NOVENTA Y CUATRO

Washington, D. C.

Sábado, 22 de diciembre

16:15 horas

Stephanie entró en el despacho Oval, y Danny Daniels se levantó para saludarla. Edwin Davis y Diane McCoy ya se encontraban allí.

—Feliz Navidad —dijo el presidente.

Ella le devolvió el saludo. Daniels la había hecho viajar desde Atlanta la tarde del día anterior, facilitándole el mismo jet del servicio secreto que ella y Davis utilizaron hacía más de una semana para desplazarse de Asheville a Fort Lee.

Davis tenía buen aspecto, la cara en perfecto estado, ya sin magulladuras. Llevaba traje y corbata y estaba sentado muy erguido en una silla tapizada, el rostro nuevamente granítico. Stephanie había conseguido asomarse fugazmente a su corazón y se preguntó si ese privilegio la condenaría a no poder llegar a conocerlo mejor. No parecía de los que gustaban de desnudar el alma.

Daniels la invitó a tomar asiento junto a McCoy.

—He creído que lo mejor sería que nos reuniéramos todos —dijo el presidente desde su silla—. Las últimas semanas han sido duras.

—¿Cómo está el coronel Gross? —se interesó ella.

—Bien. La pierna se está curando, pero esa ráfaga causó algún daño. Está un poco enfadado con Diane por delatarlo, pero agradecido porque Edwin sepa disparar.

—Debería ir a verlo —afirmó McCoy—. No era mi intención que saliera herido.

—Yo le daría una semana o así. Lo del enfado va en serio. —Los melancólicos ojos de Daniels reflejaban auténtica congoja—. Edwin, sé que odias mis historias, pero presta atención de todas formas.

Dos luces en medio de la niebla. Un almirante está en el puente de un barco y comunica por radio a la otra luz que está al mando de un acorazado y debe virar a la derecha. La otra luz responde al almirante que es él quien debe virar a la derecha. El almirante, un tipo con mal genio, como yo, insiste en que el otro barco se dirija a la derecha. Finalmente la otra luz dice: «Almirante, soy el farero, así que más le vale virar a la derecha». Me jugué el tipo por ti, Edwin, y de qué manera. Pero tú eras el tipo del faro, el listo, y te escuché. En cuanto supo lo de Millicent, Diane se apuntó y también desafió a la suerte. A Stephanie la arrastraste tú, pero llegó hasta el final. En cuanto a Gross, se llevó un balazo.

—Y agradezco todo cuanto se ha hecho —repuso Davis—. Mucho.

Stephanie se preguntó si Edwin tendría remordimientos por haber matado a Charlie Smith. Probablemente no, pero eso no significaba que fuera a olvidarlo. Miró a McCoy.

—¿Tú sabías algo cuando el presidente me llamó al despacho porque buscaba a Davis?

Ella negó con la cabeza.

—Me lo contó cuando colgó. Le preocupaba que las cosas pudieran salirse de madre. Creyó que tal vez fuera necesario un plan B, así que me pidió que me pusiera en contacto con Ramsey. —Hizo una pausa—. Y tenía razón, aunque hicisteis un trabajo excelente empujando a Smith hacia nosotros.

—Sin embargo, aún tenemos algo de lo que ocuparnos —apuntó Daniels.

Stephanie sabía a qué se refería. Habían comunicado que Ramsey había muerto a manos de un agente secreto. A Smith ni lo tuvieron en cuenta, ya que nadie sabía siquiera que existía. Las heridas de Gross fueron atribuidas a un accidente de caza. La mano derecha de Ramsey, un tal capitán Hovey, fue interrogado y, al ser amenazado con un consejo de guerra, lo contó todo. En cuestión de días, el Pentágono hizo una limpieza y nombró un nuevo equipo gestor para los servicios de inteligencia de la Marina, poniendo fin al reinado de Langford Ramsey y todo el que estuviera relacionado con él.

—Aatos Kane vino a verme —contó Daniels—. Quería que supiera que Ramsey había intentado intimidarlo. Naturalmente hubo muchos lamentos y pocas explicaciones.

Stephanie vio el brillo en los ojos del presidente.

—Le enseñé un informe que encontramos en casa de Ramsey, en una caja fuerte. Un material fascinante. No hace falta que entre en detalles, basta con decir que el buen senador no presentará su candidatura a la presidencia y dejará el Congreso a partir del treinta y uno de diciembre para pasar más tiempo con su familia. —A los ojos de Daniels asomó una mirada de autoridad inequívoca—. El país se verá libre de su liderazgo. —Sacudió la cabeza—. Habéis hecho un gran trabajo, los tres. Al igual que Malone.

Habían enterrado a Forrest Malone dos días antes, en un cementerio umbroso del sur de Georgia, cerca de donde vivía su viuda. El hijo, en nombre del padre, rehusó que le fuera dada sepultura en el cementerio militar de Arlington.

Y Stephanie entendía la negativa de Malone.

También habían trasladado a casa a los nueve miembros restantes de la dotación, los cuerpos habían sido entregados a sus familias, y finalmente la prensa había relatado la verdadera historia del NR-1 A. A Dietz Oberhauser lo habían enviado a Alemania, donde su esposa reclamó los restos de él y de sus hijas.

—¿Cómo está Cotton? —preguntó el presidente.

—Enfadado.

—Por si sirve de algo, al almirante Dyals le está cayendo una buena por parte de la Marina y de la prensa. La historia del NR-1 A ha calado hondo en el público.

—Estoy segura de que a Cotton le gustaría retorcerle el pescuezo a Dyals —comentó ella.

—Y ese programa de traducción está proporcionando mucha información sobre esa ciudad y el pueblo que la habitó. Hay referencias a contactos con culturas del mundo entero. Establecieron relaciones y compartieron conocimientos, pero gracias a Dios no eran arios ni tampoco una raza superior. Ni siquiera eran belicosos. Los investigadores tropezaron ayer con un texto que podría explicar lo que fue de ellos. Vivieron en la Antártida hace decenas de miles de años, cuando no estaba cubierta de hielo, pero a medida que las temperaturas descendían ellos se iban replegando hacia las montañas. Al final sus respiraderos geotérmicos se enfriaron y ellos se fueron, resulta difícil determinar cuándo. Al parecer utilizaban un sistema de medición del tiempo y un calendario distintos. Al igual que nos sucede a nosotros, no todo el mundo tenía acceso a todos los conocimientos, de forma que no pudieron reproducir su cultura en todas partes. Tan sólo pinceladas, aquí y allá, a medida que se integraban en nuestra civilización. Los más informados, los últimos en marcharse, escribieron los textos, que dejaron a modo de testimonio. Con el paso del tiempo esos inmigrantes acabaron siendo asimilados por otras culturas y su historia se perdió, de ellos no quedó sino la leyenda.

—Es una pena —se lamentó Stephanie.

—Cierto, pero las repercusiones podrían ser enormes. La Fundación Nacional para la Ciencia va a enviar un equipo a la Antártida para que estudie el emplazamiento. Noruega ha accedido a que nos hagamos con el control de la zona. El padre de Malone y el resto de la dotación del NR-1 A no murieron en vano. Podríamos aprender muchas cosas sobre nosotros gracias a ellos.

—No estoy segura de que eso haga sentir mejor a Cotton o a esas familias.

—«Estudia el pasado si quieres adivinar el futuro» —dijo Davis—. Confucio. Es un buen consejo. —Hizo una pausa—. Para nosotros y para Cotton.

—Sí que lo es —convino Daniels—. Espero que esto haya terminado.

Davis asintió.

—Por lo que a mí respecta, sí. McCoy era de la misma opinión.

—Airear esto no tendría ningún sentido. Ramsey ha muerto, Smith ha muerto y Kane se ha ido. Todo ha terminado.

Daniels se levantó, se acercó a su mesa y cogió un diario.

—También lo encontraron en casa de Ramsey. Es el diario de a bordo del NR-1 A, del que os habló Herbert Rowland. El muy gilipollas lo mantuvo oculto todos esos años. —Se lo entregó a Stephanie—. Pensé que a Cotton tal vez le gustaría.

—Se lo daré cuando se haya tranquilizado —aseguró ella.

—Mira lo último que escribió.

Stephanie lo abrió por la última página y leyó lo que había escrito Forrest Malone: «Hielo en sus dedos, hielo en su cabeza, hielo en sus ojos vidriosos».

—De «La balada de Bill el blasfemo» —explicó el presidente—. De Robert Service, principios del siglo XX. Escribía sobre el Yukón. A todas luces, al padre de Cotton le gustaba.

Malone le había contado a Stephanie cómo había encontrado el cuerpo congelado, «hielo en sus ojos vidriosos».

—Malone es un profesional —añadió Daniels—. Conoce las reglas, y su padre también las conocía. Es complicado juzgar a personas de hace cuarenta años según los criterios actuales. Tendrá que superarlo.

—Del dicho al hecho… —respondió ella.

—Hay que hablar con la familia de Millicent —opinó Davis—. Merece saber la verdad.

—Estoy de acuerdo —replicó el presidente—. Supongo que querrás encargarte tú.

El aludido asintió con la cabeza.

Daniels sonrió.

—Y ha habido algo positivo en todo esto. —El presidente señaló a Stephanie—. No te han despedido.

Ella sonrió.

—Estaré eternamente agradecida por ello.

—Te debo una disculpa —le dijo Davis a McCoy—. Me equivoqué contigo. No he sido muy buen compañero. Creía que eras idiota.

—¿Siempre eres tan sincero? —inquirió ella.

—No tenías por qué hacer lo que hiciste. Te jugaste el pellejo por algo que en realidad no tenía nada que ver contigo.

—Yo no diría eso: Ramsey constituía una amenaza para la seguridad nacional. Y nosotros trabajamos en pro de esa seguridad. Y mató a Millicent Senn.

—Gracias.

McCoy asintió para expresar su gratitud.

—Esto es lo que me gusta ver —intervino Daniels—. Que todo el mundo se lleva bien. Ya veis, se pueden sacar muchas cosas buenas de luchar contra serpientes de cascabel.

La tensión que reinaba en la habitación disminuyó.

Daniels se revolvió en su silla.

—Una vez solucionado esto, por desgracia tenemos un nuevo problema, un problema que también afecta a Cotton Malone, tanto si le gusta como si no.

Malone apagó las luces de la planta baja y subió a su apartamento, en el cuarto piso. Ese día había habido jaleo en la tienda. Faltaban tres días para Navidad y los libros parecían formar parte de la lista de regalos de Copenhague. Había contratado a tres empleados para que se hiciesen cargo del establecimiento mientras él estaba fuera y se sentía agradecido. Tanto que se había asegurado de que cada uno de ellos recibiera una generosa gratificación.

Todavía estaba en conflicto con respecto a su padre.

Lo habían enterrado donde descansaba la familia de su madre. Stephanie había asistido, y también Pam, su exmujer. Gary se había emocionado al ver a su abuelo por primera vez, en el ataúd. Gracias al intenso frío y a un embalsamador competente, Forrest Malone yacía como si hubiese fallecido tan sólo unos días antes.

Él había mandado al infierno a la Marina cuando le sugirieron enterrarlo en un cementerio militar con honores. Demasiado tarde. Daba igual que ellos no hubieran tomado parte en la inexplicable decisión de no ir en busca del NR-1A. Estaba harto de órdenes, obligaciones y responsabilidad. ¿Qué había sido del decoro, la rectitud y el honor? Esas palabras siempre parecían olvidarse cuando de verdad contaban. Como cuando desaparecieron once hombres en la Antártida y a nadie le importó un bledo.

Llegó al último piso y encendió unas lámparas. Estaba cansado. Las dos últimas semanas habían hecho mella en él y, para colmo, había visto a su madre romper a llorar cuando bajaron el ataúd. Nadie se movió del sitio cuando los trabajadores rellenaron la tumba y colocaron la lápida.

«Lo que has hecho es maravilloso —le dijo su madre—. Lo has traído a casa. Habría estado tan orgulloso de ti, Cotton. Tan orgulloso».

Y esas palabras le hicieron llorar. Por fin.

Estuvo a punto de quedarse a pasar las Navidades en Georgia, pero decidió volver a casa. Qué curioso que ahora considerase Dinamarca su casa.

Y, sin embargo, era así. Y estaba seguro de ello.

Entró en el dormitorio y se tumbó en la cama. Eran casi las once de la noche y estaba agotado. Tenía que parar aquello; se suponía que se había retirado. Sin embargo, se alegraba de haber recurrido a Stephanie.

Al día siguiente descansaría. Los domingos siempre eran fáciles.

Las tiendas estaban cerradas. Tal vez fuera al norte, a ver a Henrik Thorvaldsen, llevaba tres semanas sin ver a su amigo. O tal vez no. Thorvaldsen querría saber dónde se había metido y lo que había pasado y él no estaba preparado para desahogarse.

Por el momento, dormiría.

Malone se despertó y se sacudió el sueño de la cabeza. El reloj de la mesilla marcaba las 2.34 de la madrugada. En el piso aún había luces encendidas. Había dormido tres horas.

Pero algo lo había despertado, un sonido. Parte del sueño que estaba teniendo, y sin embargo, no.

Lo oyó de nuevo.

Tres crujidos seguidos.

El edificio era del siglo XVIII y había sido objeto de una reforma integral hacía unos meses, tras sufrir un incendio. Después, los nuevos peldaños de madera que unían el segundo piso con el tercero siempre se dejaban oír en un orden concreto, como las teclas de un piano.

Lo que significaba que allí había alguien.

Metió la mano bajo la cama y encontró la mochila que siempre tenía lista, una costumbre heredada de sus días en Magellan Billet. Dentro, su mano derecha agarró la Beretta automática, que albergaba una bala en la recámara.

Salió del dormitorio.

- FIN -