Mary vino desde la cocina para tomar de sus brazos una de las grandes bolsas de comestibles.
—Tengo tantas cosas que contarte… No veía la hora de que llegaras.
La besó y ella percibió la textura de sus labios.
—¿Por qué? ¿Qué sucede? —preguntó ella.
—Estoy un poco cansado.
—Pero si cerraste durante tres horas…
—Es que había mucho que hacer.
—Espero que no estés desanimado.
—Hoy es un día desanimado.
—Ha sido un día maravilloso. Espera a que te cuente, ya verás.
—¿Dónde están los chicos?
—Arriba, oyendo la radio. También tienen algo que contarte.
—¿Problemas?
—¿Por qué dices eso?
—No lo sé.
—No te sientes bien.
—Maldita sea, que sí que estoy bien.
—Con todas las cosas deliciosas… Esperaré a después de la cena para contarte lo nuestro. Ya verás qué sorpresa te vas a llevar.
Allen y Mary Ellen bajaron la escalera a todo correr hasta llegar a la cocina.
—Ya está en casa —dijeron.
—Papá, ¿tenéis Peeks en la tienda?
—¿Te refieres a los cereales? Pues claro, Allen.
—Ojalá trajeras una caja. Son los que tienen una careta de ratón en la tapa, que se recorta…
—¿No crees que ya eres un poco mayorcito para ponerte a reunir caretas de ratón?
—Es que se envía la tapa de la caja y diez centavos y te envían una cosa de ventrílocuo con las instrucciones. Lo acabamos de oír en la radio.
—Decidle a vuestro padre lo que queréis —dijo Mary.
—Vamos a participar en el concurso nacional «Yo amo a América». El primer premio es un viaje a Washington para conocer al presidente… Con tus padres, y luego hay otro montón de premios.
—Excelente —dijo Ethan—. ¿En qué consiste? ¿Qué tenéis que hacer?
—Es un concurso de los periódicos Hearst —exclamó Ellen—. A nivel nacional. Se escribe una redacción explicando por qué amas a América. Los ganadores saldrán por televisión.
—Es fantástico —dijo Allen—. ¿Qué te parece? Ir a Washington, hospedarse en un hotel, salir por televisión, conocer al presidente y toda la pesca. ¿No te parece que es fantástico?
—¿Y qué hay de la escuela?
—Será en verano. Se anuncian los ganadores el Cuatro de julio.
—Bueno, pues puede ser una buena idea. Y, en realidad, ¿qué es lo que os gusta de veras? ¿América o los premios?
—Vamos, padre —dijo Mary—. No les agües la fiesta.
—Sólo pretendía distinguir el cereal de la careta de ratón. Tienden a confundir unas cosas con otras.
—Papá, ¿dónde te parece que podríamos buscar ideas?
—¿Ideas?
—Claro. Por ejemplo, lo que hayan dicho otros tipos.
—Tu bisabuelo tenía algunos libros muy buenos. Están en el desván.
—¿Libros de qué?
—Por ejemplo, los discursos de Lincoln, de Daniel Webster, de Henry Clay. Podríais echar un vistazo a Thoreau o a Walt Whitman o a Emerson. Y también a Mark Twain. Están todos en el desván.
—¿Y tú los has leído, papá?
—Eran de mi abuelo. A veces me leía algunos trozos.
—A lo mejor podrías echarnos una mano con la redacción.
—Pero en ese caso no lo habríais hecho vosotros.
—Como quieras —repuso Allen—. Pero ¿te acordarás de traer Peeks? Tiene mucho hierro y todo lo demás.
—Lo intentaré.
—¿Podemos ir al cine?
—Creí que ibais a pintar los huevos de Pascua. Los estoy cociendo ahora mismo. Después de cenar los podéis sacar al porche.
—¿Podemos subir al desván a mirar los libros?
—Pero que no se os olvide apagar la luz al bajar. Una vez se pasó toda una semana encendida. Y fuiste tú, Ethan.
Cuando estuvieron solos otra vez, Mary le dijo:
—¿No te alegras de que vayan a participar en el concurso?
—Desde luego. Si lo hacen bien…
—Me muero de ganas de contarte… Margie vino hoy a echarme las cartas. Lo hizo hasta tres veces, pues dijo que nunca había visto nada parecido. ¡Tres veces! Yo misma vi salir las cartas.
—¡Oh, Dios mío!
—Dejarás de estar tan suspicaz cuando te enteres. Siempre te burlas de los desconocidos altos, morenos, de buen ver. Pues no te puedes imaginar de qué se trataba. A ver… ¿Te lo imaginas?
—Mary, escucha —dijo Ethan—. Te quiero advertir de…
—¿Advertirme? ¡Pero si ni siquiera sabes qué te voy a contar! ¡Y es que tú eres mi buena suerte!
Ethan masculló con amargura para sus adentros.
—¿Qué has dicho? —preguntó Mary.
—Que vas aviada.
—Eso es lo que tú te crees, pero no es lo que opinan las cartas. Tres veces me las echó, tres veces las vi salir.
—¿Las cartas opinan?
—Las cartas saben —dijo Mary—. Ella me echó las cartas y me las leyó, y resulta que todo tenía que ver contigo. Vas a ser uno de los hombres más importantes de la ciudad. Eso es lo que dijo, uno de los más importantes. No pasará mucho tiempo hasta que así sea. No, será muy pronto. Todas las cartas que sacó mostraban dinero y más dinero. Vas a ser un hombre rico.
—Cariño —dijo él—, déjame que te advierta, por favor, déjame que te diga…
—Vas a hacer una inversión.
—¿Con qué?
—Bueno, pues estaba pensando en el dinero de mi hermano.
—No —gritó él—. No quiero ni tocarlo. Eso es tuyo. Y seguirá siendo tuyo. ¿Se te ha ocurrido a ti o…?
—Ella no dijo nada de eso. Y las cartas tampoco. Vas a hacer una inversión en julio, y de ahí en adelante todo irá sobre ruedas. Una cosa tras otra, un acierto tras otro. ¿No te parece que suena muy bien? Así lo dijo ella: «Tu buena suerte es Ethan. Va a ser un hombre muy rico, posiblemente el hombre más rico de la ciudad».
—Maldita sea… ¡Al diablo con ella! No tiene ningún derecho.
—¡Ethan!
—¿Tú sabes lo que está haciendo ella? ¿Sabes acaso lo que estás haciendo tú?
—Yo sólo sé que soy una buena esposa y que ella es una buena amiga. Y no quiero discutir cuando los chicos nos están oyendo. Margie Young es la mejor amiga que tengo. Ya sé que no te cae bien. Lo que pienso es que estás celoso de mis amigas, eso es lo que creo. Pasé una tarde estupenda, feliz, y ahora me la quieres estropear. No tiene ninguna gracia. —La cara de Mary aparecía moteada por el enojo y la decepción; en su voz asomaba su contrariedad y su resentimiento ante ese obstáculo que se interponía en sus sueños—. Te limitas a quedarte ahí sentado, como si fueras un genio y lo supieras todo, y te dedicas a hacer trizas a todo el mundo. Te crees que Margie se lo ha inventado todo. Y no es así, porque yo corté la baraja en tres ocasiones. Pero aun suponiendo que así fuera, ¿por qué iba a hacerlo si no es por bondad, por amistad, por ayudar un poco? No, señor; como eres un genio y lo sabes todo, tienes que suponer que hay un motivo maligno.
—Ojalá lo supiera —dijo—. Podría ser pura malicia, desde luego. Ella no tiene ni marido ni trabajo. Bien podría ser por malicia.
Mary bajó el tono de voz y le habló con desdén.
—Hablas de malicia… y ni siquiera te darías cuenta de que existe, no sabrías dónde está ni aunque te diera en toda la cara. Tú no sabes las cosas que tiene que aguantar Mary. ¡Si esta ciudad está llena de hombres que van tras ella a todas horas! Hombres importantes, hombres casados, que le hablan en susurros y la apremian… Qué feo. A veces no sabe ni dónde meterse. Por eso me necesita a mí, a una mujer que sea su amiga. Ay, me ha contado algunas cosas que… Cosas de hombres que si te las dijera no te las podrías creer. Hay algunos que fingen tenerle antipatía en público, y que luego se cuelan en su casa o intentan que los reciba a solas. Unos santurrones que predican mucho la moral y que luego se contradicen con los hechos. Y tú me vienes a hablar de malicia.
—¿Te ha dicho quiénes son?
—No, y eso es buena prueba de que tengo razón. Margie no quiere hacer daño a nadie, ni siquiera si ella es la perjudicada. Sí que me dijo que hay uno que ni siquiera yo me lo podría creer. Dijo que si lo supiera, se me pondría el pelo blanco de la noche a la mañana.
Ethan respiró hondo, contuvo la respiración y lanzó al cabo un gran suspiro.
—A saber quién puede ser —siguió diciendo Mary—. Tal como lo dijo, da la impresión de que es alguien que conocemos bien, tanto que no podríamos imaginarnos algo así de una persona como él.
—Pero seguro que ella lo diría en según qué circunstancias —dijo Ethan con voz queda.
—Sólo si se viera obligada. Me lo dijo ella misma. Sólo por causas de fuerza mayor, por su honor o su buen nombre, ya sabes. ¿Tú quién crees que ha de ser?
—Creo que lo sé.
—¿Lo sabes? ¿Y quién es?
—Yo.
Ella se quedó boquiabierta.
—¡Oh! ¿Serás bobo? —dijo—. Si no me ando con ojo, me haces caer siempre en la trampa. Bueno, te prefiero así que cuando estás desanimado.
—Vaya lío. Un hombre confiesa sus pecados carnales con la mejor amiga de su mujer. Y encima se le ríen a la cara y se burlan de él.
—No me gusta que hables así.
—Tal vez el hombre tendría que haberlo desmentido. Así, al menos su esposa le habría concedido el honroso beneficio de la duda. Cariño, te juro por lo más sagrado que jamás, de palabra, obra u omisión, jamás me he tirado un lance con Margie Young-Hunt. ¿Vas a creer ahora que soy culpable?
—Desde luego… ¡cómo eres!
—No me crees suficientemente bueno, suficientemente deseable. Dicho con otras palabras… ¿no me crees capaz de una cosa así? ¿No sirvo para eso?
—Me gustan tus bromas. Lo sabes bien. Pero éste no es un asunto para tomárselo a broma. Espero que los chicos no anden revolviendo en los baúles. Luego nunca guardan las cosas en su sitio.
—Lo voy a intentar de nuevo, mi bella y dulce esposa. Hay cierta mujer que responde a las iniciales de M. Y. -H., que me ha tendido toda suerte de trampas y señuelos por razones que sólo a ella se le alcanzan. Corro un grave peligro de caer en una de ellas, o en varias.
—¿Por qué no piensas en tu fortuna? Las cartas han dicho que será en julio, y lo dijeron tres veces. Yo lo vi con mis propios ojos. Vas a hacer dinero, mucho dinero. Piensa en eso.
—¿Tanto te importa el dinero, bolita de algodón?
—¿Qué si me importa el dinero? ¿Qué quieres decir?
—¿Tanto deseas tener dinero que incluso la nigromancia, la taumaturgia, el yuyu o cualquier otra práctica siniestra te parece justificada?
—¡Tú lo has dicho! Has empezado tú a hablar de todo esto. Ahora no voy a permitir que te escondas en tus palabras. ¿Que si tanto deseo tener dinero? No, el dinero no me importa. Pero tampoco me hacen ninguna gracia las preocupaciones. Me gustaría andar con la cabeza bien alta por toda la ciudad. No me hace ninguna gracia que los chicos anden abatidos o avergonzados porque no pueden vestir tan bien como los demás. Me gustaría andar con la cabeza bien alta. —¿Y crees que el dinero te la sostendría bien alta?
—Les borraría la sonrisita de la cara a cuatro santurrones.
—Nadie se burla de un Hawley.
—¡Eso es lo que tú te crees! Lo que pasa es que no te das cuenta.
—Será porque no me fijo en esas bobadas.
—¿Me vas a dar la lata ahora con el rancio abolengo de los Hawley?
—No, cariño. Eso ya no es un arma.
—Bueno, pues me alegro de que lo hayas comprobado. En esta ciudad, como en cualquier otra, un Hawley que trabaja de dependiente en una tienda sigue siendo un dependiente de una tienda, por más Hawley que se apellide.
—¿Me culpas a mí de mi fracaso?
—No. Por supuesto que no. Pero sí te culpo de quedarte mano sobre mano, como si encima te encantara. Podrías salir del pozo si no tuvieras tantas ideas raras y anticuadas en la cabeza. Todo el mundo se ríe de ti. El gran caballero sin dinero no es más que un mendigo. —La palabra le explotó en la cabeza y se quedó callada por la vergüenza.
—Lo siento —dijo Ethan—. Me acabas de enseñar algo. Puede que tres cosas, conejito respingón. Son tres las cosas que nunca se quieren creer: lo verdadero, lo probable y lo lógico. Ahora ya sé adónde iré a buscar dinero para empezar a amasar mi fortuna.
—¿A dónde?
—Voy a asaltar un banco.
La campanilla del avisador de la cocina empezó a sonar a un ritmo lento y espaciado.
—Ve a llamar a los chicos. El estofado está listo. Recuérdales que apaguen la luz.
Se quedó escuchando los pasos de su marido que se alejaba.