Fort Lee, Virginia.
21:30 horas
Los ordenadores no eran el punto fuerte de Stephanie, pero Malone le había explicado en el correo cómo funcionaba el programa de traducción. El coronel Gross le había proporcionado un escáner portátil de alta velocidad y una conexión a Internet, y ella se había descargado el programa en cuestión y había probado con una página, introduciendo la imagen escaneada en el ordenador.
Una vez aplicado el programa de traducción, el resultado había sido extraordinario: la extraña mezcla de sinuosidades, ondulaciones y arabescos primero se habían convertido en latín y después en inglés. Tosco en algunos puntos, con partes que faltaban aquí y allá, pero había sido suficiente para que ella se enterase de que el compartimento refrigerado albergaba un tesoro de preciosa información.
De una jarra de cristal, suspender dos bolas metálicas de un hilo fino. Frotar con brío contra un paño una reluciente varilla metálica. No se producirá sensación alguna, ni hormigueo ni dolor. Acercar la varilla a la jarra y las dos esferas se alejarán y permanecerán alejadas incluso después de retirarla. La fuerza que desprende la varilla se dirige hacia el exterior, no se ve ni se siente, pero así y todo existe y hace que las bolas se alejen. Al cabo de un rato las bolas descenderán, impulsadas a hacerlo por la misma fuerza que impide que todo cuanto es lanzado al aire permanezca allí.
Construir una rueda con una manija en la parte posterior y afianzar pequeñas láminas metálicas al borde. Deberían fijarse dos varillas de metal, de manera que un manojo de alambres que salga de cada una de ellas toque ligeramente las láminas metálicas. De las varillas sale un alambre que llega hasta dos esferas de metal. Separarlas quince centímetros. Hacer girar la rueda con la manija. Allí donde las láminas metálicas entran en contacto con los alambres se originará un destello. Hacer girar la rueda más de prisa y de las esferas de metal saldrá un rayo azul silbante. Se notará un olor extraño, el mismo que se percibe tras una fuerte tormenta en lugares donde llueve en abundancia. Saborear el olor y el rayo, ya que esa fuerza y la fuerza que separa las bolas metálicas es la misma, sólo que generada de distinta forma. Tocar las esferas metálicas resulta tan inofensivo como tocar las varillas metálicas que se frotaron contra el paño.
Triturar piedra de la luna, crownchaka, cinco leches del baniano, higo, piedra imán, mercurio, polvos de mica, aceite de saarasvata y nákha en partes iguales, purificados, y dejar asentar hasta que espese. Sólo entonces, incorporar aceite de bael y hervir hasta que se forme una resina perfecta. Extender el barniz de manera homogénea sobre una superficie y dejarlo secar antes de exponerlo a la luz. Para calmar el dolor añadir a la mezcla raíz de akkalkadha, matang, cauris, sal de tierra, grafito y arena granítica. Aplicar generosamente en cualquier superficie para aumentar la fortaleza.
El peetha ha de medir noventa centímetros de ancho y quince de alto, y puede ser cuadrado o redondo. En su centro hay un eje y delante se sitúa una vasija de gugulón. En el oeste se encuentra el espejo para realzar la oscuridad, y en el este se fija el tubo que atrae los rayos solares. En el medio está la rueda que pone en funcionamiento el alambre, y en el sur, el interruptor principal. Al girar la rueda hacia el sureste, el espejo de dos caras afianzado al tubo acumulará rayos solares. Al mover la rueda hacia el noroeste, el gugulón se activará. Al hacer girar la rueda al oeste, el espejo potenciador de la oscuridad entrará en funcionamiento. Al girar la rueda central, los rayos atraídos por el espejo incidirán en el cristal y lo envolverán. Entonces deberá hacerse girar a gran velocidad la rueda principal para que genere un calor envolvente.
Arena, cristal y sal suvarchala en partes iguales dentro de un crisol, introducidos en un horno y fundidos, darán como resultado una cerámica pura, clara, fuerte y fresca. Las tuberías así fabricadas conducirán e irradiarán calor, y se pueden unir entre sí firmemente con mortero de sal. Los pigmentos de color elaborados con hierro, arcilla, cuarzo y calcita son intensos y duraderos, y además se adhieren bien después del fundido.
Stephanie clavó la vista en Edwin Davis.
—Por un lado, empezaban a tontear con la electricidad y, por otro, creaban compuestos y mecanismos de los que no hemos oído hablar nunca. Hemos de averiguar la procedencia de estos libros.
—Va a ser difícil, ya que, por lo visto, toda la información relativa a la «Salto de altura» ha desaparecido. —Davis sacudió la cabeza—. Menudos idiotas; todo alto secreto. Un puñado de mentes estrechas tomaron decisiones monumentales que afectaban a todos. Aquí hay una fuente de conocimientos que bien podría cambiar el mundo. También podría ser basura, claro está, pero nunca lo sabremos. Ten en cuenta que, en las décadas que han transcurrido desde que se encontraron estos libros, ahí abajo se han ido acumulando metros de nieve. El paisaje es completamente distinto de lo que era entonces.
Ella sabía que la Antártida era la pesadilla de los cartógrafos. El litoral cambiaba constantemente a medida que aparecían y desaparecían plataformas de hielo, que se desplazaban a su antojo.
Davis tenía razón: dar con que mencionaba Byrd podía resultar imposible.
—Sólo hemos ojeado un puñado de páginas de unos cuantos volúmenes escogidos al azar —observó ella—. A saber que habrá en los demás.
Otra página llamó su atención, y con un dibujo de dos plantas con sus raíces y demás elementos.
Stephanie la escaneó y la tradujo.
La gyra crece en recovecos oscuros y húmedos y debería ser extraída de la tierra antes de que desaparezca el sol estival. Sus hojas, machacadas y quemadas, bajan la fiebre. Pero hay que procurar que la gyra no se humedezca, pues las hojas mojadas no surten efecto y pueden ser causa de enfermedad. Lo mismo ocurre con las hojas amarillentas. Son preferibles las de color rojo intenso o anaranjado. También producen somnolencia y pueden utilizarse para aplacar los sueños. El exceso puede resultar dañino, de manera que hay que administrarlas con cuidado.
Stephanie imaginó lo que debía haber sentido un explorador al verse en una costa virgen, contemplando una tierra nueva.
—Hay que precintar este almacén —afirmó Davis.
—No es una buena idea: pondrá sobre aviso a Ramsey.
Él pareció ver lo acertado de la observación.
—Operaremos a través de Gross: si alguien se acerca a este escondrijo, él nos lo comunicará y podremos detenerlo.
Ésa era una idea mejor.
Stephanie pensó en Malone: debía de estar llegando a la Antártida. ¿Estaría siguiendo la pista acertada?
Sin embargo, ellos todavía tenían cosas que hacen dar con el asesino.
Oyó que una puerta se abría y se cerraba en el cavernoso interior. El coronel Gross había estado vigilando en la antesala para concederles privacidad, de modo que Stephanie supuso que debía de ser él. Pero entonces oyó el resonar de dos pares de pies en la oscuridad. Ellos se hallaban sentados a una mesa a la puerta del compartimento refrigerado, con tan sólo dos lámparas encendidas. Stephanie alzó la vista y vio salir a Gross de la negrura seguido de otro hombre: alto, de cabello abundante, vestido con una cazadora azul marino y unos pantalones de estilo informal; en el pecho, a la izquierda, el emblema del presidente de Estados Unidos. Danny Daniels.