17 de noviembre de 1971
El incendio eléctrico que se produjo bajo el agua acabó con nuestras baterías. El reactor ya había fallado. Por suerte, el fuego avanzaba con lentitud y el radar logró localizar una brecha en el hielo por la que pudimos emerger justo antes de que el aire se volviera tóxico. Todos abandonaron la embarcación de prisa y nos sorprendió hallar una cueva de paredes pulidas donde reparamos en una escritura similar a la que habíamos visto en los bloques de piedra que descubrimos en el lecho marino. Oberhauser encontró una escalera y unas puertas de bronce que estaban cerradas por nuestro lado y que, al abrirlas, dieron paso a una ciudad increíble. Estuvo explorando el lugar varias horas, intentando dar con una salida, mientras nosotros determinábamos el alcance de los daños. Tratamos repetidas veces de volver a poner en marcha el reactor, infringiendo todos los protocolos de seguridad, pero no dio resultado. Sólo llevábamos ropa para climas fríos para tres personas, y éramos once. El frío era paralizador, implacable, insufrible. Quemamos el poco papel y los desperdicios que teníamos a bordo, pero no era gran cosa, y tan sólo nos proporcionó unas horas de alivio. Nada en la ciudad era inflamable; todo era de piedra y metal, las casas y los edificios estaban vacíos. Como si sus moradores se hubiesen llevado consigo todas sus pertenencias. Localizamos otras tres salidas, pero se hallaban cerradas por fuera. Carecíamos de equipo para forzar las puertas de bronce. Al cabo de tan sólo doce horas comprendimos que la situación era desesperada: no había manera de salir de aquella caverna. Activamos el transpondedor de emergencia, aunque dudábamos que la señal fuera a llegar muy lejos, teniendo en cuenta el espesor de la roca y el hielo y los miles de kilómetros que nos separaban del barco más cercano. Oberhauser parecía el más frustrado de todos. Había encontrado lo que habíamos ido a buscar y, sin embargo, no viviría para saber cuál era el alcance del hallazgo. Supimos que íbamos a morir.
Nadie vendría en nuestra busca, ya que habíamos aceptado esa condición antes de zarpar. El submarino ha muerto, y nosotros, también. Cada cual decidió morir a su manera: unos se fueron solos; otros, juntos. Yo me senté aquí a vigilar mi barco. Escribo estas palabras para que todos sepan que mi dotación supo morir con valentía. Cada hombre, incluido Oberhauser, aceptó su destino valientemente. Ojalá hubiera podido averiguar más cosas del pueblo que construyó este lugar. Oberhauser nos dijo que son nuestros antepasados, que nuestra cultura entronca con ellos. Ayer habría dicho que estaba loco. Qué interesante, las canas que nos reparte la vida. Me fue dado el mando del submarino más avanzado de la Marina, mi carrera estaba resuelta, los galones de capitán de navío habrían sido míos. Y ahora moriré solo en este frío lugar.
No siento dolor, tan sólo que me fallan las fuerzas. Apenas puedo escribir. He servido a mi país lo mejor que he podido, igual que mi dotación.
Sentí orgullo cuando mis hombres me estrecharon la mano y se alejaron. Ahora, cuando el mundo comienza a desvanecerse, me sorprendo pensando en mi hijo. Lo único que lamento es que nunca sabrá lo mucho que lo quería. Decirle lo que albergaba mi corazón siempre me resultó difícil. Aunque me ausentaba durante largos períodos de tiempo, no pasaba un solo instante del día sin que fuese lo primero en que pensara. Él lo era todo para mí. Sólo tiene diez años y sin duda no sabe nada de lo que la vida le tiene reservado. Siento no poder contribuir a moldear su espíritu. Su madre es la mejor mujer que conozco, y se asegurará de que se convierta en un hombre. Ruego a quienquiera que encuentre estas palabras que se las entregue a mi familia. Quiero que sepan que morí pensando en ellos. A mi esposa: sabes que te quiero.
Nunca me costó pronunciar estas palabras. A mi hijo: deja que te diga ahora lo que tan difícil me resultaba. Te quiero, Cotton.
FORREST MALONE, Marina de Estados Unidos.
A Malone le tembló la voz al leer las tres últimas palabras. Sí, a su padre le había costado pronunciarlas. A decir verdad, él no recordaba haberlas oído nunca.
Pero lo sabía.
Clavó la vista en el cuerpo, el rostro congelado en el tiempo. Habían pasado treinta y ocho años. Durante ellos, Malone se había convertido en un hombre, había ingresado en la Marina y ascendido a oficial, después había sido agente del gobierno norteamericano. Y mientras tanto el comandante Forrest Malone había estado sentado allí, en un banco de piedra.
Esperando.
Dorothea pareció notar su dolor y lo cogió con suavidad del brazo. Él la miró y supo lo que pensaba.
—Al parecer todos hemos encontrado lo que veníamos buscando —dijo ella.
Malone leyó en sus ojos determinación, paz.
—A mí ya no me queda nada —afirmó la mujer—. Mi abuelo era un nazi y mi padre un soñador que vivía en otro tiempo y otro espacio. Vino aquí en busca de la verdad y afrontó la muerte con valor. Mi madre se ha pasado las cuatro últimas décadas tratando de ocupar su lugar, pero lo único que ha conseguido es enfrentarnos a Christl y a mí. Incluso ahora, aquí. Procuró que siguiéramos enemistadas, y lo hizo tan bien que Christl ha muerto por su culpa. —Guardó silencio, pero sus ojos transmitían sumisión—. Cuando Georg falleció, una gran parte de mí también pereció. Pensé que amasando riqueza encontraría la felicidad, pero no es posible.
—Es usted la última Oberhauser.
—Somos una familia patética.
—Podría cambiar las cosas.
Ella negó con la cabeza.
—Para eso tendría que meterle a mi madre una bala entre ceja y ceja.
Dorothea se volvió y echó a andar hacia los escalones. Él la observó con una extraña mezcla de respeto y desdén, sabía adónde se dirigía.
—Todo esto tendrá repercusiones —aseguró él—. Christl tenía razón: la historia cambiará.
Ella continuó andando.
—Me trae sin cuidado. Todo tiene su fin.
La observación se vio teñida de angustia, la voz era temblorosa. Sin embargo, estaba en lo cierto: había un final para todo. La carrera militar de Malone, su trabajo para el gobierno, su matrimonio, su vida en Georgia, la vida de su padre.
Dorothea Lindauer se disponía a elegir su final.
—Buena suerte —le deseó él.
Ella se detuvo, se volvió y le dedicó una débil sonrisa.
—Bitte, Herr Malone. —Exhaló un hondo suspiro y pareció armarse de valor—. Debo hacer esto sola —dijo con ojos suplicantes.
—Me quedaré aquí —respondió él.
La vio subir la escalera y cruzar la puerta en dirección a la ciudad.
Malone clavó la vista en su padre, cuyos muertos ojos no despedían ninguna luz. Tenía tantas cosas que decir. Quería decirle que había sido un buen hijo, un buen oficial de la Marina, un buen agente y, en su opinión, un buen hombre. Había sido condecorado en seis ocasiones. Había fracasado como marido, pero se estaba esforzando para ser un padre mejor. Quería formar parte de la existencia de Gary, siempre. Durante toda su vida adulta se había preguntado qué había sido de su padre, e imaginado lo peor Por desgracia la realidad era más terrible que cualquier cosa con la que hubiese fantaseado. Su madre había vivido igual de atormentada. No había vuelto a casarse, había preferido aguantar décadas aferrada a su dolor, haciéndose llamar siempre señora de Forrest Malone. ¿Por qué el pasado nunca parecía terminar? Se oyó un disparo, como un globo que estallase bajo una manta.
Él imaginó la escena.
Dorothea Lindauer había puesto fin a su vida. Por regla general, el suicidio se consideraba el resultado de una mente enferma o de un corazón destrozado, pero en ese caso era la única forma de detener la locura. Malone se preguntó si Isabel Oberhauser alcanzaría a entender lo que había hecho. Su marido, su nieto y sus hijas habían muerto.
La soledad se coló en sus huesos mientras se embebía en el profundo silencio de la tumba. Le vinieron a la cabeza los Proverbios.
Una verdad sencilla de hacía tiempo.
«El que perturba su casa heredará viento».