OCHENTA Y OCHO

Malone y Dorothea salieron disparados de la casa a la desierta calle. Otro sonido sordo. Él determinó su procedencia.

—Por ahí —dijo.

Se resistió a echar a correr, pero aceleró el paso hacia la plaza central. Las abultadas ropas y las mochilas frenaban el avance. Rodearon el pozo circular y enfilaron al trote otra amplia calle. Allí, en el corazón de la ciudad, había más pruebas de perturbaciones geológicas. Varios edificios se habían desplomado, los muros estaban agrietados, las piedras se amontonaban en la calle. Malone iba con cuidado: en un terreno tan inestable había que mirar por dónde pisaba uno.

Algo llamó su atención cerca de uno de los brillantes cristales elevados. Se detuvo y Dorothea lo imitó.

¿Una gorra? ¿Allí? En aquel lugar vetusto y abandonado, resultaba una extraña intrusión.

Malone se aproximó: tela anaranjada, reconocible. Se agachó. Por encima de la visera, en letras bordadas, se leía:

MARINA ESTADOUNIDENSE

NR-1A

¡Virgen santa! Dorothea también lo leyó.

—No puede ser.

Malone examinó la gorra por dentro. Escrito con tinta negra se leía: «Vaught». Recordó el informe de la comisión de investigación: al Auxiliar de máquinas de segunda clase Dough Vaught. Uno de los miembros de la dotación del NR-1A.

—Malone.

Su apellido resonó por el vasto interior.

—Malone.

Era Christl. Aquello lo devolvió a la realidad.

—¿Dónde estás? —gritó él.

—Aquí.

Stephanie comprendió que tenían que salir de aquella mazmorra, el último sitio donde querrían enfrentarse con nadie.

Las pisadas de un único par de pies se dirigían al otro extremo de la casa, alejándose de la habitación que había en lo alto de la escalera, de forma que Stephanie subió los peldaños de madera sin hacer ruido y se detuvo al llegar arriba. Asomó la cabeza con cuidado por la pared abierta y, al no ver a nadie, salió. A una señal suya, Davis se situó a un lado de la puerta del pasillo y ella al otro. Decidió echar un vistazo. Nada.

Davis echó a andar primero, sin esperar por ella. Stephanie lo siguió hasta el recibidor. Seguían sin ver a nadie. Entonces percibieron movimiento al otro lado del salón al que ella estaba mirando, en lo que debían de ser la cocina y el comedor.

Apareció una mujer. Diane McCoy.

Como había dicho Daniels.

Stephanie fue directa a ella y Davis abandonó su posición al otro lado del recibidor.

—El Llanero Solitario y su amigo Tonto —dijo McCoy—. ¿Qué?, ¿habéis venido a salvar el mundo?

McCoy llevaba puesto un largo abrigo de lana desabrochado, unos pantalones informales, una camisa y unas botas. No tenía nada en las manos, y el rítmico soniquete de sus tacones de piel casaba con lo que ellos habían oído abajo.

—¿Tenéis idea de la cantidad de problemas que habéis causado? —les preguntó—. Pavoneándoos por ahí y metiéndoos en lo que no es asunto vuestro.

Davis la apuntó con la pistola.

—Me trae sin cuidado. Eres una traidora.

Stephanie no se movió.

—Vaya, vaya, qué desagradable —dijo una nueva voz, masculina.

Ella se volvió.

Un hombre enjuto y nervudo con la cara redonda apareció en el salón opuesto, apuntándolos con un HK53. Stephanie conocía bien ese fusil de asalto: cuarenta proyectiles, fuego selectivo, sucio. También supo quién era el que lo sostenía: Charlie Smith.

Malone se metió la gorra en el bolsillo del anorak y salió corriendo. Una serie de amplios escalones de unos seis metros de largo bajaban hasta una plaza semicircular que se abría frente a un alto edificio con columnata. Festoneaban su perímetro estatuas y esculturas que remataban más pilares cuadrados.

Christl se hallaba entre las columnas, en el pórtico de la construcción, con una arma en la mano, pegada al costado. Malone había hecho registrar su mochila, pero no a ella, pues de ese modo habría advertido a todo el mundo de que no era tan tonto como al parecer ellos pensaban, y no quería perder la ventaja que constituía que lo subestimaran.

—¿Qué ha pasado? —inquirió él sin aliento.

—Es Werner. Henn lo ha matado.

—¿Por qué? —oyó decir Malone a Dorothea.

—Piensa, querida hermana. ¿Quién da órdenes a Ulrich?

—¿Mamá? —preguntó ella a modo de respuesta.

No era momento de discusiones familiares.

—¿Dónde está Henn?

—Nos separamos. Yo volví justo cuando le disparó a Werner. Saqué mi arma y abrí fuego, pero Henn huyó.

—¿Por qué llevas una pistola? —quiso saber Malone.

—Yo diría que menos mal que la he traído.

—¿Dónde está Werner? —intervino su hermana.

—Ahí dentro —repuso Christl al tiempo que le indicaba el lugar.

Dorothea subió los escalones con Malone detrás. Entraron en el edificio por una puerta revestida de lo que parecía estaño ornamentado. Dentro había una sala alargada con el techo alto, el suelo y las paredes recubiertos de azulejos azules y dorados. Salpicaban el suelo bañeras con el fondo de guijarros erosionados, una tras otra, a ambos lados una balaustrada de piedra. Celosías de bronce protegían ventanas sin cristales y las paredes se hallaban revestidas de mosaicos. Paisajes, animales, hombres jóvenes vestidos con lo que parecían kilts y mujeres con faldas de volantes, algunas de las cuales portaban vasijas, otras cuencos, para llenar las bañeras. Fuera, Malone se había fijado en que algo parecido al cobre remataba el frontón y un brillo argénteo adornaba las columnas. Ahora vio calderos de bronce y accesorios de plata; a todas luces, la metalurgia era una forma de arte para esa sociedad. El techo era de cuarzo, un amplio arco sostenido por una viga central que recorría el rectángulo cuan largo era. Desagües en las paredes y el fondo de las bañeras confirmaron que en su día éstas contenían agua. El lugar en el que se encontraban era una casa de baños, dedujo.

Werner yacía esparrancado en una de las bañeras.

Dorothea corrió a su lado.

—Qué escena tan conmovedora —observó Christl—. La esposa buena y fiel lamentando la pérdida del querido esposo.

—Dame el arma —exigió él.

Ella le dirigió una mirada cortante, si bien le entregó la pistola. Malone vio que era de la misma marca y modelo que la de Dorothea. Por lo visto, Isabel se había asegurado de que sus hijas tuvieran las mismas posibilidades. Sacó el cargador y se metió ambas cosas en el bolsillo.

A continuación se acercó a Dorothea y vio que a Werner le habían descerrajado un único tiro en la cabeza.

—Yo le disparé dos veces a Henn —afirmó Christl. Y señaló al fondo de la sala, más allá de una plataforma con escalones bajos, hacia otra puerta—. Se fue por allí.

Malone se quitó la mochila, abrió el compartimento central y sacó una 9 mm automática. Cuando Taperell registró las pertenencias del resto y encontró el arma de Dorothea, él tuvo la precaución de pedirle al australiano que introdujera una arma en su mochila.

—Tú sigues distintas reglas, ¿no? —espetó Christl.

Él no le hizo caso.

Dorothea se puso en pie.

—Quiero a Ulrich.

Malone captó el odio en su voz.

—¿Por qué iba a matar a Werner?

—Por mi madre, ¿por qué iba a ser? —repuso ella a gritos, sus palabras resonando en los baños—. Mató a Sterling Wilkerson sólo para apartarlo de mí, y ahora ha matado a Werner.

Christl se dio cuenta de que Malone no sabía de qué estaba hablando.

—Wilkerson era un agente americano enviado por un tal Ramsey para espiarnos, el último amante de Dorothea. Ulrich le pegó un tiro en Alemania.

Malone estaba de acuerdo: había que dar con Henn.

—Os ayudaré —se ofreció Christl—. Es mejor dos que una. Y conozco a Ulrich, sé cómo piensa.

De eso Malone estaba seguro, de manera que introdujo un cargador en el arma y se la devolvió.

—Yo también quiero la mía —pidió Dorothea.

—¿Ha venido armada? —le preguntó su hermana a él.

Malone asintió.

—Sois las dos iguales.

Dorothea se sentía vulnerable: Christl iba armada, y Malone se había negado en redondo a devolverle la pistola.

—¿Por qué le da ventaja? —inquirió—. ¿Es que es idiota?

—Su marido ha muerto —le recordó Malone.

Ella miró a Werner.

—No era mi marido desde hacía mucho. —En sus palabras había arrepentimiento, tristeza. Justo lo que ella sentía—. Pero eso no significa que le deseara la muerte. —Fulminó a su hermana con la mirada—. No así.

—Esta búsqueda está saliendo cara. —Malone hizo una pausa—. Para ambas.

—El abuelo tenía razón —apuntó Christl—. Los libros de historia serán reescritos, y todo gracias a los Oberhauser. Nuestro cometido es encargarnos de que eso ocurra. Por la familia.

Dorothea imaginó que probablemente su padre y su abuelo hubiesen pensado y dicho lo mismo, pero quería saber:

—¿Qué hay de Henn?

—A saber qué le habrá ordenado hacer nuestra madre —respondió Christl—. Yo diría que matarnos a mí y a Malone. —Señaló a su hermana con la pistola—. Tú serás la única superviviente.

—Mentirosa —escupió Dorothea.

—¿Ah, sí? Entonces, ¿dónde está Ulrich? ¿Por qué huyó cuando me enfrenté a él? ¿Por qué mató a Werner?

Su hermana no conocía las respuestas.

—No tiene sentido discutir —terció Malone—. Vayamos por él y acabemos con esto.

Malone cruzó una puerta y salió de los baños públicos. A ambos lados de un largo corredor se abrían una serie de habitaciones, espacios que daban la impresión de ser almacenes o talleres, dado que eran más sencillos en colorido y diseño y estaban desprovistos de murales. El techo seguía siendo de cuarzo, la luz refractada iluminaba el camino. Christl avanzaba a su lado, y Dorothea, detrás.

Dejaron tras de sí unas estancias minúsculas que tal vez fueran vestuarios y a continuación vieron más espacios destinados a almacenamiento y trabajo. Por el suelo, pegadas a la pared a modo de rodapié, discurrían las mismas tuberías de cerámica.

Llegaron a una intersección.

—Yo iré por ahí —dijo Christi.

Él se mostró conforme.

—Nosotros, por el otro lado.

Christl dobló a la derecha y desapareció en la fría penumbra gris.

—Sabe que es una puñetera mentirosa —musitó Dorothea.

Sin perder de vista la dirección que había tomado Christi, Malone repuso:

—¿Usted cree?