Malone se acercó a la cabaña. Taperell no se equivocaba: setenta años de antigüedad y, sin embargo, sus paredes, de un pardo blanquecino, eran como si acabasen de salir del aserradero, y no había ni rastro de herrumbre en un solo clavo. Un rollo de cuerda cerca de la puerta parecía nuevo. Sendos postigos protegían las dos ventanas existentes. Malone calculó que la construcción debía de medir cerca de dos metros cuadrados, y tenía aleros y un tejado de chapa a dos aguas que atravesaba el cañón de una chimenea. Contra una pared había una foca destripada, de un negro grisáceo, con sus ojos vidriosos y sus bigotes, tendida como si en lugar de estar congelada únicamente durmiera.
La puerta no tenía pestillo, de manera que Malone empujó y se quitó las gafas. De las vigas del techo, aseguradas mediante abrazaderas de hierro, colgaban pedazos de carne de foca y trineos. Las mismas estanterías de las fotos, hechas con cajas, se apilaban contra una pared con manchas marrones, en ellas los mismos botes y latas de conservas, las etiquetas todavía legibles. Las dos literas con sacos de dormir de pieles, la mesa, las sillas, el hornillo de hierro y la radio seguían allí. Incluso se conservaban las revistas de la foto. Era como si sus ocupantes se hubiesen marchado el día anterior y pudieran volver en cualquier momento.
—Qué inquietante —observó Christi.
Él opinaba lo mismo.
Dado que no había ácaros del polvo ni insectos que descompusieran los restos orgánicos, Malone cayó en la cuenta de que el sudor de los alemanes perduraba, congelado, en el suelo, además de escamas de su piel y excrecencias corporales, y esa presencia nazi se cernía pesadamente en el silente aire de la cabaña.
—El abuelo estuvo aquí —dijo Dorothea mientras se aproximaba a la mesa y las revistas—. Éstas son publicaciones de la Ahnenerbe.
Malone se sacudió la incómoda sensación y se dirigió hacia el lugar donde el símbolo debería estar grabado en el suelo. Lo vio: era el mismo de la tapa del libro. Junto a él, otro burdo dibujo.
—El blasón de nuestra familia —dijo Christl.
—Parece que el abuelo tenía reivindicaciones personales —apuntó Malone.
—¿Qué quiere decir? —inquirió Werner.
Henn, que permanecía cerca de la puerta, al parecer lo entendió y cogió una barra de hierro que había junto al hornillo. En ella no había ni rastro de óxido.
—Veo que usted también sabe cuál es la respuesta —observó Malone.
Henn no dijo nada. Se limitó a introducir la punta chata bajo las tablas y hacer palanca, dejando al descubierto un negro agujero en el suelo y la parte superior de una escalera de madera.
—¿Cómo lo has sabido? —le preguntó Christl.
—La cabaña está en un sitio extraño, lo cual no tiene sentido a menos que su misión sea proteger algo. Cuando vi la foto en el libro supe cuál debía de ser la respuesta.
—Necesitaremos linternas —dijo Werner.
—Fuera hay dos, en el trineo. Le pedí a Taperell que las metiera junto con pilas de repuesto.
Smith despertó. Estaba en su apartamento. Eran las 8.20. Sólo había podido dormir tres horas, pero el día ya era estupendo. Tenía diez millones de dólares más gracias a Diane McCoy, y le había dejado bien claro a Langford Ramsey que a él no se lo ninguneaba.
Encendió el televisor y encontró una reposición de «Embrujadas». Le encantaba esa serie. Algo que iba de tres brujas sexis le gustaba. Eran traviesas y majas, dos adjetivos que también eran los que mejor definían a Diane McCoy. Esa mujer había aguantado el tipo sin inmutarse en la confrontación con Ramsey, a todas luces estaba insatisfecha y quería más…, y por lo visto sabía cómo conseguirlo.
Vio cómo Paige orbitaba fuera de la casa. Menudo poder: desaparecer de un sitio y aparecer en otro. Más o menos como él: entraba sin que nadie se diera cuenta, hacía su trabajo y salía con la misma habilidad.
Su móvil sonó. Reconoció el número.
—Dígame, ¿qué puedo hacer por usted? —le preguntó a Diane McCoy al cogerlo.
—Otra limpia.
—Vaya día que llevamos.
—Los dos de Asheville que casi alcanzan a Scofield. Trabajan para mí y saben demasiado. Ojalá tuviéramos tiempo para sutilezas, pero no es así. Hay que eliminarlos.
—Y ¿sabe usted cómo?
—Sé exactamente cómo vamos a hacerlo.
Dorothea vio cómo Cotton Malone se adentraba en la abertura de la cabaña. ¿Qué había encontrado su abuelo? La idea de ir allí se le había antojado inquietante, tanto por los riesgos que entrañaba como por unas implicaciones personales no deseadas, pero ahora se alegraba de haber hecho el viaje. Tenía la mochila a escasos metros, y el arma le proporcionaba un renovado consuelo. En el avión había perdido los papeles; su hermana sabía provocarla, sacaría de quicio, tocarle la fibra más sensible, y se dijo que tenía que dejar de morder el anzuelo.
Werner estaba junto a Henn, cerca de la puerta de la cabaña; Christl, sentada a la mesa de la radio.
Abajo, la linterna de Malone atravesaba la oscuridad.
—Es un túnel —gritó—. Se interna en la montaña.
—¿Cuánto? —quiso saber Christl.
—Una barbaridad.
Malone asomó la cabeza.
—Necesito ver una cosa.
Salió fuera y los demás lo siguieron.
—Me dan que pensar los tramos de nieve y hielo que recorren el valle. Hay suelo pelado y piedras por todas partes y luego unos caminos desiguales que se entrecruzan aquí y allá. —Apuntó hacia la montaña y una senda nevada de unos seis o siete metros de ancho que partía de la cabaña y moría en su base—. El recorrido del túnel.
Ahí abajo el aire es mucho más frío que en la superficie, así que hay nieve.
—¿Cómo lo sabe? —inquirió Werner.
—Ya lo verá.
Henn fue el último en bajar por la escalera, y Malone vio la cara de asombro que ponían todos. El túnel, de unos seis metros de ancho, se extendía en línea recta. Las paredes eran de piedra volcánica negra, y el techo, de un azul luminoso, lo envolvía en un brillo crepuscular.
—Esto es increíble —observó Christl.
—El casquete de hielo se formó hace mucho tiempo, pero contó con ayuda. —Malone señaló con la linterna lo que parecían un montón de piedras esparcidas por el suelo, que sin embargo irradiaban un resplandor titilante—. Cuarzo de algún tipo. Están por todas partes. Miren las formas: yo diría que se formaron en el techo, acabaron cayendo y el hielo permaneció formando un arco natural.
Dorothea se agachó para examinar una de ellas. Henn, que sostenía la otra linterna, la alumbró. Cogió algunas: encajaban como piezas de un puzzle.
—Tiene razón: se acoplan.
—¿Adónde lleva esto? —quiso saber Christl.
—Estamos a punto de averiguarlo.
El aire allí era más frío que el de fuera. Malone consultó su termómetro de muñeca: veinte grados bajo cero. Frío, pero soportable.
No se equivocaba en cuanto a la longitud: el túnel medía unos sesenta metros y estaba repleto de cuarzo. Antes de descender habían introducido el equipaje en la cabaña, incluidas las dos radios. Bajaron con la mochila, y él cargó con pilas de más para las linternas, aunque el resplandor fosforescente que emanaba del techo les permitía ver fácilmente el camino.
El brillante techo terminaba allí donde, según sus cálculos, comenzaba la montaña, con un imponente arco flanqueado por pilares negros y rojos que sostenían un tímpano repleto de inscripciones similares a las de los libros. Malone apuntó con la luz y reparó en que las columnas, cuadradas, se estrechaban por el interior hacia la base, el reflejo de la pulida superficie de una belleza etérea.
—Parece que éste es el lugar —comentó Christl.
Había dos puertas, de unos tres metros de alto, cerradas. Malone se acercó y las tocó: bronce.
Cenefas de espirales decoraban la lisa superficie, y una barra de metal afianzada mediante gruesas abrazaderas la atravesaba de punta a punta; seis pesados goznes se abrían hacia ellos.
Malone cogió la barra y la retiró.
Acto seguido Henn agarró el tirador de una de las puertas y la abrió hacia afuera. Malone echó mano del otro, sintiéndose como Dorothy al entrar en Oz. La otra cara de la puerta presentaba las mismas espirales decorativas y abrazaderas de bronce. La abertura era lo bastante ancha para que pudieran entrar todos a la vez.
Lo que por la parte superior parecía una única montaña cubierta de nieve en realidad eran tres picos apiñados, las anchas hendiduras entre ellos fraguadas con hielo de un azul translúcido: antiguo, frío, duro y sin rastro de nieve. El interior en su día había estado revestido de más bloques de cuarzo, como una vidriera imponente, las juntas gruesas y dentadas. Buena parte del muro interior se había derruido, pero en pie quedaba lo suficiente para ver que aquella proeza arquitectónica debía de haber sido impresionante. A través de tres junturas ascendentes, cual inmensas barras de luz, se colaba una lluvia iridiscente de rayos azulados que proporcionaba una iluminación sobrenatural al cavernoso espacio.
Ante ellos tenían una ciudad.
Stephanie había pasado la noche en casa de Davis, un modesto piso de dos dormitorios y dos baños en el edificio Watergate Towers. Paredes oblicuas, cuadrículas entrecruzadas, techos a distintas alturas y abundancia de curvas y círculos hacían de las estancias una composición cubista. El minimalismo decorativo y el color pera madura de las paredes producían una sensación extraña, pero no desagradable. Davis le explicó que el piso ya estaba amueblado y él había acabado acostumbrándose a su simplicidad.
Habían vuelto a Washington con Daniels, a bordo del Marine One, y habían conseguido dormir unas horas. Stephanie se duchó, y Davis se ocupó de que ella pudiera comprar algo de ropa en una de las boutiques de la planta baja. Eran prendas caras, pero no tenía elección: a las que llevaba ya les había dado bastante uso. Había ido de Atlanta a Charlotte pensando que sería para un día a lo sumo; ya llevaban tres y sin visos de que aquello fuera a terminar. Davis también se había aseado, afeitado y cambiado de ropa. Se había puesto unos pantalones de pana azul marino y una camisa Oxford amarillo claro. Todavía tenía el rostro magullado de la pelea, pero su aspecto era mejor.
—Podemos comer algo abajo —propuso él—. No sé ni poner a hervir agua, así que como bastante ahí.
—El presidente es tu amigo —se sintió obligada a decir Stephanie, consciente de que a él no se le iba de la cabeza la noche anterior—. Está corriendo muchos riesgos por ti.
Él esbozó una sonrisa crispada.
—Lo sé. Y ahora nos toca actuar a nosotros.
Stephanie había terminado admirando a Davis. No era en absoluto como se lo imaginaba. Un tanto demasiado audaz para su propio bien, pero comprometido.
Sonó un teléfono y Davis lo cogió. Estaban a la espera.
En el silencio del piso ella pudo oír cada palabra de la llamada.
—Edwin, tengo el lugar —dijo Daniels.
—Dígame —repuso el aludido.
—¿Estás seguro? Es tu última oportunidad. Puede que no salgas vivo de ésta.
—Usted dígame cuál es el sitio.
A Stephanie la incomodó su impaciencia, pero Daniels tenía razón: tal vez no salieran con vida. Davis cerró los ojos.
—Tan sólo déjenos hacer esto. —Hizo una pausa—. Señor.
—Apunta.
Davis cogió un papel y un lápiz de la encimera y anotó de prisa la información que le iba facilitando Daniels.
—Ten cuidado, Edwin —pidió el presidente—. No sabes lo que te espera.
—Y uno no se puede fiar de las mujeres, ¿no?
El presidente soltó una risita.
—Me alegro de que lo hayas dicho tú y no yo.
Davis colgó y clavó la vista en ella, sus ojos eran un caleidoscopio de emociones.
—Es mejor que te quedes aquí.
—Ni de coña.
—No tienes por qué hacer esto.
La frialdad de la afirmación la hizo reír.
—¿Desde cuándo? Eres tú quien me ha metido en esto.
—Me equivoqué.
Ella se acercó y le acarició con ternura el magullado rostro.
—Si yo no hubiera estado allí, habrías matado al hombre equivocado en Asheville.
Davis la cogió por la muñeca y le dio un leve abrazo, la mano temblorosa.
—Daniels tiene razón: esto es totalmente impredecible.
—Ya, Edwin, así es mi vida.