Maryland
Ramsey tomó asiento en una desvencijada silla de madera, las manos, el pecho y los pies atados con cinta americana. Se había planteado atacar a McCoy fuera, pero comprendió que Smith sin duda iría armado y no podría zafarse de los dos, de manera que no hizo nada. Decidió esperar el momento adecuado y que alguno metiera la pata.
Quizá no hubiese sido buena idea.
Lo metieron en la casa. Smith encendió un pequeño camping gas que iluminaba débilmente la estancia y daba un calor agradable. Qué interesante: habían abierto una parte de la pared del dormitorio, el rectángulo que se extendía al otro lado, negro como boca de lobo. Ramsey necesitaba saber qué querían esos dos, cómo se habían aliado y cómo apaciguarlos.
—Esta mujer dice que he pasado a formar parte de la lista de los prescindibles —dijo Smith.
—No deberías escuchar a desconocidos.
McCoy estaba de pie, apoyada en el antepecho de una ventana, empuñando una pistola.
—¿Quién dice que no nos conocemos?
—Eso es algo fácil de deducir —repuso él—: Los dos jugáis a dos bandas. Charlie, ¿te ha dicho que me ha sacado veinte millones?
—Algo mencionó, sí. Otro problema.
Ramsey se enfrentó a McCoy.
—Estoy impresionado: identificaste a Charlie y te pusiste en contacto con él.
—No fue tan difícil. ¿Crees que nadie presta atención? Sabes que los móviles se pueden controlar, que se puede seguir el rastro de las transferencias bancarias, servirse de acuerdos confidenciales entre gobiernos para acceder a cuentas y documentos a los que nadie más podría acceder.
—No sabía que tuvieras tanto interés en mí.
—Querías que te ayudara, y eso es lo que estoy haciendo.
Ramsey tiró de las ataduras.
—No es lo que tenía en mente.
—Le he ofrecido a Charlie la mitad de esos veinte millones.
—Y por adelantado —añadió el aludido.
Ramsey cabeceó.
—Eres un idiota desagradecido.
Smith se adelantó y le cruzó la cara con el dorso de la mano.
—Llevo mucho tiempo queriendo hacer esto.
—Charlie, te juro que lo vas a lamentar.
—He hecho lo que me has pedido durante quince años —replicó él—. Querías que alguien muriera y entonces yo lo mataba. Sabía que tramabas algo, siempre lo he sabido. Ahora es el Pentágono, la Junta de Jefes de Estado Mayor. ¿Qué será lo siguiente? Nunca estarás satisfecho, no te retirarás. No es propio de ti. Así que me he convertido en un estorbo.
—¿Quién ha dicho eso?
Smith señaló a McCoy.
—¿Y la crees?
—Lo que dice tiene sentido. Y también tenía veinte millones de dólares, porque ahora la mitad son míos.
—Y tú estás en nuestras manos —terció McCoy.
—Ninguno de vosotros tiene agallas para matar a un almirante, jefe de los servicios de inteligencia de la Marina y candidato a la Junta de Jefes. Os costará taparlo.
—¿De veras? —intervino Smith—. ¿A cuántas personas he liquidado para ti? ¿Cincuenta? ¿Cien? ¿Doscientas? Ni siquiera me acuerdo. Y ni una sola de esas muertes ha sido considerada asesinato. Yo diría que las tapaderas son mi especialidad.
Por desgracia, esa rata engreída tenía razón, así que Ramsey decidió probar con la vía diplomática.
—¿Qué puedo hacer para convencerte, Charlie? Llevamos mucho tiempo juntos, y voy a necesitarte en años venideros.
Smith no dijo nada.
—¿A cuántas mujeres ha matado? —quiso saber McCoy.
Ramsey se preguntó a qué vendría eso.
—¿Acaso importa?
—Me importa a mí.
Entonces cayó en la cuenta: Edwin Davis era su compañero.
—Esto tiene que ver con Millicent, ¿no?
—¿La mató el señor Smith?
Él decidió ser sincero y asintió con la cabeza.
—¿Estaba embarazada?
—Eso me dijo, pero ¿quién sabe? Las mujeres mienten.
—Así que la quitaste de en medio.
—Me pareció la forma más sencilla de atajar el problema. Charlie trabajaba para nosotros en Europa, así fue como nos conocimos. Hizo bien el trabajo y es mío desde entonces.
—No soy tuyo —escupió Smith, el desdén tiñendo su voz—. Trabajo para ti, me pagas.
—Y hay mucho más dinero que puede ser tuyo —dejó claro el almirante.
Smith se acercó a la abertura practicada en la pared.
—Por ahí se baja a un sótano oculto. Probablemente fuese útil durante la guerra civil. Es un buen sitio para esconder cosas.
Ramsey captó el mensaje: como un cadáver.
—Charlie, matarme no sería en absoluto un buena idea.
Smith se volvió y lo apuntó con su arma.
—Puede ser, pero estoy completamente seguro de que me hará sentir mejor.
Malone dejó atrás el radiante sol y entró en la base Halvorsen seguido de los demás. Su anfitrión, que los estaba esperando en el hielo cuando bajaron del avión para ser recibidos por una ráfaga de aire helado, era un australiano moreno y con barba —bajo, fornido y con pinta de competente— llamado Taperell.
La base constaba de distintos edificios de alta tecnología enterrados bajo una gruesa capa de nieve que funcionaban mediante modernos sistemas de energía solar y eólica. «Lo último», aseguró Taperell, y acto seguido añadió:
—Han tenido suerte: hoy sólo hay trece grados bajo cero, lo que no está nada mal para esta parte del mundo. —Los condujo hasta una amplia habitación con las paredes revestidas de madera, llena de mesas y sillas, que olía a comida. Un termómetro digital en la pared del fondo marcaba diecinueve grados—. En un pispás les servirán hamburguesas, patatas fritas y algo de beber —ofreció—. He pensado que querrían comer algo.
—Buena idea —apuntó Malone.
—Claro, amigo —contestó el risueño australiano.
—¿Podemos ponernos en marcha después?
Taperell asintió.
—Ningún problema, ésas son mis órdenes. Tengo un helicóptero listo. ¿Adónde se dirigen?
Malone miró a Henn.
—Su turno.
Christl se adelantó.
—A decir verdad, soy yo quien tiene lo que necesitas.
Stephanie vio que Davis se levantaba de la silla y le preguntaba al presidente:
—¿Cómo que lo ha encontrado?
—Hoy le he ofrecido a Ramsey la vacante en la Junta de Jefes. Lo llamé y aceptó.
—Supongo que tendrá un buen motivo para haber hecho eso —apuntó Davis.
—¿Sabes, Edwin? Da la impresión de que nuestros papeles están cambiados. Es como si tú fueras el presidente y yo el viceconsejero de Seguridad Nacional, y lo digo poniendo especial énfasis en lo de vice.
—Sé quién es el jefe, usted sabe quién es el jefe. Sólo díganos por qué ha venido aquí en mitad de la noche.
Ella vio que Daniels no se molestaba por tan impertinente insolencia.
—Cuando fui a Gran Bretaña hace unos años me pidieron que me uniera a la caza del zorro —explicó el presidente—. A los británicos les encanta toda esa gaita: vestirse de punta en blanco a primera hora de la mañana, subirse a un caballo maloliente e ir detrás de un puñado de perros aulladores. Me dijeron que era estupendo. Salvo, claro está, si eres el zorro. En ese caso es una putada. Siendo el alma compasiva que soy, no paraba de pensar en el zorro, así que rehusé.
—¿Vamos a salir de caza?
Stephanie vio el brillo en los ojos del presidente.
—Pues sí, pero lo bueno de ésta cacería es que los zorros no saben que vamos hacia allá.
Malone observó a Christl desplegar un mapa y extenderlo en una de las mesas.
—Nuestra madre me lo explicó.
—Y ¿qué te hace tan especial? —quiso saber Dorothea.
—Supongo que pensó que no perdería la cabeza, aunque por lo visto me considera una soñadora vengativa dispuesta a arruinar a la familia.
—Y ¿lo eres? —le preguntó su hermana.
Christl la atravesó con la mirada.
—Soy una Oberhauser, la última de un largo linaje, y tengo intención de honrar a mis antepasados.
—¿Y si nos centramos en el problema que tenemos? —terció Malone—. Hace un tiempo excelente, y hemos de aprovecharlo mientras podamos.
Christl había llevado consigo el mapa de la Antártida con el que Isabel lo había tentado en Ossau, el más reciente, que entonces no quiso enseñarle. Ahora él veía que aparecían señaladas todas las bases del continente, la mayoría situadas a lo largo de la costa, incluida Halvorsen.
—Mi abuelo estuvo aquí y aquí —dijo Christl al tiempo que señalaba dos lugares marcados como puntos 1 y 2—. Según sus notas, la mayoría de las piedras que llevó proceden del emplazamiento 1, aunque pasó mucho tiempo en el 2. La expedición transportó una cabaña, desmontada, para que fuese erigida en algún lugar y así reivindicar los derechos de Alemania. Decidieron levantar la cabaña en el emplazamiento 2, aquí, cerca de la costa.
Malone le había pedido a Taperell que se quedara. Llegado ese momento, lo miró y le preguntó:
—¿Dónde está eso?
—Lo conozco. A unos ochenta kilómetros al oeste de aquí.
—¿Sigue en pie la cabaña? —se interesó Werner.
—Sin duda —aseguró el australiano—. La encontrará en buen estado, aquí la madera no se pudre. Estará como el día en que la montaron. Y sobre todo allí: la zona entera ha sido declarada área protegida. Se trata de un emplazamiento de «especial interés científico», según la Ley de Conservación de la Antártida. Sólo se puede visitar con el visto bueno de Noruega.
—¿Por qué? —inquirió Dorothea.
—La costa pertenece a las focas, es una zona de cría. No está permitido el acceso de personas. La cabaña se sitúa en uno de los valles secos del interior.
—Mi madre dice que mi padre le contó que iba a llevar a los americanos al emplazamiento 2 —dijo Christl—. Mi abuelo siempre quiso volver para seguir explorando, pero no lo dejaron.
—¿Cómo sabemos que ése es el lugar? —preguntó Malone.
Captó la mirada traviesa de Christl, que metió la mano en la mochila y sacó un libro delgado y colorido con el título en alemán. Él lo tradujo para sí: De visita a Nueva Suabia. Cincuenta años después.
—Es un libro ilustrado que se publicó en 1988. Una revista alemana envió un equipo de filmación y un fotógrafo. Mi madre se topó con él hace cinco años. —Se puso a hojearlo en busca de una página en concreto—. Ésta es la cabaña. —Les enseñó una sorprendente imagen en color a dos páginas de una estructura de madera gris enclavada en un valle de piedras negras, veteada de reluciente nieve y eclipsada por peladas montañas grises. Pasó la página—. Ésta es una foto del interior.
Malone la estudió. No había muchas cosas: una mesa con revistas, unas sillas, dos literas, cajas de embalar convertidas en estanterías, un hornillo y una radio.
Christl lo miró risueña.
—¿Ves algo?
Estaba haciendo lo mismo que él había hecho en Ossau, de modo que aceptó el desafío y escudriñó la fotografía a conciencia, al igual que el resto.
Entonces lo vio. En el suelo, grabado en una de las tablas.
—Es el mismo símbolo que aparece en la tapa del libro que se encontró en la tumba de Carlomagno —dijo Malone, señalándolo.
Ella sonrió.
—Tiene que ser el sitio. Y además hay esto. —Sacó una hoja de papel doblada del libro, una página de una vieja revista, amarillenta y deteriorada, con una imagen granulosa en blanco y negro del interior de la cabaña.
—Estaba entre la documentación de la Ahnenerbe que conseguí —intervino Dorothea—. Recuerdo haberla visto en Múnich.
—Nuestra madre la recuperó y se fijó en esta foto —explicó su hermana—. Mira el suelo: se ve claramente el símbolo. Esto se publicó en la primavera de 1939, era un artículo que escribió el abuelo sobre la expedición del año anterior.
—Le dije que esa documentación era valiosa —afirmó Dorothea.
Malone se dirigió entonces a Taperell.
—Al parecer, es ahí adonde vamos.
El australiano señaló el mapa con el dedo.
—Esta zona de aquí, en la costa, es una plataforma de hielo con agua de mar debajo. Se extiende unos ocho kilómetros hacia el interior, formando lo que sería una bahía considerable de no estar congelada. La cabaña se encuentra al otro lado de una cordillera, a un kilómetro y medio desde lo que sería la orilla occidental de la bahía. Podemos dejarlos ahí y recogerlos cuando estén listos. Como ya les dije, creo que han tenido suerte con el tiempo, hoy hace un calor de mil demonios.
Trece grados bajo cero no era precisamente lo que Malone consideraba un calor tropical, pero entendió a qué se refería.
—Necesitamos equipo de emergencia, por si acaso.
—Tenemos dos trineos preparados. Les estábamos esperando.
—No hace usted muchas preguntas, ¿eh? —observó Malone.
Taperell negó con la cabeza.
—No, amigo. Yo sólo estoy aquí para hacer mi trabajo.
—Pues entonces demos cuenta de esa comida y en marcha.