Fort Lee
—Señor presidente —dijo Davis—. ¿No podría usted explicarse sin más? Sin anécdotas ni acertijos. Es muy tarde, y no tengo fuerzas para ser paciente ni respetuoso.
—Edwin, me caes bien. La mayoría de los capullos con los que trato me dicen o bien lo que creen que quiero oír o lo que no me hace falta saber. Tú eres distinto: me dices lo que tengo que oír. Sin dorarme la píldora, sin rodeos. Por eso, cuando me hablaste de Ramsey, te escuché. Si me lo hubiera dicho otra persona, me habría entrado por un oído y salido por el otro. Pero contigo, no. Sí, me mostré escéptico, pero tenías razón.
—¿Qué es lo que ha hecho usted? —inquirió el aludido.
Stephanie también había captado algo en el tono del presidente.
—Sencillamente, darle lo que quería: el puesto. No hay ninguna nana mejor que el éxito. Si lo sabré yo: han usado esa táctica muchas veces conmigo. —La mirada del presidente se dirigió al compartimento refrigerado—. Lo que me fascina es lo que hay ahí dentro: el testimonio de un pueblo desconocido, que vivió hace mucho tiempo e hizo cosas, pensó cosas. Y, sin embargo, no sabíamos nada de su existencia. —Daniels se metió la mano en el bolsillo y sacó un papel—. Echadle un vistazo a esto.
»Es un petroglifo del templo de Hator en Dendera. Lo vi hace unos años. Ese sitio es inmenso, con unas columnas imponentes. Y bastante reciente para Egipto, data del siglo I antes de Cristo. Esos sirvientes sostienen lo que parece una especie de lámparas que se apoyan en un pilar, por lo que debían de ser pesadas, y están conectadas a una caja que se ve en el suelo mediante un cable. Mirad la parte superior de las columnas, bajo las dos bombillas: parece un condensador, ¿no?
—No tenía idea de que le interesaran tanto estas cosas —comentó Stephanie.
—Lo sé. Nosotros, los paletos tontainas, no somos capaces de valorar nada.
—No quería decir eso, es sólo que…
—No te apures, Stephanie. Esto es algo que no suelo contar, pero me encanta. Todas esas tumbas que se encontraron en Egipto y en las pirámides: ni una sola de las cámaras está dañada por el humo. ¿Cómo demonios las iluminaban ahí abajo para trabajar? Lo único que tenían era fuego, y las lámparas quemaban un aceite humeante.
—Señaló el dibujo—. Puede que contaran con algo más. En el templo de Hator hay una inscripción que lo dice todo. La he apuntado, —le dio la vuelta al dibujo—: «El templo fue construido según un plano escrito en una antigua lengua sobre un rollo de piel de cabra que data de la época de los compañeros de Horas». ¿Os imagináis? Ahí dice que recibieron ayuda de hace mucho tiempo,
—¿No creerá de veras que los egipcios conocían la luz eléctrica? —terció Davis.
—No sé qué pensar. Además ¿quién ha dicho que fuera eléctrica? Podría haber sido química. El Ejército tiene lámparas de fósforo y gas tritio que alumbran durante años sin necesidad de electricidad. No sé qué pensar. Lo único que sé es que ese petroglifo es real.
Cierto, lo era.
—Pongámoslo así —continuó el presidente—: Hubo una época en que los presuntos expertos creían que los continentes eran inmóviles. No cabía duda: la tierra siempre ha estado donde está ahora, punto. Luego la gente empezó a darse cuenta de que África y Sudamérica parecían encajar, y Norteamérica, Groenlandia y Europa, también. Una coincidencia, sentenciaron los expertos, nada más. Luego encontraron fósiles idénticos en Inglaterra y América del Norte, y también la misma clase de piedras. Demasiada coincidencia. Después se localizaron placas bajo los océanos que se mueven, y los presuntos expertos se percataron de que la tierra podía moverse sobre esas placas. Por último, en la década de 1960 se demostró que los expertos se equivocaban: los continentes estuvieron unidos en su día y luego se separaron. Lo que antes era fantasía ahora es ciencia.
Stephanie recordó el mes de abril y la conversación que habían mantenido en La Haya.
—Creía que me había dicho que no sabía usted ni papa de ciencias.
—Y así es, pero eso no significa que no lea y preste atención.
Ella sonrió.
—Es usted una contradicción andante.
—Lo consideraré un cumplido. —Daniels señaló la mesa—. ¿Funciona el programa de traducción?
—Eso parece. Y tiene usted razón: éste es el testimonio de una civilización perdida, una que existió durante bastante tiempo y por lo visto se relacionó con gentes de todo el planeta, incluidos, según Malone, los europeos en el siglo IX.
Daniels se levantó de la silla.
—Nos creemos muy listos y muy modernos, somos los primeros en todo. Chorradas. Ahí fuera hay un montón de cosas que desconocemos.
—Por lo que hemos traducido hasta ahora, al parecer, poseían conocimientos técnicos —contó Stephanie—. Hay cosas extrañas. Entenderlas nos llevará tiempo. Y también trabajo de campo.
—Puede que Malone lamente haber ido allí —musitó Daniels.
—¿Por qué? —quiso saber ella.
Los oscuros ojos del presidente la escrutaron.
—El combustible que utilizaba el NR-1A era uranio, pero a bordo había miles de litros de petróleo lubrificante. No se encontró una sola gota. —Daniels guardó silencio—. Los submarinos presentan escapes cuando se hunden. Además, está el diario de a bordo, como supisteis por Rowland; seco, sin un borrón. Lo que significa que el submarino estaba intacto cuando Ramsey lo encontró. Y, a juzgar por lo que dijo Rowland, se hallaban en el continente cuando Ramsey se sumergió. Cerca de la costa. Malone está siguiendo la pista de Dietz Oberhauser, lo mismo que hizo el NR-1 A. ¿Y si los caminos se cruzan?
—Ese submarino no puede seguir existiendo —afirmó ella.
—¿Por qué no? Es la Antártida. —Daniels hizo una pausa—. Hace media hora me han dicho que Malone y su séquito se encuentran en la base Halvorsen.
Stephanie vio que al presidente le preocupaba de verdad lo que estaba pasando, tanto allí como en el sur.
—Muy bien, allá va —dijo Daniels—. Según me han informado, Ramsey contrató a un asesino a sueldo que se hace llamar Charles C. Smith hijo.
Davis permanecía inmóvil en su silla.
—Ordené que la CIA investigara a fondo a Ramsey e identificaron al tal Smith. No me preguntéis cómo, pero lo hicieron. Por lo visto utiliza un montón de nombres, y Ramsey le ha entregado un dineral. Probablemente fuera ese Smith quien mató a Sylvian, Alexander y Scofield, y él cree que mató también a Herbert Rowland…
—Y a Millicent —añadió Davis.
Daniels asintió.
—¿Ha encontrado a Smith? —preguntó ella, recordando lo que había dicho el presidente hacía un momento.
—Por así decirlo. —Daniels vaciló—. He venido a ver todo esto, quería saber de qué iba. Pero también he venido a deciros cómo creo que podemos poner fin a este circo.
Malone miraba por la ventanilla del helicóptero, el ruido de los rotores palpitaba en sus oídos. Volaban hacia el oeste. Un sol radiante atravesaba los cristales tintados que protegían sus ojos. Iban bordeando la costa, las focas repantigadas en el hielo como babosas gigantescas, las oreas surcando las aguas, patrullando las orillas en busca de una presa incauta. Frente a la costa se alzaban las montañas, erguidas cual lápidas sobre un cementerio blanco infinito, su oscuridad marcando un fuerte contraste con la brillante nieve.
El aparato viró hacia el sur.
—Estamos entrando en el área restringida —anunció Taperell por los auriculares.
El australiano ocupaba el asiento delantero derecho, junto al piloto noruego. El resto se hacinaban en la parte trasera, sin calefacción. Problemas mecánicos en el Huey los habían retrasado tres horas. Nadie se había quedado atrás, todos parecían ansiosos por saber qué había allí. Hasta Dorothea y Christl se habían tranquilizado, aunque estaban sentadas lo más lejos posible la una de la otra. Christl llevaba un anorak de otro color, conseguido en la base en sustitución del que se le había manchado de sangre en el avión.
Dieron con la helada bahía con forma de herradura del mapa, una barrera de icebergs guardando la entrada. En el hielo azul de los icebergs se reflejaba una luz cegadora.
El helicóptero cruzó una cordillera con cimas demasiado escarpadas para que la nieve se aferrara a ellas. La visibilidad era excelente; los vientos, flojos, y tan sólo unos tenues cirros haraganeaban en el luminoso cielo azul.
Delante, Malone vio algo distinto.
En la superficie había poca nieve. En su lugar, el suelo y las paredes rocosas presentaban vistosos trazos irregulares de dolerita negra, granito gris, pizarra marrón y caliza blanca. El paisaje estaba sembrado de rocas graníticas de todas las formas y los tamaños.
—Un valle seco —informó Taperell—. No ha llovido en dos millones de años. Por aquel entonces las montañas se elevaban más a prisa de lo que los glaciares podían abrirse paso por ellas, de manera que el hielo quedó atrapado en la otra cara. Los vientos soplan de la meseta desde el sur y mantienen el suelo prácticamente libre de hielo y nieve. Hay muchos en la zona meridional del continente, no tantos por aquí.
—¿Ha sido explorado éste? —quiso saber Malone.
—Vienen buscadores de fósiles, este sitio está lleno. También de meteoritos. Pero las visitas están limitadas por el tratado.
De pronto apareció la cabaña, una extraña visión al pie de un pico inhóspito e inaccesible.
El aparato sobrevoló el prístino terreno rocoso y, tras escoger el lugar donde realizaría el aterrizaje, descendió sobre el pedregal.
Bajaron todos, el último Malone, al que le fueron entregados los trineos y el equipo. Taperell le guiñó un ojo cuando le entregó su mochila, dándole a entender que había hecho lo que le había pedido. Los ruidosos rotores y ráfagas de un aire helador embotaron sus sentidos.
Entre los bultos se incluían dos radios. Malone ya había organizado que establecerían contacto dentro de seis horas. El australiano les había dicho que, de ser preciso, podían guarecerse en la cabaña, pero la previsión meteorológica para las siguientes diez o doce horas era buena. La luz no era un problema, ya que el sol no volvería a ponerse hasta marzo.
Malone levantó los pulgares y el helicóptero se alejó. El rítmico soniquete de las palas del rotor fue disminuyendo a medida que el aparato desaparecía por la cordillera.
El silencio los envolvió.
La respiración era trabajosa y silbante; el aire, seco como un viento del Sahara. Sin embargo, la calma no iba acompañada de una sensación de paz.
La cabaña se hallaba a menos de cincuenta metros.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Dorothea.
Malone echó a andar.
—Yo diría que empezar por lo más evidente.