OCHENTA Y DOS

Maryland

22:20 horas

Ramsey dejó la oscura carretera y se adentró en el bosque, hacia la granja de Maryland en la que se había reunido con Charlie Smith unos días antes.

Según Smith, se llamaba Bailey Mill.

No le había hecho ninguna gracia el tono de Smith. Listillo, chulo, irritante, así era Charlie Smith; pero ¿enfadado, exigente, agresivo? De ninguna manera.

Algo iba mal.

Ramsey parecía haber ganado un nuevo aliado en la persona de Diane McCoy, uno que le había costado veinte millones de dólares. Por suerte, tenía mucho más en distintas cuentas repartidas por el mundo, un dinero que había ido a parar a sus manos a raíz de operaciones que habían finalizado antes de tiempo o habían sido abortadas. Gracias a Dios, una vez se estampaba el sello de «Clasificado» en un expediente, éste rara vez era objeto de escrutinio por parte de un contador. La política era devolver los recursos que se hubieran invertido, pero ése no siempre era el caso. Necesitaba fondos para pagar a Smith —capital para financiar investigaciones encubiertas—, pero esa necesidad cada vez era menor. Sin embargo, a medida que la necesidad se complicaba, también lo hacían los riesgos.

Como en ese caso.

Los faros le permitieron distinguir la granja, un granero y otro coche. No había ninguna luz. Después de aparcar, metió la mano en el compartimento central, sacó su Walther automática y salió a la fría noche.

—¡Charlie! —gritó—. No tengo tiempo para bobadas. Sal ahora mismo.

Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, percibieron movimiento a su izquierda. Ramsey apuntó y efectuó dos disparos. Las balas se estrellaron contra la vieja madera. Más movimiento, pero vio que no era Smith.

Perros.

Huían del porche y de la casa, salían despavoridos en dirección al bosque. Como la última vez. Suspiró aliviado.

A Smith le encantaban los juegos, así que decidió complacerlo.

—A ver qué te parece esto, Charlie. Te desinflaré las cuatro ruedas y pasarás la noche aquí pelado de frió. Llámame mañana, cuando estés dispuesto a hablar.

—Qué aburrido eres, almirante —afirmó una voz—. No tienes el más mínimo sentido del humor.

Smith salió de las sombras.

—Tienes suerte de que no te mate —espetó él.

El otro avanzó desde el porche.

—¿Por qué ibas a hacerlo? He sido un buen chico, he hecho todo lo que querías. He liquidado a los cuatro, limpiamente. Luego oigo por la radio que vas a entrar a formar parte de la Junta de Jefes. Te mudas a la zona este, a ese apartamento de lujo en el cielo, como decían en esa serie de televisión, «Los Jefferson».

—Eso carece de importancia —dejó claro Ramsey—. No es asunto tuyo.

—Lo sé. Yo sólo soy un sicario. Lo importante es que me pagues. —Te he pagado. Hace dos horas. Todo.

—Bien. Estaba pensando en cogerme unas vacaciones, ir a algún sitio donde haga calor.

—No hasta que te ocupes del nuevo encargo.

—Apuntas alto, almirante. Directamente a la Casa Blanca.

—Apuntar alto es la única manera de conseguir cosas.

—Quiero el doble por éste, la mitad por adelantado, el resto después.

A Ramsey le daba lo mismo lo que costara.

—Hecho.

—Y hay algo más —añadió Smith.

Algo se le clavó en las costillas, a través del abrigo, por detrás.

—Tranquilito, Langford —ordenó una voz de mujer—. O te pego un tiro antes de que te muevas.

Diane McCoy.

Malone consultó el cronómetro del avión —las 7.40— y contempló desde la cabina el panorama que se extendía debajo de ellos. La Antártida le recordaba a un tazón boca abajo con el reborde desconchado. Una vasta meseta de hielo de unos tres kilómetros de grosor ribeteada en al menos dos terceras partes de su circunferencia por dentadas montañas negras surcadas de glaciares repletos de grietas que avanzaban hacia el mar; abajo, la costa nordeste no era ninguna excepción.

El piloto anunció que había iniciado la maniobra de aproximación final a la base Halvorsen. Era hora de prepararse para el aterrizaje.

—Esto no es muy habitual —comentó el piloto a Malone—. El tiempo es excelente. Tiene usted suerte. Y los vientos también son favorables. —Ajustó los mandos y asió la palanca—. ¿Quiere encargarse usted?

Malone desechó la idea con un gesto de la mano.

—No, gracias. Es mucho para mí.

Aunque había hecho aterrizar cazas en portaaviones, depositar un avión de cuarenta y cinco toneladas sobre el peligroso hielo era una emoción de la que podía prescindir.

La pelea entre Dorothea y Christl le seguía preocupando. Durante las últimas horas se habían comportado, pero su amargura y sus discrepancias podían ser enojosas.

El avión comenzó a descender de manera pronunciada. Aunque el ataque había hecho sonar las alarmas, a Malone le preocupaba más aún otra cosa que había observado: había cogido desprevenido a Ulrich Henn.

Se había fijado en la momentánea confusión que había reflejado el rostro de Henn antes de volver a endurecer la máscara. Era evidente que no se esperaba lo que había hecho Dorothea.

El aparato se situó en posición horizontal y las turbinas redujeron la velocidad.

El Hércules iba equipado con patines de aterrizaje, y él oyó al copiloto confirmar que estaban desplegados. Continuaron bajando, el blanco suelo aumentando en tamaño y grado de detalle. Un rebote. Y otro.

Después, Malone oyó el chirriar de los patines contra el crujiente hielo al deslizarse sobre él. No había forma de frenar. Sólo los detendría la fricción. Por suerte había espacio más que suficiente. Finalmente el Hércules se detuvo.

—Bienvenidos al fin del mundo —anunció el piloto al grupo.

Stephanie se levantó de su silla. La fuerza de la costumbre. Davis hizo otro tanto.

Pero Daniels les indicó que no se movieran.

—Es tarde y todos estamos cansados. Sentaos. —Cogió una silla—. Gracias, coronel. ¿Le importaría asegurarse de que no nos molestan?

Gross echó a andar hacia la parte delantera del almacén.

—Tenéis muy mala cara los dos —comentó Daniels.

—Eso es lo que pasa cuando uno ve cómo le vuelan la cabeza a un hombre —respondió Davis.

El presidente suspiró.

—Yo lo he visto una o dos veces. Dos incursiones en Vietnam. No se olvida jamás.

—Un hombre ha muerto por culpa nuestra —se lamentó Davis.

Daniels apretó los labios.

—Pero Herbert Rowland sigue vivo gracias a vosotros.

«Pobre consuelo», pensó Stephanie, y a continuación preguntó:

—¿Qué lo trae por aquí?

—Me escabullí de la Casa Blanca y puse rumbo al sur en el Marine One. Bush lo puso de moda: solía ir en helicóptero a Iraq antes de que nadie se enterara. Ahora contamos con procedimientos para hacerlo. Estaré en la cama antes de que nadie sepa que me he ido. —La mirada de Daniels se dirigió hacia la puerta de la cámara refrigerada—. Quería ver qué hay ahí dentro. El coronel Gross me lo ha dicho, pero quería verlo.

—Podría cambiar nuestra manera de entender la civilización —dijo ella.

—Increíble. —Stephanie vio que el presidente estaba realmente impresionado—. ¿Tenía razón Malone? ¿Podemos leer los libros?

Ella asintió.

—Lo bastante como para que tengan sentido.

El presidente parecía mantener a raya un carácter por lo común bullicioso. Stephanie había oído que era una ave nocturna y dormía poco. El personal no paraba de quejarse.

—Perdimos al asesino —contó Davis.

Stephanie captó la derrota en su tono, tan distinto de la primera vez que habían trabajado juntos, cuando derrochaba un optimismo contagioso que la había empujado a viajar a Asia Central.

—Edwin, lo has hecho lo mejor que has podido —replicó el presidente—. Pensé que estabas chalado, pero tenías razón.

Los ojos de Davis eran los de alguien que había renunciado a esperar recibir buenas noticias.

—Así y todo, Scofield ha muerto, Millicent ha muerto.

—La cuestión es, ¿quieres coger al que los mató?

—Como le he dicho, lo perdimos.

—Verás, ése es el quid: yo lo he encontrado —repuso Daniels.