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Al despertar con la luz clara y dorada de una mañana de abril, Mary Hawley se volvió hacia su marido y se lo encontró haciendo una mueca de sapo con los dos meñiques metidos en la boca.

—Tonto… —le dijo—. Ethan, te has despertado con tu genio cómico a punto.

—Ratoncita, Ratoncita… ¿Te quieres casar conmigo?

—¿Tan tonto te has despertado hoy?

—El año está en el día, y el día en la mañana.

—Sí, ya veo que sí. ¿Te acuerdas de que es Viernes Santo?

—Ya forman marciales los perversos romanos, prietas las filas —dijo ahuecando la voz—, para acudir al Calvario.

—No seas sacrílego, anda. ¿Te dejará Marullo cerrar la tienda a las once?

—Querido pimpollito mío: Marullo es católico y es un espagueti. Lo más probable es que ni siquiera asome la nariz por la tienda. Cerraré al mediodía, y tendré la tienda cerrada hasta que termine la ejecución.

—Así sólo hablan los peregrinos, los puritanos. No tiene ninguna gracia.

—Eso son bobadas, lentejita. Eso proviene de mi familia materna. Son cosas de piratas. Además, aquello fue una ejecución en toda regla, ya lo sabes.

—No eran piratas. Tú mismo has dicho mil veces que eran balleneros, y que además tenían cartas de no sé quién del Congreso Continental, los primeros en declararse en rebeldía contra Inglaterra.

—Los barcos contra los cuales hicieron fuego sí creyeron que eran piratas. Y los soldados romanos de infantería también creyeron que era una ejecución.

—Ya veo que sólo he conseguido enfadarte. Me gustas más cuando te haces el tonto.

—Es que yo era un tonto, y lo que he visto me ha hecho dos tontos. Eso lo sabe cualquiera.

—Siempre me confundes. Tienes todo el derecho del mundo a sentirte orgulloso. Mira que tener en la misma familia a los padres peregrinos de la nación y a los capitanes balleneros…

—¿Y ellos? ¿Tienen derecho?

—¿Derecho a qué? No te sigo.

—A sentirse orgullosos. ¿Se sentirían orgullosos mis grandiosos ancestros si supieran que su descendiente no es más que un triste dependiente en una maldita tienda que es propiedad de un espagueti, en una ciudad de la que ellos fueron dueños?

—Eso no es verdad. Tú eres más bien el gerente del establecimiento. Llevas las cuentas, depositas el dinero en el banco, haces los pedidos…

—Ya, desde luego. Y también me encargo de barrer la tienda, de sacar la basura y de hacer reverencias y contestar amén a todo lo que dice Marullo. Y si fuera un gato, tendría que cazarle a Marullo los malditos ratones.

—Anda, hazte el tonto —dijo ella rodeándolo con los brazos—. Y no digas palabrotas, por favor, que estamos en Viernes Santo. Sabes que te amo.

—Estupendo —repuso él al cabo de un instante—. Eso es lo que dicen todas. Pero no vayas a pensarte que eso te da derecho a acostarte en pelota picada con un hombre casado.

—Iba a decirte lo de los chicos.

—¿Los han metido en la cárcel?

—Ya te estás haciendo el tonto otra vez. Mejor será que te lo digan ellos mismos.

—¿Por qué no…?

—Margie Young-Hunt me va a echar las cartas otra vez.

—¿Que te va a echar las cartas? ¿Como si fueras un buzón de correos? ¿Quién es esa tal Margie Young-Hunt? ¿Qué tendrá, que todos nuestros galanes…?

—¿Sabes? Si yo fuera celosa… Ya sabes lo que se suele decir cuando un hombre hace como que no se da cuenta de que hay una muchacha bonita…

—Ah, acabáramos. ¿Una muchacha, dices? Pero si ha tenido dos maridos.

—El segundo se le murió.

—Quiero el desayuno. ¿Tú te has creído esas historias?

—Bueno, Margie vio lo de mi hermano en las cartas. Una persona cercana y muy querida, me dijo.

—Pues yo sé de una persona muy cercana y muy querida que se va a llevar un puntapié en el trasero como no se ponga en marcha.

—Ya voy. ¿Quieres huevos?

—Supongo. ¿Por qué lo llamarán Viernes Santo? ¿Qué tendrá de santo un viernes cualquiera?

—¡Oh, basta! —dijo—. Siempre estás de broma.

El café estaba listo y los huevos revueltos en un cuenco, con una tostada al lado, cuando Ethan Allen Hawley se sentó en el comedor junto a la ventana.

—Me siento fenomenal —dijo—. ¿Por qué lo llamarán Viernes Santo?

—Por la primavera —repuso ella desde la cocina.

—¿Viernes de primavera?

—Fiebre de primavera. ¿Se han levantado los chicos?

—Ni lo sueñes. Vaya par de cabroncetes perezosos. Vayamos a levantarlos y les damos una buena tunda.

—Te pones terrible cuando te haces el tonto. Y no me gusta nada que hables así. ¿Vendrás a casa a mediodía?

—Qué va.

—¿Por qué?

—Las damas. Tengo que verme a escondidas con algunas. A lo mejor esa Margie…

—Ethan, ni se te ocurra decir una cosa así. Margie es una buena amiga. Es capaz de regalarte hasta la camisa que lleva puesta.

—¿Sí? ¿Y de dónde ha sacado la camisa?

—Ya vuelves a hablar otra vez como los peregrinos.

—Me apuesto lo que quieras a que somos parientes. Por sus venas corre sangre de una familia pirata.

—¡Tonto! Toma, aquí tienes la lista de la compra. —Se la metió en el bolsillo de la chaqueta—. Parece muy larga, pero es que es el fin de semana de Pascua, tenlo en cuenta. Ah, y dos docenas de huevos, no lo olvides. Vas a llegar tarde.

—Ya lo sé. A lo mejor pierdo una venta de chicha y nabo. Que se aguante Marullo. ¿Por qué quieres dos docenas?

—Para pintarlos. Los han pedido Allen y Mary Ellen. Venga, ya va siendo hora de que te vayas.

—De acuerdo, coliflor… Pero ¿puedo subir a darles una paliza a los chicos?

—Los malcrías demasiado, Ethan. Sabes de sobra que sí.

—¡Adiós, oh nave de mi patria! —dijo, y cerró de un portazo la mosquitera tras salir a la mañana entre verde y dorada.

Se volvió tras dar unos cuantos pasos para mirar la espléndida casa antigua, que también fuera de su padre y de su bisabuelo; era una casa de madera pintada de blanco con ensambladuras marineras, un tragaluz en forma de abanico sobre la puerta, ornamentos arquitectónicos al estilo de los hermanos Adam y un mirador en el tejado. Estaba casi engastada en el jardín verdeciente, entre lilos que tenían cien años de antigüedad, gruesos como la cintura de un hombre y ya plagados de brotes. Los olmos de Elm Street se unían por las copas y empezaban a amarillear gracias a las hojas nuevas. El sol acababa de asomar por encima del edificio del banco y arrancaba destellos de la plateada torre del gas. Del Puerto Viejo llegaba el olor a algas y a salitre.

Sólo se encontró con otro ser vivo por Elm Street: el setter rojo del señor Baker, el perro del banquero, Red Baker, que se movía con lenta dignidad y se detenía aquí y allá a olisquear la lista de visitantes grabada en los troncos de los olmos.

—Buenos días, señor. Me llamo Ethan Allen Hawley. Nos hemos visto antes, orinando en otra parte.

Red Baker se detuvo y respondió al saludo con un lento meneo de su cola empenachada.

—Estaba mirando mi casa —siguió diciendo Ethan—. En aquellos tiempos sí que sabían construir.

Red ladeó la cabeza y se rascó las costillas con una de las patas traseras.

—¿Y por qué no iban a saber, eh? Tenían todo el dinero necesario. Grasa de ballena de los siete mares, esperma… ¿Tú sabes lo que es el esperma de cachalote?

El perro emitió un suspiro quejumbroso.

—Ya veo que no. Pues se trata de un aceite ligero, que tiene un delicado olor a rosas, y que se extrae de la cavidad de la cabeza del cachalote. Tienes que leer Moby Dick, perro. En serio, te lo aconsejo de veras.

El setter levantó la pata junto a la reja de hierro forjado que cerraba la alcantarilla.

Al volverse y disponerse a seguir su camino, Ethan le habló por encima del hombro:

—Y no dejes de escribir un informe sobre el libro. Así podrías darle lecciones a mi hijo. Ni siquiera sabe cómo se escribe «esperma», ni… Ni nada.

Elm Street desemboca en High Street formando un ángulo a dos manzanas de la casa de Ethan Allen Hawley. A mitad de camino de la primera manzana, una bandada delincuente de gorriones ingleses se peleaban por el césped a punto de brotar ante la casa de Elgar. No jugaban, sino que se revolcaban y se lanzaban picotazos unos a los otros, a los ojos, con tanta ferocidad y semejante algarabía que ni siquiera se percataron de la presencia de Ethan. Éste se detuvo a contemplar la batalla.

«Los pájaros en el nido de acuerdo están», se dijo. «¿Por qué será que nosotros no lo estamos jamás? Ésa sí que es una buena patraña. Chicos, chicos, ¿ni siquiera podéis llevaros bien en una mañana tan espléndida? Y pensar que sois vosotros los cabronazos con los que tan bien se portaba san Francisco… ¡Joder!».

Echó una carrera corta y la emprendió con ellos a puntapiés. Los gorriones levantaron el vuelo con un atronador susurro de alas batidas, quejándose amargamente con sus vocecillas como puertas que chirrían.

—¡Pues a ver si os enteráis de una cosa! —dijo Ethan tras ellos—. Al mediodía se oscurecerá el sol y caerán las tinieblas sobre la tierra y todos tendréis terror de veras.

Volvió a la acera y siguió su camino.

La vieja casa de Phillips, en la segunda manzana, es ahora una pensión. Joey Morphy, cajero del First National Bank, salió por la puerta de la calle. Se limpiaba los dientes con un palillo; se enderezó el chaleco al ver a Ethan.

—Hola —le dijo—. Estaba a punto de llamarlo, señor Hawley.

—¿Y por qué lo llamarán Viernes Santo?

—Eso viene del latín —dijo Joey—. Sanctus, sanctilius, sanctum. Que significa que vaya porquería.

Joey tenía cara caballuna y sonreía como un caballo, levantando el largo belfo superior para dejar a la vista sus dientes grandes y cuadrados. Joseph Patrick Morphy, Joey Morphy, el bueno de Joey el Morpho, era un tipo de veras popular si se tenía en cuenta que sólo llevaba unos cuantos años en New Baytown. Era un bromista que soltaba sus chistes y sus chanzas con la mirada velada, como un jugador de póquer, y que relinchaba al reír los chistes ajenos, tanto si los conocía de antes como si no. Era un tipo sabio, un vivales era el Morpho; estaba al corriente de todo y lo sabía todo sobre medio mundo, desde la mafia hasta lord Mountbatten, pero todo lo soltaba marcando la entonación, casi como si más que afirmar algo hiciera una pregunta. Así conseguía no parecer un listillo y su oyente se sentía parte del asunto, que luego podía repetir por ahí como si fuera de su propia cosecha. Joey era un tío fascinante: un verdadero jugador, aunque nadie le había visto hacer nunca una apuesta; era un buen contable, un excelente cajero de banco. El señor Baker, presidente de la sucursal del First National, tenía tan absoluta confianza en Joey que dejaba en sus manos casi todo el trabajo. El Morpho conocía íntimamente a todo hijo de vecino, pero jamás llamaba a nadie por su nombre de pila. Ethan era el señor Hawley. Margie Young-Hunt era para Joey la señora Young-Hunt, aunque se rumoreaba que se acostaba con ella. No tenía familia, no tenía parientes, vivía solo en dos habitaciones con baño privado de la vieja casa Phillips, comía casi siempre en el Foremaster Grill. El señor Baker conocía al dedillo su trayectoria de empleado de banca, que era intachable; sin embargo, Joey tenía una curiosa manera de contar cosas que le habían ocurrido a otro, por lo cual uno tendía a sospechar que en realidad le habían ocurrido al propio Joey, en cuyo caso la verdad era que conocía mucho mundo. Como no se jactaba de sus andanzas, la gente aún lo apreciaba más. Siempre llevaba las uñas inmaculadas, vestía con elegancia, siempre gastaba una camisa limpia y los zapatos recién lustrados.

Los dos caminaron juntos por Elm Street, en dirección a High Street.

—Hace tiempo que tengo ganas de hacerle una pregunta: ¿es usted pariente del almirante Hawley?

—¿No se referirá más bien al almirante Halsey? —preguntó Ethan a su vez—. Hemos tenido abundantes capitanes de barco en la familia, pero no tenía noticia de que también hubiera un almirante.

—Ah, como tengo entendido que su abuelo era capitán de un ballenero, supongo que lo relacioné con el almirante, claro.

—Una ciudad como ésta tiene sus propios mitos —dijo Ethan—. Por ejemplo, se cuenta que en la familia de mi padre hubo algunos piratas hace ya tiempo, y que mi familia materna desciende en línea directa de los peregrinos del Mayflower.

—Ethan Allen… ¡Dios mío! —dijo Joey—. ¿También es pariente suyo?

—Puede ser. Sí, seguro —dijo Ethan—. En fin, vaya día tan hermoso. ¿Recuerda otro igual? Por cierto, ¿qué dijo que quería decirme?

—Ah, sí. Supongo que cerrará usted la tienda de doce a tres. ¿Podría prepararme un par de sandwiches a eso de las once y media? Yo me encargo de pasar a recogerlos, Y un envase de leche.

—¿No cierra el banco?

—El banco sí, pero yo no. El pobre Joey se quedará al pie del cañón, encadenado a los libros de asiento. Los fines de semana como éste, con festividades a lo grande, vienen todos en unión a cobrar cheques de ventanilla.

—Nunca se me había ocurrido —dijo Ethan.

Desde luego. Por Pascua, el último lunes de mayo, festividad en recuerdo de los caídos en la guerra; el 4 de julio, el Día del Trabajo… Cualquier fin de semana largo pasa lo mismo. Si yo quisiera asaltar un banco, lo haría justo antes de un fin de semana largo. Ahí está toda la pasta, bien puesta en caja, a la espera del guapo que quiera venir a llevársela.

—¿Alguna vez ha sido víctima de un atraco, Joey?

—No. Pero tenía un amigo al que le pasó dos veces.

—¿Y qué dijo?

—Pues que pasó miedo. Hizo todo lo que le dijeron. Se tendió boca abajo en el suelo y dejó que se llevaran la pasta. A fin de cuentas, según dijo, el dinero tenía mejor seguro que él mismo.

—Le llevaré yo mismo los sandwiches cuando cierre. Llamaré a la puerta de atrás. ¿Cómo los quiere?

—No se tome la molestia, señor Hawley. Ya cruzaré yo por el callejón. Uno de jamón y uno de queso con pan de centeno, lechuga y mayonesa si puede ser, y un envase de leche y, ya puestos, una coca-cola para más tarde.

—Tengo un salami excelente. Quiero decir, cosas de Marullo.

—No, gracias. ¿Cómo le van las cosas a esa mafia unipersonal?

—Supongo que bien.

—La verdad, aunque a uno no le caigan bien los italianinis y hay que admirar a un hombre que fue capaz de convertir un carrito de chucherías, un puesto ambulante, en todo lo que tiene ahora. Es un tío listo. La gente ni siquiera se imagina cuánto tiene en salmuera. No sé, tal vez no debería decírselo. Los banqueros no deben abrir la boca cuando se trata de los ahorros de sus clientes.

—Pues no me diga nada.

Habían llegado a la esquina en donde Elm Street forma un ángulo con High Street. Automáticamente se detuvieron y se volvieron los dos para admirar la ruina de ladrillo y yeso rosa en que se había convertido el viejo Bay Hotel, que estaba en proceso de demolición para construir en el solar un nuevo Woolworth. La pala excavadora pintada de amarillo y la alta grúa de la que pendía la maza estaban calladas como dos depredadores en silencio, al acecho, de buena mañana.

—Eso es algo que siempre he querido hacer —dijo Joey—. Debe de ser emocionante balancear esa bola de acero y ver caer de pronto un muro entero.

—Yo ya vi bastantes demoliciones en Francia —dijo Ethan.

—Sí, he visto su nombre en el monumento, a la orilla del mar.

—¿Llegaron a detener a los ladrones que atracaron a su amigo? —Ethan estaba seguro de que el amigo no era otro que el propio Joey. Cualquiera lo hubiera dicho.

—Claro que sí. Los cogieron como a las ratas. Es una suerte que los ladrones no sean listos. Si Joey escribiese un manual sobre cómo asaltar un banco, los polis nunca pillarían a nadie.

Ethan se echó a reír.

—¿Cómo lo enfocaría?

—Tengo mis fuentes de información, señor Hawley. Yo leo los periódicos. Pero es que además conocía bastante bien a un tío que trabajaba para la policía. ¿Quiere que le dé la charla por dos dólares?

—Tendrá que ser sólo por cincuenta centavos. He de abrir la tienda.

—Damas y caballeros —dijo Joey—, esta mañana estoy ante ustedes… No, verá: ¿cómo se detiene a los ladrones de bancos? Número uno, por los antecedentes: ya los han pillado antes. Número dos, porque se pelean por las ganancias y alguno lo echa a perder. Número tres, por las mujeres. No son capaces de dejar a las mujeres en paz, y eso conduce al número cuatro: de algún modo tienen que gastarse toda esa pasta. Usted vigile a los que nadan en la abundancia de repente y ya los tiene.

—Así pues… ¿Cuál es su método, señor profesor?

—Tan sencillo como darle la vuelta a un calcetín. Se trata de hacer todo lo contrario. No se le ocurra asaltar un banco si ya lo han detenido antes o si tiene antecedentes por otros motivos. Nada de socios. Hágalo solo. No se lo diga a nadie, a nadie. Olvídese de las mujeres Y no se gaste la pasta. Guárdela. Guárdela quizás durante unos cuantos años. Entonces, cuando disponga de una buena excusa para tener algún dinero, vaya sacándolo poco a poco a relucir. E inviértalo. No lo gaste.

—¿Y si alguien reconoce al ladrón?

—Si se cubre la cara y no abre la boca, ¿quién lo va a reconocer? ¿Ha leído usted alguna vez las descripciones de los testigos? Están todos chalados. Mi amigo el policía dice que a veces, cuando le tocaba ponerse entre los sospechosos para una ronda de reconocimiento, lo elegían a él una y otra vez. La gente juraba y perjuraba que era él quien robó el banco. Ahí tiene: son cincuenta centavos, por favor.

Ethan se metió la mano en el bolsillo.

—Se lo voy a tener que dejar a deber.

—Me lo cobraré en sandwiches —dijo Joey.

Cruzaron High Street y enfilaron hacia el callejón que formaba ángulo recto. Joey entró por la puerta de atrás del First National, a su lado del callejón; Ethan abrió la puerta de atrás de Fruta y Comestibles Finos Marullo.

—¿Jamón y queso? —gritó.

—Con pan de centeno. Y con lechuga y mayonesa.

Desde el callejón, a través de la ventana enrejada, se filtraba en la trastienda un poco de luz grisácea, polvorienta. Ethan hizo un alto en la penumbra. Los estantes llegaban hasta el techo, repletos de envases de cartón y de cajas de madera de fruta enlatada, verdura, pescado y carne y también queso. Husmeó entre los olores seminales de la harina y las alubias secas, los guisantes, el olor a papel y tinta de las cajas de cereales, el olor agrio e intenso de los quesos, las salchichas, los jamones y las piezas de panceta, el fermento de los recortes de col, lechuga y remolacha de los cubos plateados de basura, pegados a la puerta de atrás, en busca de rastro de ratones. Al no percibir el olor mohoso de los ratones, abrió de nuevo la puerta del callejón y sacó los cubos de basura. Un gato gris salió lanzado e intentó colarse, pero lo ahuyentó.

—No, ni se te ocurra —le dijo al gato—. Los ratones y las ratas son comida de gatos, pero tú te zampas las salchichas. ¡Vade retro! Ya me has oído: ¡vade retro! —El gato se lamía una zarpa sonrosada, pero al segundo «¡vade retro!» se levantó y, con la cola muy tiesa, desapareció tras la verja de tablones que había en la trasera del banco—. Debe de ser una palabra mágica —se dijo Ethan. Regresó a la trastienda y cerró la puerta nada más entrar.

Atravesó la estancia polvorienta y se dirigió a la puerta batiente de la tienda; sin embargo, en el cubículo del retrete oyó el susurro del agua que goteaba. Abrió la puerta de madera enclenque, encendió la luz y tiró de la cadena. Luego abrió de par en par la amplia puerta acristalada, con hilo de alambre incrustado, y la calzó dando una patada a la cuña de madera.

El local estaba sumido en una media luz verdosa, procedente de las persianas bajadas sobre el escaparate. Las estanterías, de nuevo hasta el techo estaban repletas de ordenadas latas de alimentos y de conservas en botes de cristal, una biblioteca para el estómago. En uno de los laterales se encontraba el mostrador, la caja registradora, las bolsas de papel, el cordel de envolver y esa maravilla de esmalte blanco y acero inoxidable, la cámara frigorífica, cuyo compresor susurraba por lo bajo como si hablara solo. Ethan accionó uno de los interruptores e inundó los fiambres, quesos, salchichas, chuletas, filetes y pescados de un resplandor de neón azulado. Una luz catedralicia llenó la tienda entera, una luz difusa, como la de Chartres. Ethan se detuvo a admirarla, los tubos del órgano de los botes de tomate, las capillas de mostaza y de aceitunas, las cien tumbas ovales de las latas de sardinas.

Unimum et unimorum —salmodió con voz nasal, de letanía—. Uni unimoroso quod unichinche in omnem unim, domine… aaaamén —canturreó. Y le pareció oír la voz de su mujer y sus comentarios: «Eso es una tontería, y además puedes lastimar los sentimientos de alguien. No puedes ir por ahí ofendiendo a los demás».

Un dependiente de una tienda —de la tienda de comestibles, exactamente, de Marullo—, un hombre con esposa y dos hijos queridos, ¿cuándo está a solas, cuándo puede estar de veras a solas? Los clientes de día, la mujer y los hijos por la tarde; la mujer de noche, los clientes de día, la mujer y los hijos por la tarde. Y vuelta a empezar.

—En el aseo. Ahí sí que se puede —dijo Ethan en voz alta. Y además ahora mismo, añadió para sus adentros, antes de abrir las compuertas. ¡Ah, esos momentos de tontería y paz y tranquilidad y pereza en la penumbra, con olor a moho… qué descanso… qué placer!—. ¿Y ahora, encanto? —dijo dirigiéndose a su esposa—. ¿A quién ofendo ahora? Aquí no hay sentimientos de nadie, ni hay nadie tampoco aquí. Aquí estoy a solas con mi unimum unimorum… hasta que abra la maldita puerta de entrada.

De uno de los cajones del mostrador, junto a la caja registradora, sacó un delantal limpio y lo desdobló. Estiró las dos cintas, se lo puso alrededor de la cintura, dio la vuelta a las cintas por la espalda, las pasó por delante y se las ató de nuevo a la espalda con un lazo.

Era un delantal largo, que le llegaba hasta la mitad de las espinillas. Levantó la mano derecha, la ahuecó con la palma hacia arriba y se puso a declamar.

—Escuchadme con atención, oh peras en lata, oh encurtidos, oh vinagretas. «Apenas fue de día, los ancianos de la tribu y los sumos sacerdotes y los escribas se reunieron y lo condujeron a presencia del consejo…». Apenas fue de día, hay que ver. Los muy mamones se ponían bien temprano manos a la obra, ¿que no? No se andaban con chiquitas, no perdían el tiempo. Veamos… «Y era cerca de la hora sexta…». Eso deben de ser más o menos las doce de ahora. «Y descendieron sobre la tierra las tinieblas hasta la hora nona… Y hasta el sol se oscureció». ¿Cómo diantre me acuerdo yo de todo eso? Dios del Cielo, le costó un buen rato hasta morirse. Muchísimo rato, qué horror. —Bajó la mano y se quedó embobado, contemplando los tarros alineados en los estantes, como si acaso fuesen a contestarle—. No, no me digas nada ahora, Mary, mi terroncito de azúcar. ¿Eres acaso una de las Hijas de Jerusalén? «No lloréis por mí,» les dijo Él. «Llorad por vosotras y por vuestros hijos… Pues si hacen tales cosas a un árbol fuerte y verde, ¿qué cosas no harán a un árbol seco?». Es algo que todavía me impresiona. La tía Deborah era mucho más lista de lo que ella misma suponía. Aún no es la hora sexta. Todavía falta.

Levantó las verdes persianas que protegían las ventanas.

—¡Adelante, día! ¡Entra! —Y abrió la puerta de entrada—. Entra, mundo.

Descorrió el cerrojo de las puertas y las fijó en esa posición.

Y el sol de la mañana bañaba suavemente la acera, como era debido, pues en abril el sol ya se levantaba allí donde High Street desembocaba en el puerto. Ethan volvió al retrete en busca de una escoba para barrer la acera.

Un día, todo un día vivido de principio a fin, no es una sola cosa: son muchas. Cambia no sólo con la intensidad de la luz mientras avanza hacia su cénit y vuelve a declinar, sino que también se va modificando su trama, sus hechuras, su tono debido a mil factores relacionados con la estación del año, el frío o el calor, la calma o los vientos diversos, bajo la acción de los olores, los sabores, la urdimbre del hielo o de la hierba, de los brotes o las hojas o de las ramas negras y desnudas. Y a medida que cambia el día se transforman sus personajes, sean insectos o aves, gatos y perros, mariposas, personas.

El día tranquilo, apacible, íntimo y secreto de Ethan Allen Hawley había terminado. El hombre que a primera hora de la mañana barría la acera con precisión de metrónomo no era el hombre capaz de endilgar un sermón a los productos envasados, no era un hombre de unimum unimorum, no era ni siquiera un hombre que se hiciera el tonto. Recogió las colillas de los cigarros y los envoltorios de los chicles, las caperuzas que desprendían los árboles en plena polinización y el sencillo polvo de la calle con el exacto movimiento de la escoba, y desplazó todos los residuos hacia el desagüe del bordillo, para que esperasen a los barrenderos con su camión de plata.

Con pasos medidos y decentes, el señor Baker fue alejándose de su casa en Maple Street hacia la basílica de ladrillo rojo que era el First National Bank. Y si todos y cada uno de sus pasos no fueran de la misma longitud, ¿quién podía adivinar que, siguiendo una antiquísima costumbre, evitaba por todos los medios pisar las junturas de las losas?

—Buen día, señor Baker —le saludó Ethan, e interrumpió sus labores de barrido para no llenar de polvo los pantalones de sarga que vestía el banquero.

—Buen día, Ethan. Una mañana espléndida.

—Desde luego —dijo Ethan—. Ya estamos en primavera, señor Baker. No se equivocaba la marmota.

—En efecto, en efecto. —El señor Baker hizo un alto en su camino—. Llevo un tiempo con ganas de hablar contigo, Ethan. Ese dinero que recibió tu mujer por la herencia de su hermano… Son más de cinco mil dólares, ¿no es cierto?

—Seis mil quinientos después de deducir impuestos —dijo Ethan.

—Bueno, lo tienes en el banco sin hacer nada. Habría que invertirlo. Me gustaría hablarte de eso. Hay que poner el dinero a trabajar.

—Seis mil quinientos dólares no pueden trabajar gran cosa, señor. Es una nadería que apenas sirve para un caso de emergencia.

—Yo no creo en el dinero ocioso, Ethan.

—Bueno, éste ya cumple su misión. Ahí está, a la espera.

El banquero adoptó un gélido tono de voz.

—No lo entiendo. —Por su inflexión, dio a entender claramente que lo entendía y que le parecía una soberana estupidez. Y su tono de voz desató un punto de amargura en Ethan, y la amargura dio pie a una mentira.

La escoba trazó una delicada curva sobre la acera.

—Así son las cosas, señor. Ese dinero es un seguro provisional que tiene Mary por si a mí algo me ocurriese.

—En ese caso, deberías utilizar una parte en un seguro de vida.

—Pero sólo es algo provisional, señor. Ese dinero era de la hacienda del hermano de Mary. Su madre sigue viva. Y puede que viva muchos años.

—Lo comprendo. Los ancianos pueden ser una pesada carga.

—Y también pueden ser obstinados con el dinero. —Ethan miró de reojo a la cara del señor Baker a la vez que decía la mentira, y vio que del cuello del banquero subía un trazo de color—. Ya lo ve, señor. Si invirtiera el dinero de Mary, podría perderlo tal como perdí el mío, tal como perdió mi padre su fortuna.

—Eso es agua pasada, Ethan. Y no mueve molino. Sé que te quemaste. Pero los tiempos están cambiando, ahora existen nuevas oportunidades.

—Yo ya tuve mi oportunidad, señor Baker. Tuve más oportunidad que sentido común. No olvide que esta tienda fue mía hasta después de la guerra. Tuve que vender media manzana para aprovisionarla. Las últimas propiedades inmobiliarias que nos quedaban.

—Ya lo sé, Ethan. Por algo soy tu banquero. Conozco tu estado de cuentas tal como tu médico conoce tu pulso.

—Desde luego que lo conoce. Me bastó con menos de dos años para estar al borde de la quiebra. Tuve que venderlo todo, con la excepción de mi casa, para pagar las deudas.

—No te eches toda la culpa por lo pasado. Acababas de salir del ejército, no tenías ninguna experiencia en los negocios. Y no te olvides de que te encontraste de golpe y porrazo en plena depresión, aunque la llamáramos recesión. Unos cuantos hombres de negocios bien curtidos en el ramo también se fueron a la ruina.

—Yo me arruiné del todo. Es la primera vez en la historia que un Hawley se ha convertido en dependiente de una tienda que es propiedad de un italiano.

—Eso es lo que no me cabe en la cabeza, Ethan. Cualquiera se puede arruinar, pero no entiendo por qué ha de ser así, por qué un hombre de tu familia y condición, con tu educación, sigue metido en el pozo de la ruina. Eso no tiene por qué ser permanente, a menos que además hayas perdido los arrestos. ¿Qué fue lo que acabó contigo, Ethan? ¿Qué es lo que te tiene apresado en la negra?

Ethan a punto estuvo de darle una respuesta enojada: pues claro que no lo entiende. A usted eso nunca le ha pasado… Y prefirió barrer un círculo de envoltorios de chicle y colillas de cigarrillos hasta formar una pirámide, que luego desplazó hacia la alcantarilla.

—Los hombres no se quedan apresados en la negra, como dice usted, o al menos pueden luchar contra grandes enemigos. Lo que los mata es la erosión: se ven empujados paso a paso hacia el fracaso. Se atemorizan poco a poco. Yo tengo miedo. La Compañía Eléctrica de Long Island podría cortarme el suministro de la luz. Mi mujer necesita ropa. Mis chicos… necesitan zapatos y pasarlo bien. ¿Y si no pudieran seguir estudiando? ¿Y las facturas de todos los meses, y el médico, y la operación de las amígdalas? ¿Y si además yo me pusiera enfermo y ni siquiera pudiera barrer esta maldita acera? Por supuesto que no lo entiende. Es un asunto muy lento. A uno se le pudre el ánimo. No puedo pensar en nada más allá de la próxima letra del frigorífico. Detesto mi trabajo y me muero de miedo de pensar sólo en perderlo. ¿Cómo demonios iba a entender usted una cosa así?

—¿Y qué me dices de la madre de Mary?

—Ya se lo he dicho. Es obstinada con el dinero, y seguirá siéndolo hasta el día en que se muera.

—No lo sabía. Creí que Mary era de familia pobre. En cambio, sé que cuando uno está enfermo necesita medicinas, o tal vez una operación, o un tratamiento de choque. Nuestra gente era gente osada. Y tú lo sabes. No se dejaron roer hasta la muerte. Ahora, los tiempos están cambiando. Existen oportunidades que nuestros ancestros ni siquiera pudieron soñar. Y son los extranjeros los que las están aprovechando. Los extranjeros nos están ganando la partida y se van a quedar con lo nuestro. Despierta, Ethan.

—¿Y qué me dice del frigorífico?

—Despréndete de él si no queda más remedio.

—¿Y Mary? ¿Y los chicos?

—Olvídate de ellos por un tiempo. Te querrán más si logras salir del agujero. Preocupándote por ellos no les ayudas nada.

—¿Y el dinero de Mary?

—Piérdelo si no queda más remedio, pero al menos arriésgalo. Con cuidado y con buenos consejos no tienes por qué perderlo. El riesgo no es una pérdida. Los nuestros siempre han sido gente que sabe calcular los riesgos, que no pierden. Te voy a decir una cosa desagradable, Ethan: estás defraudando la memoria del viejo capitán Hawley. Le debes algo a su memoria. Caramba, si mi padre y él eran los dueños del Belle-Adair, uno de los últimos barcos balleneros que se construyeron, y uno de los más hermosos… Sal de ese agujero, Ethan. Le debes algo al Belle-Adair, algo que no le has pagado con arrestos. Al demonio la financiera.

Con la punta de la escoba, Ethan echó a la alcantarilla un envoltorio de celofán que se le resistía.

—El Belle-Adair se quemó hasta la línea de flotación, señor —dijo en voz baja.

—Eso ya lo sé. ¿Y nos impidió seguir adelante? Ni mucho menos.

—Estaba asegurado.

—Por supuesto.

—Pero yo no. Salvé sólo mi casa, nada más.

—De eso tendrás que olvidarte. Estás removiendo cosas que pertenecen al pasado. Tienes que hacer acopio de valor, tienes que armarte de osadía. Por eso dije que deberías invertir el dinero de Mary. Sólo intento echarte una mano, Ethan.

—Gracias, señor.

—Hay que quitarte ese delantal. Se lo debes al viejo capitán Hawley. Si te viera, no daría crédito a sus ojos.

—Supongo que no.

—Bien dicho. Hay que quitarte ese delantal.

Si no fuera por Mary y por los chicos…

Olvídate de ellos, ya te lo he dicho. Es por su propio bien. Aquí, en New Baytown, van a suceder cosas interesantes. Y tú puedes formar parte de ello.

—Gracias, señor.

—Deja que me ocupe del asunto. Me voy a poner a pensar.

—El señor Morphy dice que se quedará trabajando cuando usted cierre el banco a mediodía. Le voy a preparar unos sandwiches. ¿Quiere que le lleve alguno también a usted?

—No, gracias. Ya se ocupará Joey del trabajo pendiente. Es un buen hombre. Hay algunas propiedades que quiero revisar. En el Registro del Condado, claro está. Allí se está a gusto de las doce a las tres, seguro que no entra nadie. Tal vez encuentre algo para ti. Hablaremos pronto. Hasta luego.

Dio una larga zancada para arrancar sin pisar una juntura y atravesó el callejón para entrar por la puerta principal del First National. Ethan sonrió al verlo alejarse.

Terminó rápidamente de barrer, pues la gente empezaba a aparecer —poco a poco al principio, más abundantes después— camino del trabajo. Sacó a la entrada de la tienda las cajas de fruta fresca. Luego se cercioró de que no lo veía nadie, sacó tres latas de comida para perros y, metiendo la mano en el hueco, extrajo la sucia bolsita del dinero suelto; volvió a colocar en su sitio las latas de comida para perro y abrió la caja registradora para distribuir los billetes de veinte, diez, cinco y un dólar en sus respectivos cajetines, sujetándolos con la ruedecita de cada subdivisión. Sólo aparecieron unos cuantos clientes, niños cuyas madres los habían enviado a por una barra de pan o un litro de leche o medio kilo de café, niñas con el cabello revuelto, aún sin peinar.

Margie Young-Hunt entró muy derecha, con los pechos saltones y embutidos en un jersey color salmón. La falda de mezclilla se le ceñía deliciosamente a los muslos y le apretaba el trasero respingón con verdadero orgullo. Sin embargo, fue en sus ojos, en sus ojos castaños y miopes, donde Ethan vio algo que su mujer no llegaría a ver nunca, algo que no asomaba jamás cuando andaban cerca las esposas. Era una depredadora, una cazadora, una Artemisa en busca de hombres. El viejo capitán Hawley lo llamaba «la mirada guerrera». Era algo que se plasmaba también su voz: un susurro aterciopelado que con las esposas se convertía en una voz de tiple, rebosante de confianza.

—Buen día, Eth —dijo Margie—. ¡Qué día para ir de picnic!

—Buen día. Me apuesto lo que sea a que se te ha terminado el café.

—Si también adivinas que se me ha terminado el Alka-Seltzer, tendré que dejar de venir.

—¿Una noche divertida?

—Más o menos. Un viajante de comercio, ya se sabe. Perfecto para una mujer divorciada. El maletín lleno de muestras. Supongo que podría pasar por un vendedor a domicilio. Puede que lo conozcas. Se llama Bigger, o Bogger; es representante de BBD & D. Si lo comento, es porque dijo que tal vez viniera a hacerte una visita.

—Nosotros compramos casi todo a Waylands.

—Bueno, puede ser que ese señor Bugger ande en busca de nuevos clientes, siempre y cuando se sienta algo mejor que yo esta mañana. Una cosa: ¿me puedes dar un vaso de agua? De buena gana me tomaría un par de Alka-Seltzers ahora mismo.

Ethan fue a la trastienda. «Sea un grandullón, un pelma o un irlandés el tal viajante, ¿qué se me importa a mí?», se dijo. Volvió con un vaso de papel lleno de agua del grifo. Ella dejó caer tres tabletas y esperó a que hicieran burbujas abundantes.

—¡A tu salud! —dijo, y se la bebió de un trago—. A ver si sirven de algo, demonio —añadió.

—Tengo entendido que hoy le vas a echar las cartas a Mary.

—¡Ay, Dios! ¡Casi me olvido! Tendría que ponerme a hacerlo en serio, por dinero. Podría amasar una fortuna.

—A Mary le encanta. ¿Tan bien se te da eso?

—No se trata de que una tenga una habilidad especial. Hay que dejar que los demás, me refiero a las mujeres, claro, te hablen de sí mismas. Luego les cuentas lo que quieren oír, y terminan convencidas de que tienes dotes de adivina.

—¿Y a los desconocidos de gran estatura, morenos, de buena planta?

—Ésa es la cuestión, desde luego. Si fuera capaz de adivinarles el futuro a los hombres, no me habría llevado tantos chascos. ¡Caramba! La verdad es que me equivoqué un par de veces. Vaya meteduras de pata.

—¿No se murió tu primer marido?

—No, se murió el segundo, así descansen sus cenizas en paz, el muy hijo de la… No, dejémoslo estar. Que descanse en paz.

Ethan saludó a la anciana señora Ezyzinski de un modo particularmente solícito, y se tomó con tiempo la venta de cien gramos de mantequilla; le dedicó un par de comentarios atinados sobre el buen tiempo. Margie Young-Hunt, relajada y sonriente, examinaba las latas doradas de paté de foie gras y los minúsculos, lujosos envases de caviar colocados al fondo, tras la caja registradora.

—Bueno… —dijo Margie cuando por fin salió la anciana, mascullando para sus adentros algo en polaco.

—¿Bueno… qué?

—Nada. Estaba pensando… Si conociera a los hombres tan bien como conozco a las mujeres, pondría una consulta con placa en la puerta. ¿Por qué no me enseñas cómo son los hombres, Ethan?

—Ya sabes bastante. Puede que sepas demasiado.

—¡Vamos, hombre! ¿Es que no tienes sentido del humor?

—¿Quieres que empecemos ahora mismo?

—A lo mejor, una noche de éstas.

—Magnífico —dijo—. Formaremos un grupo: Mary, los chicos y tú. Tema de conversación: los hombres, sus debilidades y estupideces, y cómo utilizarlas.

Margie hizo caso omiso de su tono de voz.

—¿Nunca te quedas trabajando hasta tarde? ¿Las cuentas a fin de mes y esas cosas?

—Por supuesto. Me llevo el trabajo a casa.

Levantó los brazos por encima de la cabeza y se puso a enredarse con los dedos en el pelo.

—¿Y por qué?

—¿Y por qué los gatos cazan ratones?

—¿Ves cuánto podrías enseñarme si quisieras?

—«Y cuando terminaron de burlarse de Él —dijo Ethan—, lo despojaron de su túnica y cubriéndolo con sus propias vestiduras se lo llevaron para crucificarlo. Y al salir de la ciudad se encontraron con un hombre de Cirene que se llamaba Simón. Lo obligaron a llevar la cruz. Y cuando llegaron a un lugar llamado el Gólgota, esto es, el lugar de la calavera…».

—¡Oh, por Dios…!

—Sí, así es. Correcto.

—¿Sabes que eres un hijo de perra?

—Sí, ¡oh Hija de Jerusalén!

Ella sonrió de pronto.

—¿Sabes qué voy a hacer? Esta mañana voy a adivinarte el futuro como una posesa. Vas a ser un tipo de éxito, ¿lo sabías? Todo lo que toques se convertirá en oro. Manejarás a los hombres a tu antojo. —Se alejó rápidamente hacia la puerta. Antes de salir se volvió muy sonriente—. Te desafío a que cumplas mi predicción… ¡o a que no la cumplas! ¡Hasta la vista, Salvador!

Qué extraño el ruido de sus tacones en la acera, repicando con ira.

A las diez en punto cambió todo. Se abrieron las grandes puertas acristaladas del banco y un río de gente comenzó a entrar en busca de dinero, con el que luego pasaban por la tienda de Marullo para llevarse todos los comestibles de capricho que pide la Pascua. Ethan estuvo más ajetreado que un esquiador acuático hasta que dio la hora sexta.

La colérica campana de los bomberos, desde la cúpula del ayuntamiento, dio la hora sexta. Los clientes se marchaban con las bolsas cargadas de provisiones. Ethan metió en la tienda los cajones de la fruta y cerró la puerta de entrada. Por la simple razón de que las tinieblas habían caído sobre el mundo y sobre él, bajó las gruesas persianas verdes y se hizo la oscuridad en la tienda. Sólo el neón del mostrador de los fiambres proyectaba un resplandor fantasmal y azul.

Pasando al otro lado del mostrador, cortó cuatro generosas rebanadas de pan de centeno y sacó dos lonchas de queso suizo y tres de jamón.

—Lechuga y queso —dijo—, lechuga y queso. Cuando un hombre se casa, no quiere más que eso.

Untó dos de las rebanada de pan con mayonesa, las apretó contra las otras dos y cortó los bordes sobrantes de la lechuga y el jamón. Ahora, un litro de leche y un trozo de papel encerado para envolverlo. Estaba doblando las esquinas del papel cuando oyó una llave en la puerta y apareció Marullo, grande como un oso y voluminoso de pecho, tanto que los brazos parecían cortos y como si sobresalieran del cuerpo. Llevaba el sombrero en el cogote, de modo que los hirsutos cabellos grises asomaban sobre la frente como una gorra. Tenía los ojos húmedos, con una expresión entre taimada y adormecida; las fundas de oro de sus incisivos brillaban a la fría luz del mostrador. Los dos botones superiores del pantalón los llevaba desabrochados; enseñaba su recia ropa interior gris. Enganchó los pulgares romos en la tirilla del pantalón y parpadeó en la penumbra.

—Buen día, señor Marullo. O buenas tardes.

—Hola, muchacho. Veo que has cerrado bien pronto.

—En toda la ciudad han hecho igual. Supuse que estaría usted en el servicio religioso.

—Hoy no hay. Es el único día del año sin servicio religioso.

—¿De veras? No lo sabía. ¿Qué puedo hacer por usted?

Estiró los brazos cortos y gruesos y los balanceó desde el codo.

—Me duelen los brazos, muchacho. Artritis. Cada vez es peor.

—¿No se alivia con nada?

—Hago de todo: cataplasmas calientes, aceite de tiburón, píldoras… Me sigue doliendo. Veo que todo está en su sitio y bien cerrado. A lo mejor podemos charlar un poco, ¿eh muchacho? —Le relampaguearon los dientes.

—¿Sucede algo?

—¿Algo? ¿De qué?

—Bueno, si me espera un minuto, llevaré estos sandwiches al banco. Me los ha encargado el señor Morphy.

—Eres listo. Atiendes bien a los clientes. Eso es buena cosa.

Ethan salió por la trastienda al callejón y llamó a la puerta trasera del banco. Entregó a Joey la leche y los sandwiches.

—Gracias. No era necesario que se molestara.

—Atención de la casa. Me lo ha dicho Marullo.

—¿Me guarda un par de coca-colas en la cámara frigorífica? Tengo la boca reseca de tantos ceros.

Cuando volvió a la tienda, Marullo examinaba un cubo de la basura.

—¿Dónde quiere que hablemos, señor Marullo?

—Aquí mismo, muchacho. —Tomó unas hojas de coliflor de la basura—. Cortas demasiado.

—Es para que queden bien.

—La coliflor se vende al peso. Así, tiras el dinero a la basura. Conozco a un griego muy listo que es dueño puede que de veinte restaurantes. Según dice, el gran secreto está en vigilar los cubos de la basura. Lo que se tira no se vende. Ése sí que es un tipo listo.

—Sí, señor Marullo.

Ethan se movía sin descanso por la parte delantera de la tienda, con Marullo a la espalda, sin dejar de flexionar los codos en todos los sentidos posibles.

—¿Humedeces bien la verdura, como te enseñé?

—Desde luego.

El jefe tomó una hoja de lechuga.

—Pues parece seca.

—Demonios, Marullo, no las voy a cargar de agua. Tal como están, ya llevan una tercera parte de agua.

—Así parecerán más frescas, más crujientes. ¿Te crees que no lo sabré yo? Empecé con un carrito, con uno solo. Hay que aprender los trucos, muchacho; si no, te vas de cabeza a la ruina. La carne… Estás pagando demasiado.

—Bueno, es que anunciamos que sólo vendemos carne de la mejor.

—¿De la mejor? O de segunda, o de tercera. ¿Quién se va a dar cuenta? Lo pone en el tarjetón, ¿no? Mira, tú y yo vamos a tener que charlar un rato. Tenemos los libros de cuentas llenos de muertos. El que no pague a día quince… Fuera.

—Eso no lo podemos hacer. Hay clientes que compran aquí desde hace veinte años.

—¿Y eso de qué sirve? Así el dinero se estanca. Los establecimientos en cadena compran por toneladas. Nosotros no podemos hacer eso. Tienes que aprender, muchacho. ¡Desde luego, son gente simpática! El dinero también es simpático. Hay demasiados restos de carne en el cubo.

—Grasa y pellejo.

—De acuerdo, pero con tal que la peses antes de recortar. Hay que ser muy cuidadoso. Si no te esmeras al máximo, ¿quién lo hará? Tienes que aprender, muchacho. —Los dientes de oro ya no relampagueaban. Tenía la boca cerrada como una trampa.

La ira estalló en Ethan sin que se diera cuenta. Él mismo quedó sorprendido.

—Yo no soy un tramposo, Marullo.

—¿Quién es un tramposo? Eso es hacer bien los negocios. Sólo los negocios bien hechos son negocios que sirven para seguir en el negocio. ¿Tú crees que el señor Baker ofrece muestras gratuitas?

Ethan perdió los estribos.

—Escúcheme bien —gritó—. Los Hawley vivimos aquí desde mediados del siglo XVII. Usted es un extranjero. Ni siquiera se ha percatado de eso. Nos llevamos bien con los vecinos sin dejar de ser personas decentes. Si de veras cree que puede desembarcar procedente de Sicilia y cambiarlo todo de arriba abajo, debo decirle que se equivoca usted. Y si quiere quedarse con mi puesto de trabajo, se lo dejo disponible aquí y ahora mismo. Y deje de llamarme muchacho, o le suelto un puñetazo en toda la nariz.

A Marullo le centellearon los dientes.

—De acuerdo, de acuerdo. No te enfades. Sólo quise hacerte un favor.

—No me llame muchacho. Mi familia lleva aquí doscientos años. —A sus propios oídos le pareció una tontería. Amainó el temporal de su ira.

—Yo no hablo muy bien el inglés. Te creerás que Marullo es apellido de italianos, de espaguetis, de hispanos. Mis genitori, mi linaje, tiene a lo mejor dos, tres mil años de antigüedad. Marullus viene de Roma. Valerio Máximo ya lo menciona. ¿Qué son doscientos años?

—Usted no es de aquí.

—Hace doscientos años tú tampoco estabas aquí.

Ethan, ya vacío de su cólera, vio una de esas cosas que a un hombre le hacen dudar de la constancia de las realidades externas. Vio cómo ante sus propios ojos se metamorfoseaba el inmigrante, el italiano, el vendedor ambulante de fruta y golosinas. Vio la cúpula de la frente, la nariz fuerte y aguileña, los ojos fieros y hundidos en las cuencas; vio los recios músculos que sostenían la cabeza, vio un orgullo tan asentado y tan seguro de sí que hasta podía simular auténtica humildad. Fue uno de esos pasmosos descubrimientos que dejan atónito a un hombre, pensando: «Si he sido capaz de pasar por alto todo eso, ¿qué otras cosas no se me habrán escapado?».

—No tiene por qué hablar como un italiano emigrado —dijo suavemente.

—Se trata de hacer bien los negocios. Yo te voy a enseñar cómo. Tengo sesenta y ocho años. Mi mujer murió. ¡Y la artritis! No veas cómo duele. Intento enseñarte a hacer negocios. A lo mejor no aprendes; la mayoría no aprende nunca. Y se arruina.

—No tiene por qué refrotarme por la cara que yo me arruiné.

—No, en eso te equivocas. No me has entendido. Trato de enseñarte a hacer buenos negocios para que no te vuelvas a arruinar.

—Como si eso fuera posible. Ni siquiera tengo un negocio propio.

—Todavía eres un muchacho.

—Escúcheme bien, Marullo —le dijo Ethan—. Prácticamente me encargo yo de su negocio. Le llevo las cuentas, deposito el dinero en el banco, hago los pedidos, me ocupo de los clientes… Y los clientes vuelven. ¿No le parece que sé cuidar del negocio?

—Desde luego… Algo has aprendido. Ya no eres en realidad un muchacho. Además, te subes por las paredes cuando te llamo muchacho. ¿Cómo te voy a llamar, si a todo el mundo le llamo muchacho?

—Haga la prueba de llamarme por mi nombre.

—Eso no suena a verdadera amistad. Muchacho es un apelativo más cordial.

—Pero no es digno.

—La dignidad no es cordialidad.

Ethan se rió.

—Cuando uno es dependiente en la tienda de un inmigrante, ha de conservar algo de dignidad aunque sólo sea por la mujer, por los hijos. ¿Lo entiende?

—Eso es falso.

—Claro que lo es. Si yo tuviera auténtica dignidad, ni siquiera me pararía a pensarlo. A punto estaba de olvidar algo que me dijo mi padre no mucho antes de morir. Dijo que el umbral del insulto está en relación directa con la inteligencia y la seguridad. Dijo que las palabras «hijo de puta» son un insulto sólo para quien no esté muy seguro de su madre, y en cambio… ¿cómo va a insultar a Albert Einstein? Aún vivía por entonces. Así pues, siga llamándome muchacho si quiere.

—¿Lo ves, muchacho? Mucho más cordial, más amistoso.

—Muy bien, pues. ¿Y qué me iba a decir de los negocios que no hago?

—Los negocios son dinero. El dinero no es cordial. Muchacho, puede que seas demasiado cordial, demasiado bueno con la gente. El dinero no entiende de amistades. No tiene más amigos que más dinero.

—Eso son bobadas, Marullo. Conozco a muchos hombres de negocios que son simpáticos, cordiales, honrados.

—Sí, muchacho, pero sólo cuando no están haciendo negocios. Eso tienes que verlo por ti mismo. Cuando te quieras enterar, será demasiado tarde. Sabes llevar muy bien la tienda, muchacho, pero si fuera tu propia tienda puede que a fuerza de cordialidad y simpatía acabaras en la ruina. Te estoy enseñando una lección de las verdaderas, como en la escuela. Ahora, adiós, muchacho.

Marullo flexionó los brazos y salió rápidamente por la puerta, que cerró tras de sí. Ethan volvió a sentir que las tinieblas envolvían el mundo.

De pronto oyó en la puerta unos golpes apremiantes, metálicos. Ethan descorrió la cortina y dio una voz.

—Está cerrado hasta las tres.

—Déjeme entrar. Quiero hablar con usted.

Apareció el desconocido: un hombre sobrio, con perpetuo aire juvenil aun cuando nunca hubiera sido joven, vestido con elegancia, el cabello fino y reluciente, pegado al cráneo, los ojos contentos e inquietos.

—Siento molestarlo. Tengo que marcharme de la ciudad, voy con prisa. Pero quería verlo a usted a solas. Creí que el viejo no se iba a marchar nunca.

—¿Marullo?

—Sí. Estaba esperando en la acera de enfrente.

Ethan miró las manos inmaculadas. En el dedo corazón de la mano izquierda vio un gran ojo de gato engastado en un anillo de oro.

El desconocido había seguido su mirada.

—No lo voy a atracar —dijo—. Ayer noche conocí a una amiga suya.

—¿Sí?

—La señora Young-Hunt. Margie Young-Hunt.

Ethan notó el inquieto husmear mental del desconocido, que trataba de dar con una manera de entrar en conversación, un vínculo para trabar relación con él.

—Es buena chica. Me habló estupendamente de usted. Por eso pensé que… Me llamo Biggers. Soy representante de BBD & D en esta región.

—Nosotros le compramos casi todo a Waylands.

—Ya lo sé. Por eso mismo he venido. Pensé que tal vez le interesara variar, ramificarse. Somos nuevos en la zona, pero estamos avanzando a buen ritmo. Y siempre hay que hacer concesiones para poder meter aunque sea el pie en la puerta. Puede que le salga a cuenta sacar partido de eso.

—Tendría que hablar usted con Marullo. Tiene de siempre un trato preferencial con Waylands.

No bajó de tono, pero habló de un modo más confidencial.

—¿No es usted quien hace los pedidos?

—Bueno, sí. Es que Marullo tiene artritis, y además se ocupa de otros asuntos propios.

—Podríamos rebajarle un poco los precios.

—Creo que Marullo ya los consigue rebajados al máximo. Es mejor que hable con él.

—Pero eso es precisamente lo que yo no quiero hacer. Yo quiero hablar con el hombre que hace los pedidos, y ése es usted.

—No soy más que un empleado.

—Pero se encarga de los pedidos, señor Hawley. Le puedo hacer un descuento del cinco por ciento.

—Marullo podría aceptar ese descuento si la calidad fuese la misma.

—Veo que no me entiende. Yo no quiero hablar con Marullo. Ese cinco por ciento sería en efectivo: nada de cheques, ni de apuntes; nada de problemas con los chicos de hacienda. Unas cuantas hojas de lechuga que pasan de mi mano a la suya y de la suya a su bolsillo, nada más.

—¿Y por qué no puede ofrecer ese descuento a Marullo?

—Son convenios sobre precios.

—Muy bien. Supongamos que me quedo con el cinco por ciento y se lo paso a Marullo.

—Me parece que no conoce usted a los patrones como los conozco yo. Si le entrega ese dinero, se preguntará enseguida cuánto más se embolsa usted. Es perfectamente natural.

Ethan bajó la voz.

—¿Quiere que traicione al hombre para el cual trabajo?

—¿Quién dice nada de traiciones? Él no pierde nada y usted se embolsa unos dólares. Todo el mundo tiene derecho a sacar tajada. Margie me dijo que usted es un tipo listo.

—Hoy está oscuro el día —dijo Ethan.

—Ni mucho menos. Lo que pasa es que tiene echadas las cortinas. —Su mente atenta a olisquearlo todo detectó el peligro, un ratón confuso entre el olor del cepo y el aroma del queso—. Le voy a decir una cosa —dijo Biggers—. Piénselo bien. A ver si puede hacernos algunos pedidos. Pasaré a verlo más adelante, cuando esté en la zona. Vengo cada quince días. Aquí tiene mi tarjeta.

Ethan no movió la mano. Biggers dejó la tarjeta de visita sobre el mostrador de los fiambres.

—Y aquí tiene un pequeño recuerdo con el que obsequiamos a nuestros nuevos amigos.

De un bolsillo lateral sacó una billetera de piel de foca, un objeto muy bien hecho. Lo colocó junto a la tarjeta, sobre la porcelana blanca.

—Es muy bonita y muy útil. Tiene sitio para el permiso de conducir, los carnets…

Ethan no dijo nada.

—Volveré a verlo de aquí a dos semanas —dijo Biggers—. Piénselo. Descuide, que vendré a verlo. Tengo una cita con Margie. Es buena chica. —Como no recibiera respuesta, añadió—: No se moleste en acompañarme. Hasta pronto. —De repente se acercó más a Ethan—. No sea idiota. Lo hace todo el mundo —dijo—. ¡Todo el mundo! —Y rápidamente salió por la puerta y la cerró sin hacer ruido.

A oscuras, en el silencio de la tienda, Ethan oyó el rumor del transformador que alimentaba el tubo de neón del mostrador de los fiambres. Se volvió lentamente hacia el público ordenado y distribuido en hileras sobre los estantes.

—¡Y yo que pensé que erais mis amigos! Ni siquiera habéis levantado una mano. Las ostras, los encurtidos, la levadura para las tartas… ¡sois todos amigos sólo cuando las cosas marchan bien! Se acabó el unimus por mi parte. Me pregunto qué diría san Francisco si un perro le mordiese, o si le cagase un pájaro en toda la cabeza. ¿Gracias, señor perro? ¿Grazie tante, señora paloma?

Un estrépito en la puerta del callejón lo interrumpió de repente.

—Hoy vienen más clientes que si tuviera la tienda abierta —murmuró al atravesar la trastienda a toda prisa.

Entró Joe Morphy tambaleándose, sujetándose el cuello con una mano.

—Por amor de Dios… —gimió—. Socorro… O, por lo menos, una pepsi-cola, que desfallezco, que me muero de sed. ¿Por qué está esto tan oscuro? ¿O es que ya me falla también la vista?

—Están bajadas las persianas. Trataba de ahuyentar a los banqueros sedientos.

Se dirigió a la cámara frigorífica y sacó una botella cubierta de escarcha; la abrió y echó mano de otra.

—Creo que yo también me tomaré una.

Joey se apoyó contra el vidrio iluminado y se bebió de un trago la mitad de la botella.

—¡Caramba! —dijo—. Alguien se ha olvidado la saca de caudales. —Tomó la billetera.

—Es un regalito del viajante de BBD & D. Me ha intentado convencer de que hagamos negocios.

—Bueno, pues no regala cacahuetes. Esto es de primera calidad, hijo. E incluso tiene sus iniciales grabadas en oro.

—¿De veras?

—¿No se ha dado cuenta?

—Se marchó hace un minuto.

Joey abrió la billetera y empezó a examinar los compartimentos de plástico para los carnets.

—Más le vale hacerse socio de lo que sea —le dijo. Abrió la parte de atrás—. Esto sí que es un detalle… —murmuró. Entre el índice y el pulgar extrajo un billete nuevo de veinte dólares—. Ya sabía yo que se movían así, pero no sabía que vinieran con semejante artillería. Es un regalo de los que vale la pena recordar.

—¿Estaba dentro?

—¿Cree que lo he puesto yo?

—Joey, quiero hablar con usted. Ese tipo me ofreció el cinco por ciento de todos los pedidos que le haga.

—¡Vaya, vaya, vaya! Por fin la prosperidad. Y ya se ve que no es una promesa en vano. Tendría que invitarme a la coca-cola. Hoy es su día de suerte.

—No me querrá decir que debo aceptar.

—¿Por qué no, si no aumentan los costes? ¿Quién sale perjudicado?

—Me dijo que no se lo dijera a Marullo, porque pensaría que le saco todavía más tajada.

—Seguro que lo pensaría. Hawley, ¿se puede saber qué le pasa? ¿O es que se ha vuelto loco? Debe de ser la luz. Se ha puesto verde. ¿Estoy verde yo también? ¿No estaría pensando en despreciar la oferta?

—Bastante me costó no echarlo a patadas.

—¡Ah! Ya entiendo. Usted y los dinosaurios… Tal para cual.

—Dijo que lo hace todo el mundo.

—Pero no a todo el mundo se lo proponen. Sólo a los tipos con suerte.

—No es honrado.

—¿Cómo que no? ¿A quién perjudica? ¿Es contrario a la ley?

—¿Quiere decir que usted lo aceptaría?

—¿Que si lo aceptaría? Yo pediría de rodillas una cosa así. En mi negocio tienen cerradas todas las lagunas legales. Prácticamente todo lo que se puede hacer en un banco es contrario a la ley… a menos que uno sea el director o el presidente, claro. ¿Con qué pejigueras me viene? Si se lo quitara directamente al bueno de Alfio, yo diría que no es del todo correcto, pero ése no es el caso. Usted les hace un favor a ellos, ellos se lo devuelven: un bonito favor, verde y crujiente. No sea imbécil. Tiene usted mujer e hijos en los que pensar. La educación de los hijos no creo que se abarate en el futuro.

—Váyase, por favor.

Joey Morphy depositó bruscamente la botella sin terminar sobre el mostrador.

—Señor Hawley… No, señor Ethan Allen Hawley —dijo con frialdad—, si cree usted que soy capaz de hacer algo deshonesto o de sugerirle que lo haga usted, por mí como si se va usted a tomar viento fresco.

Joey se marchó hacia la trastienda.

—No, disculpe, no quise decir tal cosa. En serio que no quise decir eso, Joey. Es que hoy me he llevado un par de sobresaltos, y además… Esta festividad es terrible, ¡terrible!

Morphy se detuvo.

—¿Qué quiere decir? ¡Ah, sí, ya entiendo! Sí, ya lo entiendo. ¿Me cree?

—Y cada año que pasa, desde que era chico, va a peor, porque… Puede que sea porque ahora sé mejor qué significan esas palabras solitarias y terribles, lama sabachthani.

—Lo entiendo, Ethan. De veras que lo entiendo. Pero ya casi ha terminado. Olvide mi exabrupto, ¿de acuerdo?

Y sonó un tañido en la campana de los bomberos, sólo uno.

—Ya ha terminado —dijo Joey—. Ya ha terminado… Al menos hasta el año que viene.

Salió sigiloso por la trastienda y cerró sin hacer ruido la puerta del callejón.

Ethan levantó las persianas y volvió a abrir la tienda, aunque no hubo mucho movimiento: unos cuantos chiquillos que fueron a por el pan y la leche, una costilla de cordero y una lata de guisantes para la cena de la señorita Borcher, poco más. No andaba gente por la calle. Durante la media hora anterior a las seis, mientras Ethan recogía todo y se disponía a cerrar, no entró ni un alma. Cerró y ya estaba por marcharse cuando recordó el pedido de su mujer; tuvo que volver dentro y reunir todos los comestibles en dos bolsas grandes para cerrar de nuevo. Había tenido ganas de ir hasta la bahía caminando para aspirar el olor del mar y hablar con una gaviota parada sobre las boyas, con el pico al viento. Se acordó de un poema escrito por una mujer mucho tiempo atrás, escrito de hecho por una persona emocionada hasta rayar el frenesí por la espiral trazada por una gaviota en vuelo. El poema empezaba diciendo: «¡Oh, ave feliz! ¿Qué es lo que tanto te entusiasma?». Y la poetisa nunca llegó a descubrirlo, seguramente porque ni siquiera fue ésa su intención.

Las pesadas bolsas llenas de comestibles le disuadieron de dar el paseo. Cruzó con paso cansino High Street y tomó por Elm Street hacia la vieja casa de los Hawley.