llamo «hacer inventario». Otros podrían llamarlo rezar, y puede que fuese lo mismo. Dudo mucho que sea pensar. Si quisiera crear una imagen para describírmelo, sería la de una sábana húmeda que se agita y revolotea al viento, secándose y blanqueándose cada vez más. Lo que ahí sucede a mí me sienta bien. Lo mismo da que sea bueno o que no.

Había muchas cuestiones que considerar, y todas ellas daban saltos y agitaban las manos para que les prestara atención, como los chiquillos en la escuela. Oí el lento petardeo de un motor de barca, un fuera borda, una embarcación de pesca. La luz del mástil se desplazaba hacia el sur, por detrás de las rocas de Pentecostés. Tuve que dejar todo a un lado hasta que vi que su luz roja y su luz verde enfilaban a salvo el canal. Tenía que ser un barco local, pues había encontrado la bocana con gran facilidad. Echó el ancla en los bajíos y dos hombres fueron a tierra en el chinchorro. Una serie de olas pequeñas lamieron la playa rozando la orilla y las gaviotas alteradas se tomaron un tiempo para posarse de nuevo en las boyas.

Ítem: estaba Mary, mi amor, dormida con la sonrisa del misterio en los labios, en quien debía yo pensar. Confié en que no despertara y saliera a buscarme. Si lo hiciera, ¿me lo llegaría a decir alguna vez? Lo dudo. Creo que Mary, a pesar de que parezca decirlo todo, cuenta muy poca cosa. Estaba por considerar el asunto de la fortuna. ¿Quería Mary una fortuna, o la quería para mí? El hecho de que fuera una falsa fortuna, amañada por Margie Young-Hunt por razones para mí desconocidas, no cambiaba las cosas en modo alguno. Una fortuna falsa vale tanto como una fortuna de verdad; es además posible que todas las fortunas tengan bastante falsedad a fin de cuentas. Cualquier hombre de inteligencia razonable puede ganar dinero si se lo propone. En realidad, lo que quiere son mujeres, ropas de lujo, admiración. Y todo eso le defrauda. Los grandes artistas de las finanzas, como Morgan y Rockefeller, no se vieron defraudados. Querían dinero y lo tuvieron, nada más y nada menos. Lo que hicieran después con el dinero es harina de otro costal. Siempre he pensado que después les dio miedo el fantasma que habían invocado y que trataron de sobornarlo.

Ítem: al hablar de dinero, Mary se refería a unas cortinas nuevas y a una educación segura para los chicos, al hecho de ir por ahí con la cabeza bien alta y, afrontémoslo, al hecho de estar orgullosa y no avergonzada de mí. Lo dijo cuando estaba enojada y era muy cierto.

Ítem: ¿quería yo el dinero? Pues no, la verdad. Algo había en mí que detestaba el hecho de ser un dependiente de una tienda. En el ejército llegué a ser capitán, pero sé de sobra qué me llevó al Cuerpo de Oficiales. Fue la familia y los enchufes. No me dieron el ascenso por mis lindos ojos, aunque sí fui un buen oficial, un muy buen oficial. Pero si de veras me hubiera gustado el mando, imponer mi voluntad a los demás y verlos saltar, podría haberme quedado en el ejército y a estas alturas sería coronel como mínimo. No fue así. Quise terminar con todo eso. Dicen, y dicen bien, que el buen soldado libra una batalla, pero nunca libra la guerra. Eso es para los civiles.

Ítem: Marullo me dijo la verdad acerca de los negocios, es decir, acerca del modo de amasar dinero. Y Joey Morphy me lo dijo a las claras, igual que el señor Baker y el viajante. Todos ellos me dijeron la verdad y me la dijeron a la cara. ¿Por qué razón me asqueó tanto y me dejó en la boca un sabor como a huevo podrido? ¿Soy acaso tan bueno, tan amable, tan justo? No lo creo. ¿Es acaso por orgullo? Bueno, algo de eso sí que hay. ¿Soy perezoso, demasiado perezoso para complicarme la vida? Hay horrores de amabilidad inactiva que no es en el fondo más que pereza, las ganas de no tomarse la molestia, de no verse metido en la confusión, de no hacer el esfuerzo.

Antes de que raye el alba hay una sensación, un olor a amanecer. Estaba ahora en el aire: se templó el viento, una estrella nueva o un planeta asomó por el horizonte hacia el este. Debiera saber qué estrella, qué planeta era, pero no lo sé. Con la falsa aurora, el viento amaina o se refuerza. Así es, de veras. Y pronto tendría que volver. El lucero del alba llegaba demasiado tarde para prosperar mucho antes de que fuera de día. ¿Cómo se suele decir? «Las estrellas se inclinan, no mandan». De muchos financieros serios he oído decir que acuden a los astrólogos en busca de instrucciones antes de comprar acciones. ¿Se inclinan las estrellas hacia un valor en alza? ¿Influyen las estrellas en el comportamiento de la A. T. T.? Nada tan dulce y lejano en mi buena suerte como una estrella. Un baqueteado mazo de cartas del tarot en manos de una mujer ociosa y maligna, que encima hace trampas. ¿Se inclinan las cartas, pero no mandan? Fuera como fuese, las cartas me inclinaron a salir e ir al sitio en plena noche, y me inclinaron a dedicar más pensamientos de los que yo deseaba a un asunto que en el fondo detestaba. Ahí sí que hay propensión e inclinación más que suficiente. ¿Podrían inclinarme a tener una inteligencia en los negocios de la que jamás había hecho gala? ¿Podrían inclinarme a un afán de adquisición que nunca estuvo en mí? Están por una parte los que devoran, y por otra los que son devorados. Para empezar, ésa es una buena regla. Al final, todos son devorados, todos son engullidos por la tierra, incluidos los más fieros y los más avezados.

Los gallos del cerro de la Almeja llevaban ya un buen rato cantando, aunque yo los hubiera oído sólo a medias. Ojalá me hubiera podido quedar para ver salir el sol desde el sitio.

Dije antes que en el sitio no cumplía rito alguno, pero eso no es verdad del todo. Hay un momento en cada una de mis visitas en que me dedico a reconstruir mentalmente el Puerto Viejo sólo por darme el gusto: los muelles, los galpones, el bosque de mástiles y la maleza de los aparejos y el velamen enrollado. Y mis ancestros, la sangre de mi sangre… los jóvenes en cubierta, los adultos en el puente de mando. Nada de tonterías de Madison Avenue por entonces, nada de recortar demasiado las hojas de las coliflores. Sí que había entonces dignidad para el hombre, estatura moral. En aquel entonces un hombre podía respirar a sus anchas.

Así hablaba mi padre, el muy tonto. El viejo Capitán recordaba las peleas por las participaciones, las disputas por los tinglados, las suspicacias por cada tablón de embarque y cada sobrequilla, los pleitos, sí, y las muertes… ¿por las mujeres, la gloria y la aventura? No, para nada. Por dinero. Rara era la sociedad, decía, que duraba más de una travesía. Luego, las enemistades enconadas persistían mucho tiempo después, aun cuando se hubieran olvidado las causas.

Hubo una amargura que el viejo capitán Hawley no quiso olvidar jamás, un delito que no podía perdonar. Me lo tuvo que haber contado cien veces al menos, de pie o sentado junto al Puerto Viejo. Allí pasábamos mucho tiempo él y yo. Recuerdo haberlo visto señalar a lo lejos con su bastón de narval.

—Fíjate en la tercera roca del acantilado de Pentecostés —dijo—. ¿La tienes? Ahora, traza una línea entre esa roca y el saliente de Porty Point cuando la marea está alta. ¿La ves? Bien, pues a medio cable de distancia, sobre esa línea, es donde está hundido o donde descansa al menos su quilla.

—¿El Belle-Adair?

—El Belle-Adair.

—Nuestro barco.

—La mitad era nuestra, lo teníamos en sociedad. Se quemó cuando estaba anclado. Hasta la línea de flotación. Nunca llegué a creer que fuera un accidente.

—¿Cree que le pegaron fuego, señor?

—En efecto.

—Pero… pero eso no es posible.

—Yo no hubiera podido hacerlo.

—¿Y quién…?

—No lo sé.

—¿Por qué?

—Por el seguro.

—Igual que ahora.

—No hay diferencias.

—Pero alguna tiene que existir.

—Solamente las hay en un hombre solo. Un hombre completamente solo. Es el único poder que existe, un hombre solo. No se puede uno fiar de nada más.

Nunca volvió a dirigirle la palabra al capitán Baker, según me contó mi padre, aunque no le aplicó la misma medida a su hijo, el banquero Baker. Era tan incapaz de una cosa así como de pegarle fuego a un barco.

Dios Santo, he de regresar a casa. Así lo hice. Casi eché a correr y subí por High Street sin pensar. Aún estaba oscuro, aunque al borde del mar asomaba un filo de claridad que tenía las olas de gris acero. Pasé por delante del monumento a los caídos en la guerra y la oficina de correos. En un portón estaba parado Danny Taylor tal como supuse, con las manos en los bolsillos, el cuello de su chaqueta andrajosa subido, su vieja gorra de visera con las orejeras bajadas. Tenía la cara azul grisácea por el frío y el malestar.

—Eth —me dijo—. Perdona que te moleste, lo siento. He de tomar un lingotazo, un poco de quitapenas. Sabes que no te lo pediría si no me quedara más remedio.

—Lo sé. Quiero decir, no lo entiendo, pero te creo. —Le di un billete de un dólar—. ¿Te alcanza con eso?

Le temblaban los labios como a un niño a punto de echarse a llorar.

—Gracias, Eth —dijo—. Sí, con eso pasaré el día, y tal vez parte de la noche. —Sólo de pensarlo se le puso mejor aspecto.

—Danny… Tienes que terminar con esto. ¿Crees que lo he olvidado? Tú eras mi hermano, Danny. Todavía lo eres. Haría cualquier cosa en el mundo por ayudarte.

Le volvió algo de color a sus demacradas mejillas. Miró el dinero que tenía en la mano y fue como si se hubiera metido el primer lingotazo de quitapenas entre pecho y espalda. Me dirigió una mirada fría, dura.

—En primer lugar, a nadie le importa lo que yo haga. En segundo lugar, no tienes dinero, Eth. Estás tan ciego como yo, sólo que la tuya es otra clase de ceguera.

—Escúchame, Danny.

—¿Para qué? Caramba, si estoy mucho mejor que tú. Yo tengo mi as en la manga. ¿Te acuerdas de nuestra vieja casa de campo?

—¿La que se quemó? ¿La del sótano en que jugábamos de pequeños?

—Te acuerdas perfectamente. Pues aún es mía.

—Danny, podrías venderla y empezar de nuevo.

—No la pienso vender. El condado le pega un buen mordisco todos los años en impuestos. Pero el prado grande todavía me pertenece.

—¿Por qué no lo vendes?

—Porque eso es lo que soy. Ese prado es Daniel Taylor. Mientras sea mío, ningún cristiano hijo de perra me dirá qué tengo que hacer, ningún cabronazo podrá encerrarme por mi propio bien. ¿Lo entiendes?

—Escucha, Danny…

—No te pienso escuchar. Si crees que este dólar te da derecho a soltarme un sermón, ten, te lo devuelvo.

—Quédatelo.

—De acuerdo. No tienes ni idea de lo que estás diciendo. Tú nunca has sido… un borracho. Yo no te digo cómo tienes que envolver la panceta, ¿verdad que no? Ahora, si sigues tu camino, llamaré a una ventana que yo me sé y me darán algo de quitapenas. No lo olvides: estoy mucho mejor que tú. No soy un triste dependiente. —Se dio la vuelta y metió la cabeza en el rincón del portal cerrado, como un niño chico que reniega del mundo apartando la mirada. Y así se quedó hasta que me di por vencido y seguí mi camino.

Aparcado delante del hotel, Willie el Flaco se desperezó tras su sueñecito y bajó la ventanilla del Chevrolet.

—Buen día, Ethan —dijo—. ¿Te levantas temprano o te vas a acostar tarde?

—Las dos cosas.

—Pues tienes que haber encontrado una buena pieza.

—Desde luego, Willie. Una hurí.

—Venga ya, Eth. No me irás a decir que tienes un lío con una mujer de la calle.

—Te lo juro.

—Ya no me creo nada más. Me apuesto cualquier cosa a que estabas pescando. ¿Qué tal tu señora?

—Durmiendo.

—Justo lo que pienso hacer yo en cuanto venga el relevo.

Seguí mi camino sin recordarle que eso mismo era lo que había hecho hasta el momento.

Subí despacio por la escalera de atrás de mi casa y encendí la luz de la cocina. Mi nota seguía sobre la mesa, aunque un poco a la izquierda. Juraría que la había dejado en el centro.

Puse la cafetera al fuego y me quedé a la espera de que bullera, y había empezado a hervir el agua cuando bajó Mary. Mi amor parece una chiquilla cuando se despierta. Nadie diría que es la madre de dos mocosos crecidos. Y su piel despide un olor adorable, como la hierba recién cortada: el olor más grato y acogedor que conozco.

—¿Qué haces levantado tan temprano?

—Bien lo puedes preguntar. Entérate de que he estado en pie casi toda la noche. Observa mis botas junto a la puerta. Pálpalas, verás que aún retienen la humedad.

—¿A dónde has ido?

—A la orilla del mar hay una pequeña cueva, mi oca encopetada. Me colé allí dentro y me dediqué a estudiar la noche.

—A ver, espera un momento.

—Y vi surgir una estrella del mar, y como no tenía dueño la tomé por nuestra estrella. La domestiqué y la puse a engordar.

—No seas tonto. Creo que te acabas de levantar y que eso me ha despertado.

—Si no me crees, pregúntale a Willie el Flaco. Estuve hablando con él. O a Danny Taylor. Le di un dólar.

—Mal hecho. Se emborrachará.

—Lo sé. Ése era su deseo. ¿Dónde pondremos a dormir a nuestra estrella, helechito mío?

—¿No huele bien el café? Me alegra que vuelvas a tontear y que estés de buen humor. Es terrible cuando andas desanimado y decaído. Siento lo de la fortuna. No quiero que pienses que no soy feliz.

—No te preocupes, está en las cartas.

—¿El qué?

—Va en serio. Voy a amasar una fortuna.

—Nunca sé en qué estás pensando.

—Eso es lo más difícil que tiene el decir la verdad. ¿Puedo darles una buena tunda a los chicos, para festejar la víspera de la Resurrección? Te prometo que no les romperé ningún hueso.

—No me he lavado la cara —dijo ella—. Quería saber quién andaba trasteando por la cocina.

Cuando se fue al cuarto de baño, me guardé en el bolsillo la nota que le había dejado. Y yo aún no lo sabía. ¿Acaso llegamos alguna vez a conocer siquiera la capa más exterior de otra persona? ¿Cómo eres ahí dentro? ¿Mary? ¿Me oyes? ¿Quién eres ahí dentro?